12 reglas para vivir

12 reglas para vivir


REGLA 7. Dedica tus esfuerzos a hacer cosas con significado, no aquello que más te convenga

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Los soldados que padecen trastorno de estrés postraumático lo desarrollan a menudo no como consecuencia de algo que vieron, sino de algo que hicieron[145]. En el campo de batalla hay muchos demonios. Ir a la guerra abre, en ocasiones, una puerta al infierno. Así, de vez en cuando, algo se introduce en los adentros y acaba poseyendo a un ingenuo chaval llegado de una granja de Iowa, al que transforma en un monstruo. Y entonces este hace algo horrible: viola y mata a las mujeres y masacra a los niños de My Lai. Y se ve haciéndolo. Y cierta parte oscura de su interior lo disfruta. Y es justo esa parte la que luego no puede olvidar. Más tarde, no sabrá reconciliarse con lo que ahora sabe sobre sí mismo y sobre el mundo. Y no es de extrañar.

En los grandes mitos fundadores del Antiguo Egipto, el dios Horus —al que histórica y conceptualmente a menudo se lo considera un precursor de Cristo[146]— tuvo la misma experiencia cuando se enfrentó a su malvado tío Set[147], quien había usurpado el trono de Osiris, el padre de Horus. Horus, el dios halcón que todo lo ve, el ojo egipcio de la atención suprema que representa la atención eterna, tiene el valor de lidiar con la auténtica naturaleza de Set, enfrentándose a él en combate directo. Pero acaba perdiendo un ojo en la lucha con su temible tío, a pesar de su envergadura divina y de su inigualable vista. ¿Qué podría perder entonces un ser humano corriente que intentara lo mismo? Quizá gane en visión interna y entendimiento algo proporcional a lo que pierda en su percepción del mundo exterior.

Satán encarna el rechazo del sacrificio: es la arrogancia, el despecho, el engaño y la maldad más cruel y consciente. Representa el verdadero odio por el ser humano, Dios y el Ser. No es capaz de mostrar la más mínima humildad, incluso cuando es plenamente consciente de que debería hacerlo. Además, desde su obsesión con el deseo de destrucción, sabe perfectamente lo que está haciendo y lo hace deliberada y premeditadamente, hasta sus últimas consecuencias. Tiene que ser él, pues, el mismo arquetipo del mal, el que se enfrente y el que tiente a Cristo, a su vez el arquetipo del bien. No puede ser otro que él quien ofrezca al Salvador de la humanidad en las circunstancias más desafiantes aquello que todo el mundo ansía de forma más desesperada.

Satán tienta primero a Cristo, que desfallece de hambre, transformando las piedras del desierto en pan. Luego, le propone que se lance al vacío, asegurándole que Dios y los ángeles interceptarán su caída. Cristo responde a la primera tentación diciendo: «No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mateo 4:4). ¿Qué significa esta respuesta? Que incluso en condiciones de extrema privación, hay cosas más importantes que la comida. En otras palabras, que el pan le sirve de poco al hombre que ha traicionado a su alma, incluso si en esos momentos desfallece de hambre[148]. Evidentemente, Cristo podría utilizar sus casi infinitos poderes, tal y como Satán indica, para conseguir pan —en este caso, para romper su ayuno— o incluso, en un sentido más amplio, para acumular riquezas, lo que teóricamente resolvería el problema del pan de forma permanente. ¿Pero a qué coste? ¿Y con qué beneficio? ¿La gula en medio de la desolación moral? Sería el más mediocre y miserable de los banquetes. Por el contrario, Cristo tiene como objetivo algo superior: describir una forma de Ser que pueda terminar de manera definitiva con el problema del hambre. ¿Y si todos eligiéramos, en lugar de lo que nos conviene, alimentarnos con la palabra de Dios? Algo así supondría que cada persona viviría, produciría, sacrificaría, hablaría y compartiría de una forma que convertiría los padecimientos relacionados con el hambre en algo definitivamente superado. Y es así como se aborda de manera más verdadera y definitiva el problema del hambre en las privaciones del desierto.

Hay otras indicaciones a este respecto en los Evangelios que aparecen representadas, teatralizadas. Cristo aparece invariablemente como aquel que proporciona alimento infinito. Multiplica milagrosamente los panes y los peces y convierte el agua en vino. ¿Qué significa esto? Una llamada para ir en pos del significado más elevado como una forma de vida que es, al mismo tiempo, la más práctica y la de mayor calidad. Una llamada que adopta una forma literaria: vive de la misma manera que el Salvador, y tú y los tuyos nunca más tendréis hambre. Los beneficios del mundo se manifiestan por sí solos a aquellos que viven de forma recta y eso es mejor que el pan. Es mejor que el dinero que sirve para comprar el pan. Así, Cristo, el individuo que es simbólicamente perfecto, supera la primera tentación. Pero aún hay otras dos por venir.

«Si eres Hijo de Dios, tírate abajo —le dice Satán tentándolo por segunda vez—, porque está escrito: “Ha dado órdenes a sus ángeles acerca de ti y te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras”». ¿Por qué Dios dejaría de manifestarse para rescatar a su único hijo del hambre, la soledad y la presencia de un gran mal? Pero así no se forja un patrón vital. Ni siquiera funciona en la literatura. El deus ex machina —la aparición de una fuerza divina que rescata mágicamente al protagonista de sus tribulaciones— es el truco más barato con el que cuenta un escritor, que diluye así por completo la independencia, la valentía, el destino, la libre elección y la responsabilidad. Además, Dios no es de forma alguna una red de seguridad para los ciegos. No se trata de alguien a quien se le pueda ordenar que realice trucos de magia o a quien se le pueda obligar a revelarse. Ni siquiera su propio hijo puede hacerlo.

