12 reglas para vivir

12 reglas para vivir


REGLA 5. No permitas que tus hijos hagan cosas que detestes

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Las emociones, las positivas y las negativas, presentan dos variantes apropiadamente diferenciadas. La satisfacción (técnicamente, la saciedad) nos señala que lo que hemos hecho estaba bien, mientras que la esperanza (técnicamente, un incentivo) nos indica que algo placentero va a ocurrir. El dolor nos hace sufrir, de tal forma que no repetimos las acciones que nos hicieron daño a nivel personal o nos condujeron al aislamiento social (puesto que la soledad, técnicamente, también es una forma de dolor). La ansiedad nos hace alejarnos de las personas dañinas y los malos lugares para que no tengamos que sentir dolor. Todas estas emociones tienen que equilibrarse unas con otras y deben evaluarse minuciosamente en cada contexto, pero todas ellas son necesarias para que sigamos con vida. Por tanto, hacemos un flaco favor a nuestros hijos si dejamos de utilizar cualquier herramienta a nuestro alcance que los ayude a aprender, incluidas las emociones negativas, aunque se recurra a ellas de la forma más bondadosa posible.

Skinner sabía que las amenazas y los castigos podían frenar los comportamientos no deseados, de la misma forma que las recompensas reforzaban los apropiados. En un mundo que se bloquea ante la idea de interferir en la hipotéticamente pura senda del desarrollo infantil natural, puede resultar difícil incluso plantear la técnica anterior. No obstante, los niños no pasarían por un periodo tan largo de desarrollo antes de alcanzar la madurez si su comportamiento no tuviera que moldearse.

De lo contrario, saldrían disparados del vientre materno y se pondrían a pujar en el mercado de valores. Tampoco se puede proteger totalmente a los niños del miedo y del dolor. Son pequeños, vulnerables y no saben gran cosa del mundo. Incluso cuando están haciendo algo tan natural como aprender a andar, el mundo no deja de asestarles golpe tras golpe. Y eso sin mencionar la frustración y el rechazo que experimentan de forma inevitable cuando tienen que tratar con sus hermanos, con sus compañeros o con adultos testarudos y poco colaborativos. En resumen, la verdadera cuestión a nivel moral no es cómo proteger totalmente a los niños de los sinsabores y el fracaso de tal forma que nunca sufran ni miedo ni dolor, sino, por el contrario, cómo maximizar el aprendizaje para que puedan extraer un conocimiento útil con un coste mínimo.

En la película de Disney La bella durmiente, el rey y la reina tienen una hija tras una larga espera, la princesa Aurora. Preparan un gran bautizo para presentársela al mundo, ceremonia a la que invitan a todas las personas que quieren y que honran a su hija recién nacida. Pero se les olvida avisar a Maléfica (pérfida y malvada), que es esencialmente la reina del Inframundo, o la naturaleza en su versión negativa. En términos simbólicos, esto significa que los dos monarcas están sobreprotegiendo a su querida hija, montando a su alrededor un mundo que no contiene nada negativo. Pero al hacerlo no la protegen, sino que la debilitan. Maléfica maldice a la princesa, a la que condena a muerte a los dieciséis años por un pinchazo con el huso de una rueca. La rueca gira como la rueda de la fortuna, mientras que el pinchazo, que produce sangre, simboliza la pérdida de la virginidad, una señal de la mujer que se abre camino dejando atrás la niñez.

Afortunadamente, el hada buena (el elemento positivo de la naturaleza) rebaja el castigo a la inconsciencia, reversible con el primer beso de amor. Los aterrados reyes se deshacen de todas las ruecas que hay en el país y ponen a su hija en manos de las empalagosas hadas buenas, que son tres. Siguen adelante con su estrategia de ir apartando todo lo peligroso, pero, al hacerlo, dejan a su hija en un estado de ingenuidad, inmadurez y debilidad. Un día, justo antes de que Aurora cumpla dieciséis años, se encuentra a un príncipe en el bosque y se enamora en el momento. Partiendo de cualquier criterio más o menos normal, algo así ya es un poco exagerado. Entonces se pone a lloriquear lamentando tener que casarse con el príncipe Felipe, con quien se la prometió de niña, y se derrumba en llantos cuando la llevan a casa de sus padres para su fiesta de cumpleaños. Es justo en ese momento cuando se manifiesta la maldición de Maléfica. Tras la puerta de un portón del castillo, aparece una rueca. Aurora se pincha el dedo y cae inconsciente. Se convierte así en la Bella Durmiente. Al hacerlo (de nuevo, simbólicamente), prefiere la inconsciencia al terror de la vida adulta. Algo similar suele ocurrir a nivel existencial con los niños sobreprotegidos, que pueden hundirse —y entonces desear la bendición que supone la inconsciencia— cuando se enfrentan a su primer contacto directo con el fracaso o, peor, con la auténtica perversidad, que no consiguen o no quieren entender y contra la cual no poseen ningún mecanismo de defensa.

