12 reglas para vivir

12 reglas para vivir


REGLA 7. Dedica tus esfuerzos a hacer cosas con significado, no aquello que más te convenga

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REGLA 7DEDICA TUS ESFUERZOS A HACER COSAS CON SIGNIFICADO, NO AQUELLO QUE MÁS TE CONVENGA

APROVECHA MIENTRAS PUEDAS

LA VIDA ES SUFRIMIENTO. Eso está claro. No hay ninguna verdad más básica e irrefutable. Es fundamentalmente lo que Dios les dice a Adán y a Eva justo antes de expulsarlos del paraíso:

A la mujer le dijo:

«Mucho te haré sufrir en tu preñez, parirás hijos con dolor, tendrás ansia de tu marido, y él te dominará».

A Adán le dijo:

«Por haber hecho caso a tu mujer y haber comido del árbol del que te prohibí, maldito el suelo por tu culpa: comerás de él con fatiga mientras vivas; brotará para ti cardos y espinas, y comerás hierba del campo.

»Comerás el pan con sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste sacado; pues eres polvo y al polvo volverás». (Génesis 3:16-19)

¿Qué diantres se puede hacer en estas condiciones?

¿Cuál es la respuesta más simple, obvia y directa? Busca el placer. Sigue tus impulsos. Vive el momento. Haz lo que te convenga. Miente, haz trampas, roba, engaña, manipula, pero que no te pillen. En un universo totalmente carente de significado, ¿qué más daría? Y no se trata en absoluto de una idea novedosa. Desde hace mucho tiempo se recurre a la tragedia vital y al sufrimiento que ello comporta para justificar la búsqueda de la satisfacción más inmediata y egoísta.

Razonando equivocadamente se decían: «Corta y triste es nuestra vida y el trance final del hombre es irremediable; no consta de nadie que haya regresado del abismo.

»Nacimos casualmente y después seremos como si nunca hubiésemos existido. Humo es el aliento que respiramos y el pensamiento, una chispa del corazón que late.

»Cuando esta se apague, el cuerpo se volverá ceniza y el espíritu se desvanecerá como aire tenue.

»Con el tiempo nuestro nombre caerá en el olvido y nadie se acordará de nuestras obras. Pasará nuestra vida como rastro de nubes y como neblina se disipará, acosada por los rayos del sol y abatida por su calor.

»Nuestra vida, una sombra que pasa, nuestro fin, irreversible: puesto el sello, nadie retorna.

»¡Venid! Disfrutemos de los bienes presentes y gocemos de lo creado con ardor juvenil.

»Embriaguémonos de vinos exquisitos y de perfumes, que no se nos escape ni una flor primaveral.

»Coronémonos con capullos de rosas antes que se marchiten; que ningún prado escape a nuestras orgías, dejemos por doquier señales de nuestro gozo, porque esta es nuestra suerte y nuestra herencia.

»Oprimamos al pobre inocente, no tengamos compasión de la viuda, ni respetemos las canas venerables del anciano.

»Sea nuestra fuerza la norma de la justicia, pues lo débil es evidente que de nada sirve». (Sabiduría 2:1-11)

El placer de aquello que más conviene puede resultar efímero, pero es placer en cualquier caso; y eso ya es algo que puede servir para contrarrestar el terror y el dolor de la existencia. A cada uno lo suyo, y a robar lo que se pueda, como dice el viejo proverbio. ¿Y por qué no limitarse a quedarse con todo lo que se pueda conseguir cuando surja la oportunidad? ¿Por qué no decidirse a vivir así?

¿Acaso hay una alternativa más poderosa, más convincente?

Nuestros antepasados discurrieron respuestas muy elaboradas para este tipo de preguntas, pero aún no somos capaces de entenderlas a la perfección porque, en gran parte, están implícitas, es decir, se manifiestan sobre todo en ritos y mitos y, por tanto, no están completamente articuladas. Las representamos en diferentes historias, pero aún no somos lo suficientemente sabios para formularlas de forma explícita. Todavía somos chimpancés dentro de una manada, lobos en una jauría. Sabemos comportarnos, sabemos quién es cada quien y por qué. Hemos aprendido todo eso a través de nuestra experiencia y lo que sabemos se ha construido mediante las interacciones con los demás. Hemos establecido rutinas previsibles y patrones de comportamiento, pero lo cierto es que no los comprendemos verdaderamente ni sabemos de dónde provienen. Han evolucionado a lo largo de periodos extremadamente dilatados. Nadie los formuló de forma explícita (o al menos no en ningún pasado del que tengamos constancia, por remoto que sea), pero nos los hemos transmitido de unos a otros desde siempre. Sin embargo, un día, no hace tanto tiempo, nos despertamos. Ya estábamos haciendo cosas, pero empezamos a «darnos cuenta» de lo que estábamos haciendo. Empezamos a utilizar nuestros cuerpos como instrumentos para representar nuestras propias acciones. Empezamos a imitar y a actuar. Inventamos los rituales y empezamos a representar nuestras propias experiencias. Y entonces empezamos a contar historias. Codificamos las observaciones de nuestro propio drama dentro de esas historias, de tal forma que la información que antes solo se hallaba implícita en nuestro comportamiento pasó a quedar representada en nuestras historias. Pero, tanto entonces como ahora, seguimos sin entender lo que significan.

La narración bíblica del paraíso y la caída del hombre es una historia de este tipo, es decir, una creación de nuestra imaginación colectiva forjada a lo largo de los siglos. Presenta una profunda descripción de la naturaleza del Ser y apunta a una forma de conceptualización y acción que se ajusta bien a esa naturaleza. Según la historia, en el jardín del Edén los seres humanos —antes de despertar a la consciencia de sí mismos— no conocían el pecado. Nuestros primeros ancestros, Adán y Eva, caminaban junto a Dios. Entonces, tentados por la serpiente, la primera pareja comió del árbol del conocimiento del bien y del mal, descubrió la muerte y la vulnerabilidad, y se alejó de Dios. La humanidad fue exiliada del paraíso y comenzó así su extenuante existencia mortal. Enseguida aparece la idea de sacrificio, a partir de la historia de Caín y Abel, y se desarrolla a través de las peripecias de Abraham y el Éxodo. Después de largas consideraciones, la humanidad comprende entre muchos sufrimientos que, mediante un sacrificio apropiado, puede ganarse el favor de Dios y calmar su ira. También comprende que aquellos que no quieran o que sean incapaces de proceder de esta forma podrán ser víctimas de sangrientas masacres.

