12 reglas para vivir

12 reglas para vivir


REGLA 8. Di la verdad, o por lo menos no mientas

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REGLA 8DI LA VERDAD, O POR LO MENOS NO MIENTAS

LA VERDAD EN TIERRA DE NADIE

CURSÉ MIS ESTUDIOS DE Psicología Clínica en la Universidad McGill, en Montreal. Solía cruzarme con mis compañeros de clase en las instalaciones del Hospital Douglas, donde vivimos nuestras primeras experiencias directas con personas que padecían enfermedades mentales. Se trata de una institución que ocupa un inmenso terreno y docenas de edificios, algunos de los cuales están conectados por medio de túneles subterráneos que protegen tanto al personal como a los pacientes de los interminables inviernos de Montreal. En otras épocas el hospital albergaba a centenares de pacientes que estaban internados a largo plazo. Esto era antes de la aparición de los fármacos antipsicóticos y de la generalización de los movimientos de desinstitucionalización a finales de la década de 1960, que vieron el cierre de casi todos los manicomios, condenando a menudo a los pacientes entonces «liberados» a una vida mucho más dura en las calles. Así pues, a principios de la década de 1980, cuando visité el lugar por primera vez, ya solo seguían allí los casos más graves. Eran personas extrañas y muy deterioradas que se apiñaban alrededor de las máquinas expendedoras desperdigadas por los túneles del hospital. Parecían sacados de una fotografía de Diane Arbus o de un cuadro del Bosco.

Un día, mis compañeros y yo estábamos en fila esperando instrucciones del estricto psicólogo alemán que dirigía las prácticas clínicas. Una paciente interna, frágil y vulnerable, se acercó a una estudiante, una joven conservadora de buena familia. La paciente se dirigió a ella de forma amigable, infantil, y le preguntó: «¿Por qué estáis todos aquí de pie? ¿Qué estáis haciendo? ¿Puedo quedarme con vosotros?». Mi compañera se giró hacia mí y me preguntó insegura: «¿Qué le digo?». La había pillado por sorpresa, y a mí también, que alguien en una situación de aislamiento y deterioro semejante pidiera algo por el estilo. Ninguno de los dos quería decirle nada que pudiera percibirse como un rechazo o una reprimenda.

Repentinamente nos habíamos adentrado en una especie de tierra de nadie, en la que la sociedad no proporcionaba ningún tipo de regla o directriz. Comenzábamos las prácticas y no estábamos en absoluto preparados para enfrentarnos en las dependencias de un psiquiátrico con una paciente esquizofrénica que nos hacía una pregunta ingenua y amistosa para tantear las posibilidades de verse incluida en un grupo. Tampoco se podía aplicar la dinámica conversacional natural entre personas que prestan atención a indicaciones contextuales. ¿Cuáles eran las reglas en una situación semejante, totalmente ajena a los límites de una interacción social habitual? ¿Cuáles eran exactamente las opciones?

En ese instante, solo se me ocurrieron dos. Podía contarle a la paciente una historia inventada con la intención de quedar bien o podía responderle con sinceridad. «Solo se admite a ocho personas en nuestro grupo», habría sido un ejemplo del primer caso, así como «Es que justamente ahora nos estábamos yendo». Ninguna de estas dos opciones habría herido ningún sentimiento, por lo menos a nivel superficial, ni mencionaba la diferencia de estatus que nos dividía. Pero ninguna de las dos habría sido exactamente cierta. Así que no me decanté por ninguna de ellas.

Le dije a la paciente tan simple y directamente como pude que éramos estudiantes, que estábamos empezando las prácticas para ser psicólogos, y que por ese motivo no podía unirse a nosotros. La respuesta subrayaba la distinción que existía entre su situación y la nuestra, poniendo todavía más de relieve el contraste entre ambas. Se trataba de una respuesta más dura que una mentira piadosa bien pensada. Pero ya tenía por entonces cierta noción de que faltar a la verdad, por muy buenas intenciones que motivaran tal decisión, era algo que podía generar consecuencias imprevistas. La paciente adoptó un aire abatido y dolido, pero solo por un momento. Entonces lo comprendió y volvió a la normalidad. Era lo que había y punto.

Antes de empezar mis prácticas clínicas, ya me había tocado vivir unas cuantas experiencias extrañas[159]. De forma repentina me vi asediado por violentas compulsiones (que nunca ejecuté), y a raíz de eso desarrollé la convicción de que en realidad no sabía gran cosa acerca de quién era y de qué me llevaba entre manos. Así que empecé a prestar mucha más atención a lo que hacía y decía. Fue, como poco, una experiencia desconcertante. Enseguida me dividí en dos partes: una que hablaba y otra, más distante, que prestaba atención y juzgaba. Y enseguida advertí que casi todo lo que decía no era verdad. Tenía motivos para actuar así: quería vencer en discusiones, obtener un estatus, impresionar a gente y conseguir lo que quería. Utilizaba el lenguaje para doblar y moldear el mundo de tal forma que se encaminara allí donde pensaba que hacía falta. Pero haciéndolo me convertía en un farsante. Una vez que me di cuenta de ello, empecé a intentar decir solo aquellas cosas a las que la voz interna no se opondría. Empecé a intentar decir la verdad o, al menos, a no mentir. Y enseguida descubrí que una habilidad así resultaba muy práctica cuando no sabía qué hacer. ¿Qué hacer cuando no sabes qué hacer? Di la verdad. Así que eso fue lo que hice mi primer día en el Hospital Douglas.