Piensa por ejemplo en el caso de una niña de tres años que no ha aprendido a compartir. Demuestra su comportamiento egoísta delante de sus padres, pero estos son demasiado buenos con ella para intervenir. Aunque, para ser sinceros, lo que hacen es negarse a prestar atención, a admitir lo que está ocurriendo y a enseñarle cómo debería actuar. Desde luego que se sienten molestos cuando ven que no quiere compartir cosas con su hermana, pero fingen que todo está bien. Pero no, no está bien, porque más adelante acabarán gritándole por algo que no tiene nada que ver y ella se sentirá dolida y confundida, pero no aprenderá nada. Peor todavía: cuando intente hacer amigos, no lo conseguirá a causa de su falta de sofisticación social. A los niños de su edad no les hará ninguna gracia su incapacidad para cooperar, así que se pelearán con ella o irán a buscar a otra persona con la que poder jugar. Los padres de esos mismos niños observarán su torpeza y su mal comportamiento y no la volverán a invitar para que juegue con sus hijos. Se sentirá sola y rechazada, lo que le producirá ansiedad, depresión y resentimiento. A partir de ahí, se producirá un distanciamiento con la vida que equivale a desear la inconsciencia.

Los padres que se niegan a adoptar la responsabilidad de disciplinar a sus hijos piensan que se puede optar por evitar el conflicto que una crianza adecuada exige. Su prioridad es no ser el malo de la película (a corto plazo), pero en absoluto consiguen rescatar o proteger a sus hijos del miedo o del dolor. Al contrario, el universo social expandido, tan insensible y tan dado a juzgar, les infligirá muchos más castigos y conflictos de los que un padre atento podría imponer. O bien disciplinas a tus hijos, o bien traspasas esa responsabilidad al cruel e insensible mundo, pero la motivación para hacer esto último de forma alguna debe confundirse con el amor.

Puede que disientas, como a veces hacen los padres de hoy en día, y te preguntes por qué un niño tendría que estar sujeto a los dictados arbitrarios de un progenitor. De hecho, hay toda una nueva variante de pensamiento políticamente correcto que considera que algo así es «adultismo»[110], una forma de prejuicio y opresión análoga, por ejemplo, al sexismo o al racismo. Hay que plantear con cuidado la cuestión de la autoridad de los adultos, algo que requiere un delicado estudio de la propia cuestión. Aceptar una objeción tal y como se formula equivale a aceptar hasta cierto punto su validez, lo que puede resultar peligroso si la cuestión está mal planteada. Vamos, pues, a analizarla.

En primer lugar, ¿por qué un niño tendría que «estar sujeto» a nada? Bueno, es fácil: todo niño o toda niña tiene que escuchar y obedecer a los adultos porque depende de los cuidados que una o varias personas ya crecidas estén dispuestas a proporcionarle. Teniéndolo en cuenta, es mejor para el niño comportarse de tal forma que genere genuino afecto y buena disposición. Pero se puede imaginar algo todavía mejor. El niño podría portarse de una forma que al mismo tiempo garantizara la máxima atención por parte de los adultos, de una forma que resultara beneficiosa para su estado actual y para su desarrollo futuro. Algo así resulta muy ambicioso, pero es lo que más se ajusta a los intereses del niño, con lo que hay buenos motivos para aspirar a tal meta.