POSTERGAR LA SATISFACCIÓN

Una vez descubierto el sacrificio, nuestros ancestros comenzaron a poner en práctica lo que, expresado en palabras, se consideraría una proposición: se puede conseguir algo mejor en el futuro renunciando a algo valioso en el presente. Recuerda que la necesidad de trabajar es una de las maldiciones que Dios le impone a Adán y a sus sucesores como resultado del pecado original. Cuando Adán abre los ojos a las restricciones fundamentales del Ser —su vulnerabilidad, su muerte final—, descubre el futuro. El futuro, ese lugar al que vas para morir, con un poco de suerte no demasiado pronto. Así, con trabajo puedes retrasar tu final, esto es, sacrificando «tu presente» para obtener «en el futuro» algún tipo de beneficio. Por esta razón —entre otras, desde luego—, el concepto de sacrificio aparece en el capítulo de la Biblia inmediatamente después del drama de la caída de Adán y Eva. No hay gran diferencia entre el sacrificio y el trabajo, que son, además, exclusivamente humanos. En ocasiones los animales se comportan como si estuviesen trabajando, pero en realidad no hacen otra cosa que seguir los dictados de su propia naturaleza. Si los castores construyen presas es porque son castores y los castores construyen presas, no piensan mientras tanto: «Pues la verdad es que preferiría estar en una playa de México con mi novia».

En pocas palabras, un sacrificio de este tipo —trabajar— supone postergar la satisfacción, pero es una forma muy ramplona de describir algo que posee una trascendencia semejante. El descubrimiento de que la satisfacción podía postergarse supuso al mismo tiempo descubrir el tiempo y la causalidad, o al menos la fuerza causal de la acción humana voluntaria. Hace mucho tiempo, en nuestro más recóndito pasado, empezamos a darnos cuenta de que la realidad estaba estructurada como algo con lo que se podía negociar. Descubrimos que portarse bien ahora, en el presente —regulando nuestros impulsos, mostrando consideración por el sufrimiento de los demás— podía deparar futuras recompensas, en un tiempo y espacio que aún no existían. Comenzamos a inhibirnos, a controlar y organizar nuestros impulsos inmediatos para dejar de interferir con los demás y con lo que seríamos nosotros mismos en el futuro. No se puede disociar este paso de la organización de la sociedad, es decir, del descubrimiento de la relación causal que existe entre nuestros esfuerzos presentes y la calidad del mañana como resultado de un contrato social. Esta organización permite que el trabajo de hoy se acumule con garantías, fundamentalmente en forma de las promesas que otros realizan.

A menudo se puede representar algo que se comprende antes de poder articularlo, de la misma forma que un niño consigue representar lo que significa ser «madre» o «padre» antes de estar en condiciones de proporcionar una descripción oral de lo que suponen estos papeles[123]. El acto de realizar un sacrificio ritual a Dios suponía, en su forma primitiva, una sofisticada plasmación de la noción que afirma la utilidad de postergar. Hay una gran distancia conceptual entre atiborrarse vorazmente y aprender a reservar algo de carne que, ahumada al fuego, será consumida más tarde o podrá disfrutar alguien que ahora está ausente. Hace falta mucho tiempo para aprender a dejarse algo para más tarde o a compartirlo con otra persona, lo que en última instancia viene a representar lo mismo, ya que el primer caso supone compartir algo con tu yo futuro. Es mucho más fácil, mucho más probable, devorar de forma inmediata todo lo que está a nuestro alcance. Estas distancias se aprecian en similares proporciones en cualquier refinamiento relacionado con la postergación y su conceptualización: compartir a corto plazo, reservar para el futuro, la representación de lo que se ha almacenado en forma de algún tipo de registro y, más adelante, como moneda para terminar ahorrando dinero en un banco o en otro tipo de institución similar. Algunas conceptualizaciones tenían que jugar el papel de pasos intermedios, pues, de otro modo, todo el abanico de prácticas e ideas relacionadas con el sacrificio, el trabajo y su representación nunca habría aparecido.

Nuestros ancestros representaban un drama, una ficción: personificaban la fuerza que controla el destino como un espíritu con el que se podía negociar, con el que se podía regatear como si se tratara de otro ser humano. Y lo increíble es que algo así funcionaba. Esto se debe en parte a que el futuro se compone fundamentalmente de otros seres humanos, a menudo justo aquellos que han contemplado, evaluado y apreciado cada uno de los detalles de tu comportamiento pasado. Una noción así no queda muy lejos de la idea de Dios, sentado en lo más alto mientras escruta cada uno de tus movimientos y va consignándolos en un gran volumen para poder consultarlo más adelante. Una idea simbólica muy productiva es que el futuro viene a ser como un padre que no hace más que juzgarte. Resulta un buen punto de partida. Pero el descubrimiento del sacrificio y del trabajo hizo surgir otras dos preguntas más de carácter paradigmático y fundacional. Ambas están relacionadas con la misma noción de la lógica del trabajo, que se resume en sacrificar ahora para ganar más tarde.

Primera pregunta: ¿qué hay que sacrificar? Los pequeños sacrificios pueden bastar para resolver pequeños problemas concretos, pero es posible que se requieran sacrificios mayores y más amplios para afrontar toda una serie de problemas complejos y además de forma simultánea. Algo así resulta más difícil, pero quizá sea mejor. Asumir la necesaria disciplina que supone estudiar medicina entrará sin duda en conflicto con el disoluto estilo de vida de un universitario juerguista. Renunciar a ello supone un sacrificio. Y es que un médico está en condiciones de —tal y como George W. Bush dijo en una ocasión— «poner comida en su familia»[124], es decir, una forma de ahorrarse muchos problemas y durante mucho tiempo. Así que los sacrificios son necesarios para mejorar el futuro, y si son grandes, entonces valen más.

