12 reglas para vivir

12 reglas para vivir


REGLA 6. Antes de criticar a alguien, asegúrate de tener tu vida en perfecto orden

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REGLA 6ANTES DE CRITICAR A ALGUIEN, ASEGÚRATE DE TENER TU VIDA EN PERFECTO ORDEN

UN PROBLEMA RELIGIOSO

NO PARECE RAZONABLE describir al joven que en 2012 disparó a veinte niños y seis trabajadores de la escuela primaria Sandy Hook de Newton, en Connecticut, como una persona religiosa. Lo mismo cabe decir de los asesinos del instituto de Columbine (1999) y del autor de la masacre del cine de Colorado (2012). No obstante, todos estos individuos sanguinarios tenían un problema con la realidad y lo sentían con una profunda intensidad religiosa. Tal y como uno de los miembros del dúo de Columbine escribió[115]:

No merece la pena luchar por la raza humana, solo merece la muerte. Hay que devolver la Tierra a los animales, que la merecen infinitamente más que nosotros. Ya nada significa nada.

Las personas que piensan de este modo tienen una visión del mismo Ser como algo injusto, cruel y corrupto, y del Ser humano en particular como objeto de desprecio. Se designan a sí mismos jueces supremos de la realidad y la condenan como algo defectuoso. Son los críticos definitivos. Así siguen las palabras llenas de cinismo del individuo antes citado:

Si te pones a pensar en la historia, los nazis propusieron una «solución final» al problema judío: matarlos a todos. Bueno, por si todavía no lo has captado, yo digo: «HAY QUE MATAR A LA HUMANIDAD». Nadie tendría que quedar vivo.

Para este tipo de sujetos, el mundo de la experiencia es insuficiente y perverso, así que todo puede irse al infierno.

¿Pero qué ocurre cuando alguien llega a pensar de esta forma? Una gran obra alemana, el Fausto de Johann Wolfgang von Goethe, se ocupa de este tema. El personaje principal, un estudioso llamado Heinrich Faust, vende su alma inmortal al diablo, Mefistófeles. A cambio, recibe todo lo que desee mientras aún esté en la Tierra. En la obra de Goethe, Mefistófeles aparece como el eterno adversario del Ser. Este es su credo fundamental[116]:

Soy el espíritu que siempre niega,

y con razón, pues todo cuanto nace

digno es de perecer;

por eso sería mejor que nada naciera.

Así pues, todo cuanto llamáis pecado

y destrucción, en resumen: el mal,

es mi elemento natural.

A Goethe este sentimiento de odio le parecía tan importante, tan indispensable para comprender el elemento central de la capacidad destructiva de un humano vengativo, que en la segunda parte de la obra, escrita muchos años después, hace repetir a Mefistófeles la misma idea con una formulación algo distinta[117].

Las personas piensan a menudo como Mefistófeles, si bien raramente ejecutan tales pensamientos con la brutalidad de los asesinos que llevaron a cabo las matanzas del colegio, el instituto o el cine antes mencionados. Cada vez que sufrimos la injusticia —ya sea real o imaginada—, cada vez que nos enfrentamos a una tragedia o somos víctimas de las maquinaciones de otros, cada vez que sentimos el horror y el dolor de nuestras limitaciones aparentemente arbitrarias, surge de entre las tinieblas la vil tentación de cuestionar el Ser y maldecirlo. ¿Por qué tienen que sufrir tanto las personas inocentes? Y en todo caso, ¿qué clase de planeta sangriento y horrible es este?

En verdad la vida es muy dura. Todo el mundo está destinado al dolor y programado para la destrucción. En ocasiones el sufrimiento es un claro resultado de un error personal como la ceguera deliberada, las malas decisiones o la crueldad. En tales casos, cuando parece que se trata de un castigo que alguien se inflige a sí mismo, puede incluso resultar justo. Se puede pensar que a la gente le acaba correspondiendo lo que se merece, lo cual, de todas formas, incluso cuando es cierto, tampoco proporciona mucho consuelo. A veces, si el que sufre modificara su comportamiento, su vida se desarrollaría de forma menos trágica. Pero la capacidad de control de los humanos es limitada y todos tendemos a la desesperación, a la enfermedad, a la vejez y a la muerte. En resumidas cuentas, no parece que seamos los arquitectos de nuestra propia fragilidad. Entonces, ¿de quién es la culpa?