A todo niño también se le debería enseñar a cumplir de buena gana con las expectativas del mundo social. Esto no significa asumir la imposición de una conformidad ideológica enajenada, sino, al contrario, que los padres deben recompensar aquellas actitudes y acciones que faciliten el éxito de sus hijos en el mundo que se abre más allá de la familia, así como utilizar las amenazas y el castigo cuando sean necesarios para erradicar comportamientos que conduzcan a la desgracia y al fracaso. No hay muchas oportunidades para ello, así que es importante acertar lo antes posible. Si no se le ha enseñado a un niño a comportarse apropiadamente antes de los cuatro años de edad, durante toda su vida le resultará difícil hacer amigos, como la ciencia ha demostrado. Esto es importante, porque los compañeros forman la fuente primaria de socialización a partir de esa misma edad. Los niños que son rechazados dejan de desarrollarse a causa de su aislamiento, así que se quedan cada vez más rezagados mientras el resto de los niños va progresando. En consecuencia, el niño que no tiene amigos a menudo se convierte en un adolescente y adulto solitario, asocial o deprimido, lo que no está nada bien. Una parte mucho mayor de lo que imaginamos de nuestra cordura es consecuencia de nuestra inmersión adecuada en una comunidad social. Se nos tiene que recordar de forma continua que pensemos y actuemos como se tiene que hacer. Cuando no lo hacemos, la gente que nos quiere y que se preocupa por nosotros nos va dando pequeños y grandes empujones para que recuperemos la marcha, de modo que es mejor estar rodeado de ese tipo de gente.

Por otra parte, volviendo a la cuestión, tampoco es cierto que los dictados de los adultos sean siempre arbitrarios. Una cosa así solo resulta cierta en un Estado totalitario disfuncional, pero, en las sociedades civilizadas y abiertas, la mayoría se rige por un contrato social funcional que tiene como objetivo la mejora recíproca o, por lo menos, la coexistencia cercana sin demasiada violencia. Ni siquiera un sistema de reglas que tan solo consista en ese mínimo contrato resulta de forma alguna arbitrario, teniendo en cuenta cuál es la alternativa. Si la sociedad no premia de forma adecuada el comportamiento productivo y cooperativo, si insiste en distribuir los recursos de forma manifiestamente injusta y arbitraria y permite el robo y la explotación, no tardará en verse afectada por el conflicto. Si sus jerarquías se basan solo o fundamentalmente en el poder y no en la competencia necesaria para ejecutar aquello que es importante y difícil, también tenderá al desmoronamiento. Así ocurre, de una forma más simple, con las jerarquías de chimpancés, lo que proporciona una indicación de su condición de verdad primigenia, fundamental, biológica y no arbitraria[111].

Los niños que no se han socializado correctamente tienen vidas horribles, con lo que es mejor socializarlos de la mejor forma posible. Una parte de este trabajo puede realizarse con recompensas, pero no todo. Así pues, no se trata de decidir si hay que emplear el castigo y la amenaza, sino de hacerlo de forma consciente y sopesada. ¿Entonces cómo hay que disciplinar a los niños? Es una pregunta muy complicada, porque los niños (como los padres) presentan temperamentos muy distintos. Algunos son afables y desean verdaderamente que todos estén satisfechos con ellos, pero eso los lleva a evitar el conflicto y a ser dependientes. Otros son más tenaces e independientes y quieren hacer lo que les apetezca, cuando quieran y todo el tiempo. Así pues, pueden ser provocativos, desobedientes y testarudos. Otros necesitan desesperadamente reglas y estructuras, con lo que se encuentran a gusto incluso en entornos muy rígidos. Los hay que tienen muy poca estima por lo predecible y por la rutina, totalmente refractarios a cualquier exigencia —por mínima que sea— relacionada con el orden. Unos tienen una imaginación y una creatividad desbordantes; otros son mucho más concretos y conservadores. Todos estos rasgos constituyen diferencias profundas, importantes, profundamente influidas por factores biológicos y que resulta difícil modificar socialmente. Es una suerte que, habiendo de gestionar esta variabilidad, seamos herederos de una gran cantidad de reflexiones atinadas sobre el uso adecuado del control social.

LA FUERZA MÍNIMA NECESARIA

Partamos de una idea inicial muy sencilla: no habría que poner más normas de las necesarias, o dicho con otras palabras, las malas leyes hacen que se respete menos las que son buenas. Esto viene a ser el equivalente ético, e incluso legal, de la navaja de Occam, la guillotina conceptual de los científicos que estipula que la hipótesis más simple es la preferible. Así pues, no hay que abrumar a los niños —ni a quienes intentan disciplinarlos— con demasiadas reglas, porque así solo se conduce a la frustración.

