12 reglas para vivir

12 reglas para vivir


REGLA 4. No te compares con otro, compárate con quien eras tú antes

Página 10 de 31

El Dios del Antiguo Testamento puede resultar cruel, duro, impredecible y peligroso, sobre todo en una lectura superficial. Se trata de una cuestión que ha sido exagerada por los exégetas cristianos, con la intención de magnificar la distinción entre las dos versiones de la Biblia. Pero se ha pagado un precio por semejante trama (en ambos sentidos de la palabra): cuando se enfrenta a Jehová, la gente actual tiende a pensar: «Nunca creería en un Dios así». Pero lo cierto es que al Dios del Antiguo Testamento no le importa demasiado lo que pueda pensar la gente de hoy en día. De hecho, ni siquiera solía importarle lo que pensara la gente del propio Antiguo Testamento, aunque se podía negociar con él hasta extremos sorprendentes, tal y como aparece en las historias de Abraham. En cualquier caso, cada vez que Su pueblo se desviaba del camino que le marcaba —cuando desobedecían Sus órdenes, violaban Sus normas y trasgredían Sus mandamientos— se armaba una buena. Si no hacías aquello que el Dios del Antiguo Testamento te pedía, fuera lo que fuese y por mucho que intentaras huir de él, tú y tu descendencia, así como la descendencia de tu descendencia, os habíais metido en un buen lío.

Fueron los realistas los que crearon o los que quisieron ver al Dios del Antiguo Testamento. Cuando los miembros de aquellas antiguas sociedades avanzaban despreocupados por el camino errado, acababan viviendo en la miseria y la esclavitud en ocasiones durante siglos, eso si no se los aniquilaba completamente. ¿Algo así era razonable? ¿Legítimo? ¿Justo? Los autores del Antiguo Testamento, que plantearon tales cuestiones con extrema precaución y en condiciones muy limitadas, tendieron a asumir que el Creador del Ser sabía lo que estaba haciendo, que Él poseía todo el poder y que Sus dictados debían observarse escrupulosamente. Demostraban así una gran sabiduría. Dios era una fuerza de la naturaleza. ¿Acaso tiene sentido cuestionar la legitimidad o la justicia de un león hambriento? ¿Qué clase de despropósito sería? El pueblo de Israel del Antiguo Testamento y sus ancestros sabían que no había que andarse con bromas con Dios y que, cuando se lo contrariaba, la furibunda deidad era muy capaz de generar un verdadero infierno. Después de haber vivido un siglo definido por las atrocidades cometidas por Hitler, Stalin y Mao, nosotros podríamos llegar a la misma conclusión.

A menudo se presenta al Dios del Nuevo Testamento como un personaje distinto (si bien es cierto que el Apocalipsis, con el Juicio Final, disipa cualquier expectativa demasiado ingenua a este respecto). Aquí aparece más bien como un afable Geppetto, un maestro artesano y padre benévolo que tan solo quiere lo mejor para nosotros. Es todo amor y perdón, aunque sí, te mandará al infierno si te portas lo suficientemente mal. De todos modos es en esencia el Dios del Amor, algo que resulta más optimista, más ingenuamente cordial, pero, justo en la misma proporción, menos creíble. En un mundo como este, en este antro de perdición, ¿quién podría tragarse algo así? ¿Un Dios benévolo en el mundo de después de Auschwitz? Fue por eso mismo que el filósofo Nietzsche, quizá el crítico más astuto que jamás se haya enfrentado al cristianismo, consideró que el Dios del Nuevo Testamento suponía el peor delito literario de la historia de Occidente. En Más allá del bien y del mal escribió[82]:

En el «Antiguo Testamento» judío, que es el libro de la justicia divina, hombres, cosas y discursos poseen un estilo tan grandioso que las escrituras griegas e indias no tienen nada que poner a su lado. Con terror y respeto nos detenemos ante ese inmenso residuo de lo que el hombre fue en otro tiempo, y al hacerlo nos asaltarán tristes pensamientos sobre la vieja Asia y sobre Europa, su pequeña península avanzada […]. El haber encuadernado este Nuevo Testamento, que es una especie de rococó del gusto en todos los sentidos, con el Antiguo Testamento, formando un solo libro llamado «la Biblia», el «Libro en sí»; quizá esa sea la máxima temeridad y el máximo «pecado contra el espíritu» que la Europa literaria tenga sobre su conciencia.