Más adelante tuve un paciente paranoico y peligroso. Trabajar con personas paranoicas es todo un desafío. Piensan que son víctimas de misteriosas fuerzas conspirativas que traman sus malvados planes en la oscuridad. Los paranoicos están siempre alerta, siempre concentrados. Prestan atención a las indicaciones no verbales de una forma extremadamente manifiesta, nada común en interacciones humanas ordinarias. Se equivocan a la hora de interpretarlas —ahí está precisamente la paranoia—, pero a pesar de eso son prácticamente insuperables en su habilidad de detectar segundas intenciones, juicios y falsedades. Tienes que escuchar con mucha atención y decir la verdad si quieres que una persona paranoica te confíe sus secretos.

Escuché con mucha atención y le hablé con sinceridad a mi paciente. De vez en cuando, él relataba fantasías espeluznantes consistentes en despellejar a personas para vengarse. Entonces me fijaba en mi propia reacción, prestaba atención a los pensamientos e imágenes que emergían en el teatro de mi imaginación a medida que le hablaba y le decía lo que observaba. No pretendía controlar o dirigir sus acciones y pensamientos, ni tampoco los míos. Tan solo intentaba transmitirle con la mayor transparencia de la que era capaz hasta qué punto lo que estaba haciendo afectaba de forma directa por lo menos a una persona, a mí. Mi cuidadosa atención y mis respuestas francas no significaban que permaneciera impasible, ni mucho menos que aprobase lo que me estaba diciendo. Cuando me asustaba (y eso ocurría a menudo), le decía que sus palabras y sus acciones estaban erradas, que se iba a meter en un buen lío.

A pesar de todo, me hablaba porque lo escuchaba y porque respondía con honestidad incluso si no le daba la razón. Confiaba en mí a pesar de (o mejor dicho, a causa de) mis objeciones. Era paranoico, pero no estúpido. Sabía que su comportamiento era socialmente inaceptable y sabía que, sin duda, cualquier persona decente reaccionaría con horror ante sus malsanas fantasías. Confiaba en mí y se mostraba dispuesto a hablar conmigo precisamente porque yo reaccionaba de ese modo. Y sin esa confianza no existía la menor posibilidad de entenderse.

Sus problemas solían comenzar con una situación de carácter burocrático, por ejemplo en un banco. Entraba en una institución con la intención de realizar algún tipo de trámite sencillo, ya fuera abrir una cuenta, pagar una factura o solventar algún error. Por lo general, acababa encontrándose con las típicas personas nada dispuestas a ayudar que uno suele encontrarse en esa clase de lugares. La persona en cuestión no admitía el documento de identificación que le entregaba o requería determinada información que era innecesaria o bien resultaba complicada de obtener. Entiendo que en algunas ocasiones el trajín burocrático resultaba ineludible, pero en otras el tema se complicaba de forma gratuita en virtud de los mediocres abusos relacionados con el poder burocrático. Mi paciente estaba obsesionado con el honor, que para él era más importante que la seguridad, la libertad o las posesiones. Siguiendo esa lógica —puesto que los paranoicos son de una lógica impecable—, no podía permitir que nadie lo menospreciara, insultara o tratara con desdén, ni siquiera lo más mínimo. Era incapaz de pasar nada por alto. A causa de su actitud rígida e inflexible, sus acciones le habían acarreado ya unas cuantas órdenes de alejamiento. No obstante, una orden de alejamiento tan solo consigue disuadir a la clase de personas que nunca habrían recibido una, para empezar.

Su frase favorita en este tipo de situaciones era: «Voy a ser tu peor pesadilla». He llegado a desear ardientemente ser capaz de pronunciar algo así tras haberme topado con obstáculos burocráticos innecesarios, pero la verdad es que lo mejor suele ser no decir nada. Pero es que mi paciente quería decir exactamente lo que estaba diciendo y en ocasiones acababa convirtiéndose realmente en la pesadilla de alguien. Era el malo de la película No es país para viejos. La persona con la que te cruzas en el lugar equivocado y en el momento equivocado. Si te interponías en su camino, aunque fuera de forma accidental, te acosaba, te recordaba lo que le habías hecho y te aterraba. No era la persona más adecuada a la que mentir, así que yo le decía la verdad y así estaba tranquilo.

MI PROPIETARIO

Más o menos por entonces, mi casero era un hombre que anteriormente había encabezado una pandilla local de moteros. Mi mujer, Tammy, y yo vivíamos al lado de él en el pequeño edificio de apartamentos de sus padres. Su novia, que tenía marcas de autolesiones, típicas de personas con trastornos límites de la personalidad, se suicidó cuando vivíamos allí.