Limita las reglas y después piensa en qué se puede hacer cuando no se respeta una de ellas. Resulta difícil establecer una regla general y válida para todos los contextos en lo que se refiere a la severidad del castigo. Sin embargo, hay una regla muy útil que recoge la common law inglesa —el derecho anglosajón derivado del sistema medieval que se aplica en los territorios con influencia británica— y que constituye uno de los más grandiosos productos de la civilización occidental. Su análisis nos puede servir para establecer un segundo principio muy útil.

La common law te permite defender tus derechos, pero solo de forma razonable. Si alguien irrumpe en tu casa y tienes una pistola cargada, tienes el derecho de defenderte, pero es mejor hacerlo en diferentes fases. ¿Qué pasa si se trata de un vecino borracho y desorientado? «¡Fuego!», piensas, pero no es tan simple. Así que, en vez de disparar, dices: «¡Alto! Tengo una pistola». Si así no se consigue ninguna explicación ni la retirada, puedes ponderar la conveniencia de un tiro de advertencia. Y después, si el intruso sigue avanzando, puedes apuntarle a la pierna. (No tomes todo esto por una asesoría legal, no es más que un mero ejemplo). Puede echarse mano de un único principio, brillante en su carácter práctico, para generar todas estas reacciones progresivamente más severas: el de la fuerza mínima necesaria. Así que ahora ya tenemos dos reglas generales de disciplina. La primera: limita las reglas. La segunda: utiliza la menor fuerza necesaria para aplicarlas.

A propósito del primer principio, quizá te preguntes: «Vale, limitar las reglas, ¿pero a qué exactamente?». Aquí hay algunas sugerencias. No muerdas, pegues o des patadas a no ser que sea para defenderte. No tortures ni acoses a otros niños para no acabar en la cárcel. Come de forma civilizada y muéstrate agradecido, así a la gente le gustará invitarte a casa y cocinar para ti. Aprende a compartir, así los demás niños jugarán contigo. Presta atención cuando te hablen los adultos, así no te aborrecerán e incluso puede que se dignen a enseñarte algo. Vete a dormir cuando te toque y sin escándalos, así tus padres podrán tener una vida privada y no se lamentarán de que estés en casa. Cuida de tus cosas, porque es algo que hay que aprender y porque tienes suerte de tenerlas. Sé un alegre compañero cuando pasen cosas divertidas, así la gente querrá tenerte cerca. Un niño que conoce estas reglas será bienvenido allá donde vaya.

En cuanto al segundo principio, que es igual de importante, puedes preguntarte cuál es la fuerza mínima necesaria. Esto tienes que decidirlo basándote en la experiencia, a partir de la intervención más insignificante. A algunos niños una simple mirada los paraliza y otros se detienen cuando se les da una orden. Pero a algunos puede que les haga falta recibir en la mano el golpe de un dedo índice extendido. Algo así resulta particularmente útil en lugares públicos, como un restaurante, ya que se puede aplicar de forma rápida, eficiente y en silencio, sin riesgos de que se produzca una escalada de tensión. ¿Qué alternativas hay? Un niño que llora de rabia para que se le preste atención y que está molestando a todo el mundo no resulta particularmente popular. Otro que vaya corriendo de mesa en mesa y que moleste a todo el mundo no hace más que «deshonrarse» (es una palabra anticuada, pero me parece oportuna), a él y a sus padres. Comportamientos así no son nada deseables y los niños no harán más que repetirlos en público porque están experimentando, es decir, intentando establecer si las mismas reglas que hasta ahora han valido se pueden aplicar en un lugar nuevo. No hay forma de llegar a esa conclusión mediante la palabra, al menos no cuando se tiene menos de tres años.

Cuando nuestros hijos eran pequeños y los llevábamos a restaurantes, atraían las sonrisas de la gente. Se estaban bien sentaditos y comían con educación. No era algo que pudieran hacer durante mucho tiempo, pero tampoco los teníamos allí demasiado. Cuando empezaban a dar muestras de nerviosismo tras haber estado sentados tres cuartos de hora, sabíamos que era el momento de irse. Era parte del acuerdo, y gracias a ello había vecinos de mesa que nos decían lo agradable que era ver a una familia feliz. No es que estuviéramos siempre felices ni que nuestros hijos siempre se portaran bien, pero sí lo hacían la mayor parte del tiempo y era estupendo ver que la gente respondía positivamente a su presencia. Era, en particular, bueno para los niños, porque así veían que gustaban a la gente. Esto también reforzaba su buen comportamiento y esa era la recompensa.

