12 reglas para vivir

12 reglas para vivir


REGLA 5. No permitas que tus hijos hagan cosas que detestes

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REGLA 5NO PERMITAS QUE TUS HIJOS HAGAN COSAS QUE DETESTES

PUES NO, NO ESTÁ BIEN

HACE POCO VI A UN NIÑO de tres años que se iba arrastrando lentamente detrás de sus padres por un aeropuerto abarrotado. Gritaba con violencia a intervalos de cinco segundos y, lo más importante, lo hacía porque le apetecía. No estaba verdaderamente desesperado, es algo que yo, como padre, podía identificar. Estaba molestando a sus padres y a cientos de personas alrededor tan solo para llamar la atención. Quizá necesitaba algo, pero no era esa la forma de obtenerlo y papá y mamá se lo tendrían que haber dejado claro. Puede que discrepes y que digas que quizá estaban agotados y con jet-lag después de un largo viaje. Pero treinta segundos de intervención convenientemente dirigida a resolver el problema habrían bastado para poner fin a un episodio tan bochornoso. Unos progenitores más atentos no permitirían que alguien a quien de verdad querían se convirtiera en objeto de desprecio de toda una multitud.

En otra ocasión vi cómo una pareja que no conseguía (o no quería) decirle «no» a su hijo de dos años se veía obligada a seguirlo allá donde iba, a cada momento de lo que en principio era una placentera visita social, porque el crío se portaba tan mal cuando no se lo sometía a un control permanente que no se le podía conceder ni un solo segundo de verdadera libertad sin asumir riesgos. El deseo de los padres de no corregir a su hijo en cada uno de sus impulsos producía de forma perversa el efecto exactamente contrario: lo privaban de toda oportunidad de actuar de forma independiente. Puesto que no se atrevían a enseñarle lo que significa un «no», carecía de cualquier noción sobre los límites razonables que establecen la máxima autonomía de un niño. Era un ejemplo clásico de un gran caos que engendra un gran orden y su inevitable contrario. De igual forma, he visto a padres a los que se les hacía imposible mantener una conversación adulta durante una cena porque sus hijos, de cuatro y cinco años, dominaban todo el escenario social sacándoles la miga a todas las rebanadas de pan y sometiendo a todos los presentes a su tiranía infantil mientras mamá y papá miraban avergonzados, despojados de la menor habilidad para intervenir.

Mi hija ya es adulta, pero, cuando era niña, en una ocasión un niño le pegó en la cabeza con un camión metálico de juguete. Un año más tarde, vi al mismo niño empujar con malicia a su hermana encima de una mesa de café de cristal. Su madre lo agarró enseguida (mientras la niña asustada se quedaba en el suelo) y le dijo susurrando que no hiciera esas cosas, mientras le daba cariñosas palmaditas de una forma que tan solo indicaba aprobación. Lo que estaba haciendo era crear un pequeño Dios-emperador del Universo, y ese es, en realidad, el objetivo no confesado de muchas madres, incluso algunas que se tienen por defensoras de la absoluta igualdad de los sexos. Estas mujeres se oponen a gritos a cualquier orden que emita un hombre adulto, pero se apresurarán en cuestión de segundos a prepararle a su vástago un sándwich de mantequilla de cacahuete si este se lo pide mientras juega, enfrascado y con aires de importancia, a la consola. Las futuras parejas de estos niños tendrán todas las razones del mundo para odiar a sus suegras. ¿Respeto por las mujeres? Eso vale para otros chicos, otros hombres, no para sus queridos hijos.

Algo por el estilo es lo que debe de subyacer, al menos en parte, en la preferencia por los hijos varones que se aprecia particularmente en lugares como la India, Pakistán y China, donde se practica de forma intensiva el aborto selectivo por sexo. La entrada de Wikipedia sobre esta práctica atribuye su existencia a «normas culturales» que consideran a los niños preferibles a las niñas. (Cito Wikipedia porque se escribe y edita de forma colectiva, con lo que resulta el lugar perfecto para encontrar saberes comúnmente aceptados). Pero no hay prueba alguna de que este tipo de ideas sean estrictamente culturales. Existen razones psicobiológicas plausibles que explican la evolución de este tipo de actitudes y que no resultan gratas desde una perspectiva moderna e igualitaria. Si las circunstancias te obligan, digamos, a jugártela a una sola mano, un hijo es una apuesta mejor —por estrictos motivos de lógica evolutiva— cuando lo único que cuenta es la proliferación de tus genes. ¿Por qué?

Bueno, una hija que se reproduzca con éxito te puede aportar ocho o nueve criaturas. Yitta Schwartz, una superviviente del Holocausto, fue toda una estrella en este aspecto: tuvo tres generaciones de descendientes directos que alcanzaron ese nivel máximo de procreación, de tal forma que, cuando murió en 2010, su prole la componían casi dos mil personas[83]. Pero si tienes un hijo que se reproduce con éxito, no hay límites que valgan, ya que procreando con numerosas parejas femeninas puede conseguir una reproducción exponencial (y eso a pesar de la práctica limitación en nuestra especie a los nacimientos de un solo bebé). Según cuentan los rumores, el actor Warren Beatty y el jugador de baloncesto Wilt Chamberlain se fueron a la cama cada uno con miles de mujeres, un comportamiento que no resulta extraño, por ejemplo, entre las estrellas de rock. No engendraron criaturas en esas mismas proporciones, ya que los métodos modernos de control de la natalidad lo limitan, pero algunas personas célebres del pasado sí que lo hicieron. Por ejemplo, el antepasado común de la dinastía Qing, Giocangga (que nació hacia 1550), es ancestro por línea sucesoria masculina de un millón y medio de personas del noroeste de China[84]. La dinastía medieval Uí Néill dejó una descendencia de tres millones de hombres, localizada fundamentalmente en el noroeste de Irlanda y los Estados Unidos, como resultado de la emigración irlandesa[85]. Y el rey de todos, Gengis Kan, conquistador de gran parte de Asia, es el ancestro del ocho por ciento de los hombres de Asia Central, es decir, dieciséis millones de descendientes hombres, treinta y cuatro generaciones más tarde[86]. Así que, desde una perspectiva profundamente biológica, hay razones por las cuales los padres puedan tener tal preferencia por la descendencia masculina y quieran eliminar los fetos femeninos, si bien no quiero decir que exista una causalidad directa ni doy a entender que se deba apelar a otras razones más marcadamente culturales.