Segunda pregunta; en realidad, la segunda dentro de una serie de cuestiones enlazadas. Nos hemos puesto de acuerdo en el principio básico de que el sacrificio mejora el futuro. Pero un principio, una vez establecido, tiene que desarrollarse, hay que entender toda su extensión, todas sus implicaciones. Así pues, ¿qué supone en sus casos más extremos y radicales la idea de que el sacrificio mejorará el futuro? ¿Dónde encuentra sus límites ese principio básico? Para empezar hay que preguntarse: «¿Cuál sería el mayor de todos los sacrificios posibles, el más eficaz, el más gratificante?», y acto seguido: «¿Cómo de bueno puede llegar a ser el mejor futuro posible si se pudiera ejecutar el sacrificio más eficiente posible?».

La historia bíblica de Caín y Abel, los hijos de Adán y Eva, es inmediatamente posterior a la de la expulsión del paraíso, tal y como se ha mencionado anteriormente. Caín y Abel son en realidad los primeros humanos, ya que sus padres fueron obra directa de Dios y no nacieron de la forma común y generalizada. Caín y Abel viven «en la historia», no en el Edén, así que tienen que trabajar, tienen que realizar sacrificios para contentar a Dios y lo hacen con un altar y con un ritual en condiciones. Pero las cosas se complican. Las ofrendas de Abel complacen a Dios, pero no así las de Caín, con lo que Abel recibe numerosas recompensas y Caín no. No queda bien claro por qué, aunque el texto da a entender de forma repetida que Caín no se implica de forma sincera. Quizá lo que Caín presentaba no era de la mejor calidad, quizá actuaba a regañadientes o quizá Dios andaba irritado por algún motivo que solo Él conocía. Y lo cierto es que se trata de algo realista, incluso a pesar de lo ambiguo del texto, porque no todos los sacrificios valen lo mismo. Es más, en ocasiones da la impresión de que los sacrificios que en apariencia poseen el mayor valor no son correspondidos con un futuro mejor, y no queda claro por qué es así. ¿Por qué no está contento Dios? ¿Qué tendría que cambiar para que sí lo estuviera? Son preguntas difíciles, pero todo el mundo se las hace constantemente, incluso cuando no se da cuenta.

Hacerse este tipo de preguntas viene a ser lo mismo que pensar.

Nos costó mucho entender que frustrando un placer particular se podía obtener un provecho, ya que algo así se opone frontalmente a nuestros instintos animales más fundamentales, que exigen una satisfacción inmediata, sobre todo en los inevitables periodos de carestía. Para complicar todo aún más, este tipo de aplazamiento solo resulta útil cuando la civilización se ha estabilizado lo suficiente como para garantizar la existencia de una recompensa postergada en el futuro. Si todo lo que ahorras te lo acaban destrozando o, peor aún, robando, ¿qué sentido tiene ahorrar nada? Es justamente por eso que un lobo puede devorar hasta veinte kilos de carne cruda de una sola sentada. No piensa: «Los atracones me sientan muy mal, mejor dejo un poco de esto para la próxima semana». Por tanto, ¿cómo se pudieron producir dos logros que a la vez son de imposible y necesaria simultaneidad, a saber, la capacidad de postergar algo y la progresiva estabilización de la sociedad?

Nos encontramos ante un progreso evolutivo, del animal al humano. Si bien este resumen puede resultar inexacto en lo particular, servirá para ilustrar lo que nos interesa ahora. El primer paso es la existencia de un exceso de comida, quizá en forma de un gran cadáver, de un mamut o de algún tipo de gran herbívoro. No hay que olvidar que comimos muchos mamuts, quizá todos los que existían. En cualquier caso, cuando se caza un gran animal, queda bastante comida para más tarde. Se trata, en un primer momento, de una situación accidental, pero con el paso del tiempo se empieza a apreciar el valor que posee dejar cosas para después. Se desarrolla entonces una cierta noción provisional del sacrificio: «Si dejo algo, aunque quiera comérmelo todo ahora, más adelante no tendré hambre». Esta idea primitiva se desarrolla a un nivel más elevado: «Si dejo algo para después, ni yo ni las personas a las que quiero pasaremos hambre». Y luego pasa al nivel superior: «No puedo comerme todo el mamut, pero tampoco puedo almacenar el resto durante mucho tiempo. Podría dar de comer a otras personas que quizá lo recuerden y me den cuando ellos tengan y yo no. Así, tendré comida ahora y también más adelante, lo que es un buen trato. Y quizá la gente con la que comparta la comida termine confiando en mí de forma más general y así podremos intercambiar cosas siempre». De esta forma se da el paso de «carne de mamut» a «futura carne de mamut», y después esa «futura carne de mamut» se transforma en «reputación personal». Es así como surge el contrato social.

Compartir no significa renunciar a algo que aprecias a cambio de nada. Eso es justamente lo que temen los niños que se niegan a compartir. Sin embargo, el verdadero significado de compartir es empezar el proceso de intercambio. Un niño incapaz de compartir —incapaz de intercambiar— no puede tener ningún amigo porque tenerlos no deja de ser una forma de intercambio. Benjamin Franklin sugirió en una ocasión que quien llega nuevo a un barrio debería pedir ayuda al vecino, y para ello se apoyó en una vieja máxima: «Quien se mostró en alguna ocasión amable contigo estará más dispuesto a volverlo a hacer que aquel a quien tú le hiciste un favor»[125]. En opinión de Franklin, pedir algo a alguien (sin abusar, evidentemente) constituye la forma más útil y directa de proponer una interacción social. Una solicitud de este tipo por parte del recién llegado proporciona al vecino la oportunidad de demostrar, de buenas a primeras, que es una buena persona. También significa que el vecino estará en condiciones de pedirle a la otra persona que corresponda con otro favor apoyándose en la deuda contraída, lo que servirá para desarrollar su cercanía y confianza. De esta forma, ambas partes pueden superar su reticencia natural y su miedo a lo desconocido.