A la gente le encantarán tus hijos si le das la oportunidad. Es algo que descubrí en cuanto fuimos padres por primera vez, cuando nació nuestra hija Mikhaila. Cuando la sacábamos a la calle en su carrito plegable por nuestro barrio de clase trabajadora de Montreal (Canadá), había tipos con pinta de fornidos leñadores borrachos que se paraban para sonreírle. Se le acercaban y le hacían muecas y carantoñas. Ver a la gente interactuando con niños es algo que te devuelve la fe en la naturaleza humana, y todo eso se multiplica cuando tus hijos se portan bien en público. Si quieres asegurarte de que ocurran cosas así, tienes que disciplinar a tus hijos con cuidado y de forma eficiente. Y para eso, debes tener algunas nociones sobre la recompensa y el castigo, en vez de negarte a saber nada al respecto.

Una parte del proceso que supone establecer una relación con tu hijo o con tu hija es aprender cómo esa personita responde a una intervención disciplinaria y, a partir de ahí, intervenir de forma eficiente. Cierto, es mucho más fácil llenarse la boca con tópicos al uso como «Los castigos físicos jamás están justificados» o «Cuando pegas a un niño, lo único que haces es enseñarle a pegar». Empecemos con la primera afirmación: «Los castigos físicos jamás están justificados». En primer lugar, habría que señalar que existe un consenso generalizado acerca de la idea de que determinados comportamientos, sobre todo aquellos relacionados con el robo o las agresiones, están mal y tendrían que estar sujetos a alguna forma de sanción. En segundo lugar, habría que señalar que casi todas esas sanciones implican un castigo en sus muchas vertientes psicológicas o más explícitamente físicas. La falta de libertad produce dolor de una forma fundamentalmente similar a la de un trauma físico. Lo mismo puede decirse del uso del aislamiento social, incluido el llamado «tiempo de castigo». Todo esto lo sabemos a partir de la neurobiología. Así, son las mismas áreas del cerebro las que regulan la respuesta en los tres casos y las sensaciones se alivian en todos cuando se les aplica la misma clase de drogas, los opiáceos[112]. La cárcel es claramente un castigo físico —sobre todo el confinamiento solitario—, incluso cuando no ocurre nada violento. En tercer lugar, habría que señalar que algunas acciones particularmente descabelladas tienen que detenerse de forma inmediata y eficaz, entre otras cosas para que no suceda nada peor. ¿Qué tipo de castigo es el adecuado para alguien que no deja de meter un tenedor por un enchufe eléctrico? ¿O que se pone a correr entre risas por el aparcamiento de un supermercado abarrotado? La respuesta es simple: lo que sea que sirva para detenerlo cuanto antes, dentro de lo razonable, porque de lo contrario se puede producir un drama.

Tanto el caso del aparcamiento como el del enchufe resultan bastante evidentes, pero el mismo principio resulta válido en el ámbito social, lo que nos conduce al cuarto punto acerca de las excusas para el castigo físico. Las sanciones que corresponden a las malas acciones (esas que se podrían haber atajado de forma eficaz durante la niñez) ganan en severidad a medida que los niños crecen. Así pues, son sobre todo aquellos que siguen sin haber conocido una socialización adecuada a los cuatro años de edad los que reciben un castigo desproporcionadamente mayor por parte de la sociedad cuando se hacen jóvenes o adultos. Por otro lado, a menudo los niños de cuatro años sin control son los mismos que a los dos años resultaban excesivamente agresivos, porque así habían nacido. En comparación con los otros niños de su edad, pateaban, pegaban, mordían y quitaban juguetes (lo que después es robar) de forma mucho más frecuente. Este perfil corresponde con, aproximadamente, el cinco por ciento de los niños y un porcentaje mucho menor de las niñas[113]. Repetir como cacatúas la frase mágica «No hay ninguna excusa para el castigo físico» equivale a mantener la ficción en virtud de la cual los diablos adolescentes emergen de pequeños e inocentes angelitos infantiles. No le estás haciendo ningún favor a tu hijo cuando pasas por alto su mala conducta, sobre todo si, por su propio temperamento, exhibe una mayor agresividad.