El tratamiento preferencial que se puede dispensar a un niño durante el desarrollo puede contribuir a formar un hombre atractivo, equilibrado y seguro de sí mismo. Este fue el caso del padre del psicoanalista Sigmund Freud, según sus propias palabras: «Un hombre que fue el indisputable favorito de su madre mantiene durante el resto de su vida el sentimiento de conquistador, esa confianza en el éxito que a menudo conduce al éxito real»[87]. De acuerdo. Pero este «sentimiento de conquistador» puede convertir fácilmente a la persona en un conquistador real. Las memorables hazañas reproductivas de Gengis Kan salieron muy caras a muchas personas, entre ellas a los millones de chinos, persas, rusos y húngaros que fueron masacrados. Así pues, mimar a un niño puede funcionar bien desde la perspectiva del «gen egoísta» (es decir, permitir que los genes del niño consentido den lugar a una descendencia innumerable), retomando la famosa expresión del biólogo evolutivo Richard Dawkins. Pero también puede dar pie a un espectáculo sórdido y doloroso en el momento actual y acabar mutando en algo inconcebiblemente peligroso.

Nada de esto significa que todas las madres muestren una preferencia por sus hijos varones, que las hijas no puedan ser a veces las favoritas o que los padres no malcríen en ocasiones a sus hijos. Hay otros factores que claramente pueden resultar dominantes. En algunos casos, por ejemplo, hay un odio inconsciente (o quizá no tan inconsciente) que se impone por encima de cualquier preocupación que los padres puedan sentir por cualquiera de sus hijos, sin importar el sexo, la personalidad o la situación. Recuerdo el caso de un niño de cuatro años al que se le dejaba pasar hambre de forma constante. Cuando su niñera sufrió un accidente, fue rotando entre las casas de nuestro vecindario para pasar las horas en las que se quedaba solo. Cuando su madre nos lo dejó en casa, nos comentó que no comía en todo el día. «Está bien así», dijo. Pero no, no estaba bien, si es que hace falta decirlo. De hecho, este mismo chico acabó aferrado a mi mujer durante horas, totalmente desesperado y con una entrega incondicional después de que ella consiguiera hacerle comer una cena entera, tras haber hecho gala de una enorme constancia y tenacidad, haberle agradecido su cooperación y no haberlo abandonado durante el proceso. Empezó con la boca totalmente cerrada, sentado en la mesa del comedor junto a mi mujer y yo, nuestros dos hijos y dos niños del vecindario que cuidábamos por el día. Ella le puso la cuchara delante y esperó pacientemente mientras el niño no dejaba de sacudir la cabeza para bloquear la boca, utilizando los típicos métodos defensivos de un niño de dos años tozudo al que no se le ha prestado mucha atención.

Pero mi mujer no le permitió que no lo consiguiera. Le daba palmaditas en la cabeza cada vez que se tragaba una cucharada, diciéndole con toda sinceridad que era un niño bueno. Porque de verdad pensaba que era un niño bueno. Era un chaval muy mono que había sufrido. Al cabo de diez minutos que no resultaron tan duros, se terminó la comida, mientras todos lo mirábamos con total atención. Era un drama de vida o muerte.

«Mira —le dijo mi mujer enseñándole el plato—, te lo has acabado todo». Y a este chaval, el mismo que cuando lo conocí permanecía todo el rato triste en una esquina, que no quería interactuar con otros niños, que andaba siempre enfurruñado, que no respondía de forma alguna cuando yo le hacía cosquillas para intentar jugar con él, se le dibujó una sonrisa radiante en la cara en cuanto escuchó estas palabras. Hoy, veinte años después, todavía se me saltan las lágrimas cuando escribo sobre aquel momento. Después de comer, se pegó a mi mujer como un perrito faldero durante el resto del día, negándose a perderla de vista. Cuando se sentaba, él se acurrucaba en su regazo, abriéndose de nuevo al mundo y buscando de forma desesperada el amor que se le había negado de forma continua. Más tarde, aunque demasiado pronto, su madre volvió. Bajó por las escaleras a la habitación en la que estábamos y, al ver a su hijo encima de mi mujer, dijo con resentimiento: «Vaya, una supermamá». Y entonces se fue, con el mismo corazón ennegrecido y criminal, con un hijo condenado colgándole de la mano. Era psicóloga. En fin, con las cosas que se pueden ver abriendo un solo ojo, no es de extrañar que la gente prefiera seguir ciega.

TODO EL MUNDO ODIA LA ARITMÉTICA

Mis pacientes clínicos me hablan a menudo de los problemas familiares que los acucian a diario. Este tipo de preocupaciones cotidianas resultan insidiosas, y su carácter habitual y predecible hace que parezcan banales. Pero esa aparente trivialidad resulta engañosa, ya que son las cosas que se producen un día tras otro las que dan forma a nuestras vidas, de modo que el tiempo consumido en repeticiones continuas se va acumulando a una velocidad alarmante. Hace poco, un padre me habló de los problemas que tenía para acostar a su hijo[88], un ritual que solía costarle unos tres cuartos de hora de pelea. Hicimos las cuentas: cuarenta y cinco minutos por siete días a la semana suponen más de trescientos minutos, es decir, cinco horas semanales. Cinco horas por las cuatro semanas que componen un mes significan veinte horas al mes, que, multiplicadas por doce meses, hacen doscientas cuarenta horas al año. Algo así como un mes y medio de una semana laboral de cuarenta horas.