¿Quién sino los más ingenuos puede concebir que un Ser tan bondadoso y compasivo haya podido gobernar este mundo tan terrible? Pero algo que resulta totalmente inconcebible para alguien que no ve puede parecer absolutamente evidente para quien tiene los ojos abiertos.

Volvamos a la situación en la que tus objetivos están mediatizados por algo mezquino, como la envidia que sientes por el puesto de tu jefe. A causa de esa envidia, el mundo en el que vives se revela como un lugar de rencor, decepción y despecho. Imagina que acabas detectando tu infelicidad y te pones a reflexionar sobre ella y a reconsiderarla. Es más, decides aceptar la responsabilidad que te corresponde al respecto y llegas a la conclusión de que se trata de algo que, por lo menos parcialmente, se encuentra en tu margen de maniobra. Así habrás conseguido entreabrir un ojo, solo un momento, y mirar. Pides algo mejor, sacrificas tu insignificante mezquindad, te arrepientes de tu envidia y abres tu corazón. En vez de maldecir la oscuridad, dejas que entre un poco de luz. Decides aspirar a una vida mejor y no a un despacho mejor.

Pero no te paras ahí. Te das cuenta de que es un error aspirar a una vida mejor si solo lo consigues empeorando la de otra persona. Es ahí donde te pones creativo y decides lanzarte a un juego más complicado. Decides que quieres una vida mejor que al mismo tiempo suponga una mejora para la vida de tu familia, o la de tu familia y la de tus amigos, o la de todos ellos y también los desconocidos que los rodean. ¿Y qué hay de tus enemigos? ¿Los quieres incluir también? La verdad es que no tienes ni la más remota idea de cómo gestionar algo así, pero algo sabes de historia y de cómo se forja una enemistad. Así pues, empiezas a desearles lo mejor incluso a tus enemigos, por lo menos en principio, por mucho que todavía no domines para nada ese tipo de sentimientos.

Y así cambia la dirección de tu mirada, más allá de las limitaciones que, sin saberlo, te estaban constriñendo. Así aparecen en tu vida nuevas posibilidades y te pones a trabajar para hacerlas realidad. Así tu vida mejora de verdad. Y das un paso más y empiezas a pensar: «¿Mejor? Quizá esto signifique mejor para mí, mi familia y mis amigos, e incluso mis enemigos. Pero no es solo eso. También es un presente mejor, que hace mejor el mañana, la semana que viene, el próximo año, la siguiente década, los próximos cien y mil años. Para siempre».

Y entonces ese «mejor» apunta directamente a Mejorar el Ser, ambos con mayúsculas. Pero pensando todo esto, descubriendo todo esto, asumes un riesgo. Decides que vas a empezar a vértelas con el Dios del Antiguo Testamento, con todo Su poder, temible y a menudo en apariencia arbitrario, como si también pudiera ser el Dios del Nuevo Testamento, por mucho que sepas que esto resulta absurdo en muchos sentidos. En otras palabras, decides actuar como si la existencia pudiera justificarse por su bondad, siempre y cuando te comportes de forma correcta. Y es esa decisión, esa declaración de fe existencial, lo que te permite superar el nihilismo, el resentimiento y la arrogancia. Es esa declaración de fe lo que mantiene a raya el odio del Ser, con todos los males que conlleva. Y en lo que respecta a esa fe, no se trata en absoluto de la voluntad de creer en cosas que sabes perfectamente que son falsas. Eso sería ignorancia o ceguera voluntaria. Se trata, por el contrario, de darse cuenta de que las irracionalidades trágicas de la vida tienen que compensarse con un compromiso igualmente irracional con la bondad esencial del Ser. Es al mismo tiempo la voluntad de atreverse a apuntar con la mirada a lo inalcanzable y de sacrificar todo, incluida —y sobre todo— tu vida. Te das cuenta de que no tienes, literalmente, nada mejor que hacer. Pero incluso asumiendo que seas lo suficientemente alocado para intentarlo, ¿cómo realizar algo así?