Aferrarse a la teoría de que los castigos físicos jamás están justificados también es (en quinto lugar) asumir que la palabra «no» puede dirigirse de forma eficaz a una persona sin que exista la amenaza de castigo. Si una mujer puede decir «no» a un hombre poderoso y narcisista es porque hay normas sociales, leyes y autoridades que la respaldan. Un padre o una madre solo puede decir «no» a un niño que quiere un tercer trozo de pastel porque es más grande, más fuerte y más hábil que su hijo, y además también ve reforzada su autoridad por la ley y el Estado. Lo que ese «no» viene a significar siempre en última instancia es: «Si sigues haciendo eso, te ocurrirá algo que no te va a gustar». De lo contrario, no significa nada o, peor, significa «otra majadería farfullada por adultos a quien se puede ignorar». O, peor todavía, significa «todos los adultos son inútiles y débiles», lo que supone una lección particularmente negativa si se tiene en cuenta que el destino de todos los niños es volverse adultos y que la mayoría de las cosas que se aprenden sin tener que sufrir por ello las facilitan o las enseñan explícitamente los adultos. ¿Qué puede esperar del futuro un niño que ignora y desprecia a los adultos? ¿Para qué crecer? Y esa es la historia de Peter Pan, quien piensa que todos los adultos son variantes del capitán Garfio, unos tiranos horrorizados por su carácter mortal (simbolizado en el cocodrilo que llevaba un reloj dentro de la tripa). Un «no» solo puede significar «no» en ausencia de violencia cuando una persona civilizada se lo dice a otra.

¿Y qué decir sobre la idea de que «pegar a un niño solo sirve para enseñarle a pegar»? Pues, en primer lugar, que no, no es verdad, es demasiado simplista. Para empezar, «pegar» es una palabra muy poco sofisticada para describir la acción disciplinaria que un padre eficaz puede realizar. Si «pegar» sirviera para describir todo el abanico posible de fuerza física, entonces no habría diferencia alguna entre unas gotas de lluvia y las bombas atómicas. La magnitud cuenta, así como el contexto, a no ser que cerremos los ojos o queramos ser ingenuos. Cualquier niño sabe cuál es la diferencia entre que te muerda un perro agresivo al que no has provocado y que te mordisquee la mano tu mascota cuando intenta, entre juegos, agarrar el hueso que le estás tendiendo. Cómo de duro se pega a alguien y por qué se hace son cuestiones que no se pueden ignorar cuando se habla de pegar. El momento y el contexto también tienen una importancia esencial. Si le das con un dedo en la mano a tu hijo de dos años después de que haya golpeado en la cabeza a su hermanita menor con un bloque de madera, entenderá la conexión y, por lo menos, no estará tan dispuesto a volver a hacerlo la próxima vez, lo que parece un buen resultado. Seguro que, a partir del toque con el dedo de su madre, no saca la conclusión de que tendría que golpear más fuerte. No es tonto, simplemente tiene celos, es impulsivo y no muestra una gran sofisticación. ¿Y qué otra cosa puedes hacer para proteger a su hermana? Si impartes disciplina de forma no eficaz, la pequeña sufrirá, quizá durante años. Las agresiones continuarán porque no harás absolutamente nada para que paren. Evitarás el conflicto que resulta necesario para establecer la paz, harás la vista gorda y, cuando acabe enfrentándose a ti (quizá ya de adulto), dirás que nunca te habías dado cuenta de que era así. Lo que pasa es que no querías saberlo, así que nunca lo llegaste a saber. Te limitaste a renunciar a tu responsabilidad de disciplina, y en su lugar te entregaste a un despliegue continuo de bondad. Pero todas las casitas de golosinas tienen dentro una bruja que se come a los niños.

¿Y adónde nos lleva todo esto? A la decisión de impartir disciplina de forma eficaz o ineficaz, pero no a la decisión de evitar cualquier tipo de ella, porque la naturaleza y la sociedad acabarán castigando de forma draconiana todos los defectos de comportamiento que no se hayan corregido siendo niños. Aquí tienes algunas pistas prácticas: sacar al niño de la habitación, el llamado «tiempo de descanso», puede ser una forma extremadamente efectiva de castigo, sobre todo si el niño que se está portando mal puede volver en cuanto haya sido capaz de controlarse. Así, el niño de la rabieta se sentará solo hasta que se calme y luego podrá volver a la vida normal. Esto significa que quien gana es el niño, no la rabia. La regla es: «Vuelve con nosotros en cuanto seas capaz de portarte bien». Es una regla muy buena para los niños, los padres y la sociedad. Sabrás si tu hijo ha recuperado el control y entonces volverá a gustarte, a pesar de lo que haya hecho antes. Si sigues enfadado, quizá es porque no se ha arrepentido del todo o quizá tendrías que hacer algo con tu tendencia al rencor.