Mi paciente se pasaba un mes y medio de semanas laborales cada año luchando de forma inútil y deprimente con su hijo. No hay ni que decir que ambos sufrían por ello. No importan las buenas intenciones que tengas ni el buen temperamento que demuestres, es imposible llevarse bien con alguien con quien peleas durante un mes y medio de semanas laborales al año. Inevitablemente el resentimiento se va acumulando, e incluso si no es así, todo ese tiempo malgastado de forma tan desagradable podría emplearse en actividades más productivas, más placenteras y que generasen menos estrés. ¿Cómo pueden entenderse las situaciones de este tipo? ¿Quién tiene la culpa, el padre o el hijo? ¿La naturaleza o la sociedad? ¿Y qué se puede hacer, si es que se puede hacer algo?

Hay quien considera que todos estos problemas los causan los adultos, ya sea el padre o el conjunto de la sociedad. «No hay niños malos —suelen decir estas personas—, tan solo malos padres». Y cuando piensas en la imagen idealizada de un niño puro y angelical, este planteamiento parece plenamente justificado. La belleza, la extraversión, la alegría, la confianza y la capacidad de querer que caracterizan a los niños hacen que resulte fácil atribuir toda la culpa a los adultos implicados. Pero este tipo de actitudes resultan peligrosa e ingenuamente románticas. Es demasiado maniqueo en el caso, por ejemplo, de padres a los que les ha tocado un hijo o una hija particularmente complicado. Tampoco resulta particularmente acertado cargarle a la sociedad de forma mecánica cualquier tipo de corrupción humana, porque este tipo de conclusiones lo único que hacen es desplazar el problema a otro momento anterior. No se explica nada ni se resuelve nada, porque si la sociedad está corrupta, pero no los individuos que la habitan, ¿entonces cuándo se originó el problema? ¿Cómo se propagó? Resulta una teoría muy parcial y profundamente anclada en convicciones ideológicas.

Aún más problemática es la convicción que se deriva lógicamente de la presunción de corrupción social de que todos los problemas individuales, por excepcionales que resulten, tienen que solucionarse mediante una reestructuración cultural con la virulencia que sea necesaria. Nuestra sociedad se enfrenta a una petición creciente de desmontar las tradiciones que le sirven de base para incluir a grupos, cada vez más pequeños, de personas que no pueden o no quieren encajar en las categorías a partir de las cuales establecemos nuestras percepciones. No es algo bueno, ya que los problemas personales de cada uno no pueden resolverse con una revolución social, porque las revoluciones son desestabilizadoras y peligrosas. Hemos aprendido a convivir y a organizar nuestras complejas sociedades lentamente y de forma gradual a lo largo de periodos muy dilatados, y no podemos entender con exactitud por qué funciona lo que estamos haciendo. Así pues, cambiando alegremente nuestros procedimientos sociales en nombre de algún tabú ideológico (como la diversidad), es probable que tan solo consigamos generar nuevos problemas, habida cuenta del sufrimiento que hasta las revoluciones más pequeñas suelen generar.

¿Fue, por ejemplo, una buena decisión liberalizar de forma tan abierta las leyes de divorcio en los años sesenta del siglo pasado? No me parece que los niños cuyas vidas se vieron desestabilizadas por la hipotética libertad que este intento de liberación introdujo estén de acuerdo con la afirmación. Detrás de los muros que levantaron con sabiduría nuestros ancestros acecha el horror, así que, si los echamos abajo, asumimos una responsabilidad. Patinamos sin saberlo sobre una capa muy fina de hielo que cubre aguas gélidas y profundas donde se ocultan monstruos inimaginables.

Veo a los padres de hoy en día aterrorizados con sus hijos, en buena parte porque se los ha identificado como los agentes inmediatos de esta supuesta tiranía social y así se les ha negado su legitimidad como agentes necesarios y bondadosos de disciplina y orden. Se ven obligados a vivir inseguros y mortificados bajo la alargada sombra de los valores adolescentes de la década de 1960, unos años cuyos excesos condujeron a una denigración general de la vida adulta, a una incredulidad irreflexiva sobre la existencia de poderes competentes y a la incapacidad de distinguir entre el caos de la inmadurez y la libertad responsable. Así, ha aumentado la sensibilidad de los padres por el sufrimiento emocional a corto plazo de sus hijos y, al mismo tiempo, se han disparado los miedos de causarles cualquier daño de una forma que resulta lamentable y contraproducente. Puede que pienses que es mejor así que de la forma contraria, pero lo cierto es que cada uno de los extremos de la escala moral lleva aparejadas sus catástrofes.

EL MAL SALVAJE

Se ha dicho alguna vez que todas las personas siguen de forma consciente o inconsciente a algún filósofo influyente. La convicción de que los niños poseen un espíritu intrínsecamente puro, estropeado tan solo por la cultura y la sociedad, se deriva en gran parte de Jean-Jacques Rousseau[89]. Este filósofo suizo del siglo XVIII creía firmemente en la influencia perniciosa de la sociedad humana y la propiedad privada y aseguraba que nada era tan noble y maravilloso como el ser humano en su estado no civilizado. Justo para entonces, una vez que advirtió su incompetencia como padre, abandonó a cinco de sus hijos a los tiernos y mortíferos cuidados de los orfanatos de la época.

En cualquier caso, el buen salvaje que Rousseau describió era un ideal, una abstracción, arquetípica y religiosa, pero no la realidad de carne y hueso que daba a entender. Siempre tenemos al Niño Jesús mitológicamente perfecto en la cabeza, como representación del potencial de juventud, el héroe recién nacido, la víctima inocente, el hijo perdido del rey legítimo. Simboliza las intuiciones de inmortalidad que acompañan nuestras primeras experiencias. Es Adán, el hombre perfecto que anda junto a Dios en el jardín del Edén antes de su caída. Pero los seres humanos son malos, y también buenos, y la oscuridad que reside de forma permanente en nuestras almas también se puede encontrar con facilidad en nuestras versiones más pequeñas. Por lo general, la gente mejora con la edad, y no al contrario, volviéndose más amable, más atenta y más estable emocionalmente a medida que madura[90]. Resulta muy extraño que el tipo de bullying que en ocasiones se produce de forma espantosa en un patio de colegio[91] se reproduzca en la sociedad de los adultos. No es por nada que la oscura novela El señor de las moscas, de William Golding, se ha convertido en un clásico.