«No tentarás al Señor, tu Dios» (Mateo 4:7). Esta respuesta, por breve que resulte, sirve para desmontar la segunda tentación. Cristo no se atreve a ordenarle nada a Dios como si tal cosa, ni siquiera a pedirle que intervenga por él. Se niega a renunciar a su propia responsabilidad en lo que le ocurre en la vida. Se niega a exigirle a Dios que demuestre su presencia y también a resolver los problemas de la vulnerabilidad moral de una forma meramente personal —instando a Dios a que lo salve—, porque así no resolvería el problema para todo el mundo ni para siempre. Esta tentación evitada encierra también el eco del rechazo a las comodidades de la locura. La identificación de sí mismo como un Mesías meramente mágico, algo fácil pero de carácter psicótico, podría haber supuesto una tentación genuina en las duras condiciones que marcaron el viaje de Cristo por el desierto. Pero, en lugar de eso, rechaza la idea de que la salvación o incluso la supervivencia a corto término dependa de un despliegue narcisista de superioridad y de una exigencia dirigida a Dios, incluso si es por parte de su hijo.

Por último llega la tercera tentación, la más poderosa de todas. Cristo ve cómo se extienden ante él todos los reinos del mundo para que tome posesión de ellos. Es el canto de sirena del poder terrenal, la oportunidad de controlar y dominar todo y a todos. A Cristo se le ofrece la cúspide de la jerarquía de dominio, el deseo animal de cualquier simio desnudo: la obediencia por parte de todos, el más asombroso de todos los Estados, el poder para construir y prosperar, la posibilidad de una gratificación sensual ilimitada. Es lo más conveniente de lo que se puede llegar a ofrecer. Pero eso no es todo, puesto que un incremento semejante de lo que se es y se posee implica infinitas oportunidades de que las tinieblas internas se revelen. El ansia de sangre, violación y destrucción forma parte integral de la atracción del poder. No es ya que los hombres deseen el poder para poder dejar de sufrir, ni que lo hagan para superar la subyugación, la enfermedad y la muerte. El poder también implica la capacidad de vengarse, de garantizar la sumisión de los demás y de aplastar a los enemigos. Si Caín hubiera tenido suficiente poder, no solo habría matado a Abel. Antes de eso lo habría torturado, haciendo gala de la más inagotable creatividad. Solo entonces lo habría matado y después habría ido a por todos los demás.

Hay algo que se encuentra por encima incluso del punto más alto de las jerarquías de dominación, y la capacidad de acceder a eso no debería sacrificarse por un simple éxito puntual. Se trata además de un lugar real, si bien no se puede conceptualizar en el sentido geográfico tradicional de espacio que normalmente utilizamos para orientarnos. En una ocasión tuve una visión con un paisaje inmenso que se extendía interminable hasta el horizonte. Yo estaba suspendido en el aire y lo contemplaba todo a vista de pájaro. Podía ver por doquier grandes pirámides de cristal estructuradas en diferentes niveles, algunas de ellas pequeñas, otras más grandes, algunas superpuestas, otras separadas, pero todas muy similares a los rascacielos modernos y también llenas de personas que intentaban alcanzar cada una de sus cúspides. Pero había algo por encima de la cúspide, un espacio en el exterior de cada pirámide en el que todas encajaban. Era la posición privilegiada del ojo que podía o que había elegido planear con total libertad por encima del tumulto, que había resuelto no dominar ningún grupo específico, ninguna causa para, en lugar de eso, trascenderlo todo. Era la auténtica atención, pura y sin barreras: la atención imparcial, constante, en alerta, a la espera del momento y el lugar oportuno para intervenir. Como indica el Tao Te Ching:

Quien hace, fracasa;

quien se aferra, pierde.

El sabio no hace y no fracasa,

no se aferra y no pierde[149].

La historia de la tercera tentación encierra todo un llamamiento al Ser correcto. Para conseguir la mayor de las recompensas posibles —el establecimiento del reino de Dios en la Tierra y la resurrección en el paraíso—, el individuo debe orientar su vida de tal forma que rechace cualquier gratificación inmediata, apartando por igual los deseos naturales y los perversos, por muy poderosos, convincentes o realistas que sean los ofrecimientos. Todo tendrá que superarse, así como las tentaciones del mal. El mal aumenta la catástrofe vital, magnificando el ansia de buscar aquello que más convenga, algo que ya de por sí está presente como consecuencia de la tragedia esencial del Ser. Los sacrificios de carácter más prosaico pueden mantener a raya esta tragedia con mayor o menor éxito, pero hace falta un tipo particular de sacrificio para vencer al mal. Es precisamente la descripción de este tipo especial de sacrificio lo que ha preocupado a la imaginación cristiana (y no solo cristiana) durante siglos. ¿Por qué no se ha alcanzado el efecto deseado? ¿Por qué seguimos sin convencernos de que no hay mejor plan que elevar nuestras miradas al cielo, ir detrás del bien y sacrificar todo por esa ambición? ¿Es que no hemos sido capaces de comprender o bien nos hemos desviado, conscientemente o no, del camino correcto?

EL CRISTIANISMO Y SUS PROBLEMAS

Carl Jung planteó que la mente europea se vio compelida a desarrollar las tecnologías cognitivas de la ciencia para investigar el mundo material después de concluir de forma implícita que el cristianismo, con su incisivo énfasis en la salvación espiritual, había fracasado a la hora de dar una respuesta suficiente al problema del sufrimiento en el presente. Una revelación semejante resultó de una pertinencia abrumadora en los tres o cuatro siglos que precedieron al Renacimiento. Como consecuencia, una extraña y profunda fantasía compensatoria comenzó a surgir de lo más profundo de la psique colectiva occidental para manifestarse primero en las excentricidades de la alquimia y desarrollarse siglos después plenamente en forma de ciencia[150]. Fueron los alquimistas los primeros que examinaron con seriedad las transformaciones de la materia, con la esperanza de descubrir los secretos de la salud, la riqueza y la longevidad. Estos grandes soñadores (y Newton el primero de ellos)[151] intuyeron y luego imaginaron que el mundo material que la Iglesia condenaba guardaba en su interior secretos cuya revelación podría liberar a la humanidad de su dolor terrenal y sus limitaciones. Fue esa visión, consecuencia de la duda, lo que aglutinó la inmensa motivación individual y colectiva que resultaba necesaria para el desarrollo de la ciencia, con las severas exigencias de concentración y postergación de satisfacciones que algo así suponía para los pensadores individuales.