Si tu hijo es un pequeño canalla que lo único que hace cuando lo sientas en los peldaños de la escalera o en su habitación es salir corriendo entre risas, entonces quizá se pueda añadir algún tipo de restricción física. Se puede sujetar a un niño o una niña con cuidado pero con firmeza por la parte superior de los brazos hasta que deje de retorcerse y preste atención. Si eso no funciona, quizá sea necesario tumbar al niño boca abajo sobre la rodilla del padre. Para un niño que está saltándose los límites de forma espectacular, un cachete en el trasero puede servir como indicación de la mayor seriedad por parte de un adulto responsable. Hay situaciones en las que ni siquiera eso bastará, en parte porque algunos niños son tozudos, difíciles o les gusta explorar hasta dónde pueden llegar, o porque el comportamiento ofensivo en cuestión resulta verdaderamente grave.

Y si no te estás parando a pensar sobre estas cuestiones es que no estás actuando como un padre o una madre responsable. Estás dejando el trabajo sucio a otra persona, y esa persona lo hará de forma mucho más sucia que tú.

UN SUMARIO DE PRINCIPIOS

Principio de disciplina número 1: Limita las reglas. Principio 2: Utiliza la fuerza mínima necesaria. Aquí está el tercero: Los progenitores deberían ser dos[114]. Criar a niños es algo que exige muchos esfuerzos y resulta agotador, por eso es muy fácil que un padre o una madre se equivoque. El insomnio, el hambre, el resultado de una bronca, una resaca o un mal día en el trabajo. Cualquiera de estos elementos por sí solo basta para que una persona tenga un comportamiento poco razonable, así que su combinación puede hacer que alguien se vuelva peligroso. En tales circunstancias, es necesario contar con otra persona cerca, observar, entrar en acción y hablar. Así será más difícil que un niño llorón al que le gusta provocar y un padre o madre cascarrabias en estado de saturación se exasperen mutuamente hasta llegar a un punto sin retorno. Los progenitores deberían ser dos, para que el padre de un recién nacido pueda cuidar de la madre de tal forma que ella no acabe totalmente rendida y termine haciendo algo desesperado, después de haberse pasado escuchando los lloros de un bebé con cólico desde las once de la noche hasta las cinco de la mañana durante treinta noches seguidas. No estoy diciendo que haya que ser cruel con las madres solteras, muchas de las cuales luchan con coraje y hasta la extenuación, cuando además algunas de ellas han tenido que escapar de relaciones marcadas por la violencia. Pero esto no significa que tengamos que fingir que todas las composiciones familiares resultan igual de viables, porque no lo son, y sobre esto no hay nada que discutir.

Y aquí viene un cuarto principio, uno de carácter más específicamente psicológico: los progenitores tendrían que entender su propia capacidad para ser duros, vengativos, arrogantes, rencorosos, coléricos y deshonestos. Muy pocas personas se proponen conscientemente ser un pésimo padre o una pésima madre, pero lo cierto es que todo el tiempo se producen ejemplos de malas prácticas en la crianza de los hijos. Esto se debe a que la gente posee una gran capacidad para el mal, así como para el bien, y también a que se insiste en ignorar este hecho. La gente es agresiva y egoísta, al igual que amable y atenta. Por esto mismo, ningún adulto —ningún simio jerárquico y depredador— puede tolerar realmente que un enano advenedizo lo domine. La venganza acabará llegando. Una pareja demasiado encantadora y paciente que haya sido incapaz de atajar una pataleta en el supermercado se las acabará haciendo pagar a su hijo, diez minutos después, mostrando absoluta indiferencia cuando se les acerque corriendo y lleno de entusiasmo para enseñarles su nuevo logro. Hasta la pareja más abnegada tiene un límite máximo de vergüenza, desobediencia y tiranía que puede soportar, más allá del cual cae de lleno en el resentimiento. Y es ahí cuando empiezan los verdaderos castigos. El resentimiento alimenta el deseo de venganza, así que habrá menos muestras de afecto espontáneo y se racionalizará esta ausencia. Se propiciarán menos oportunidades para el desarrollo del niño y empezará un sutil abandono. Y esto es solo el inicio del camino hacia el conflicto familiar más abierto, que fundamentalmente se desarrolla de forma invisible, bajo una falsa fachada de normalidad y amor.