Es mejor tener algo que no tener nada, y es todavía mejor compartir de forma generosa aquello que tienes. Sin embargo, aún es mejor que se te conozca precisamente porque compartes con generosidad. Eso es algo duradero, algo en lo que se puede confiar. Y llegados a este punto de abstracción, podemos observar cómo se crean las ideas de confianza, honestidad y generosidad. Así, ya se han establecido las bases de un sistema moral articulado. La persona productiva y honrada que comparte se convierte por ello en el prototipo del buen ciudadano, de la buena persona. De esta forma podemos comprender cómo, a partir de la simple noción de que guardar las sobras es una buena idea, acaban surgiendo los principios morales más elevados.

Se podría decir que a la humanidad le ocurrió algo así. Primeramente se sucedieron decenas o centenares de miles de años antes de que surgiera la literatura escrita y el teatro. Durante ese tiempo, empezaron a aparecer las dos prácticas gemelas del aplazamiento y el intercambio de forma lenta y dolorosa. Entonces empezaron a representarse como abstracciones metafóricas en rituales y leyendas de sacrificio, enunciadas de una forma que podría ser esta: «Es como si existiera una poderosa figura en el cielo que todo lo ve y que te está juzgando. Renunciando a algo que te gusta, consigues contentarlo; y es mejor que esté contento, porque cuando no es el caso pueden ocurrir las peores catástrofes. Por tanto, no dejes de sacrificar y de compartir hasta que te conviertas en todo un experto y entonces las cosas te irán bien».[126] Nadie dijo nunca nada por el estilo, o al menos no de una forma tan clara y directa, pero se trataba de algo implícito en la práctica y luego en las historias.

En primer lugar se produjo la acción, de manera inevitable, ya que los animales que éramos antiguamente podían actuar pero no pensar. En primer lugar existían valores implícitos y no reconocidos, puesto que las acciones previas a los pensamientos incorporaban la idea de valor pero no la explicitaban. La gente fue viendo durante miles y miles de años cómo había personas que triunfaban y otras que fracasaban. Lo meditamos y llegamos a una conclusión: aquellos entre nosotros que triunfan son los que postergan la satisfacción. Aquellos entre nosotros que triunfan son los que negocian con el futuro. Surgió así una idea genial, que adopta progresivamente una forma cada vez más articulada, en historias que cada vez se van articulando más. ¿Qué diferencia a los que triunfan de los que fracasan? El sacrificio oportuno. A los que triunfan, las cosas les van mejor a medida que hacen sacrificios. Entonces las preguntas se van precisando cada vez más y, al mismo tiempo, resultan más generales: ¿cuál es el mayor sacrificio posible?, ¿cuál es el mayor sacrificio posible para el mayor bien posible? Y las respuestas son, cada vez, más profundas y más complejas.

El Dios de la tradición occidental, como tantos otros dioses, exige sacrificios y ya hemos visto por qué. Pero, en ocasiones, va incluso más allá y no solo exige sacrificios, sino precisamente que se sacrifique lo más preciado. La ilustración más contundente (y la más confusamente evidente) la proporciona la historia de Abraham e Isaac. Abraham, el ojito derecho de Dios, ansió durante mucho tiempo un hijo. Dios se lo prometió, pero solo tras largas esperas y en las condiciones aparentemente imposibles que se derivaban de la vejez y de una mujer estéril. Pero, poco después de que Isaac nazca de forma tan milagrosa, cuando aún es un niño, Dios se dirige a Abraham y, de una forma aparentemente salvaje e irracional, exige a su devoto servidor que le entregue a su hijo en sacrificio. La historia tiene un final feliz: Dios envía a un ángel para que detenga la obediente mano de Abraham y acepta como ofrenda un carnero en lugar de Isaac. Eso está muy bien, pero no acaba de aclarar la cuestión que nos ocupa: ¿por qué Dios tiene que pedir más? ¿Por qué Él —por qué la vida— impone exigencias semejantes?

Empezaré mi análisis con una auténtica perogrullada, pero no por obvia menos desatendida: a veces las cosas no van bien. Algo así parece estar muy relacionado con la naturaleza terrible del mundo, con sus plagas, sus hambrunas, sus tiranías y sus traiciones. Pero aquí viene la pega: en ocasiones, cuando las cosas no van bien, el mundo no es la causa. La causa es, por el contrario, aquello a lo que se le da mayor importancia en ese momento, subjetiva y personalmente. ¿Por qué? Porque el mundo se revela en una proporción difícil de determinar a través de la lente de tus valores (algo que desarrollaré en la regla 10). Si el mundo que ves no es el que quieres, entonces ha llegado la hora de revisar tus valores. Es hora de desembarazarte de tus supuestos actuales, es hora de soltar lastre. Puede que incluso sea hora de sacrificar aquello que más quieres para poder así convertirte en quien quieres convertirte en vez de seguir siendo quien eres.

Hay una antigua historia, posiblemente apócrifa, acerca de cómo atrapar a un mono, que ilustra muy bien este tipo de ideas. En primer lugar, tienes que encontrar una gran vasija de cuello estrecho, cuya boca tenga exactamente el diámetro mínimo para que el mono pueda introducir la mano. Luego, llena la vasija con piedras de tal forma que pese tanto que el mono no se la pueda llevar. Después, esparce algún tipo de cebo que pueda atraer a los monos alrededor de la vasija y pon también algo en el interior. Así pues, un mono acabará apareciendo, meterá la mano por la estrecha obertura y agarrará lo que pueda agarrar. Pero ya no podrá sacar el puño, lleno de golosinas, a través de la estrecha boca de la vasija, a menos que suelte lo que lleva. No podrá mientras no renuncie a lo que ya tiene. Y es justamente eso lo que no va a hacer. El cazador de monos puede acercarse por detrás con total tranquilidad y atrapar al mono. El animal no sacrificará una parte para conservar el todo.