Esto no quiere decir que el cristianismo, incluso en su forma incompleta, hubiera sido un fracaso, sino más bien todo lo contrario. El cristianismo alcanzó lo que resultaba casi imposible. La doctrina cristiana elevó el alma individual, colocando al esclavo, al dueño, al plebeyo y al noble en una posición de igualdad metafísica, convirtiéndolos en iguales ante Dios y la ley. El cristianismo insistía en que hasta el mismo rey no era más que uno entre muchos. Para que pudiera arraigar algo que resultaba tan abiertamente contrario a todo tipo de constatación aparente, había que desmontar de forma radical la idea de que el poder terrenal y la prominencia eran indicadores de un favor particular otorgado por Dios. Esto se consiguió en parte gracias a la peculiar insistencia cristiana en que la salvación no se podía alcanzar mediante el esfuerzo o el mérito, mediante las «obras»[152]. A pesar de todas sus limitaciones, el desarrollo de una doctrina semejante impedía que el rey, el aristócrata o el rico mercader pudieran ejercitar cualquier superioridad moral respecto al individuo común. Así, la concepción metafísica del valor implícito trascendental de cada alma se acabó imponiendo en contra de todas las expectativas en tanto que supuesto fundamental de la ley y la sociedad occidentales. No ocurría así en la Antigüedad, ni tampoco todavía en la mayoría del mundo en la actualidad. En realidad, es todo un milagro (y deberíamos tenerlo muy presente) que las sociedades jerárquicas esclavistas de nuestros ancestros se reorganizaran ante el empuje de una revelación ética y religiosa en virtud de la cual la posesión y dominación absoluta de otra persona pasó a considerarse algo que estaba mal.

Asimismo, haríamos bien en recordar que la utilidad inmediata de la esclavitud es evidente y que el argumento de que el más fuerte debería dominar al débil resulta convincente, conveniente y eminentemente práctico, al menos para los más fuertes. Indica que hacía falta una crítica revolucionaria de todo aquello que las sociedades esclavistas valoraban antes de que la práctica pudiese ni siquiera cuestionarse (no hablemos ya de erradicarse). Esta crítica incluía no solo la idea de que el uso del poder y la autoridad ennoblecía a quien poseía esclavos, sino también otra aún más fundamental: el poder que ejercía quien poseía esclavos era legítimo e incluso virtuoso. El cristianismo explicitaba la sorprendente reivindicación de que incluso la persona más humilde poseía derechos, derechos genuinos, y que el soberano y el Estado tenían la obligación moral fundamental de reconocerlos. El cristianismo formuló explícitamente la idea todavía más incomprensible de que la acción humana de poseer a otro ser humano degradaba al dueño (antes considerado de admirable nobleza) tanto o más que al esclavo. Nos olvidamos de que lo contrario había resultado obvio a lo largo de la mayor parte de la historia humana. Pensamos que es el deseo de esclavizar y dominar lo que requiere una explicación, pero una vez más es justo lo contrario.

Esto no significa que el cristianismo no tuviera sus problemas, pero es más apropiado señalar que se trata de los que aparecen solo después de haber resuelto toda una serie de problemas más serios. La sociedad producida por el cristianismo era mucho menos bárbara que las sociedades paganas —incluida la romana— a las que sustituyó. La sociedad cristiana al menos reconocía que echar esclavos a unos leones hambrientos para entretener al populacho estaba mal, aunque siguieran existiendo muchas prácticas bárbaras. Se opuso a los infanticidios, a la prostitución y al principio de que los poderosos llevaban la razón. Insistió en que las mujeres valían lo mismo que los hombres, aunque todavía tenemos que encontrar la forma de que esa insistencia se manifieste políticamente. Exigió que incluso los enemigos de una sociedad tenían que ser considerados como humanos. Por último, separó la Iglesia y el Estado, de tal forma que los emperadores humanos ya no estuvieran en condiciones de exigir una veneración divina. Todo esto suponía pedir lo imposible, pero sucedió.

No obstante, a medida que la revolución cristiana avanzaba, los problemas imposibles que había resuelto desaparecieron. Es lo que ocurre con los problemas que se resuelven. Y una vez que esa solución se impuso, incluso el hecho de que tales problemas habían existido en alguna ocasión desapareció. Solo entonces los problemas que habían subsistido, aquellos que la doctrina cristiana no había podido solucionar tan rápido, pasaron a ocupar una posición central en la conciencia occidental. Así se originó el desarrollo de la ciencia, que tenía por objetivo solucionar el sufrimiento corpóreo y material cuya existencia resultaba aún desgarradora en las sociedades convertidas al cristianismo. El hecho de que los vehículos contaminan tan solo se convierte en un problema de envergadura suficiente para atraer la atención de la opinión pública una vez que se disipan los problemas mucho más graves que los motores de combustión interna resuelven. La gente que vive en la pobreza no se preocupa por el dióxido de carbono. No es que los niveles de CO2 resulten irrelevantes, pero te lo parecen cuando trabajas hasta la extenuación, desfalleces de hambre y apenas consigues arrancarle una mísera subsistencia a una tierra pedregosa llena de cardos y espinas. Son irrelevantes hasta que se inventa el tractor y cientos de millones de personas dejan de morir de inanición. En cualquier caso, para el momento en el que Nietzsche entra en escena, a finales del siglo XIX, los problemas que el cristianismo había dejado sin resolver se habían vuelto cruciales.