Existen además numerosas pruebas directas de que los horrores del comportamiento humano no pueden atribuirse tan fácilmente a la historia y la sociedad. Quizá el descubrimiento más doloroso a este respecto fue el que la primatóloga Jane Goodall realizó a partir de 1974, cuando entendió que sus amados chimpancés eran capaces de asesinarse entre ellos —utilizando el término referido a los humanos— y que mostraban disposición para hacerlo[92]. A causa de su naturaleza horripilante y de su gran valor antropológico, mantuvo en secreto su observación durante años, temiendo que hubiera sido su contacto con los animales lo que los hubiera llevado a manifestar un comportamiento que no era natural. Incluso después de publicar su informe, muchos se negaron a creerla. No obstante, enseguida se aceptó como algo evidente que lo que había observado no era en absoluto algo excepcional.

En pocas palabras, los chimpancés llevan a cabo guerras tribales y además lo hacen con una brutalidad casi inconcebible. Un chimpancé adulto medio viene a ser el doble de fuerte que un ser humano a pesar de su menor tamaño[93]. Goodall anotó con cierto terror la facilidad con la que los chimpancés que estudiaba partían cables y palancas de acero[94]. Los chimpancés pueden despedazarse, literalmente —lo hacen—, y es algo de lo que no se puede culpar a las sociedades humanas y sus complejas tecnologías[95]. «A menudo me despertaba por la noche —escribía Goodall—, con visiones de terribles imágenes: Satán [un chimpancé al que observó durante mucho tiempo], recogiendo con la mano la sangre que perdía Sniff por la barbilla para bebérsela; el viejo Rudolf, tan tranquilo normalmente, lanzando una piedra de unos ocho kilos sobre Godi; Jomeo arrancando un pedazo de piel del muslo de De; Figan atacando y golpeando repetidamente el magullado cuerpo de Goliath, uno de sus héroes de la infancia»[96]. Los chimpancés adolescentes, fundamentalmente los machos, forman bandas que merodean por los límites de su territorio. Si se encuentra con intrusos —incluso chimpancés que conocen, los cuales en algún momento se desligaron de un grupo que ahora es demasiado grande— y los supera en número, la banda los atacará y los aniquilará sin ninguna compasión. Los chimpancés no poseen un verdadero superego y tampoco está de más recordar que a menudo se sobrevalora la capacidad humana para el autocontrol. La lectura atenta de un libro tan sorprendente y terrorífico como La violación de Nanking, de Iris Chang,[97] que describe las brutalidades cometidas en esa ciudad china por el ejército invasor japonés, bastaría para convencer incluso a quien alimenta las más férreas convicciones románticas a este respecto. Y cuanto menos digamos sobre el Escuadrón 731, una célula de investigación secreta creada por los japoneses en aquellos años, mejor. Lee sobre este tema por tu propia cuenta y riesgo. Y no digas que no te avisé.

Asimismo, los cazadores recolectores son mucho más asesinos que sus homólogos urbanos e industrializados, a pesar de vivir de forma comunal y compartir una cultura local. La tasa anual de homicidios en el Reino Unido es de uno por cada cien mil habitantes[98]. Es cuatro o cinco veces mayor en los Estados Unidos y unas noventa veces más alta en Honduras, que posee el índice más elevado a nivel internacional. Pero, en todo caso, hay suficientes pruebas de que los seres humanos se han vuelto más pacíficos a medida que el tiempo pasaba y las sociedades se hacían mayores y más organizadas. Los aborígenes !kung de África, de los que la antropóloga estadounidense Elizabeth Marshall Thomas presentó en la década de 1950 una visión romántica como «el pueblo inofensivo»[99], tenían un índice de cuarenta asesinatos por cada cien mil habitantes, una cifra que se redujo en un treinta por ciento una vez que se vieron sujetos a la autoridad de un Estado[100]. Se trata de un ejemplo muy instructivo sobre cómo unas estructuras sociales complejas sirven para reducir, no para exacerbar, las tendencias violentas de los seres humanos. Se han registrado hasta trescientos asesinatos por cada cien mil habitantes entre los yanomami de Brasil, un pueblo reputado por su agresividad, pero las estadísticas no acaban aquí. Los habitantes de Papúa Nueva Guinea se matan en índices anuales que oscilan entre ciento cuarenta y mil víctimas por cada cien mil habitantes[101]. Sin embargo, el récord parece estar en manos de los kato, un pueblo originario de California: hacia 1840 se daban mil cuatrocientas cincuenta muertes violentas por cada cien mil habitantes[102].

Como los niños, al igual que cualquier otro ser humano, no son exclusivamente buenos, no se los puede abandonar a su suerte lejos de la civilización para que alcancen la perfección. Hasta los perros tienen que ser socializados antes de convertirse en miembros aceptados de una jauría, y los niños son mucho más complejos que los perros. Esto significa que tienen muchas más probabilidades de ir por el mal camino si no se los entrena, se los disciplina y se los apoya como es debido. Significa también que no solo es incorrecto atribuir a la estructura social todas las tendencias violentas de los seres humanos, sino que es algo tan equivocado que finalmente se le acaba dando la vuelta al fenómeno. El proceso vital de socialización previene en realidad numerosos daños y propicia muchas cosas positivas. Hay que moldear y educar a los niños o de lo contrario no saldrán adelante. Es algo que queda claramente de manifiesto en su propio comportamiento, ya que los chavales hacen todo lo posible por conseguir la atención tanto de otros niños como de los adultos, pues esa atención, que los convierte en jugadores de equipo eficientes y sofisticados, es vital para ellos.