Renunciar a algo de valor nos asegura una futura prosperidad. Sacrificar algo de valor contenta al Señor. ¿Y qué es lo que tiene más valor, cuál es el mejor sacrificio? ¿O qué puede servir al menos «para representarlo»? Un buen corte de carne, el mejor animal del rebaño o una posesión preciada. ¿Qué queda incluso por encima de todo eso? Algo profundamente íntimo, algo a lo que duela renunciar. Es quizá lo que simboliza la insistencia de Dios en la circuncisión como parte de la ceremonia del sacrificio de Abraham, en la que se ofrece simbólicamente la parte para redimir el conjunto.

¿Y qué hay más allá? ¿Qué le resulta más cercano a una persona que una de sus partes? ¿Qué constituye el sacrificio definitivo para poder así conseguir la recompensa definitiva?

Es difícil decidir si es un hijo o uno mismo. El sacrificio de la madre que ofrece a su hijo al mundo queda inmejorablemente ilustrado por la Pietà, la gran escultura de Miguel Ángel que se reproduce al principio de este capítulo. Miguel Ángel presentó a María contemplando a su hijo, crucificado y exangüe. Es culpa suya, puesto que fue a través de ella que Cristo entró en el mundo y en el gran drama del Ser. ¿Acaso está bien traer a un niño a este mundo terrible? Todas las mujeres se hacen esta pregunta. Algunas dicen que no y tienen sus razones para ello. María responde que sí, y lo hace de forma voluntaria, sabiendo perfectamente lo que va a suceder, como hacen todas las madres si se permiten pensarlo. Es un acto de suprema valentía cuando se realiza de forma voluntaria.

Por su parte, el hijo de María, Cristo, se ofrece a sí mismo a Dios y al mundo, a la traición, la tortura y la muerte, hasta el punto de alcanzar la desesperación en la cruz, donde exclama las terribles palabras «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mateo 27:46). Es la historia arquetípica del hombre que sacrifica todo lo que tiene por un bien mayor —que entrega su vida por el progreso del Ser—, que deja que la voluntad de Dios se manifieste en su totalidad dentro de los confines de una única vida mortal. Ese es el modelo del hombre honesto. No obstante, en el caso de Cristo —puesto que se sacrifica a sí mismo—, Dios, su padre, está al mismo tiempo sacrificando a su hijo. Por tal motivo, el drama cristiano del sacrificio propio y del hijo es arquetípico. Es una historia que se encuentra en el límite, allí donde nada más extremo, nada de mayores dimensiones, se puede imaginar. Es la propia definición de algo arquetípico. Es también la esencia de lo que significa lo religioso.

El dolor y el sufrimiento definen el mundo y de eso no cabe duda alguna. El sacrificio puede dejar en suspenso el dolor y el sufrimiento en mayor o menor medida, si bien es cierto que los sacrificios mayores resultan más eficaces que los menores. De eso tampoco cabe duda alguna. Es un conocimiento que todo el mundo tiene depositado en su alma, así que quien desee aliviar el sufrimiento, quien desee rectificar los defectos del Ser, quien quiera propiciar el mejor de los futuros, quien quiera crear el cielo en la Tierra tendrá que realizar el mayor de todos los sacrificios, el de sí mismo y el de su hijo, el de todo aquello que ame, y vivir así una vida dirigida hacia el bien. Renunciará a lo que le convenga e irá por el camino del significado supremo. Y de esta forma traerá la salvación a un mundo desesperado.

¿Pero algo así resulta remotamente posible? ¿No supone exigirle demasiado al individuo? Puede que valga para Cristo, pero cabe objetar que era el auténtico Hijo de Dios. No obstante, contamos con otros ejemplos, algunos de los cuales han sido mucho menos objeto de mitologías y arquetipos. Pensemos, por ejemplo, en Sócrates, el antiguo filósofo griego. Después de toda una vida dedicada a buscar la verdad y a educar a sus compatriotas, Sócrates se vio sometido a un juicio por delitos contra la ciudad-Estado de Atenas, su hogar natal. Quienes lo acusaban le dejaron numerosas oportunidades para que se fuera y así se evitara cualquier problema[127]. Pero el gran sabio ya había sopesado y rechazado esta posibilidad. Su compañero Hermógenes lo contempló mientras «hablaba de todo tipo de temas[128]» menos de su juicio y le preguntó por qué aparentaba estar tan despreocupado. Sócrates le respondió primero que se había preparado durante toda su vida para defenderse[129], pero luego dijo algo más misterioso y significativo. Cuando se paraba a pensar en estrategias que pudieran ayudarlo a librarse «por todos los medios[130]» —o incluso cuando se limitaba a considerar sus posibles acciones durante el juicio[131]—, se veía interrumpido por su señal divina, su espíritu divino, su voz o daemon. Sócrates habló acerca de esta voz en el propio juicio[132]. Dijo que uno de los elementos que lo diferenciaban de otros hombres[133] era su absoluta disposición a escuchar sus advertencias, es decir, a dejar de hablar y dejar de actuar cuando la voz mostraba su oposición. Si los propios dioses lo habían considerado más sabio que los otros hombres era en parte por este motivo, de acuerdo con el mismísimo oráculo de Delfos, a quien se le reconocía la capacidad de juzgar este tipo de cosas[134].

Puesto que esa voz interna que le merecía tanta confianza se oponía a la huida (o incluso a defenderse a sí mismo), Sócrates enfocó de forma radicalmente distinta la importancia de su juicio. Empezó a plantearse que podía tratarse de una bendición en vez de una desgracia. Le confió a Hermógenes que había llegado a la conclusión de que el espíritu que siempre había escuchado le podía estar ofreciendo una salida de la vida fácil para él y al mismo tiempo «la menos engorrosa» para sus amigos[135], «con el cuerpo sano y un alma capaz de mostrar afecto»[136], sin sufrir las aflicciones de las enfermedades o las vejaciones de la extrema vejez[137]. La decisión de Sócrates de aceptar su destino le permitió alejar el terror ante la cercanía de la muerte, antes y durante el juicio, después de que se pronunció la sentencia[138] e incluso más tarde, durante su ejecución[139]. Entendió que su vida había sido tan rica y tan plena que podía ponerle fin con elegancia. Se le había dado la oportunidad de dejar todo en orden y se dio cuenta de que podía escapar a la lenta y terrible degeneración de la vejez. Comprendió así que lo que le estaba sucediendo era un regalo de los dioses y que por ello no tenía sentido defenderse de sus acusadores, o por lo menos hacerlo con el objetivo de demostrar su inocencia y escapar a su destino. En vez de eso, le dio la vuelta a la situación y se dirigió a los jueces de tal forma que el lector consigue entender precisamente por qué el consejo de la ciudad quería acabar con él. Y entonces se tomó el veneno, como todo un hombre.