Nietzsche se describió a sí mismo, sin ningún asomo de exageración, como alguien que ejercía la filosofía a martillazos[153]. Su crítica devastadora del cristianismo —ya de por sí debilitado por su conflicto con la misma ciencia cuyo auge había favorecido— se componía de dos líneas fundamentales de ataque. En primer lugar, Nietzsche argumentaba que era precisamente el sentido de la verdad desarrollado en su más elevado sentido por el propio cristianismo lo que en última instancia se había de cuestionar, socavando así los supuestos fundamentales de la fe. Esto se debía en parte a que la diferencia entre la verdad moral o narrativa y la verdad objetiva aún no se había comprendido plenamente (con lo que se presumía una oposición allí donde no existía necesariamente alguna), pero eso no es lo importante ahora. Incluso cuando los ateos contemporáneos que critican el cristianismo denigran a los fundamentalistas por insistir, por ejemplo, en que el relato de la creación del Génesis es objetivamente verdadero, apoyan su argumentación en su propio sentido de la verdad, desarrollado a lo largo de siglos de cultura cristiana. Carl Jung siguió desarrollando los argumentos de Nietzsche décadas más tarde, señalando que Europa se despertó en la Ilustración, como si emergiera de un sueño cristiano, para darse cuenta de que todo lo que daba por sentado podía y debía cuestionarse. «Dios ha muerto —dijo Nietzsche—. ¡Dios permanece muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado! ¿Cómo nos consolaremos, asesinos entre los asesinos? Lo más sagrado y poderoso que poseía el mundo hasta ahora se ha desangrado bajo nuestros cuchillos. ¿Quién quitará de nosotros esta sangre?»[154].

Los dogmas centrales de la fe occidental ya no resultaban creíbles, de acuerdo con Nietzsche, teniendo en cuenta lo que la mente occidental ahora consideraba cierto. Pero era su segundo ataque, el referido a la confiscación de la verdadera carga moral del cristianismo durante el desarrollo de la Iglesia, el que resultaba más devastador. El filósofo de los martillazos organizó todo un asalto a una línea de pensamiento cristiano establecida muy pronto y de gran influencia, a saber, que el cristianismo significaba aceptar la proposición de que el sacrificio de Cristo, y tan solo ese sacrificio, era lo que redimía a la humanidad. Esto no significaba, por supuesto, que un cristiano que pensara que Cristo había muerto en la cruz para salvar a la humanidad dejara de estar sujeto a ningún tipo de obligación moral, pero sí implicaba que la responsabilidad fundamental de la redención la había asumido el Salvador, con lo que a los insignificantes individuos ya no les quedaba gran cosa que hacer.

Nietzsche pensaba que Pablo, y más tarde los protestantes que seguían los pasos de Lutero, habían confiscado toda la responsabilidad moral a los seguidores de Cristo. Así, habían diluido la idea de la imitación de Cristo. Esta imitación constituía el deber sagrado del creyente de no limitarse a adherirse a una serie de declaraciones sobre creencias abstractas, sino, por el contrario, de manifestar el espíritu del Salvador en las condiciones particulares y específicas de su vida, es decir, la obligación de realizar o de encarnar el arquetipo o, tal y como decía Jung, de vestir con carne el modelo eterno. Nietzsche escribe: «Los cristianos nunca han practicado las acciones que Jesús prescribió para ellos, y la desvergonzada charlatanería de la “justificación por la fe”, y de su significación superior y única, es solo consecuencia de que la Iglesia no tuvo ni el valor ni la voluntad para aplicarse a las obras que Jesús exigía»[155]. En verdad Nietzsche era un crítico inigualable.

La creencia dogmática en los axiomas fundamentales del cristianismo (que la crucifixión de Cristo redimía al mundo, que la salvación se reservaba para el más allá, que esta no se podía alcanzar mediante el trabajo) tenía tres consecuencias que se reforzaban mutuamente. La primera, la devaluación del significado de la vida terrenal, ya que solo el más allá contaba. Esto también significaba que resultaba aceptable obviar o silenciar la responsabilidad por el sufrimiento que existía aquí y ahora. La segunda, la aceptación pasiva del statu quo, ya que la salvación no podía conseguirse de forma alguna mediante esfuerzos realizados en esta vida, una consecuencia que también Marx ridiculizaba con su postulado de que la religión era el opio de las masas. Y en tercer y último lugar, el derecho del creyente a rechazar cualquier tipo de carga moral —más allá de la creencia en la salvación a través de Cristo— porque el Hijo de Dios ya se había encargado de todo el trabajo importante. Eran los mismos motivos por los que Dostoievski, que tuvo una gran influencia en Nietzsche, también criticaba el cristianismo institucional, aunque de una forma más ambigua y también más sofisticada. En su obra maestra Los hermanos Karamázov, Dostoievski hace que su superhombre ateo, Iván, cuente una breve historia: «El gran inquisidor»[156]. Se impone aquí un pequeño paréntesis.

Iván habla con su hermano Aliosha, cuyas labores como novicio monacal solo le suscitan desprecio, y le cuenta una historia en la que Cristo regresa a la tierra en la época de la Inquisición. El Salvador retornado produce un gran alboroto, tal y como se podría esperar. Cura a los enfermos y resucita a los muertos, así que sus devaneos no tardan en llamar la atención del mismísimo gran inquisidor, que de forma inmediata arresta a Cristo y lo confina en una celda. Más tarde, el inquisidor lo visita y le informa de que ya no se lo necesita. Su regreso supone una amenaza demasiado seria para la Iglesia. El inquisidor le dice a Cristo que la carga que depositó sobre la humanidad —la carga de la existencia en la fe y en la verdad— resultaba inasumible para los simples mortales. Le señala, así, que la Iglesia, en su misericordia, diluyó tal mensaje, retirando de los hombros de sus seguidores la exigencia de un perfecto Ser y proporcionándoles en su lugar las escapatorias simples y compasivas de la fe y el más allá. Un trabajo semejante requirió siglos, señala el inquisidor, así que lo último que necesita la Iglesia tras semejante esfuerzo es el regreso del hombre que insistió en que era la gente quien debía soportar todo el peso. Cristo escucha en silencio y cuando el inquisidor se dispone a marcharse, lo abraza y lo besa en los labios. El inquisidor se queda blanco como el papel y después se va, dejando la puerta de la celda abierta.