Las personas que están muy enfermas (o, peor todavía, que tienen un hijo enfermo) inevitablemente acabarán por hacerse esta pregunta, sean creyentes o no. Lo mismo le pasará a alguien que se vea atrapado en algún tipo de enorme engranaje burocrático, en una inspección de Hacienda o en un pleito o un divorcio interminable. Y no son solo los que sufren de forma más manifiesta los que se sienten atormentados por la necesidad de culpar a alguien o a algo por el intolerable estado en el que se encuentra su Ser. Así, por ejemplo, en el punto álgido de su fama, su influencia y su fuerza creativa, el propio Lev Tolstói, con toda su grandeza, comenzó a cuestionar el valor de la existencia humana[118]. Razonaba así el escritor ruso:

Mi posición era terrible. Sabía que no encontraría nada por la vía del conocimiento racional, salvo la negación de la vida, mientras que en la fe no encontraría nada salvo la negación de la razón, que era aún menos plausible que la negación de la vida. De acuerdo con el conocimiento racional, la existencia es un mal, y las personas lo saben; de ellas depende no vivir; y aún así han vivido, viven, y yo mismo vivo, aunque hace tiempo que sé que la vida no tiene sentido y es un mal.

Por mucho que lo intentó, Tolstói tan solo pudo identificar cuatro formas de escapar de este tipo de pensamientos. La primera consistía en refugiarse en la ignorancia infantil y obviar el problema. Otra, en entregarse al placer más frívolo. La tercera era «continuar arrastrando una vida que es cruel y absurda, sabiendo de antemano que nada puede surgir de ella». Esta particular forma de escape la identificó con la debilidad: «Las personas en esta categoría saben que la muerte es mejor que la vida, pero no poseen la fuerza para actuar racionalmente y poner fin al engaño rápidamente con el suicidio».

Solo la cuarta y última forma de escape requería «fuerza y energía. Consistía en destruir la vida, al haberse dado cuenta de que la vida es cruel y absurda». Tolstói seguía así inexorablemente su planteamiento:

Solo actúan así las escasas personas que son fuertes y consecuentes. Comprendiendo toda la estupidez de la broma que les han gastado y que el bien de los muertos es superior al bien de los vivos y que es mejor no existir, actúan y ponen fin de una vez por todas a esa estúpida broma puesto que hay medios para hacerlo: una soga al cuello, agua, un cuchillo para clavárselo en el corazón, los trenes sobre las vías férreas.

Tolstói no era lo suficientemente pesimista. La estupidez de la broma que se nos gasta no solo induce al suicidio, sino también al asesinato, es decir, a una masacre a menudo seguida de un suicidio. Esto sí es una protesta existencial eficaz. En junio de 2016, por increíble que resulte, se habían registrado en los Estados Unidos mil masacres (incidentes en los que al menos cuatro personas murieron, sin incluir al asesino) en un espacio de 1.260 días[119]. Es decir, un suceso de este tipo cada cinco o seis días durante más de tres años. Todo el mundo asegura no poder entenderlo, pero ¿cómo se puede seguir fingiendo algo así? Tolstói lo entendió hace más de un siglo. Los antiguos autores de la historia bíblica de Caín y Abel también lo entendieron hace más de veinte siglos. Describieron el asesinato como el primer acto de la historia después del Edén. Es más, no se trataba de un simple asesinato, sino de un crimen fratricida, es decir, se mataba de forma consciente a alguien inocente, que además era ideal y bueno, para contrariar al creador del universo. Los asesinos de hoy nos dicen lo mismo con sus propias palabras. ¿Y quién puede negar que nos encontramos ante el gusano que se esconde en el corazón de la manzana? Pero no queremos escuchar, porque la verdad resulta demasiado lacerante. Incluso para alguien tan lúcido como el reputado autor ruso, no había salida posible. ¿Cómo podremos arreglárnoslas nosotros cuando alguien del calibre de Tolstói reconoció su propia derrota? Durante años escondió todas las armas que tenía y nunca tenía una cuerda cerca por si se le ocurría ahorcarse.

¿Cómo puede alguien que tiene los ojos abiertos evitar descargar su furia contra el mundo?