Puedes empezar por dejar de pensar, o siendo más exactos y menos cáusticos, por rechazar que tu fe quede subyugada a tu presente racionalidad y su estrechez de miras. Esto no significa que tengas que convertirte en un estúpido, sino más bien lo contrario. Lo que significa es que tienes que dejar de manipular, calcular, confabular, maquinar, forzar, exigir, evitar, ignorar y castigar. Significa que tienes que dejar a un lado todas tus viejas estrategias y, en su lugar, prestar atención como nunca antes lo has hecho.

PRESTA ATENCIÓN

Presta atención. Concéntrate en lo que te rodea, tanto a nivel físico como psicológico. Busca algo que te molesta, que te preocupa, que no te deja estar, que podrías y querrías arreglar. Puedes encontrar este tipo de cosas haciéndote tres preguntas, como si de verdad quisieras saber la respuesta: «¿Qué me molesta?», «¿Es algo que podría arreglar?» y «¿Estaría verdaderamente dispuesto a arreglarlo?». Si ves que la respuesta es negativa para una o todas las preguntas, entonces tendrás que buscar en otra parte. Apunta más bajo. Busca hasta que encuentres algo que te moleste, que podrías y querrías arreglar, y entonces arréglalo. Con eso resuelves la papeleta de hoy.

Quizá hay un montón de papeles en tu escritorio que has estado evitando. Ni siquiera los miras cuando entras en tu habitación. Ahí se esconden cosas terribles como impresos de Hacienda o cuentas y cartas de gente que quiere que hagas cosas que no estás seguro de poder hacer. Fíjate en tu miedo y ten cierta compasión. Quizá hay serpientes en esa pila de papel y quizá te muerdan. Quizá hay incluso hidras al acecho y aunque les cortes una cabeza, surgirán siete más. ¿Cómo podrías enfrentarte a algo así?

Podrías preguntarte: «¿Hay algo, cualquier cosa, que esté dispuesto a hacer respecto a esa pila de papeles? ¿Podría mirar quizá solo una parte? ¿Veinte minutos?». Quizá la respuesta sea negativa, pero a lo mejor puedes mirarlo diez o cinco minutos, o al menos uno. Empieza por ahí. Enseguida te darás cuenta de que esa pila va perdiendo importancia, por el simple hecho de que la has mirado parcialmente. ¿Y si te recompensas con un vaso de vino a la hora de la cena, un rato de lectura en el sofá o ver alguna tontada de película? ¿Y si enseñaras a tu mujer o marido a decirte «bien hecho» una vez que has arreglado lo que hayas arreglado? ¿Algo así te motivaría? Puede que a las personas de quienes esperes un agradecimiento no les salga con facilidad en un primer momento, pero algo así no debería detenerte porque la gente aprende por muy poca habilidad que tenga al principio. Pregúntate con honestidad qué te haría falta para motivarte a acometer ese trabajo y escucha la respuesta. No te digas: «No debería hacerme falta algo así para motivarme». ¿Y tú qué sabes de ti mismo? Eres, por un lado, la cosa más compleja que hay en todo el universo y, por otro, alguien que ni siquiera es capaz de ajustar la hora en el microondas. No sobrestimes tu conocimiento de ti mismo.