Él se llamaba Denis y era grande y fuerte, un francocanadiense de barba gris que tenía mucha mano para todo lo relacionado con la electricidad. También tenía cierto talento artístico y se dedicaba a confeccionar carteles de madera laminada con luces de neón personalizados. Tras una etapa en la cárcel, hacía lo posible por mantenerse sobrio, pero una vez al mes, más o menos, desaparecía durante un par de días de juerga. Era uno de esos tipos con una capacidad milagrosa para el alcohol: podía beberse cincuenta o sesenta cervezas en una borrachera sostenida de dos días y conseguía mantenerse de pie durante todo el tiempo. Puede resultar difícil de creer, pero así era. Por entonces me dedicaba a investigar acerca del alcoholismo familiar y a menudo escuchaba a personas que me hablaban de padres que consumían más de un litro de vodka al día. Estos patriarcas solían comprarse una botella cada tarde de lunes a viernes, y dos los sábados para adelantarse al cierre de las licorerías los domingos.

Denis tenía un perrito. A veces, Tammy y yo escuchábamos a Denis y al perro aullar como locos en el jardín de atrás a las cuatro de la mañana, durante uno de los maratones alcohólicos. En estas ocasiones, Denis llegaba a beberse todo el dinero que tenía y después venía a nuestro apartamento. Escuchábamos que llamaban a la puerta y ahí estaba Denis, tambaleándose pero erguido y milagrosamente consciente.

En las manos llevaba la tostadora, el microondas o alguno de sus carteles, cualquier objeto que quisiera venderme para poder seguir bebiendo. Así le compré unas cuantas cosas, fingiendo benevolencia, pero Tammy acabó convenciéndome de que no podía seguir haciéndolo. Era algo que a ella le ponía nerviosa y que le hacía daño a Denis, por quien sentía estima. Pero por muy razonable e incluso necesaria que resultara su petición, yo me seguía viendo en una situación complicada.

¿Qué le puedes decir a un antiguo líder motero de temperamento violento y en avanzado estado de embriaguez cuando te intenta vender su microondas con un inglés precario a las dos de la mañana en la puerta de tu casa? Era una pregunta aún más difícil que la de la paciente interna o el paranoico con ganas de despellejar gente. Pero la respuesta era la misma: la verdad. Pero más te valía saber qué narices era la verdad.

Poco después de haber hablado con mi mujer, Denis volvió a llamar a nuestra puerta. Me lanzó una mirada directa y escéptica con los ojos entreabiertos, característica de alguien acostumbrado a beber mucho y que se ha metido en problemas unas cuantas veces. Una mirada así significa: «Demuestra que no has hecho nada». Oscilando ligeramente de un lado a otro, me preguntó de manera educada si estaba interesado en comprarle la tostadora. Me saqué de encima todas las motivaciones de dominación típicas de los primates y toda superioridad moral y le dije, de la forma más directa y cuidadosa que pude, que no. No estaba de broma. En ese momento no era un joven instruido, anglófono y privilegiado en plena ascensión social y él tampoco era un motero expresidiario de Quebec con un nivel de alcohol en sangre de más de 2,00. No, éramos dos hombres de buena voluntad intentándonos ayudar, poniendo ambos de nuestra parte para hacer lo correcto. Le dije que me había dicho que estaba intentando dejar de beber y que no sería bueno para él que le diera más dinero. Le dije que Tammy, a quien él respetaba, se ponía nerviosa cuando venía tan tarde a intentar vendernos cosas.

Durante quince segundos me fulminó con la mirada sin decir una palabra. Fue un intervalo de tiempo más que suficiente. Sabía que estaba buscando la más mínima expresión que me traicionara y mostrase sarcasmo, engaño, desprecio o autocomplacencia. Pero lo había sopesado muy bien y durante mucho tiempo, así que solo dije cosas de las que estaba convencido. Había elegido con mucho cuidado las palabras que iba a pronunciar, en lo que había sido una auténtica travesía por zonas pantanosas tratando de seguir un sendero de piedra medio sumergido en la ciénaga. Denis se giró y se fue. Y es más, a pesar de su nivel de alcoholismo profesional, recordaría nuestra conversación. Nunca volvió a intentar venderme nada y nuestra relación —que, teniendo en cuenta la distancia cultural que existía entre ambos, era buena— se hizo aún más sólida.

Ir a lo fácil o decir la verdad no son solamente dos opciones distintas. Son dos caminos diferentes que atraviesan la vida. Son dos formas totalmente distintas de existir.

MANIPULAR EL MUNDO

Puedes utilizar las palabras para manipular el mundo y hacer que te proporcione lo que quieras. Es lo que viene a ser «actuar políticamente». Es tergiversar. Es la especialidad de aquellos que carecen de escrúpulos, ya sean comerciantes, vendedores, publicistas, donjuanes, utópicos cargados de eslóganes o psicópatas. Es el tipo de discurso al que la gente se lanza cuando intenta influir y manipular a los demás. Es lo que hacen los estudiantes universitarios cuando escriben un trabajo para complacer al profesor en lugar de articular y explicar sus propias ideas. Es lo que todo el mundo hace cuando quiere algo y decide falsificarse para agradar y adular. Es dedicarse a la maquinación, a la proclama de eslóganes, es propaganda.