La profundidad de esta historia y la grandeza de espíritu necesaria para crearla a duras penas pueden exagerarse. Dostoievski, uno de los mayores genios de todos los tiempos, se enfrentó con los problemas existenciales más serios en todos sus grandes escritos y lo hizo con valentía, dando la cara y sin pensar en las consecuencias. A pesar de ser abiertamente cristiano, se negaba de forma tajante a reducir a peleles a sus oponentes racionalistas y ateos. Todo lo contrario: en Los hermanos Karamázov, por ejemplo, el ateo de Dostoievski, Iván, ataca las suposiciones del cristianismo con insuperable claridad y convicción. Aliosha, que por temperamento y resolución se mantiene apegado a la Iglesia, no puede desmontar ni uno solo de los argumentos de su hermano, si bien su fe se mantiene inmutable. Dostoievski sabía y admitía que el cristianismo había sido derrotado por la facultad racional, incluso por el intelecto, pero —y esto es esencial— no rehuía este hecho. Ni por medio de la negación, ni del engaño, ni siquiera de la sátira, trató de debilitar la postura que se oponía a aquello que para él era lo más verdadero y valioso. Por el contrario, consiguió afrontar el problema otorgando más importancia a los actos que a las palabras. Al final de la novela, Dostoievski hace que la enorme bondad personificada en Aliosha, la valiente imitación de Cristo realizada por el novicio, consiga la victoria por encima de la espectacular pero en última instancia nihilista inteligencia crítica de Iván.

La Iglesia cristiana descrita por el gran inquisidor es la misma Iglesia que Nietzsche fustigó. Pueril, mojigata, patriarcal, sierva del poder, esa Iglesia ilustra todo lo podrido que siguen denunciando los críticos contemporáneos del cristianismo. Nietzsche, a pesar de toda su brillantez, se entrega a la rabia, pero quizá no es capaz de templarla lo suficiente por medio del raciocinio.

Es aquí donde, en mi opinión, Dostoievski va verdaderamente más allá que Nietzsche, donde la gran literatura del primero trasciende la mera filosofía del segundo. El inquisidor del escritor ruso es el verdadero paradigma, en todos los sentidos. Es un interrogador oportunista, cínico, manipulador y cruel, que tan solo desea perseguir a herejes e incluso torturarlos y matarlos. Se limita a difundir un dogma que sabe que es falso. Pero Dostoievski hace que Cristo, el arquetipo del hombre perfecto, sea capaz de besarlo a pesar de todo. De igual importancia es que, después de ese beso, el gran inquisidor se retira dejando la puerta abierta, de tal forma que Cristo pueda escapar a su inminente ejecución. Dostoievski vio cómo el inmenso y corrupto edificio del cristianismo aún contenía el espíritu de su fundador. Esa es la gratitud de un alma docta y sabia por la imperecedera sabiduría de Occidente, a pesar de sus defectos.

No es que Nietzsche se resistiera a darle a la fe, y más particularmente al catolicismo, lo que se merecía. Él creía que la larga tradición represiva que caracterizaba al dogmático cristianismo —su insistencia en que todo debía explicarse dentro de los límites de una única y coherente teoría metafísica— era un prerrequisito para la emergencia de una mente moderna disciplinada pero libre. Tal y como declaró en Más allá del bien y del mal:

La prolongada falta de libertad del espíritu, […] la prolongada voluntad espiritual de interpretar todo acontecimiento de acuerdo con un esquema cristiano y de volver a descubrir y justificar al Dios cristiano incluso en todo azar, todo ese esfuerzo violento, arbitrario, duro, horrible, antirracional ha mostrado ser el medio a través del cual fueron desarrollándose en el espíritu europeo su fortaleza, su despiadada curiosidad y su sutil movilidad: aunque admitimos que aquí tuvo asimismo que quedar oprimida, ahogada y corrompida una cantidad grande e irreemplazable de fuerza y de espíritu[157].

Tanto para Nietzsche como para Dostoievski, la libertad —incluso la capacidad de actuar— requería una coacción. Por este motivo, ambos reconocían la vital necesidad del dogma de la Iglesia. El individuo debía ser coaccionado, moldeado —incluso llevado al borde de la destrucción— por una estructura disciplinaria restrictiva y coherente antes de poder actuar de forma libre y capaz. Dostoievski, con su gran generosidad de espíritu, concedió a la Iglesia, por corrupta que estuviera, una cierta compasión, un cierto pragmatismo. Admitió que el espíritu de Dios, el Logos que engendró el mundo, históricamente e incluso quizá en la actualidad había encontrado su última morada —e incluso su reino— en esa estructura dogmática.

Si un padre disciplina de manera conveniente a su hijo, obviamente interfiere con su libertad, sobre todo en lo inmediato. Establece unos límites en la expresión voluntaria del Ser de su hijo, obligándolo a ocupar su lugar como un miembro socializado del mundo. Un padre así exige que todo ese potencial infantil se canalice a través de un sendero particular. Al imponerle a su hijo semejantes limitaciones, quizá parezca una fuerza destructiva, puesto que actúa para sustituir la milagrosa pluralidad de la infancia por una realidad única y estrecha. Pero si el padre no asume una acción semejante, deja a su hijo al nivel de Peter Pan, el niño eterno, el rey de los niños perdidos, el líder del inexistente país de Nunca Jamás. No es una alternativa moralmente aceptable.

El dogma de la Iglesia se vio socavado por el espíritu de la verdad que la propia Iglesia había desarrollado. Semejante subversión culminó con la muerte de Dios, pero la estructura dogmática de la Iglesia era una estructura disciplinaria necesaria. Un largo periodo de falta de libertad —de adhesión a una estructura interpretativa particular— es necesario para que se desarrolle una mente libre. El dogma cristiano proporcionó esa falta de libertad. Pero ese dogma está muerto, al menos para la mente moderna occidental. Se extinguió junto a Dios. Sin embargo, lo que siguió a su cadáver —y esto resulta de capital importancia— fue algo todavía más muerto, algo que nunca llegó a estar vivo, ni siquiera en el pasado: el nihilismo, así como una propensión igual de peligrosa a las nuevas ideas utópicas y totalizadoras. Fue después de la muerte de Dios que los grandes horrores colectivos del comunismo y el fascismo se desataron, tal y como Dostoievski y Nietzsche habían predicho que ocurriría. Nietzsche, por su parte, sugirió que los seres humanos tendrían que inventar sus propios valores tras la muerte de Dios. Pero este es el elemento de su pensamiento que resulta psicológicamente más endeble, ya que no podemos inventar nuestros propios valores, porque no podemos simplemente imponer aquello en lo que desde el fondo de nuestras almas creemos. Este fue el gran descubrimiento de Carl Jung, logrado en gran parte como consecuencia de su concienzudo estudio de los problemas planteados por Nietzsche.