Deja que las tareas cotidianas se vayan anunciando para que las consideres. Quizá puedas hacerlo por la mañana, cuando estés sentado en el borde de la cama. Quizá puedas intentarlo, la noche antes, cuando vayas a acostarte. Pídete una contribución voluntaria. Si lo haces de forma amable, escuchas con atención y no intentas hacer trampas, puede que aceptes. Hazlo todos los días un rato, y a partir de entonces hazlo el resto de tu vida. Pronto te encontrarás en una situación diferente y frecuentemente te preguntarás: «¿Qué podría y querría hacer para que la vida fuera un poco mejor?». No te estás imponiendo lo que significa «mejor». No estás siendo totalitario, utópico ni siquiera contigo mismo, porque sabes por los nazis, los soviéticos, los maoístas y por tu propia experiencia que ser totalitario es algo malo. Apunta alto y fija la mirada en aquello que mejore el Ser. Alinéate en tu alma con la verdad y el bien supremo. Hay que establecer un orden habitable y hay que engendrar belleza. Hay que superar el mal, hay que sufrir para mejorar y hay que mejorarte a ti.

En mi opinión esto constituye la culminación del canon ético occidental. Es más, es lo que transmiten aquellos brillantes pasajes, eternamente confusos, de Cristo en el Sermón de la Montaña, la esencia en cierto sentido de la sabiduría del Nuevo Testamento. Es el intento por parte del espíritu de la humanidad de transformar la comprensión de la ética desde las iniciales y necesarias prohibiciones de los Diez Mandamientos a una visión positiva y plenamente articulada del verdadero individuo. No solo es la expresión de admirable control y dominio de sí mismo, sino también del deseo fundamental de arreglar el mundo. No es el final del pecado, sino su opuesto total, el mismo bien. El Sermón de la Montaña destaca la verdadera naturaleza del ser humano y el auténtico objetivo de la humanidad: concéntrate en el día de hoy de tal forma que puedas vivir en el presente y ocuparte de forma adecuada y completa de aquello que está justo delante de ti. Pero hazlo solo después de haber decidido que todo lo que hay dentro siga brillando, de tal forma que justifique el Ser e ilumine el mundo. Hazlo solo una vez que estés determinado a sacrificar todo lo que debas sacrificar para alcanzar el bien supremo.

Por eso os digo: no estéis agobiados por vuestra vida pensando qué vais a comer, ni por vuestro cuerpo pensando con qué os vais a vestir. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo que el vestido? Mirad los pájaros del cielo: no siembran ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellos? ¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida? ¿Por qué os agobiáis por el vestido? Fijaos cómo crecen los lirios del campo: ni trabajan ni hilan. Y os digo que ni Salomón, en todo su fasto, estaba vestido como uno de ellos. Pues si a la hierba, que hoy está en el campo y mañana se arroja al horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más por vosotros, gente de poca fe? No andéis agobiados pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. Los paganos se afanan por esas cosas. Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; y todo esto se os dará por añadidura. Por tanto, no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le basta su desgracia (Mateo 6:25-34)

Aquí es donde empieza a nacer la comprensión. Así, en vez de actuar como un tirano, estás prestando atención. Estás diciendo la verdad en vez de manipular la palabra. Estás negociando en vez de interpretar el papel de mártir o tirano. Ya no tienes que sentir envidia, porque ya no puedes saber si a otra persona le va mejor realmente. Ya no tienes que estar frustrado, porque has aprendido a ponerte objetivos modestos y ser paciente. Estás descubriendo quién eres, lo que quieres y lo que estás dispuesto a hacer. Estás dándote cuenta de que las soluciones a tus problemas particulares se han creado a tu medida, personal y precisamente. Ahora ya no te importa tanto lo que hagan los demás, porque tienes muchísimo trabajo por delante.

Ocúpate de lo de hoy, pero ten como objetivo el bien supremo.

Ahora tu trayectoria apunta hacia el cielo y eso te llena de esperanza. Incluso alguien que se encuentra en un barco que se está hundiendo puede sentir felicidad cuando sube a un bote salvavidas. Y a saber dónde irá en el futuro. Puede que sea más importante viajar feliz que alcanzar con éxito la meta.

Pide y recibirás. Llama y se abrirá la puerta. Si pides queriéndolo y llamas con la intención de entrar, puede que se te ofrezca la oportunidad de mejorar tu vida —un poco, mucho o de forma total—, y de ese modo se habrá producido cierto progreso en el propio Ser.

No te compares con otro, compárate con quien eras tú antes.

Ir a la siguiente página

Report Page