Sócrates rechazó lo que le convenía y la consiguiente necesidad de manipular. En su lugar eligió, en las circunstancias más dramáticas, continuar su búsqueda del significado y de la verdad. Dos mil quinientos años más tarde, recordamos su decisión y el hacerlo nos reconforta. ¿Qué lección podemos sacar? Si abandonas las falsedades y vives de acuerdo con los dictados de tu conciencia, mantendrás tu nobleza incluso ante la mayor de las amenazas. Dejándote guiar con convicción y valentía por el mayor de los ideales, obtendrás mayor seguridad y fuerza de la que podrías alcanzar si te concentraras cerrilmente en tu propia estabilidad. Si vives de forma verdadera y plena, podrás descubrir un significado tan profundo que te proteja del miedo a la muerte.

¿Y todo esto podría ser cierto?

LA MUERTE, EL ESFUERZO Y EL MAL

La tragedia del Ser consciente de sí mismo genera sufrimiento, un sufrimiento inevitable que a su vez causa el deseo de una satisfacción egoísta e inmediata, es decir, el deseo de aquello que resulta conveniente. Pero el sacrificio —y el trabajo— resulta mucho más eficaz que el placer impulsivo a corto plazo para mantener a raya el sufrimiento. No obstante, la misma tragedia (la tragedia que supone la severidad arbitraria de la sociedad y de la naturaleza frente a la vulnerabilidad del individuo) no constituye la única —ni siquiera, quizá, la principal— fuente de sufrimiento. También hay que tener en cuenta el problema del mal. Es cierto que el mundo nos lo pone todo muy difícil, pero el salvajismo que los seres humanos muestran entre ellos resulta aún peor. Así pues, el problema del sacrificio resulta particularmente complejo, ya que la voluntad de ofrecer y renunciar que supone el trabajo no solo ha de resolver las privaciones y limitaciones de los seres mortales. También está el problema del mal.

Volvamos de nuevo a la historia de Adán y Eva. La vida se convierte en algo de extrema dureza para sus descendientes —nosotros— tras la caída y el despertar de nuestros primeros ancestros. Primero está el terrible destino que nos espera en el mundo de después del paraíso, el mundo de la historia, donde se manifiesta lo que Goethe llamó «nuestro creativo y eterno esfuerzo»[140]. Los humanos trabajan, tal y como hemos visto. Trabajamos porque descubrimos nuestra propia vulnerabilidad, nuestra subyugación a la enfermedad y la muerte, y porque queremos protegernos mientras nos sea posible. Una vez que somos capaces de contemplar el futuro, tenemos que prepararnos o vivir en la negación y el terror. Por eso sacrificamos los placeres de hoy para conseguir un futuro mejor. Pero al comer la fruta prohibida y abrir los ojos, a Adán y a Eva no solo se les revela la mortalidad y la necesidad de trabajar. También se les otorga (quizá como maldición) el conocimiento del bien y del mal.

Me hicieron falta décadas para entender lo que esto significa, para entender una parte de lo que significa. Viene a ser así: una vez que eres consciente de tu propia vulnerabilidad, entiendes la naturaleza de la vulnerabilidad humana en general. Entiendes lo que significa el dolor. Y una vez que entiendes este tipo de sentimientos en ti mismo y cómo se producen, entiendes cómo suscitarlos en otras personas. Es así cómo nosotros, seres dotados de consciencia de nosotros mismos, nos volvemos capaces de torturar a los demás de forma voluntaria y exquisita (y también de torturarnos a nosotros mismos, desde luego, pero ahora nos interesan los demás). Podemos comprobar cómo se manifiestan las consecuencias de este nuevo conocimiento cuando entran en acción Caín y Abel, los hijos de Adán y Eva.

Cuando hacen su aparición, la humanidad ya ha aprendido a realizar sacrificios a Dios. Se realizan rituales comunes en altares de piedra creados con ese propósito, a saber, la inmolación de algo valioso, como un animal selecto o una porción de él, y su transformación en humo (espíritu), que se eleva hasta el cielo. De esta forma se dramatiza la idea de la postergación, de tal forma que el futuro pueda ser mejor. Los sacrificios de Abel son aceptados por Dios y así prospera. Sin embargo, los de Caín son rechazados y, como es lógico, se ve consumido por los celos y el rencor. Si alguien fracasa y es rechazado porque se negó a realizar ningún tipo de sacrificio, pues resulta algo comprensible. Quizá sienta resquemor y ganas de vengarse, pero en el fondo de su corazón sabe que tiene la culpa y esa consciencia suele limitar su rabia. Mucho peor es si de verdad ha renunciado a los placeres del momento, si se ha esforzado sin que las cosas cuajaran, si a pesar de su afán ha sido rechazado. En ese caso, ha perdido el presente y también el futuro. En ese caso, su trabajo, su sacrificio, ha sido en vano. En semejantes circunstancias el mundo se oscurece y el alma se rebela.