Se puede perjudicar a un niño tanto o más privándolo de verdadera atención como mediante el abuso mental o físico. Este daño por omisión, en vez de por comisión, no resulta menos severo y duradero. A los niños se les hace daño cuando sus condescendientes padres renuncian a convertirlos en personas atentas, respetuosas y espabiladas para dejarlos en un estado de inconsciencia e indiferencia. A los niños se los daña cuando quienes tendrían que cuidar de ellos, por temor a cualquier conflicto o discordia, ya no se atreven a corregirlos y los dejan sin orientación alguna.

Puedo reconocer a este tipo de niños por la calle, informes, descentrados, difusos. Son oscuros niños de plomo en vez de brillantes criaturas de oro. Son bloques sin tallar, atrapados en un perpetuo estado transitorio.

Este tipo de chavales son ignorados continuamente por los otros niños, porque no es divertido jugar con ellos. Los adultos tienden a manifestar la misma actitud, aunque lo negarán de forma enfática cuando se les haga notar. Al principio de mi carrera, cuando trabajaba en guarderías, los niños que sufrían más esta falta de atención venían a mí desesperados, titubeando y con la torpeza que suele caracterizarlos, sin el menor sentido de las distancias apropiadas e incapaces de juguetear con un mínimo de atención. Se solían desplomar a mi lado o directamente encima de mí, sin importarles lo que estuviera haciendo, impelidos por el poderoso deseo de conseguir atención adulta, el necesario catalizador de cualquier progreso. Era muy difícil no reaccionar con cierto enojo, incluso desagrado, ante esos niños y su permanente infantilismo; era difícil no limitarse a apartarlos, por mucho que sufriera por ellos y entendiera perfectamente lo que trataban de hacer. Estoy convencido de que ese tipo de respuesta, por dura y brutal que pueda resultar, constituye una reacción interna prácticamente universal, una señal de alarma que advierte del considerable peligro que supone establecer una relación con un niño que no está suficientemente socializado, a saber, la probabilidad de que se establezca una inmediata e inadecuada dependencia (responsabilidad que corresponde a sus padres), así como la tremenda demanda de tiempo y de recursos que aceptar tal dependencia supondría. Ante semejante situación, los hipotéticos amigos de la misma edad o los adultos que pudieran demostrar cierto interés preferirán interactuar con otros niños con los que la relación coste-beneficio, por decirlo así, resulte mucho menor.

PADRES O AMIGOS

El descuido y el maltrato que acompañan a los enfoques disciplinarios poco estructurados o totalmente ausentes pueden ser deliberados, es decir, pueden estar motivados por convicciones explícitas y conscientes de los padres, por erróneas que puedan resultar. Pero más a menudo los padres modernos se encuentran sencillamente paralizados por el miedo a que sus hijos dejen de quererlos si los reprenden por cualquier motivo. Quieren ante todo la amistad de su hijo y están dispuestos a sacrificar el respeto para conseguirla. Algo así no está bien, porque un niño puede llegar a tener muchos amigos, pero, por lo general, solo dos progenitores. Y estos cuentan más, no menos, que los amigos. Los amigos poseen una autoridad limitada para corregir, así que cada progenitor tiene que aprender a tolerar la rabia pasajera o incluso el odio que sus hijos le puedan dirigir después de haber adoptado una necesaria acción correctiva, ya que la capacidad de los niños para percibir o preocuparse por las consecuencias a largo plazo resulta muy limitada. Los progenitores son los árbitros de la sociedad, enseñan a los niños a comportarse de tal modo que el resto de las personas pueda interactuar de forma significativa y productiva con ellos.

Disciplinar a un niño es un acto de responsabilidad, no es ninguna manifestación de ira frente a un comportamiento inadecuado. No es una venganza por una fechoría, sino, por el contrario, una combinación cuidadosa de compasión y raciocinio a largo plazo. Una disciplina adecuada exige esfuerzo (de hecho, es prácticamente sinónimo de él). Es difícil prestar verdadera atención a los niños, también lo es decidir qué está bien, qué está mal y por qué, así como formular estrategias de disciplina justas y comprensivas y negociar su aplicación con quienes estén implicados en el cuidado del niño. Como consecuencia de esta combinación de responsabilidad y dificultad, se tiende a recibir perversamente con los brazos abiertos cualquier contribución que dé a entender que toda limitación impuesta a los niños puede resultar dañina. Una idea semejante, una vez que se acepta, permite a los adultos, que deberían mostrar mayor raciocinio, abandonar su obligación de servir como agentes educativos y fingir que así es mejor para sus hijos. Es un ejercicio profundo y pernicioso de autoengaño. Es vago, cruel e imperdonable. Pero nuestra propensión a racionalizar las cosas no termina aquí.

Asumimos que las reglas inhibirán de forma irremediable lo que de otro modo sería la creatividad ilimitada e intrínseca de nuestros hijos, por mucho que la bibliografía científica indique con toda claridad, primero, que la creatividad fuera de lo común resulta extremadamente excepcional[103] y, segundo, que las limitaciones estrictas no inhiben los logros creativos, sino que los facilitan[104]. La creencia en el elemento meramente destructivo de las reglas y la estructura va frecuentemente acompañada de la idea de que, si se permite que sus naturalezas perfectas se manifiesten, los niños sabrán decidir convenientemente cuándo quieren dormir y qué quieren comer. Se trata, una vez más, de asunciones carentes de fundamento. Los niños son totalmente capaces de intentar subsistir con perritos calientes, palitos de pollo y cereales de colores si así van a llamar la atención, conseguir cierto poder o evitar que les hagan probar algo nuevo. En lugar de irse a la cama dócilmente como niños buenos, combatirán con todas sus fuerzas el sueño nocturno hasta que caigan rendidos. También están totalmente dispuestos a provocar a los adultos mientras exploran los complejos contornos del mundo social, de la misma forma que los jóvenes chimpancés que acosan a los adultos dentro de sus propios grupos[105]. Ver cómo se responde a sus bromas y provocaciones les sirve tanto a niños como a chimpancés para descubrir los límites de lo que de otro modo sería una libertad demasiado desestructurada y aterradora. Semejantes límites, una vez descubiertos, proporcionan seguridad, incluso si el momento en el que los detectan supone una decepción o una frustración momentánea.