LA VENGANZA O LA TRANSFORMACIÓN

Puede que un hombre religioso llegue a agitar el puño desesperado ante la aparente injusticia y ceguera de Dios. Hasta el propio Jesucristo, según cuenta la historia, se sintió abandonado en la cruz. Un individuo más agnóstico o ateo culpará al destino o reflexionará con amargura acerca de la brutalidad de la fortuna. Otro quizá se abra en canal intentando encontrar los defectos que explican su sufrimiento y su deterioro. Todas estas no son más que variaciones sobre el mismo tema. Cambia el nombre del propósito, pero la psicología subyacente es siempre la misma. ¿Por qué? ¿Por qué hay tanto sufrimiento y tanta crueldad?

Bueno, quizá sí que sea culpa de Dios, o del destino ciego y absurdo, si así prefieres pensarlo. Y, según parece, todo apunta en esa dirección. ¿Pero qué pasa si piensas así? Los autores de masacres creen que el sufrimiento relacionado con la vida justifica su condena y su venganza, como los chicos de Columbine demostraron con toda claridad[120]:

Prefiero morir antes que traicionar mis ideas. Antes de abandonar este insignificante lugar mataré a todo aquel que me parezca inútil para todo, sobre todo para vivir. Si en el pasado me jodiste, morirás si te veo. Igual puedes joder a otros y luego hacer como si no hubiera pasado nada, pero conmigo no te va a funcionar. No olvido a la gente que me hizo daño.

Uno de los asesinos más vengativos del siglo XX, el atroz Carl Panzram (1891-1930), fue víctima de violaciones y maltrato en la institución de Minnesota que debía ocuparse de su rehabilitación cuando era un delincuente juvenil. Su indescriptible rabia lo convirtió en atracador, pirómano, violador y asesino en serie. Tenía como objetivo explícito y permanente la destrucción e incluso llevaba una cuenta del valor en dólares de las propiedades que quemaba. Empezó por odiar a las personas que le habían hecho daño, pero su resentimiento fue creciendo hasta que abarcó a toda la humanidad. Y no se detuvo ahí: su ansia de destrucción se dirigía de forma fundamental al mismo Dios. No hay otra forma de decirlo. Panzram violaba, asesinaba y quemaba para expresar su rabia contra el Ser. Actuaba como si alguien fuera responsable. Lo mismo ocurre con la historia de Abel y Caín. No se aceptan los sacrificios de Caín, que vive sufriendo. Apunta a Dios y desafía al Ser que este creó, pero Dios no acepta su súplica y le dice a Caín que él mismo es responsable de sus tormentos. Caín, presa de la rabia, mata a Abel, el favorito de Dios (y también el ídolo de Caín). Obviamente, Caín sentía celos de su afortunado hermano, pero, ante todo, lo mató para contrariar a Dios. Esta es la versión más fidedigna de lo que ocurre cuando la gente ejecuta su venganza hasta las últimas consecuencias.

La reacción de Panzram era (y esto es lo que resulta tan terrible) totalmente comprensible. Los detalles de su autobiografía revelan que era una persona fuerte y de una lógica extremadamente congruente, como las personas descritas por Tolstói. Se trataba de un individuo enérgico, coherente y valiente, de firmes convicciones. ¿Cómo podría esperarse que alguien como él perdonara y olvidara, teniendo en cuenta lo que le había ocurrido? A la gente le suceden cosas verdaderamente horribles, así que no es de extrañar que busquen venganza. En tales condiciones, parece incluso una necesidad moral. ¿Y cómo diferenciar la venganza y una petición de justicia? Tras experimentar una atrocidad desgarradora, ¿acaso el perdón no es sino una forma de cobardía, una muestra de falta de voluntad? Este tipo de preguntas me atormentan, pero hay gente que supera pasados horribles y consigue hacer el bien en vez del mal, por mucho que este tipo de logros nos pueda resultar sobrehumano.