El rechazo enfurece a Caín, que se enfrenta a Dios, lo acusa y maldice su creación. No resulta una decisión particularmente afortunada, ya que Dios responde, de forma muy poco ambigua, que la culpa es de Caín. Peor aún, que Caín ha estado coqueteando de forma consciente y creativa con el pecado[141] y que ha cosechado justo lo que le correspondía. No es precisamente aquello que Caín quería escuchar, ya que no se trata en absoluto de una disculpa por parte de Dios. Es más, es un insulto que se suma a la ofensa previa. Caín, loco de rabia, se pone a pensar en la venganza y termina desafiando al creador de forma audaz y temeraria. Caín sabe dónde puede hacer daño. Al fin y al cabo, posee una consciencia de sí mismo, aún más ahora como resultado de su sufrimiento y su vergüenza. Así pues, mata a Abel a sangre fría. Mata a su hermano, a su propio referente, puesto que Abel encarna todo lo que Caín querría ser. Comete el más abominable de los crímenes para contrariar simultáneamente a sí mismo, a toda la humanidad y al propio Dios. Y lo hace para sembrar el caos y cobrarse venganza. Lo hace para dejar clara su oposición fundamental a la existencia, para protestar contra los insufribles caprichos del mismo Ser. Y los hijos de Caín, su descendencia, como si emanaran de su cuerpo y de su decisión, son peores aún. En su furia existencial Caín mata una sola vez, pero Lamec, su descendiente, va mucho más allá: «A un hombre he matado por herirme, y a un joven por golpearme. Caín será vengado siete veces, y Lamec setenta y siete» (Génesis 4:23-24). Tubalcaín, «forjador de herramientas de cobre y hierro» (Génesis 4:22), es, según la tradición, siete generaciones posterior a Caín, así como el primer creador de armas de guerra. Y justo después, entre las historias del Génesis aparece el diluvio. Semejante yuxtaposición no es en absoluto una coincidencia.

El mal llega al mundo junto a la consciencia de uno mismo. El duro trabajo al que Dios condena a Adán ya es suficientemente duro de por sí. Tampoco es asunto menor el tema del parto con el que se castiga a Eva, ni su consiguiente dependencia de su marido. Reflejan las tragedias implícitas y a menudo atroces asociadas a la insuficiencia, la privación, la necesidad absoluta y la derrota ante la enfermedad y la muerte que al mismo tiempo caracterizan y asolan la existencia. Su mera constatación es suficiente para que, en algunos casos, una persona valiente reniegue de la vida. Sin embargo, la experiencia me ha enseñado que los seres humanos son lo suficientemente fuertes como para tolerar las tragedias implícitas del Ser sin inmutarse, sin desfallecer ni envilecerse. He recibido muestras de ello en mi vida privada, en mi trabajo como profesor y en mi labor como psicólogo clínico. Los terremotos, las inundaciones, la pobreza, el cáncer… Somos lo suficientemente duros para hacerles frente. Pero la maldad humana añade una dimensión totalmente nueva a la miseria del mundo. Por ese motivo, la mayor consciencia de uno mismo y el consiguiente descubrimiento de nuestro carácter mortal, así como el conocimiento del bien y del mal, se presentan en los primeros capítulos del Génesis, junto a la amplia tradición que los rodea, como un cataclismo de magnitud cósmica.

La malicia humana consciente puede desgarrar incluso a quien resiste impertérrito a la tragedia. Recuerdo una sesión con una paciente, cuando ambos descubrimos que lo que la había empujado a años de un grave desorden de estrés postraumático —convulsiones y terror cotidianos, insomnio crónico— había sido simplemente la expresión de la cara de su novio borracho en un momento de furia. Su semblante abatido (Génesis 4:5) le indicaba su claro y consciente deseo de hacerle daño. Era particularmente ingenua, lo que la predispuso al trauma, pero no es ahí adonde voy. Lo que me interesa es que el mal voluntario que nos hacemos los unos a los otros puede resultar profunda y permanentemente dañino, incluso para las personas más fuertes. Y entonces, ¿qué es exactamente lo que motiva un mal semejante?

No es algo que se manifieste como simple consecuencia de las dificultades de la vida, ni siquiera a causa de un fracaso o de la decepción y el rencor que a menudo engendra el fracaso. ¿Pero qué decir de las dificultades de la vida cuando se ven magnificadas como consecuencia de una serie de sacrificios continuamente rechazados, por muy mal que se hayan conceptualizado, por mucha desgana con que se hayan ejecutado? Algo así consigue doblegar a la gente y convertirla en verdaderos monstruos que entonces comienzan a entregarse al mal de forma consciente, que entonces comienzan a generar para ellos y para los demás tan solo dolor y sufrimiento, y lo hacen simplemente por hacerlo. De esta manera se forma un verdadero círculo vicioso: un sacrificio sin convicción, ejecutado con desgana, el rechazo de dicho sacrificio por parte de Dios o de la realidad (lo que prefieras), el furioso resentimiento generado por el rechazo, la caída en el rencor y el deseo de venganza, un sacrificio que se asume todavía con peor disposición o que directamente se descarta. Y el destino de semejante espiral no es otro que el infierno.

La vida es ciertamente «sucia, brutal y corta», retomando las famosas palabras del filósofo inglés Thomas Hobbes. Pero la capacidad del ser humano para hacer el mal es todavía peor. Esto significa que el problema central de la vida —enfrentarse a su brutalidad— no se reduce simplemente a qué y cómo sacrificar para reducir el sufrimiento, sino más bien a qué y cómo sacrificar para reducir el sufrimiento y el mal, que supone el origen consciente, voluntario y vengativo del peor tipo de sufrimiento. La historia de Caín y Abel es un ejemplo del cuento arquetípico de los hermanos hostiles, héroe y adversario: los dos elementos de la psique humana individual, uno orientado hacia el bien y el otro hacia el propio infierno. Abel es un héroe, cierto, pero un héroe que acaba siendo derrotado por Caín. Abel podría contentar a Dios —un logro en absoluto baladí—, pero se ve incapaz de superar la maldad humana. Por ese motivo, Abel es un paradigma de lo incompleto. Quizá pecó de ingenuo, aunque un hermano deseoso de venganza puede llegar a ser inconcebiblemente artero y sutil, como la serpiente que aparece en el Génesis 3:1. Pero las excusas —y los motivos, incluso los comprensibles— no importan en última instancia. El problema del mal quedó sin resolver, a pesar de los sacrificios de Abel que la divinidad quiso aceptar. Hicieron falta miles de años más para que la humanidad consiguiera dar con algo parecido a una solución. Entonces aparece de nuevo, en su forma culminante, el mismo tema: la historia de Cristo tentado por Satán. Pero en esta ocasión se expresa de forma más comprensible y es el héroe quien gana.