Nos rebelamos contra nuestro propio totalitarismo tanto como ante el de otros. No puedo sencillamente ordenarme hacer algo, ni tú tampoco. «Ya no voy a dejarlo todo para más tarde», me digo, pero luego no lo cumplo. «Voy a comer en condiciones», me digo, pero luego no lo hago. «Dejaré de empinar el codo», me digo, pero luego no es así. No puedo imponerme la imagen que mi intelecto ha construido, especialmente si este se halla poseído por una ideología. Tengo una naturaleza, como tú y como todo el mundo. Tenemos que descubrir esa naturaleza y lidiar con ella antes de hacer las paces con nosotros mismos. ¿Qué somos de verdad, de forma más verdadera? ¿Qué podríamos llegar a ser de forma más verdadera, sabiendo quiénes somos de verdad? Hemos de llegar hasta el mismo fondo de las cosas antes de estar en condiciones de responder a tales preguntas.

LA DUDA, MÁS ALLÁ DEL SIMPLE NIHILISMO

Trescientos años antes de Nietzsche, el gran filósofo francés René Descartes se embarcó en una misión intelectual para sondear seriamente sus dudas, para desmontar las cosas y llegar a lo que resultaba esencial, para ver si podía enunciar o descubrir una sola proposición que fuera inmune a su escepticismo. Buscaba un cimiento sobre el que poder asentar el Ser. Descartes lo encontró, o creyó encontrarlo, en el «yo» que piensa —el «yo» que es consciente—, tal y como recoge su famosa máxima cogito ergo sum («pienso, luego existo»). Pero ese «yo» había sido conceptualizado mucho antes. Hace miles de años, el «yo» consciente era el ojo que todo lo veía de Horus, el gran hijo y dios del Sol egipcio, quien renovó el Estado prestando atención a su inevitable corrupción y luego enfrentándose a ella. Antes de eso, lo fue el dios creador mesopotámico Marduk, con cuatro ojos colosales alrededor de su cabeza y que pronunciaba palabras mágicas que engendraban mundos. Durante la época cristiana el «yo» se transformó en el Logos, la Palabra que al pronunciarse organiza el Ser al principio de los tiempos. Cabría decir que Descartes simplemente secularizó el Logos convirtiéndolo de forma más explícita en «aquello que es consciente y piensa». En pocas palabras, ese es el ego moderno. ¿Pero qué es exactamente ese ego?

Podemos entender hasta cierto punto sus horrores si nos lo proponemos, pero su bondad resulta mucho más difícil de definir. El ego es el actor fundamental del mal que se paseaba por el escenario del Ser como nazi y como estalinista, que creó Auschwitz, Buchenwald, Dachau y todo el repertorio de gulags soviéticos. Todo esto ha de considerarse con la mayor seriedad. ¿Pero qué es su opuesto? ¿Qué clase de bien puede equilibrar un mal semejante? ¿Qué clase de bien se vuelve más tangible, más comprensible como consecuencia de la mera existencia de ese mal? Y es aquí cuando podemos declarar con convicción y claridad que incluso el intelecto racional —esa facultad tan estimada por aquellos que desprecian la sabiduría tradicional— se aproxima y parece bastante, como mínimo, al arquetípico dios que muere y resucita eternamente, el eterno salvador de la humanidad, el mismo Logos. El filósofo de la ciencia Karl Popper, que de forma alguna era un místico, consideraba que el pensamiento resultaba una extensión lógica del proceso descrito por Darwin. Una criatura que no puede pensar tan solo es capaz de encarnar su propio Ser, tan solo puede representar su propia naturaleza de forma concreta, aquí y ahora. Si no es capaz de reproducir en su comportamiento aquello que el ambiente exige, tendrá que morir. Pero este no es el caso de los seres humanos. Nosotros podemos producir representaciones que abstraen las versiones potenciales del Ser. Podemos producir una idea en ese teatro que es la imaginación y podemos experimentarla frente a nuestras otras ideas, o las ideas de los demás, en el mismo mundo. Si no resulta, podemos abandonarla. Tal y como decía Popper, podemos dejar que nuestras ideas mueran en vez de morir nosotros[158]. Así, la parte esencial, es decir, el creador de esas ideas, puede seguir adelante, libre de las consecuencias del error. La fe en la parte de nosotros que sigue adelante más allá de esas muertes supone un prerrequisito para poder pensar.

Ahora bien, una idea no es lo mismo que un hecho. Un hecho es algo que está muerto en sí mismo. Carece de consciencia, de ansias de poder, de motivación y de acción. Existen miles de millones de hechos muertos, internet es una tumba de hechos muertos. Pero la idea que engancha a una persona es algo vivo, es algo que quiere expresarse, que quiere vivir en el mundo. Fue por ello que los llamados «psicólogos profundos» —entre los que destacan Freud y Jung— insistieron en que la psique humana era el campo de batalla de las ideas. Una idea tiene un objetivo. Una idea quiere algo, plantea una estructura de valores. Una idea cree que aquello a lo que aspira es mejor que lo que tiene ahora. Reduce el mundo a aquellas cosas que favorecen o impiden su realización mientras que todo lo demás se ve condenado a la irrelevancia. Una idea delimita una figura, la hace resaltar. Una idea es una personalidad, no un hecho. Cuando se manifiesta dentro de una persona, muestra una fuerte propensión a convertir a esa persona en su personificación, en alguien que se verá forzado a representarla. En ocasiones, ese impulso (esa posesión, por decirlo de otro modo) puede ser tan fuerte que la otra persona morirá antes de permitir que la idea desaparezca. Por lo general, algo así supone una mala decisión, puesto que a menudo tan solo la idea necesita morir y la persona en cuestión puede dejar de ser su personificación, cambiar su modo de actuar y seguir adelante.