He conocido a personas que fueron capaces de hacerlo. Pienso en un hombre, un gran artista, que sobrevivió a una «escuela» como aquella en la que sufrió Panzram, solo que en su caso fue internado a sus tiernos cinco años, después de un largo paso por el hospital donde se lo había tenido que tratar, simultáneamente, de sarampión, paperas y varicela. Incapaz de adaptarse a los modos y formas de la escuela, deliberadamente aislado de su familia, víctima de abusos, muerto de hambre y atormentado, cuando salió era un joven furioso y desgarrado. Se hizo entonces mucho daño con drogas, alcohol y otras formas de comportamiento autodestructivo. Odiaba a todo el mundo, hasta al mismo Dios y al cruel destino. Pero supo poner fin a todo esto: dejó de beber y dejó de odiar (si bien es un sentimiento que lo alcanza, hasta hoy, a ráfagas). Revitalizó la cultura artística de su tradición nativa y formó a jóvenes para que siguieran sus pasos. Creó un tótem de más de quince metros como conmemoración de los sucesos de su vida, y una canoa de unos doce metros de largo tallada en un único tronco, algo que ya nadie o casi nadie hace. Reunió a toda su familia en una gran fiesta en la que cientos de personas bailaron durante dieciséis horas como una forma de expresar su dolor y hacer las paces con el pasado. Decidió ser una buena persona y entonces hizo lo necesario, por imposible que pareciera, para vivir así.

También tuve una clienta que no había tenido buenos padres. Su madre murió cuando era muy pequeña y su abuela, que se encargó de su crianza, era una bruja amargada obsesionada por las apariencias. Maltrataba a su nieta castigándola por sus virtudes —su creatividad, su sensibilidad, su inteligencia—, incapaz de resistirse a hacerle pagar el resentimiento acumulado por una vida objetivamente dura. Tenía mejor relación con su padre, pero era un drogadicto que murió muy enfermo mientras ella lo cuidaba. Mi paciente tenía un hijo y se negó a perpetuar nada de esto, de tal forma que el chico se convirtió en un hombre honrado, independiente, trabajador e inteligente. En lugar de seguir ensanchando el roto del tejido cultural que había recibido en herencia, lo que hizo fue zurcirlo. No hizo suyos los pecados de sus antepasados. Y es que se pueden hacer cosas así.

El sufrimiento, ya sea psíquico, físico o intelectual, no tiene por qué engendrar nihilismo (es decir, la negación radical de todo valor, significado e interés). El sufrimiento siempre permite diferentes interpretaciones.

Fue Nietzsche quien escribió estas palabras[121]. Lo que quería decir es que quienes sufren el mal pueden efectivamente desear perpetuarlo, hacérselo pagar a otros, pero también es posible que experimentar el mal sirva para descubrir el bien. Un niño víctima de bullying puede reproducir el comportamiento de quienes lo atormentan, pero también puede aprender a partir de su propio dolor que está mal meterse con la gente y amargarle la vida. Una persona martirizada por su madre puede aprender de su horrible experiencia lo importante que es ser un buen padre o una buena madre. Muchos, quizá la mayoría, de los adultos que maltratan a niños sufrieron esos mismos maltratos en su infancia. No obstante, la mayoría de las víctimas de maltrato no reproducen el mismo comportamiento con sus propios hijos. Se trata de una realidad constatada, que se puede demostrar de una forma sencilla y aritmética de la siguiente forma: si un padre maltratara a sus tres hijos y cada uno de ellos tuviera otros tres hijos y mantuviera ese mismo ritmo, entonces habría tres maltratadores de primera generación, nueve de segunda, veintisiete de tercera, ochenta y uno de cuarta, y así en sucesivos crecimientos exponenciales. Veinte generaciones después, más de diez mil millones de personas habrían sido víctimas de maltrato, es decir, más del número total de personas que pueblan actualmente la Tierra. Pero no es así, y el maltrato desaparece de generación en generación porque las personas frenan su reproducción, lo que supone una demostración de la auténtica dominación del bien sobre el mal en el corazón humano.

El deseo de venganza, por justificado que pueda estar, bloquea pensamientos más productivos. El poeta angloamericano T. S. Eliot lo explicó en su obra teatral El cóctel (1950). Uno de sus personajes es una mujer que lo está pasando mal y que describe a un psiquiatra su profunda infelicidad. Dice esperar que todo su sufrimiento sea culpa suya, lo que sorprende al psiquiatra, que le pregunta por qué. Ella responde que se trata de algo sobre lo que ha pensado largo y tendido hasta llegar a la siguiente conclusión: si es culpa suya, entonces puede que sea capaz de hacer algo al respecto. Por el contrario, si es culpa de Dios —es decir, si la realidad es así de perversa, si se conjura para hacer de ella un ser miserable—, entonces está condenada. Aunque se ve incapaz de cambiar la estructura de la propia realidad, sí podría cambiar su propia vida.