Es mucho mejor evitar esta senda tan frecuentemente transitada. Un padre o una madre verdaderamente consciente de lo limitado de su tolerancia, y de su capacidad para portarse mal ante una provocación, está en condiciones de diseñar una estrategia adecuada de disciplina —sobre todo si su pareja, igual de despierta, la puede supervisar— y de impedir que las cosas degeneren hasta el punto en el que surge el verdadero odio. Así que, cuidado, porque hay familias tóxicas en todas partes, familias sin reglas ni límites para el mal comportamiento, con padres que explotan de forma aleatoria e impredecible e hijos que viven en ese caos y son aplastados si son tímidos o se rebelan en vano si tienen un carácter fuerte. Y algo así no está bien. Algo así puede llegar a ser letal.

En cuanto al quinto y último principio, es el más general. Los padres tienen el deber de actuar como representantes del mundo real. Unos representantes cariñosos y atentos, pero representantes en todo caso. Esta obligación pasa por encima de cualquier responsabilidad de asegurar la felicidad, propiciar la creatividad o reforzar la autoestima. La obligación primordial de los padres es conseguir que sus hijos resulten socialmente deseables, algo que les proporcionará oportunidades, amor propio y seguridad. Es incluso más importante que favorecer el desarrollo de una identidad individual, puesto que solo se puede aspirar a este santo Grial una vez que se ha alcanzado un grado elevado de sofisticación social.

LOS NIÑOS BUENOS Y LOS PADRES RESPONSABLES

Una niña de tres años que ha sido convenientemente socializada es educada y encantadora. No es nada pusilánime, suscita el interés de otros niños y el aprecio de los adultos. Existe en un mundo donde la gente de su edad la acoge con cariño y los adultos sienten auténtica alegría al verla en vez de esconderse tras sonrisas forzadas. Las personas que le descubran el mundo lo harán con agrado, lo que será más beneficioso para su futura individualidad que cualquier intento cobarde por parte de sus padres de evitar el conflicto cotidiano y la disciplina.

Habla con tu pareja o con amigos acerca de lo que te gusta y lo que no te gusta de tus hijos, pero no tengas miedo de que haya cosas que sí y otras que no. Eres capaz de discernir qué es apropiado y qué no lo es, de separar el grano de la paja. Eres consciente de las diferencias entre el mal y el bien. Una vez que tengas clara tu postura, una vez que hayas evaluado tu mezquindad, tu arrogancia y tu resentimiento, entonces podrás dar el paso siguiente y conseguir que tus hijos se porten bien. Serás responsable de su disciplina y también de los errores que inevitablemente cometas en el proceso. Entonces podrás pedir disculpas y aprender a hacerlo mejor.

Al fin y al cabo quieres a tus hijos. Si sus actos hacen que dejen de gustarte, piensa en el efecto que tendrán en otras personas a las que les importan mucho menos que a ti y que los castigarán de forma severa, por omisión o comisión. No dejes que algo así ocurra. Es mejor enseñarles a tus monstruitos lo que está bien y lo que no, para que se conviertan en sofisticados ciudadanos del mundo que se abre más allá de la familia.

Un niño que mira y escucha en vez de ir a lo suyo, que sabe jugar y no lloriquea, que es gracioso pero no harta, alguien en quien se puede confiar…, ese niño tendrá amigos allá donde vaya. Gustará a sus profesores y a sus padres y, si presta atención a los adultos, recibirá de ellos la misma atención, además de sonrisas y gratas enseñanzas. Saldrá adelante en lo que tan a menudo es un mundo frío, implacable y hostil. Los principios claros de disciplina y castigo establecen un equilibrio entre indulgencia y justicia que favorecen de forma óptima el desarrollo social y la madurez psicológica. Las reglas claras y la disciplina apropiada ayudan al niño, a la familia y a la sociedad a establecer, mantener y expandir el orden, que es todo lo que nos protege del caos y de los terrores del inframundo, allí donde todo es incierto, donde todo provoca ansiedad, desesperanza y depresión. No hay mejor regalo que unos padres responsables y valientes.

No permitas que tus hijos hagan cosas que detestes.

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