Recuerdo una vez que llevé a mi hija a un parque cuando tenía unos dos años. Estaba jugando en las barras colgantes, suspendida en el aire. Un monstruito particularmente provocador de más o menos su misma edad estaba de pie justo en la misma barra a la que ella estaba agarrada. Vi cómo se iba acercando a ella y nuestros ojos se cruzaron. Entonces, muy despacio y totalmente adrede, le pisó las manos, de forma repetida y cada vez con más fuerza, mientras me miraba desde arriba. Sabía perfectamente lo que estaba haciendo. «Que te den, papi» parecía ser su filosofía. Ya había llegado a la conclusión de que los adultos merecían un absoluto desprecio y que podía desafiarlos con total tranquilidad. Lástima que él también estuviera condenado a convertirse en otro. Ese era el lamentable futuro que sus padres le habían impuesto. Y, para su gran sorpresa, lo aparté con fuerza de la estructura y lo lancé volando a una distancia de unos diez metros.

No, no lo hice. Simplemente me llevé a mi hija a otro lado, pero creo que habría sido mejor para él si lo hubiera hecho.

Imagínate a un niño que no deja de golpear a su madre en la cara. ¿Por qué hace algo así? Es una pregunta estúpida, inaceptablemente ingenua. La respuesta es obvia: para dominar a su madre, para ver si se puede salir con la suya. Después de todo la violencia no es ningún misterio, sí lo es la paz. La violencia es la opción por defecto, porque resulta fácil. Lo difícil es la paz, que se aprende, se inculca, se gana. A menudo las personas comprenden las cuestiones fisiológicas justo al revés. ¿Por qué la gente toma drogas? No es ningún misterio, mientras que sí lo es, por el contrario, por qué no las toman todo el tiempo. ¿Por qué la gente sufre de ansiedad? Tampoco es ningún misterio. El misterio es cómo conseguimos estar tranquilos en algún momento. Somos frágiles y mortales. Hay millones de cosas que pueden salir mal de millones de formas distintas. Tendríamos que estar constantemente paralizados por el pánico, pero no lo estamos. Algo similar podría plantearse acerca de la depresión, la pereza o la criminalidad.

Si puedo hacerte daño y demostrar que soy más fuerte, entonces podré hacer exactamente lo que quiera y cuando quiera, incluso cuando estás delante de mí. Te puedo atormentar por pura curiosidad. Puedo acaparar la atención que se te dirige y dominarte. Puedo quitarte tu juguete. Los niños atacan, en primer lugar, porque la agresión es algo innato —aunque resulte más dominante en algunos individuos que en otros— y, en segundo, porque la agresión facilita el deseo. Resulta absurdo asumir que es un comportamiento que se aprende. A una serpiente no hay que enseñarle a atacar, está dentro de su propia naturaleza. En términos estadísticos, los niños de dos años son las personas más violentas que existen[106]. Dan patadas, pegan y muerden y también les quitan sus cosas a los demás. Lo hacen para explorar, para expresar rabia y frustración, para satisfacer sus impulsivos deseos. Y lo que resulta más importante para nosotros, lo hacen para descubrir los verdaderos límites del comportamiento permisible. De lo contrario, ¿cómo van a averiguar lo que es aceptable? Los niños son como personas ciegas que van buscando una pared. Tienen que empujar, probar y ver dónde quedan las fronteras reales (que muy pocas veces están donde se les indica).

La corrección constante de este tipo de acciones sirve para indicar a los niños dónde están los límites de las agresiones aceptables. Su ausencia no hace más que estimular la curiosidad, de tal modo que el niño, si es agresivo y dominante, seguirá pegando, mordiendo y dando patadas hasta que se le indique un límite. ¿Cómo de fuerte puedo pegar a mamá? Hasta que proteste. Teniéndolo en cuenta, es mejor empezar a corregir más pronto que tarde, siempre que se tenga como objetivo que el niño no pegue a sus padres. Corregir también hace que el niño aprenda que golpear a los demás no es la mejor estrategia social. Si no se produce ninguna intervención de ese tipo, ningún niño asumirá por voluntad propia todos los esfuerzos que supone organizar y regular sus impulsos para que dichos impulsos coexistan sin conflicto dentro de la psique del niño y en el mundo social más amplio. Y es que organizar una mente no es tarea fácil.

Mi hijo tenía bastante genio cuando era pequeño. Cuando mi hija era pequeña, bastaba con mirarla de forma severa para paralizarla, pero ese tipo de intervenciones no producían ningún resultado con él. Cuando tenía nueve meses, ya había conseguido que su madre (que no tiene nada de pusilánime) se pasara toda la cena pendiente de él mientras estábamos en la mesa. El niño luchaba para quitarle la cuchara. Nos alegramos, porque no queríamos seguir dándole de comer ni un minuto más de lo necesario, pero el pequeño granuja solo comía tres o cuatro cucharadas y luego se ponía a jugar. Revolvía la comida en el plato, tiraba trozos desde lo alto de la trona y los seguía con la mirada a medida que caían en el suelo. Vale, no pasaba nada, estaba explorando. Pero al final lo que ocurría era que no comía lo suficiente. Y como no comía lo suficiente, tampoco dormía bien, así que despertaba a sus padres llorando a medianoche y estos cada vez se volvían más gruñones. El niño frustraba a su madre, que luego lo descargaba sobre mí, así que no íbamos por buen camino.