Utilizando la conceptualización dramática de nuestros antepasados, son las convicciones más fundamentales las que deben morir, las que deben sacrificarse cuando se perturba la relación con Dios (cuando, por ejemplo, la presencia de un sufrimiento innecesario e intolerable indica que hay que cambiar algo). Decir esto es limitarse a señalar que el futuro puede ser mejor si en el presente se hacen los sacrificios necesarios. Ningún otro animal ha sido jamás capaz de llegar a esta conclusión, y a nosotros nos costó centenares de miles de años hacerlo. E hizo falta mucho más tiempo todavía de observación y adoración a los héroes, así como milenios de estudio, para que una idea así se decantara en forma de historia. Y todavía fue preciso un periodo muy largo para poder evaluar esa historia e incorporarla de tal forma que, hoy en día, podamos decir: «Si eres disciplinado y das más importancia al futuro que al presente, puedes cambiar la estructura de la realidad a tu favor».

¿Pero cuál es la mejor forma de conseguirlo?

En 1984, me propuse seguir la senda de Descartes. Por entonces no sabía que se trataba de la misma senda y no tengo intención de reivindicar ninguna familiaridad con Descartes, al que se considera con toda justicia uno de los mayores filósofos de todos los tiempos. Pero sí que me asaltaban las dudas. El superficial cristianismo de mis años de juventud se me quedó pequeño una vez que estuve en condiciones de comprender lo básico de la teoría de Darwin. Después de eso, no podía distinguir los elementos básicos de la fe cristiana del mero pensamiento voluntarista. El socialismo que poco después se convirtió para mí en una interesante alternativa acabó resultando igual de inane. Con el tiempo llegué a entender, gracias al gran George Orwell, que una gran parte de ese pensamiento basaba su motivación en el odio a los ricos y a los triunfadores más que en un verdadero interés por los pobres. Además, los socialistas acababan resultando más intrínsecamente capitalistas que los propios capitalistas. Creían en el dinero con la misma fuerza, tan solo pensaban que, si fueran otros los que lo tuvieran, los problemas que asolaban a la humanidad desaparecerían. Algo así es simplemente falso. Hay muchos problemas que el dinero no resuelve y otros que incluso los empeora. Los ricos también se divorcian, se distancian de sus hijos, sufren angustia existencial, padecen cáncer y demencia, y mueren solos y sin afecto. Las personas que intentan salir de una adicción pero que están malditas con una cuantiosa fortuna acabarán por fundirse todo el dinero en un frenesí de cocaína y alcohol. Y el aburrimiento oprime sobre todo a quien nada tiene que hacer.

Al mismo tiempo me atormentaba la Guerra Fría, que me obsesionaba y me causaba pesadillas. Me hizo adentrarme en el mismo desierto, en la vasta noche del alma humana. No podía entender cómo se había llegado al punto de que las dos mayores facciones a nivel mundial tuvieran como objetivo declarado la destrucción de la otra. ¿Acaso era cada uno de esos sistemas tan arbitrario y corrupto como el otro? ¿Se trataba de una simple cuestión de opinión? ¿Los sistemas de valores no eran más que los ropajes del poder?

¿Acaso todo el mundo se había vuelto loco?

¿Qué pasó exactamente en el siglo XX? ¿Por qué tantas decenas de millones de personas habían tenido que morir, sacrificadas a los nuevos dogmas e ideologías? ¿Cómo se llegó a descubrir algo mucho peor que la aristocracia y los sistemas religiosos corruptos que el comunismo y el fascismo pretendían suplantar desde planteamientos tan racionales? Nadie había respondido a esas cuestiones, al menos que yo supiera. Como Descartes, me veía asediado por las dudas. Buscaba algo, cualquier cosa, que me pudiera parecer indiscutible. Quería una roca sobre la que poder levantar mi casa y la duda era lo que me guiaba.

En una ocasión leí acerca de una práctica particularmente insidiosa en Auschwitz. Un guardia forzaba a un interno a cargar un saco de unos cincuenta kilos de sal mojada de un lado al otro del enorme complejo. Arbeit macht frei, se leía en el rótulo de la entrada, es decir, «El trabajo os hará libres», pero esa libertad no era otra que la muerte. Cargar con la sal era un acto de tormento gratuito, un ejemplo de artes malévolas, algo que me permitía concluir con seguridad que algunas acciones estaban mal.

Alexandr Solzhenitsyn escribió con firmeza y con profundidad acerca de los horrores del siglo XX, las decenas de millones de personas a las que se había despojado de empleo, familia, identidad e incluso la vida. En su Archipiélago Gulag, en la segunda parte del segundo volumen, reflexiona sobre los Juicios de Núremberg, que en su opinión era el acontecimiento más significativo del siglo XX. ¿Cuál fue la conclusión de dichos procesos? Hay algunas acciones que son tan intrínsecamente espantosas que se oponen a la misma naturaleza del Ser humano. Esto es algo que resulta válido de forma esencial, para todas las culturas, para cualquier tiempo y espacio. Se trata de acciones perversas y nada puede justificar realizarlas. Deshumanizar a otro ser humano, reducirlo al estatus de parásito, torturar y masacrar sin pensar ni siquiera en la inocencia de cada individuo o en la culpa, elevar el dolor a categoría de arte, todo eso está mal.

¿De qué no puedo dudar? De la realidad del sufrimiento, que no admite ningún tipo de argumentario. Los nihilistas no pueden cuestionarlo mediante el escepticismo, los totalitaristas no pueden proscribirlo y los cínicos no pueden escapar de su realidad. El sufrimiento es real e infligir sufrimiento a otra persona, con deleite y por placer, está mal. Esto se convirtió en la piedra angular de mis creencias. Así, indagando en los sustratos más bajos del pensamiento y la acción humana, entendiendo mi propia capacidad de comportarme como un guardia carcelario nazi, un administrador de gulag soviético o alguien que tortura a niños en una mazmorra, llegué a entender lo que significa «cargarse los pecados del mundo a las espaldas». Todo ser humano posee una inmensa capacidad para hacer el mal y entiende, al menos en principio, quizá no lo que está bien, pero sí lo que no lo está. Y si hay algo que no está bien, eso significa que hay cosas que sí lo están. Si el peor pecado es atormentar a los demás tan solo para producir sufrimiento, entonces el bien es aquello que se oponga frontalmente a algo así. El bien es aquello que sirva para evitar que cosas así ocurran.