Llevar una vida así supone estar poseído por algún tipo de deseo aberrante y articular discursos y acciones de tal modo que conduzcan con seguridad y racionalidad a tal objetivo. Algunos objetivos calculados de este tipo son «imponer mis convicciones ideológicas», «demostrar que tengo (o tenía) razón», «parecer competente», «trepar por la jerarquía de dominación», «evitar responsabilidades» (o su hermano gemelo, «atribuirme el mérito de otras personas»), «conseguir un ascenso», «acaparar la atención», «asegurarme de que todo el mundo me quiere», «ir de mártir y sacarle partido», «justificar mi cinismo», «racionalizar mi actitud asocial», «minimizar todo conflicto inmediato», «mantener mi ingenuidad», «sacar provecho de mi vulnerabilidad», «parecer siempre un santo» o (y este es particularmente retorcido) «asegurarme de que mi insufrible hijo/hija siempre tiene la culpa de todo». Estos son ejemplos de lo que un compatriota de Sigmund Freud, el menos conocido psicólogo austriaco Alfred Adler, denominó «mentiras de vida»[160].

Una persona que vive una «mentira de vida» está intentando manipular la realidad a través de la percepción, el pensamiento y la acción, de tal modo que solo pueda producirse un resultado predeterminado que se desea de forma agónica. Una vida vivida de esta forma se basa, consciente o inconscientemente, en dos premisas. La primera es que el conocimiento actual con el que se cuenta basta para definir lo que es bueno, ahora y más adelante, sin el menor asomo de duda. La segunda es que la realidad resultaría insoportable si se la deja ser tal y como es. La primera premisa resulta injustificable desde un punto de vista filosófico. Aquello que te propones actualmente puede que no merezca la pena en absoluto, de la misma forma que lo que estás haciendo ahora puede que sea un error. La segunda es todavía peor. Tan solo resulta válida si la realidad es intrínsecamente intolerable y, al mismo tiempo, algo que se puede manipular y distorsionar. Decir algo así o pensarlo requiere la arrogancia y la seguridad que el genial poeta inglés John Milton identificó con Satán, el más elevado ángel de Dios que acabó tremendamente mal. La facultad de la racionalidad inclina peligrosamente hacia el orgullo: todo lo que sé es lo que hay que saber. El orgullo se enamora de sus propias creaciones e intenta convertirlas en algo absoluto.

He visto a gente definir su utopía y luego hacer malabarismos con su vida para que se hiciera realidad. Un estudiante de izquierdas adopta una apariencia moderna y contraria a la autoridad y se pasa los siguientes veinte años trabajando de forma incansable para vencer a los molinos de su imaginación. Una chica de dieciocho años decide, de forma arbitraria, que quiere jubilarse a los cincuenta y dos. Trabaja durante tres décadas para conseguirlo, sin advertir que tomó tal decisión cuando apenas era una niña. ¿Qué sabía de cómo sería ella misma a los cincuenta y dos años cuando todavía era una adolescente? Incluso ahora, muchos años después, apenas tiene una vaga idea, de baja resolución, del que sería su Edén después de la vida laboral. Se niega a darse cuenta. ¿Qué significaría su vida si ese objetivo inicial fuera un error? Tiene miedo de abrir la caja de Pandora, donde se encuentran todos los problemas del mundo. Pero también aguarda ahí la esperanza. En lugar de eso, pervierte toda su vida para que se ajuste a las fantasías de una adolescente privilegiada.

Un objetivo formulado con ingenuidad se acaba transformando con el paso del tiempo en una forma de vida siniestra. Un cliente de cuarenta y tantos años me contó su visión, formulada por él mismo cuando era más joven: «Me veo jubilado, en una playa tropical, bebiendo margaritas bajo el sol». Algo así no es un plan, es el cartel de una agencia de viajes. Después de ocho margaritas, lo único que puedes hacer es esperar la resaca. Tras tres semanas de días llenos de margaritas, si aún estás consciente, estás muerto de aburrimiento y asqueado contigo mismo. En espacio de un año, si no antes, eres un ser patético. No resulta, pues, un planteamiento sostenible para la época madura. Este tipo de reduccionismos y falsificaciones es particularmente típico de los ideólogos, que adoptan un único axioma: el Gobierno es malo, la inmigración es mala, el capitalismo es malo, el patriarcado es malo. Entonces filtran y tamizan sus experiencias, e insisten de forma cada vez más vehemente en que todo puede explicarse mediante ese axioma. Creen de forma narcisista, por debajo de toda su palabrería, que el mundo se podría enderezar si ellos manejaran sus riendas.

Pero hay otro problema fundamental con las mentiras de vida, particularmente cuando se basan en la evitación. Se llama «pecado de comisión» a hacer algo que sabes que está mal. Un pecado de omisión es el que se comete dejando que ocurra algo malo cuando podrías impedirlo. El primero se considera tradicionalmente más serio que el segundo, la evitación, pero yo no estoy tan seguro.