A los pocos días de haber empezado así, decidí recuperar el control de la cuchara. Me preparé para la guerra y reservé tiempo suficiente. Por difícil de creer que resulte, un adulto puede vencer a un niño de dos años. Como dice el refrán, «más sabe el diablo por viejo que por diablo». Esto se explica en parte porque el tiempo resulta mucho más largo cuando se tienen dos años. Lo que para mí era media hora, a mi hijo le parecía una semana, así que yo estaba seguro de la victoria. Él era testarudo y espantoso, pero yo podía ser peor. Nos sentamos cara a cara con el bol delante de él, en plan Solo ante el peligro. Él lo sabía y yo también. Agarró la cuchara y se la arrebaté para cargar un delicioso bocado de puré, que moví de forma deliberada en dirección a su boca. Entonces me miró exactamente de la misma forma que aquel monstruo del parque que pisó a mi hija. Apretó los labios con una mueca rígida que bloqueaba cualquier posibilidad de entrada, y yo me puse a perseguir su boca con la cuchara mientras él sacudía la cabeza en pequeños círculos.

Pero me quedaban más ases en la manga. Le di un toque en el pecho con la mano que me quedaba libre de una forma precisamente calculada para fastidiarlo. Como no se daba por enterado, seguí haciéndolo. Una y otra y otra vez, sin fuerza, pero de una forma que tampoco podía ignorarse. Cuando ya llevaba unos diez toques, abrió la boca para emitir un sonido de enfado. ¡Ajá! ¡Ahí lo estaba esperando! Con gran habilidad le metí la cuchara. Él hizo todo lo posible para expulsar con la lengua la comida invasora, pero aquí también tenía algo pensado. Sencillamente coloqué mi dedo índice horizontalmente a lo largo de sus labios, de tal forma que aunque una parte sí cayó fuera, también se tragó otra. 1-0 para papá. Le di una palmadita en la cabeza y le dije que era un niño bueno. Y de verdad lo pensaba. Cuando alguien acaba haciendo algo que tú intentas que haga, recompénsalo, no hay que ser ruin en la victoria. Al cabo de una hora, todo había acabado. Hubo furia y quejidos y mi mujer tuvo que irse de la habitación porque la tensión le resultaba insufrible. Pero el niño comió y acabó desplomado, exhausto, encima de mi pecho. Dormimos juntos la siesta y después de despertarse me quería mucho más que antes de someterlo a la disciplina.

Es algo que observé a menudo cuando nos enfrentábamos cara a cara…, y no solo con él. Poco tiempo después, empezamos una serie de turnos de canguro con otro matrimonio, de tal forma que cuando una pareja iba a cenar o a ver una película dejaba a sus hijos en casa de la otra, que se ocupaba de cuidarlos a todos. Por entonces ninguno tenía más de tres años. Una noche, otra pareja se sumó a la dinámica. Yo no conocía mucho a su hijo, un niño grande y fuerte de dos años.

«Nunca se duerme —me dijo el padre—. Cuando lo acuestas, sale reptando de la cama y viene al piso de abajo. Normalmente le ponemos un vídeo de Barrio Sésamo con Elmo y se pone a verlo».

«Ni de casualidad voy a recompensar a un niño recalcitrante por un comportamiento inaceptable —pensé para mis adentros—, y desde luego no voy a ponerle a nadie un vídeo de Elmo». Siempre detesté a ese siniestro muñeco llorón, una mancha indigna en el legado de Jim Henson. Así pues, ni hablar de cualquier recompensa con Elmo de por medio. Obviamente no dije nada porque es imposible hablarles a unos padres sobre sus hijos a no ser que estén dispuestos a escuchar.

Dos horas después, acostamos a los niños. Cuatro de los cinco se durmieron enseguida, todos menos el aficionado a Barrio Sésamo. Sin embargo, como lo había colocado en una cuna, no podía escaparse pero sí ponerse a chillar, y es exactamente lo que hizo. No estaba mal pensado, era una buena estrategia, pues molestaba y podía acabar despertando a los otros niños, que a su vez se pondrían también a chillar. Un punto para el niño. Así que me dirigí a la habitación y le dije: «Túmbate». No sirvió para nada. «Túmbate —le dije— o te tumbaré yo». A menudo no sirve para mucho razonar con niños, sobre todo en circunstancias semejantes, pero estoy convencido de que todo el mundo se merece una advertencia. Desde luego no se tumbó, sino que, para dejar las cosas claras, volvió a chillar.

Los niños hacen estas cosas a menudo. Unos padres asustados tienden a pensar que un niño que llora siempre está triste o le duele algo, pero no es cierto. La rabia es una de las razones más comunes para llorar, como han confirmado determinados análisis minuciosos de los patrones musculares que revelan los niños al sollozar[107]. Cuando un niño llora por rabia, no tiene el mismo aspecto que cuando llora por miedo o por tristeza y tampoco suena igual, algo que se puede distinguir si se presta atención. Llorar por rabia es a menudo un acto de dominación y hay que tratarlo como tal. Así que lo agarré y lo tumbé, con suavidad y paciencia pero con firmeza. Él se levantó y yo lo tumbé. Se levantó otra vez y lo tumbé. Se volvió a levantar y esta vez, tras tumbarlo, le puse la mano en la espalda. Se agitó como un titán, pero sin resultado. Al fin y al cabo, no tenía más que la décima parte de mi tamaño, me bastaba con una mano, así que lo mantuve tumbado y empecé a hablar con él con tranquilidad, diciéndole que era un niño bueno y que tenía que relajarse. Le di un chupete y empecé a darle golpecitos suaves en la espalda. Entonces él comenzó a relajarse y sus ojos empezaron a cerrarse, así que quité la mano.

Inmediatamente él se puso de pie. Me quedé sorprendido. ¡El niño tenía su genio! Lo agarré y volví a tumbarlo una vez más. «Túmbate, monstruo», le dije. Le volví a dar golpecitos en la espalda, algo que calma a algunos niños. Se estaba cansando y estaba listo para rendirse. Cerró los ojos, yo me levanté y fui avanzando rápidamente en silencio hacia la puerta. Y ahí me giré para ver cómo estaba una última vez: se había vuelto a levantar. Lo señalé con el dedo y le dije: «Abajo, monstruo». Iba en serio. Se tumbó como si le hubieran disparado y cerré la puerta. Nos gustamos. Ni mi mujer ni yo le oímos hacer el menor ruido el resto de la noche.