Alexandr Solzhenitsyn tenía todas las razones del mundo para cuestionar la estructura de la existencia cuando se encontraba preso en un gulag, un campo de trabajos forzados soviético, en un momento del terrible siglo XX. Había servido como soldado en las endebles primeras líneas de defensa rusas que habían hecho frente a la invasión nazi. Su propia gente lo arrestó, lo golpeó y lo encarceló. Justo entonces, contrajo cáncer. Podía haber sucumbido al resentimiento y a la amargura: los dos mayores tiranos de la historia, Stalin y Hitler, le habían destrozado la vida; vivía en condiciones brutales; se le arrebataba y se malgastaba casi todo su tiempo; era testigo del sufrimiento, inútil y humillante, y de la muerte de sus amigos y conocidos; padecía una gravísima enfermedad. A Solzhenitsyn le sobraban los motivos para culpar a Dios. Quizá solo Job llegó a sufrir tanto.

Pero el gran escritor, el firme y lúcido defensor de la verdad, no permitió que su mente se dejara arrastrar a la venganza y a la destrucción. Por el contrario, abrió los ojos. Durante sus numerosos juicios, Solzhenitsyn conoció a personas que se comportaban con integridad en las condiciones más trágicas y los contempló con suma atención. Entonces se hizo la más difícil de las preguntas: ¿había contribuido él de alguna forma a su catástrofe vital? En ese caso, ¿cómo? Recordó su apoyo inquebrantable al Partido Comunista en su juventud. Cuestionó su vida entera, algo para lo que tenía tiempo más que suficiente en el campo. ¿De qué formas se había equivocado en el pasado? ¿Cuántas veces había actuado contra su propia conciencia? ¿Cuántas veces había hecho cosas que sabía que estaban mal? ¿Cuántas veces se había traicionado? ¿Cuántas veces había mentido? ¿Había forma alguna de expiar sus pecados pasados, de redimirse desde el infierno de barro de un gulag soviético?

Solzhenitsyn repasó de forma extremadamente minuciosa todos los detalles de su vida. Se planteó una segunda pregunta y después una tercera. ¿Puedo dejar de cometer este tipo de errores ahora? ¿Puedo reparar los perjuicios causados por mis fracasos pasados ahora? Aprendió a mirar y a escuchar. Conoció a personas a las que admiró, que eran honestas a pesar de todo. Se desmontó pieza por pieza para que muriera todo lo accesorio y lo nocivo y poder así resucitar. Entonces escribió Archipiélago Gulag, una historia del sistema de internamiento de los campos soviéticos[122]. Se trata de un libro contundente y terrible, escrito con la abrumadora fuerza moral de la verdad más desnuda. Prohibido (y con razón) en la Unión Soviética, se consiguió filtrar a Occidente y entonces le estalló en la cara al mundo. La obra de Solzhenitsyn demolía de forma absoluta y definitiva la credibilidad intelectual del comunismo en tanto que ideología o sociedad. Le asestaba así un hachazo fatal al árbol cuyos amargos frutos tan mal lo habían alimentado y cuyo arraigo él mismo había presenciado y apoyado.

Así, la decisión de un hombre de cambiar su vida en vez de culpar al destino hizo temblar todo el patológico sistema de la tiranía comunista. Acabaría por derrumbarse por completo no muchos años después, algo a lo que la valentía de Solzhenitsyn contribuyó de forma bastante decisiva. Pero no sería el único capaz de realizar un milagro semejante. Se puede citar a Václav Havel, el escritor perseguido que de forma inesperada terminaría convirtiéndose en presidente de Checoslovaquia y más tarde de la República Checa, o a Mahatma Gandhi.

TODO SE VIENE ABAJO

Ha habido pueblos enteros que se han negado de la forma más absoluta a condenar la realidad, a criticar el Ser y a culpar a Dios. Un buen ejemplo son los hebreos del Antiguo Testamento, cuyas tribulaciones reproducían un patrón coherente. Las historias de Adán y Eva, de Caín y Abel, de Noé y de la torre de Babel son realmente antiguas y sus orígenes se pierden en la noche de los tiempos. No se puede hablar de algo parecido a la historia, tal y como la entendemos hoy, hasta después de la narración del diluvio universal en el Génesis. Empieza con Abraham, cuyos descendientes se convierten en el pueblo hebreo del Antiguo Testamento, también conocido como la Biblia hebrea. Alcanzan un pacto con Yahvé —con Dios— y ahí empiezan sus aventuras claramente históricas.