Piensa en una persona que insiste en que todo le va bien. Evita el conflicto, sonríe y hace lo que le piden. Encuentra un nicho y allí se esconde. No cuestiona la autoridad ni propone ideas, y ni siquiera se queja cuando se la trata mal. Ansía la invisibilidad, como un pez en medio de un enorme banco marino. Pero hay algo secreto que le gangrena el corazón. A pesar de todo, sufre, porque la vida es sufrimiento. Vive en soledad, aislamiento y frustración, pero su obediencia y su forma de anularse disuelven todo significado en su vida. Se ha convertido en una persona esclava, una herramienta que los demás pueden explotar. No consigue lo que quiere o lo que necesita porque algo así requeriría tomar la palabra. De modo que nada en su existencia puede compensar los problemas vitales, y algo así enferma a cualquiera.

Puede que sea cierto que los primeros que desaparecen cuando la institución en la que trabajas titubea y se hunde son los alborotadores y los que arman jaleo. Pero los siguientes que serán sacrificados son los que están en silencio. Alguien que se esconde no es esencial. Ser esencial requiere una contribución original. Esconderse, además, no salva a esas personas ni de la enfermedad, ni de la locura, ni de la muerte, ni de los impuestos. Y esconderse de los demás también significa suprimir y esconder todo lo que nosotros mismos podríamos llegar a ser. Y ahí está el problema.

Si no te revelas a los demás, no te puedes revelar a ti mismo. Esto no solo significa que estás suprimiendo a quien eres, aunque eso también. Significa que todas las cosas que podrías llegar a ser nunca podrán ser desencadenadas por la necesidad. Se trata de una verdad biológica y conceptual. Cuando exploras con astucia, cuando te enfrentas de forma voluntaria con lo desconocido, vas recopilando información que te sirve para construirte en tu nueva versión renovada. Este es el elemento conceptual. Sin embargo, algunos estudios recientes han descubierto que hay genes nuevos que se activan en el sistema central nervioso cuando un organismo se encuentra (o se coloca) en una situación nueva. Estos genes codifican nuevas proteínas, que a su vez son los ladrillos de nuevas estructuras que se forman en el cerebro. Esto implica que una gran parte de ti está todavía naciendo, en el sentido más físico posible, algo que la inmovilidad no está en condiciones de propiciar. Tienes que decir algo, ir a algún sitio y hacer algo para activarte. Y si no…, pues te quedas incompleto, y la vida es demasiado dura para alguien incompleto.

Si dices «no» a tu jefe, a tu mujer o a tu madre cuando hay que decírselo, entonces te transformas en alguien que puede decir «no» cuando hay que decirlo. Por el contrario, si dices «sí» cuando tienes que decir «no», te transformas en alguien que solo puede decir «sí», incluso cuando manifiestamente toca decir lo contrario. Si alguna vez te has preguntado cómo es posible que personas totalmente comunes y decentes acabaran realizando las cosas terribles que hacían los guardias de los gulags, aquí tienes la respuesta. Cuando había llegado el momento de decir claramente «no», ya no quedaba nadie en condiciones de hacerlo.

Si te traicionas a ti mismo, si dices cosas falsas, si escenificas una mentira, lo que haces es debilitar tu carácter. Si tienes un carácter débil, te avasallará la primera adversidad que surja, e inevitablemente surgirán. Intentarás esconderte, pero ya no podrás hacerlo en ningún sitio. Y entonces acabarás haciendo cosas horribles.

Tan solo la filosofía más cínica e inútil insiste en que la realidad puede mejorarse por medio de la falsificación. Una filosofía semejante juzga de la misma forma el Ser y lo que se puede llegar a ser, y ambas cosas le resultan fallidas. Acusa a la verdad de resultar insuficiente y a las personas honestas de dejarse engañar. Es una filosofía que al mismo tiempo propicia y justifica la corrupción endémica del mundo.

En semejantes circunstancias, el problema no es la visión en tanto que tal ni tampoco un plan diseñado para alcanzar una visión determinada. Porque hace falta una visión del futuro, de un futuro deseable. Una visión así relaciona las acciones que adoptamos ahora con los valores importantes, básicos, a largo plazo.

Otorga relevancia a las acciones del presente y nos proporciona unos parámetros para limitar la incertidumbre y la ansiedad.

No se trata, pues, de una visión. Es, por el contrario, ceguera voluntaria. La peor clase de mentira. Es algo sutil, algo que siempre se escuda en algún tipo de racionalización sencilla. La ceguera voluntaria es la negativa a saber algo que podría saberse. Es la negativa a admitir que el timbre que escuchamos indica que hay alguien en la puerta. Es la negativa a admitir que hay un gorila de tres toneladas y media en mitad de la habitación, que hay un elefante debajo de la alfombra, que hay un esqueleto colgado en el armario. Es la negativa a reconocer un error para seguir aplicando el plan. Todo juego cuenta con unas reglas, y algunas de las más importantes son implícitas. Las aceptas a partir del momento en el que empiezas a jugar. La primera de ellas es que el juego es importante, porque, si no lo fuera, no estarías jugando. El mero hecho de participar en un juego lo define como algo importante. La segunda es que las jugadas que realizas son válidas si te ayudan a ganar. Si realizas una jugada que no te ayuda a ganar, entonces, por definición, es mala y tienes que intentar otra cosa. Y ya lo sabes, es absurdo hacer una y otra vez lo mismo y esperar resultados diferentes.