ENFRENTARSE AL MAL

Jesús fue conducido al desierto, según cuenta la historia, «para ser tentado por el diablo» (Mateo 4:1) antes de su crucifixión. Esta viene a ser la historia de Caín reformulada de forma abstracta. Caín no está nada satisfecho, tal y como hemos visto. Trabaja duro, o al menos eso piensa, pero no consigue contentar a Dios. Mientras tanto, a Abel todo parece irle de maravilla: sus campos florecen, las mujeres lo adoran y, peor todavía, es un hombre genuinamente bueno y todo el mundo lo sabe. Así pues, se merece su buena suerte, lo que supone una razón adicional para envidiarlo y detestarlo. Por su parte, a Caín las cosas no le van demasiado bien y no deja de darle vueltas a su mala suerte, como un buitre que ronda alrededor de un huevo. Desde su miseria se propone crear algo infernal y, al hacerlo, se adentra en el desierto salvaje de su propia mente. Lo obsesiona su desgracia, su abandono por parte de Dios, y alimenta su resentimiento complaciéndose en pensamientos de venganza cada vez más elaborados. Y a medida que lo hace, su arrogancia alcanza proporciones diabólicas. «Estoy oprimido y desaprovechado —piensa—. Este es un planeta de mierda, por mí se puede ir al infierno». Y de esta forma, Caín se encuentra con Satán en el desierto y cae en sus tentaciones. Además, hace todo lo que puede para empeorar aún más las cosas, motivado (en las inmarcesibles palabras de John Milton) por:

malicia tan sutil para a la raza humana

malear en su raíz, y Tierra e infierno

mezclar y confundir, todo por odio

al supremo Creador[142].

Caín recurre al mal para conseguir lo que Dios le ha negado y lo hace de forma voluntaria, consciente de sus actos y con premeditada malicia.

Sin embargo, Cristo toma un camino distinto. Su estancia en el desierto representa las tinieblas del alma, una experiencia humana universal. Es el viaje al lugar en el que todos terminamos cuando todo se derrumba, cuando la familia y las amistades están lejos, cuando se imponen la desesperanza y la desesperación y emerge el más absoluto nihilismo. Y para ser justos con lo que cuenta la historia, cuarenta días y cuarenta noches muerto de hambre en el desierto es un buen ejemplo del tipo de experiencia que te puede conducir allí. Es así como el mundo objetivo y el mundo subjetivo acaban chocando. Cuarenta días supone un periodo de tiempo profundamente simbólico, como cuarenta fueron los años que los israelitas pasaron vagando por el desierto tras escapar de la tiranía del faraón de Egipto. Cuarenta días son muchos días en el inframundo de los pensamientos sórdidos, la confusión y el miedo, lo suficiente como para llegar a su mismo centro, que no es otro que el infierno. Cualquiera puede llegar hasta allí para ver cómo es, cualquiera que esté dispuesto a tomarse en serio su propia maldad y la de toda la humanidad. Los conocimientos de historia también pueden resultar útiles. Así, un paseo por los horrores totalitarios del siglo XX, con sus campos de concentración, sus trabajos forzados y sus patologías ideológicas asesinas, supone un lugar adecuado para empezar el recorrido, así como para ponerse a pensar que los peores guardias de los campos de concentración eran también seres humanos. Todo esto sirve para dar veracidad a la historia del desierto, para actualizársela a la mente moderna.

«Después de Auschwitz —dijo Theodor Adorno, gran estudioso del autoritarismo—, no tendría que haber más poesía». Se equivocaba. Pero la poesía tendría que hablar solo de Auschwitz. En el oscuro amanecer que sucede a las últimas diez décadas del milenio anterior, la terrible capacidad de destrucción del hombre se ha convertido en un problema cuya gravedad empequeñece incluso la cuestión del sufrimiento no resuelto. Y ninguno de estos dos problemas puede solucionarse mientras el otro siga en el aire. Es aquí donde resulta clave la idea de Cristo asumiendo los pecados de la humanidad como si fueran suyos, puesto que así conseguimos entender verdaderamente lo que significa el encuentro en mitad del desierto con el mismo diablo. «Homo sum, humani nihil a me alienum puto», proclamó el dramaturgo Terencio, es decir, nada de lo humano me es ajeno.

«Ningún árbol puede crecer hasta el cielo —señaló el terrorífico y extraordinario psicoanalista Carl Gustav Jung— a menos que sus raíces lleguen al infierno»[143]. Se trata de una sentencia que debería dar que pensar a todo el mundo. En la muy ilustre opinión de tan excelso psiquiatra no había ninguna posibilidad de ascender sin ejecutar un movimiento equivalente hacia abajo. ¿Y quién está dispuesto a hacer algo así? ¿De verdad quieres conocer a quien reina en el inframundo de los pensamientos perversos? ¿Qué fue lo que escribió de forma apenas inteligible Eric Harris, uno de los asesinos del instituto de Columbine, el día antes de masacrar a sus compañeros? «Es interesante, cuando adopto mi forma humana, saber que voy a morir. Todo tiene entonces un aire de trivialidad»[144]. ¿Quién se atrevería a explicar semejante misiva? O peor aún, ¿quién se atrevería a pasarla por alto?

En el desierto, Cristo se encuentra con Satán (Lucas 4:1-13 y Mateo 4:1-11). Esta historia posee un claro significado psicológico de carácter metafórico, más allá de todo lo que pueda transmitir tanto a nivel material como metafísico. Significa que Cristo es para siempre aquel que decide asumir la responsabilidad personal de la depravación humana en toda su profundidad. Significa que Cristo es quien se muestra dispuesto a sopesar, afrontar y exponerse a las tentaciones tramadas por los elementos más malignos de la naturaleza humana. Significa que Cristo es siempre aquel que está dispuesto a enfrentarse —de forma consciente, total y voluntaria— al mal, tanto a la forma que anida en su interior como a la que se manifiesta en el mundo. No se trata de algo meramente abstracto (aunque sí lo sea), de nada que se pueda obviar. No se trata simplemente de una cuestión intelectual.

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