EL SIGNIFICADO COMO EL BIEN MÁS ELEVADO

A partir de ese punto, desarrollé mis principales conclusiones morales. Apunta hacia arriba. Presta atención. Arregla lo que puedas arreglar. No seas arrogante. Esfuérzate por ser humilde, porque el orgullo totalitario se manifiesta en la intolerancia, la opresión, la tortura y la muerte. Sé consciente de tus propios defectos: tu cobardía, tu perversidad, tu resentimiento, tu odio. Ten en cuenta tu potencial asesino antes de atreverte a acusar a los demás y antes de tratar de enmendar la naturaleza del mundo. Quizá el mundo no tenga la culpa, quizá la tengas tú. No has estado a la altura, has errado el tiro. Te has quedado muy por debajo de la gloria divina. Has pecado. Y todo eso representa tu contribución a las carencias, al mal del mundo. Y por encima de todo, no mientas. No mientas por nada, nunca. La mentira conduce al infierno. Fueron las grandes y pequeñas mentiras de los Estados nazis y comunistas lo que causó las muertes de millones de personas.

Piensa luego que evitar el dolor y el sufrimiento innecesarios es un bien y elévalo a categoría de axioma: en la medida que pueda, actuaré de tal forma que permita evitar el dolor y el sufrimiento innecesarios. Ahora ya has establecido en lo más alto de tu jerarquía moral una serie de supuestos y acciones que tienen como objetivo mejorar el Ser. ¿Por qué? Porque sabemos cuál es la alternativa. La alternativa fue el siglo XX. La alternativa se acercó tanto al infierno que ni siquiera merece la pena buscar las diferencias. Y lo contrario del infierno es el cielo. Colocar en lo más alto de tu jerarquía de valores la necesidad de evitar todo tipo de dolor y de sufrimiento innecesarios es contribuir para que se instaure el reino de Dios en la Tierra, que es al mismo tiempo un Estado y un estado mental.

Jung observó que la construcción de una jerarquía moral semejante resultaba inevitable, si bien podía terminar resultando endeble y contradictoria consigo misma. Para Jung, aquello que se encontrara en lo más alto de la jerarquía moral de un individuo era a todos los efectos el valor supremo de esa persona, el dios de esa persona. Era lo que esa persona representaba, aquello en lo que creía de forma profunda. Algo que se representa no es un hecho, ni una serie de hechos. Es, por el contrario, una personalidad, o más bien una elección entre dos personalidades opuestas. Es Sherlock Holmes o Moriarty. Es Batman o Joker. Es Superman o Lex Luthor, Charles Francis Xavier o Magneto, Thor o Loki. Es Abel o Caín y también Cristo o Satán. Si sirve para ennoblecer el Ser, para establecer el paraíso, entonces es Cristo. Si sirve para destruir el Ser, para generar y propagar dolor y sufrimiento innecesarios, entonces es Satán. Esa es la realidad arquetípica e ineludible.

Lo conveniente dicta seguir el impulso ciego. Es el beneficio a corto plazo, es estrecho y egoísta. Miente para salirse con la suya y no tiene nada en cuenta. Es inmaduro, irresponsable. Frente a él, el significado es su recambio maduro. El significado emerge de la interacción entre las posibilidades del mundo y la estructura de valores que opera en ese mundo. Si la estructura de valores tiene como objetivo la mejora del Ser, el significado que revelará servirá para sostener la vida. Proporcionará el antídoto contra el caos y el sufrimiento. Hará que todo cuente, hará que todo sea mejor.

Si actúas de forma recta, tus acciones te permitirán estar psicológicamente integrado tanto hoy como mañana y también a medida que avances hacia el futuro, mientras sacas provecho, al mismo tiempo que tu familia y todo el mundo que te rodea. Todo se acumulará, se alineará sobre un mismo eje, se fundirá en un conjunto. Esto produce el máximo significado. Esta acumulación es un lugar en el espacio y en el tiempo cuya existencia podemos detectar mediante nuestra habilidad para experimentar más de lo que simplemente nos revelan nuestros sentidos aquí y ahora, sentidos que están obviamente limitados a la hora de recoger información y en su capacidad de representación. El significado triunfa sobre lo conveniente. El significado satisface todos los impulsos, ahora y siempre. Por eso podemos detectarlo.

Si decides que tu resentimiento contra el Ser no está justificado, a pesar de su desigualdad y su dolor, quizá empieces a advertir cosas que podrías arreglar para disminuir, aunque solo sea un poco, parte del sufrimiento y el dolor innecesarios. Puede que te preguntes: «¿Qué debería hacer hoy?», de una forma que quiere decir: «¿Cómo podría utilizar mi tiempo para que las cosas sean mejores y no peores?». Este tipo de tareas puede anunciarse bajo la forma de un montón de papeles pendientes de los que te podrías ocupar, de una habitación que podrías hacer algo más acogedora o de una comida que podrías preparar más sabrosa y podrías servir a tu familia con mayor gratitud.

Te darás cuenta de que si te ocupas de estas obligaciones morales, una vez que hayas colocado ese «haz el mundo mejor» en lo más alto de tu jerarquía de valores, podrás experimentar el significado más profundo. No es una dicha, no es la felicidad, es más bien una redención del hecho criminal que supone tu Ser fracturado, dañado. Es el pago de la deuda que has contraído por el milagro horrible y malsano de tu existencia. Es como puedes recordar el Holocausto, como puedes compensar la patología de la historia. Es adoptar la responsabilidad de ser un habitante potencial del infierno. Es la voluntad de servir como ángel del paraíso.

La conveniencia es como esconder todos los esqueletos en el armario. Es cubrir la sangre que acabas de derramar con una alfombra. Es evitar la responsabilidad. Es cobarde, es superficial y está mal. Está mal porque la conveniencia, puesta en práctica muchas veces, produce el carácter del demonio. Está mal porque la conveniencia se limita a traspasarle la maldición con la que cargas a otra persona o a ti mismo en el futuro, de una forma que hará que tu futuro, y el futuro en general, sea peor y no mejor.

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