Si tienes suerte, al fracasar pruebas algo nuevo y entonces consigues salir adelante. Si eso tampoco funciona, vuelves a intentar otra cosa. Una pequeña modificación basta en algunas circunstancias. Por eso es prudente empezar con pequeños ajustes y ver si sirven de algo. Sin embargo, en ocasiones el problema reside en toda la jerarquía de valores, con lo que hay que abandonar el edificio entero. Hay que cambiar todo el juego, lo que supone una revolución, con todo el caos y el terror que eso supone. No es algo a lo que uno deba lanzarse a la ligera, pero a veces resulta necesario. El error requiere el sacrificio que supone corregirlo, con lo que un error grave necesita un sacrificio igual de grave. Aceptar la verdad es un sacrificio, y si has estado rechazándola durante mucho tiempo, entonces has acumulado una deuda enorme en lo que se refiere a sacrificios. Los incendios queman la madera seca y hacen que las sustancias que estaban atrapadas en su interior vuelvan a la tierra. No obstante, a veces los fuegos se evitan de forma artificial y la madera seca sigue acumulándose. Pero antes o después se declarará un fuego y entonces arderá con tal furia que todo quedará destruido, incluso la tierra en la que el bosque crece.

A la mente orgullosa y racional, instalada en sus certezas y embriagada de su brillantez, no le cuesta nada ignorar el error y barrer todo debajo de la alfombra. Los filósofos existencialistas, empezando por Søren Kierkegaard, señalaron este modo de vida como «inauténtico». Una persona inauténtica sigue percibiendo las cosas y actuando de formas que su propia experiencia ha demostrado que son falsas. No habla con su propia voz.

«¿Ha ocurrido lo que quería? No. Entonces, o bien mi objetivo o bien mi estrategia no eran adecuados. Me quedan todavía cosas por aprender». Esa es la voz de la autenticidad.

«¿Ha ocurrido lo que quería? No. Entonces, el mundo es injusto, y la gente, celosa y demasiado estúpida como para comprender. Es culpa de algo o de alguien». Esa es la voz de lo inauténtico. De ahí no queda mucho para llegar a «tendrían que desaparecer», «hay que hacerles daño» o «hay que destruirlos». Cuando escuchas cosas que resultan de una brutalidad incomprensible, entonces es que este tipo de ideas se ha manifestado.

No puede achacarse nada de esto a la inconsciencia o a la represión. Cuando un individuo miente, lo sabe. Puede que quiera ignorar las consecuencias de sus acciones, puede que sea incapaz de analizar y articular su pasado y que así no lo entienda, puede incluso que olvide que ha mentido y no sea por tanto consciente. Pero en ese preciso instante, cuando cometió cada uno de los errores en cuestión o cuando obvió cada una de sus responsabilidades, sí que lo era. En ese momento sabía lo que estaba haciendo. Los pecados de los individuos inauténticos corrompen el Estado.

Supongamos que alguien sediento de poder crea una nueva regla en tu lugar de trabajo, algo innecesario y contraproducente, algo irritante que te hace perder parte del placer y del sentido que le ves a lo que haces. Pero te dices que no pasa nada, que quejarse será inútil. Y entonces vuelve a ocurrir, pero ya te has entrenado para tolerar este tipo de cosas puesto que la primera vez no fuiste capaz de reaccionar. Así que eres un poco menos valiente y tu oponente, al que nadie se opone, un poco más fuerte. Como resultado, la institución es un poco más corrupta y el proceso de estancamiento burocrático y opresión ya está en marcha, proceso al que tú has contribuido fingiendo que no pasaba nada. ¿Por qué no protestar? ¿Por qué no tomar partido? Si lo haces, otras personas que también tienen miedo de alzar la voz puede que acudan en tu defensa. Y si no, quizá ha llegado la hora de la revolución. Quizá tendrías que buscar otro trabajo, donde tu alma corra menos peligro de verse corrompida.

Pues ¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma? (Marcos 8:36)

Uno de los elementos principales de Archipiélago Gulag, la obra maestra de Alexandr Solzhenitsyn, fue su análisis de la relación causal directa entre la patología del Estado soviético que dependía del sistema de prisiones-campos de trabajo —donde millones de personas sufrieron y murieron— y la casi universal tendencia del ciudadano soviético a falsear sus experiencias personales cotidianas, negar el sufrimiento infligido por el régimen y, de esta forma, apoyar los dictados del sistema racional comunista, poseído por la ideología. Fue esta especie de mala fe, este empecinamiento, lo que —en opinión de Solzhenitsyn— secundó y respaldó los crímenes del gran asesino de masas paranoico Josef Stalin. Solzhenitsyn escribió la verdad, su verdad, que, aprendida como resultado de sus horrendas experiencias en los campos, exponía las mentiras del Estado soviético. Ninguna persona instruida se atrevió a seguir defendiendo esa ideología una vez que se publicó Archipiélago Gulag. Nadie pudo volver a decir: «Lo que Stalin hizo no era el verdadero comunismo».