Bajo el liderazgo de un hombre excepcional, los hebreos se organizan en sociedad y luego en imperio. A medida que prosperan, su fortuna alimenta el orgullo y la arrogancia y la corrupción asoman su feo rostro. El Estado, cada vez más engreído, se obsesiona con el poder y empieza a obviar sus deberes con las viudas y los huérfanos, desviándose así del ancestral acuerdo alcanzado con Dios. Entonces aparece un profeta que denigra públicamente y sin pudor alguno al rey autoritario y al país que ha perdido la fe por sus fracasos ante Dios —un acto de gran valentía—, al tiempo que les advierte del terrible juicio que se avecina. Sus palabras son ignoradas y así pierden su última oportunidad. Dios aniquila a su decadente pueblo, condenándolo a una humillante derrota en batalla y a generaciones de subyugación. A partir de ahí, los hebreos se arrepienten profundamente y se culpan a sí mismos de su desgracia, por haber sido incapaces de respetar la palabra de Dios. Se dicen una y otra vez que podrían haberlo hecho mejor. Así, reconstruyen su Estado y el ciclo vuelve a comenzar.

Así es la vida. Construimos estructuras para vivir. Construimos familias, Estados y países. Sintetizamos los principios sobre los que reposan esas estructuras y formulamos sistemas de creencias. En un principio ocupamos esas estructuras y creencias como Adán y Eva en el paraíso, pero el triunfo hace que nos confiemos y dejemos de prestar atención. Dejamos de valorar lo que tenemos y nos volvemos laxos. Dejamos de advertir que las cosas van cambiando, que la corrupción se está instalando. Y entonces todo se viene abajo. ¿Es culpa de la realidad… o de Dios? ¿O bien las cosas se vienen abajo porque no les hemos prestado la atención suficiente?

Cuando el huracán Katrina asoló Nueva Orleans en 2005 y la ciudad se vio anegada por las olas, ¿se trataba de un desastre natural? Los holandeses preparan diques para poder resistir la peor tormenta en decenas de miles de años. Si Nueva Orleans hubiera seguido el ejemplo, no habría ocurrido tragedia alguna. No se puede decir que nadie lo supiera: la Ley de Control de Inundaciones de 1965 exigía que se mejorara el sistema de diques que contiene el lago Pontchartrain. La reforma tenía que terminar en 1978, pero cuarenta años más tarde tan solo se había realizado el sesenta por ciento del trabajo. Fueron la inconsciencia deliberada y la corrupción las que hundieron la ciudad.

Un huracán es un acto de Dios, pero la incapacidad de prepararse cuando se es perfectamente consciente de la necesidad de hacerlo es un pecado. Significa ser incapaz de estar a la altura, y el precio que se paga por el pecado es la muerte (Romanos 6:23). Los antiguos judíos siempre se culpaban a sí mismos cuando las cosas se venían abajo. Actuaban como si la bondad divina —la bondad de la realidad— fuera un axioma, con lo que se responsabilizaban de sus propios errores. Algo así es tremendamente responsable, mientras que la alternativa es considerar defectuosa la realidad, criticar al propio Ser y entregarse al resentimiento y al deseo de venganza.

Si estás sufriendo, no pasa nada, porque es lo normal. La gente vive marcada por sus limitaciones y la vida es trágica.

En todo caso, si tu sufrimiento es razonable y estás empezando a corromperte, ya tienes algo en lo que pensar.

LIMPIA TU VIDA

Valora tus circunstancias. Empieza por lo más pequeño. ¿Has sacado verdadero partido a las oportunidades que se te han ofrecido? ¿Estás dándolo todo en tu carrera, en tu trabajo, o bien estás dejando que la amargura y el resentimiento te retengan, te hundan? ¿Has hecho las paces con tu hermano? ¿Estás tratando a tu mujer y a tus hijos con dignidad y respeto? ¿Tienes hábitos que están destruyendo tu salud y tu bienestar? ¿Estás asumiendo verdaderamente tus responsabilidades? ¿Has dicho a tus amigos y familiares lo que tenías que decirles? ¿Hay cosas que podrías hacer, que sabes que podrías hacer, que servirían para mejorar lo que te rodea?