—¿Qué tal el niño? —me preguntó el padre cuando volvió a casa mucho más tarde.

—Bien —le dije—, no ha dado ningún problema. Ahora está dormido.

—¿Se ha levantado? —me preguntó el padre.

—No —le respondí—, ha estado dormido todo el rato.

El papá me miró. Quería saberlo, pero no me preguntó. Y no le dije nada.

Como dice el refrán, no hay que echarles margaritas a los cerdos. Puede que parezca algo duro, pero ¿qué me dices de enseñarle a tu hijo a no dormir y recompensarlo con las payasadas de un muñeco siniestro? Eso sí que es duro. Si cada uno puede elegir su mal, yo sé con cuál me quedo.

DISCIPLINA Y CASTIGO

A los padres de hoy en día les aterrorizan dos palabras frecuentemente yuxtapuestas: «disciplina» y «castigo», que les sugieren imágenes de cárceles, soldados y botas militares. La distancia entre disciplina y tiranía o entre castigo y tortura, efectivamente, se cruza con facilidad, así que hay que ir con cuidado con la disciplina y el castigo. La aprensión resulta natural, pero ambos son necesarios. Se pueden aplicar consciente o inconscientemente, bien o mal, pero no hay forma de evitarlos.

No es que sea imposible disciplinar mediante recompensas. En realidad puede dar muy buenos resultados recompensar el buen comportamiento. El más famoso de los psicólogos conductistas, B. F. Skinner, era un firme defensor de este tipo de enfoque. De hecho, era todo un experto que enseñó a jugar al ping-pong a unas palomas. Lo cierto es que tan solo eran capaces de lanzar la pelota de un lado a otro picoteándola[108], pero no eran más que palomas, así que, aunque jugaran mal, la cosa ya era todo un logro. Skinner incluso enseñó a sus pájaros a guiar misiles durante la Segunda Guerra Mundial, en el Proyecto Paloma, luego conocido como Orcon[109]. Hizo grandes avances, hasta que la invención de los sistemas de guía electrónicos dejó obsoletos sus esfuerzos.

Skinner observaba de forma excepcionalmente minuciosa a los animales que entrenaba. Cualquier tipo de acción que se asemejara a lo que él intentaba que realizaran suponía una recompensa inmediata adecuadamente proporcionada, es decir, no tan pequeña como para resultar irrelevante ni tan grande como para comprometer futuras recompensas. Se puede adoptar una estrategia semejante con los niños, y lo cierto es que funciona muy bien. Imagina que quieres que tu hijo ayude a poner la mesa, una habilidad bastante útil. El niño te gustaría más si pudiera hacerlo y sería bueno para su autoestima. Así pues, divides ese objetivo de comportamiento en diferentes elementos. Uno de ellos es llevar el plato desde el armario hasta la mesa, pero quizá resulte demasiado complejo. A lo mejor tu hijo solo lleva unos meses andando y todavía lo hace tambaleándose. Por eso empiezas con la práctica dándole un plato y pidiéndole que te lo devuelva, después de lo cual le puedes dar una palmadita en la cabeza. Puedes convertirlo en un juego: cógelo con la izquierda, cambia de mano, pásatelo por detrás de la espalda. Después puedes darle un plato y retirarte unos pasos, de tal modo que tenga que andar unos pasos antes de devolvértelo. Entrénalo para que se convierta en un maestro llevando platos, no lo abandones a su condición de patoso.

Con este tipo de enfoque puedes enseñar prácticamente cualquier cosa a cualquier persona. Primero, averigua qué es lo que quieres y, después, observa a las personas que te rodean como si fueras un halcón. Por último, en cuanto veas algo que se parezca un poquito más a aquello que quieres conseguir, lánzate en picado (como un halcón) y entrega una recompensa. A lo mejor tu hija se ha vuelto demasiado reservada desde que llegó a la adolescencia y te gustaría que hablara más. Ese es, por tanto, tu objetivo: una hija más comunicativa. Una mañana, durante el desayuno, te cuenta una anécdota de la escuela. Es un momento excelente para prestar atención, y esa es la recompensa. Deja de mandar mensajes y escucha, a menos que quieras que nunca te vuelva a contar nada.

Por supuesto que las intervenciones de los padres que hacen felices a los hijos pueden y tienen que utilizarse para moldear el comportamiento. Lo mismo ocurre con los maridos, las mujeres, los compañeros de trabajo o los padres. Skinner, en cualquier caso, era realista. Se dio cuenta de que el uso de la recompensa era muy difícil: el observador tenía que esperar pacientemente hasta que el objeto de estudio manifestara espontáneamente el comportamiento deseado, que entonces se reforzaba. Algo así exigía mucho tiempo y largas esperas, lo que supone un problema, por no hablar de que mataba de hambre a los animales con los que trabajaba, dejándolos que perdieran hasta tres cuartas partes de su peso normal para que terminaran estando lo suficientemente interesados en prestarle atención. Pero estas no son las únicas limitaciones de un enfoque estrictamente positivo.

Las emociones negativas, como las positivas, nos ayudan a aprender. Y tenemos que aprender, porque somos estúpidos y porque se nos hace daño con facilidad. Porque podemos morir si no lo hacemos. Algo así ni está bien ni nos hace sentir bien, de lo contrario iríamos detrás de la muerte y acabaríamos muriendo. Pero lo cierto es que ni siquiera nos agrada pensar en la remota eventualidad de la muerte, sea cuando sea. Así, las emociones negativas, por desagradables que resulten, nos protegen. Sentimos dolor, miedo, vergüenza y asco, y así evitamos sufrir daños. Y se trata de sentimientos que solemos sentir a menudo. De hecho, sentimos más emoción negativa ante una pérdida de un valor determinado que la positiva que experimentamos si conseguimos algo de ese mismo valor. El dolor es más contundente que el placer y la ansiedad, más que la esperanza.

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