Viktor Frankl, el psiquiatra austriaco que sobrevivió a los campos de concentración nazis y escribió el clásico El hombre en busca de sentido (1946), llegó a una conclusión sociopsicológica similar: una existencia deshonesta, carente de autenticidad, conduce al totalitarismo social. Por su parte, Sigmund Freud consideraba que la represión contribuía de forma relevante al desarrollo de enfermedades mentales (y la diferencia entre la represión de la verdad y una mentira es cuestión de distintos niveles de intensidad, no de tipologías diferentes). Alfred Adler sabía que las mentiras eran un caldo de cultivo para las enfermedades. C. G. Jung sabía que sus pacientes estaban aquejados de problemas morales y que estos los causaba la falsedad. Todos estos pensadores, todos ellos estudiosos de las patologías individuales y culturales, llegaron a la misma conclusión: la mentira pervierte la estructura del Ser. La falsedad corrompe tanto el alma como el Estado, puesto que una forma de corrupción alimenta la otra.

En repetidas ocasiones he observado cómo la traición y el engaño transforman la miseria existencial común en un infierno absoluto. La crisis apenas soportable de un paciente terminal se puede convertir, por ejemplo, en algo indescriptiblemente horrendo como consecuencia de las inapropiadas pero banales peleas de sus hijos adultos. Obsesionados por un pasado no resuelto, se arremolinan como ánimas en torno al lecho de muerte tiñendo la tragedia de unas tonalidades innecesarias de cobardía y resentimiento.

La incapacidad de un joven para abrirse camino la puede explotar una madre que tenga como prioridad proteger a sus hijos de todo dolor y decepción. Así, él nunca se va y ella nunca está sola. Es una conspiración perversa, que se trama poco a poco, a medida que la patología se desarrolla por medio de millares de guiños y asentimientos. Ella se hará la mártir, condenada a apoyar a su hijo, y se alimentará cual vampiro de la compasión que le proporcionen sus amistades. Él, por su parte, seguirá en su nido del sótano, imaginando que está oprimido y deleitándose con fantasías acerca de la escabechina que podría infligir al mundo que lo rechazó por su cobardía, su torpeza y su incapacidad. Y, precisamente por eso, a veces comete la escabechina en cuestión. Y entonces todos se preguntan el porqué. Podrían haberlo visto venir, pero se negaron a hacerlo.

Es cierto que también una vida bien vivida puede verse desgarrada por la enfermedad, las dolencias o cualquier catástrofe inevitable. La depresión, el trastorno bipolar o la esquizofrenia, igual que el cáncer, están relacionados con factores biológicos que están más allá del control inmediato del individuo. Las dificultades que son intrínsecas a la vida bastan por sí solas para debilitar y abrumar a cualquiera de nosotros, empujándonos más allá de nuestros límites y asestándonos un golpe allí donde más nos duele. Ni la vida mejor vivida puede sustraernos totalmente de nuestra vulnerabilidad. Pero la familia que se pelea entre las ruinas de su hogar devastado por un terremoto tiene muchas menos probabilidades de reconstruir algo que la familia fortalecida por la confianza y la devoción mutuas. Cualquier debilidad natural, cualquier desafío existencial, por pequeño que sea, puede magnificarse y convertirse en una crisis grave si se alimenta de una cantidad suficiente de engaño a nivel individual, familiar o cultural.

Puede que un espíritu humano honesto fracase una y otra vez en todos sus intentos por traer el paraíso en la Tierra. Pero quizá sí consiga reducir el sufrimiento característico de la existencia a niveles admisibles. La tragedia del Ser es consecuencia de nuestras limitaciones y de la vulnerabilidad que define la experiencia humana. Puede incluso tratarse del precio que pagamos por el propio Ser, ya que la existencia, para producirse, ha de estar limitada.

He visto cómo un marido se iba adaptando de forma honesta y valiente mientras su mujer se hundía en la demencia terminal. Paso a paso, fue realizando los ajustes necesarios. Aceptó ayuda cuando la necesitó y se negó a obviar la triste degradación de su esposa, de tal forma que pudo adaptarse gradualmente. Vi a la familia de esa mujer formar una piña cuando ella agonizaba, los vi forjando nuevas conexiones entre ellos —hermano, hermanas, nietos y padre— como compensación parcial pero genuina de su pérdida. Vi a mi hija adolescente vivir todo el proceso de destrucción de su cadera y su tobillo y cómo sobrevivió a dos años de dolor intenso y constante para volver a emerger con su espíritu intacto. Vi cómo su hermano pequeño sacrificó de forma voluntaria, sin resentimiento alguno, numerosas oportunidades sociales, numerosos compromisos con amigos para estar a su lado, a nuestro lado, cuando estaba sufriendo. Con amor, con ánimos y con un carácter intacto, un ser humano puede aguantar mucho más de lo que imaginamos. Sin embargo, lo que no se puede soportar es la ruina absoluta que producen la tragedia y el engaño.

La capacidad de la mente racional para falsear, manipular, tramar, hacer trampas, falsificar, minimizar, confundir, prevaricar, denegar, omitir, racionalizar, tergiversar, exagerar y complicar es tan inagotable, tan excepcional, que siglos enteros de pensamiento precientífico, centrados en clarificar la naturaleza del esfuerzo moral, lo consideraron algo verdaderamente diabólico. Esto no se debe a la propia racionalidad en tanto que proceso, puesto que ese mismo proceso puede generar claridad y progreso. Es porque la racionalidad está sujeta a la peor tentación de todas, a saber, elevar lo que conoce al estatuto de algo absoluto.