¿Has limpiado tu vida?

Si la respuesta es no, aquí hay algo que puedes probar: deja de hacer las cosas que sabes que están mal. Empieza hoy mismo. No pierdas tiempo preguntándote cómo sabes que lo que haces está mal, si de verdad sabes que es así. Una pregunta inoportuna puede confundir en vez de aclarar, además de evitar que pases a la acción. Puedes saber que algo está mal o bien sin necesidad de saber por qué. Todo tu Ser puede decirte algo que no estás en condiciones de explicar o articular. Las personas son demasiado complejas para conocerse completamente y todos llevamos en nuestro interior una sabiduría que no podemos entender.

Por tanto, no dudes en parar en cuanto tengas la más mínima consciencia de que deberías hacerlo. Deja de comportarte de esa forma particular tan lamentable. Deja de decir esas cosas que te debilitan y te avergüenzan y di solo aquello que te haga más fuerte. Haz solo aquello de lo que puedas hablar con orgullo.

Puedes juzgar con tus propios criterios y confiar en ti mismo como guía. No es necesario comulgar con ningún tipo de comportamiento externo o arbitrario. Sin embargo, no deberías despreciar las directrices que te transmite tu cultura, porque la vida es corta y no tienes tiempo para descubrirlo todo tú solo. La sabiduría del pasado se conquistó con grandes esfuerzos, así que tus difuntos ancestros puede que tengan algo útil que decirte.

No culpes al capitalismo, a la izquierda radical, a la maldad de tus enemigos. No reorganices todo el país hasta que hayas puesto en orden tu propia experiencia. Sé un poco humilde: si no puedes imponer la paz en tu propia casa, ¿cómo esperas dirigir toda una ciudad? Deja que tu propia alma te guíe y mira lo que ocurre a medida que pasan los días y las semanas. En el trabajo empezarás a decir lo que piensas de verdad. Empezarás a decir a tu mujer, a tu marido, a tus hijos, a tus padres lo que de verdad quieres y necesitas. Cuando sepas que te has dejado algo por hacer, intervendrás para subsanar esa omisión. Tu cabeza se aclarará a medida que dejes de llenarla de mentiras. Tu experiencia mejorará a medida que dejes de distorsionarla con acciones impostadas. Entonces comenzarás a descubrir cosas nuevas y más sutiles que estás haciendo mal. Deja de hacer todo eso también y, tras meses de esmerado esfuerzo, tu vida se habrá vuelto más simple y menos complicada. Tendrás más lucidez y podrás desentrañar tu pasado. Te harás más fuerte, perderás tu amargura y avanzarás con confianza hacia el futuro. Dejarás de complicarte la vida de forma innecesaria y te quedarás simplemente con las auténticas tragedias de la vida, las que son inevitables, pero ya no te enfrentarás a ellas desde la amargura y el engaño.

Quizá descubras que tu alma purificada, mucho más fuerte que nunca, ya está en condiciones de asumir todas las tragedias restantes, las tragedias necesarias, mínimas, inevitables. Quizá incluso aprendas a recibirlas de tal forma que sigan siendo trágicas —tan solo trágicas—, pero no degeneren en un infierno absoluto. Quizá tu ansiedad, tu desesperanza, tu resentimiento y tu rabia —por asesinos que resulten en un principio— vayan remitiendo. Quizá tu alma libre de corrupción sea capaz de contemplar su existencia como algo genuinamente bueno, como algo que se debe celebrar, incluso a pesar de toda tu vulnerabilidad. Quizá te conviertas en una fuerza imbatible a favor de la paz y de todo aquello que es bueno.

Quizá entonces te des cuenta de que, si todo el mundo hiciera esto con sus propias vidas, el mundo dejaría de ser un lugar funesto. A partir de ahí, con un esfuerzo mantenido, quizá pueda incluso dejar de ser un lugar trágico. ¿Y quién sabe cómo podría ser la existencia si todos nos propusiéramos luchar por lo mejor? ¿Quién sabe qué cielos eternos podrían conquistar nuestros espíritus, purificados por la verdad, dirigidos hacia arriba desde esta tierra de los caídos?

Antes de criticar a alguien, asegúrate de tener tu vida en perfecto orden.

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