Podemos apoyarnos de nuevo en las palabras del gran poeta John Milton para aclarar lo que esto significa. A lo largo de millares de años de historia, el mundo occidental fue hilvanando en torno a su esencia religiosa una fantasía onírica acerca de la naturaleza del mal. Esa fantasía contaba con un protagonista, una personalidad adversaria, dedicada de forma absoluta a la corrupción del Ser. Milton se propuso organizar, escenificar y articular la esencia de este sueño colectivo y le dio vida en la figura de Satán o Lucifer, «el portador de luz». Escribe acerca de su tentación primigenia y sus consecuencias inmediatas[161]:

Confiando al Altísimo igualarse,

si con él se enfrentaba, y ambiciosa,

contra el trono de Dios y monarquía,

levantó la impía guerra de los Cielos

y la altiva lid con vano esfuerzo.

A Satán el Poder Omnipotente

arrojó de cabeza, envuelto en llamas,

en horrorosa combustión y ruina,

de la mansión etérea a la insondable

perdición, a vivir allí en cadenas

irrompibles y el castigo del fuego,

por armarse contra el Omnipotente.

A decir de Milton, Lucifer —el espíritu de la razón— era el más excelso de los ángeles que Dios creó a partir de la nada, algo que puede interpretarse desde una perspectiva psicológica. La razón es algo vivo, algo que vive en cada uno de nosotros, algo con muchos más años que cualquiera de nosotros. Es mejor entenderla como una personalidad más que como una capacidad. Es algo que posee sus objetivos, sus tentaciones y sus debilidades. Vuela más alto y consigue ver mucho más lejos que cualquier otro espíritu. Pero la razón se enamora de sí misma y, peor todavía, de aquello que ella misma produce, que eleva e idolatra como algo de carácter absoluto. Así pues, Lucifer es el espíritu del totalitarismo. Si acaba arrojado del cielo al infierno es precisamente porque ese encumbramiento, esa rebelión en contra del Altísimo, del Incomprensible, inevitablemente desencadena el infierno.

Dicho de otra forma, la gran tentación de la facultad racional es glorificar su propia capacidad y sus propias obras para declarar después que frente a sus teorías no existe nada trascendente, nada que escape a su dominio. Esto significa que todas las cosas importantes ya se han descubierto, que no queda nada importante por saber. Pero, sobre todo, niega la necesidad de enfrentarse al Ser, individualmente y con valentía. ¿Qué va a salvarte? Desde el totalitarismo se viene a decir: «La fe en lo que ya sabes». Pero no es eso lo que te salva. Lo que te salva es la voluntad de aprender de aquello que no sabes. Esa es la fe en la posibilidad de la transformación humana. Es la fe en el sacrificio de la versión actual de uno mismo para alcanzar la versión que podríamos ser. La persona totalitaria niega la necesidad de que el individuo asuma la responsabilidad última del Ser.

Esa negación es lo que significa rebelarse contra «el Altísimo». «Totalitario» significa eso, que todo lo que había que descubrir ya se ha descubierto, que todo ocurrirá tal y como se ha planeado, que todos los problemas se desvanecerán cuando se acepte el sistema perfecto. El gran poema de Milton era una profecía. A medida que la racionalidad se elevaba de las cenizas del cristianismo, la gran amenaza de los sistemas totales la acompañaba. El comunismo, en particular, no resultaba tan atractivo a los trabajadores oprimidos, sus hipotéticos beneficiarios, como a los intelectuales, a aquellos cuyo arrogante orgullo en el intelecto les aseguraba que siempre llevaban razón. Pero la utopía prometida nunca se materializó. En su lugar, la humanidad vivió el infierno de la Rusia de Stalin, la China de Mao y la Camboya de Pol Pot, y los ciudadanos de esos Estados tuvieron que traicionar su propia experiencia, enfrentarse a sus compatriotas y morir a decenas de millones.

Un viejo chiste soviético cuenta la historia de un americano que muere y va al infierno. Satán le está enseñando el lugar y pasan delante de una enorme caldera. El recién llegado echa un vistazo al interior y ve que está llena de almas que sufren, achicharradas en alquitrán ardiente, que intentan escapar, pero en vano, puesto que unos diablos sentados en los bordes los repelen a golpe de tridente. El americano queda muy impresionado y Satán le dice: «Ahí ponemos a los pecadores ingleses». El paseo continúa y poco después llegan a un segundo caldero, ligeramente mayor y más caliente. El hombre vuelve a mirar dentro y ve que también está lleno de almas que sufren, aunque estas llevan boina. Igual que en la otra, hay diablos que mantienen a raya con tridentes a aquellos que intentan salir. «Aquí es donde ponemos a los pecadores franceses», dice Satán. A lo lejos se ve un tercer caldero, mucho mayor y que reluce del calor que emana. El americano apenas puede acercarse, pero, ante la insistencia de Satán, lo hace y echa un vistazo. Se encuentra abarrotado de almas que apenas se pueden distinguir bajo la superficie del líquido en ebullición. No obstante, de vez en cuando hay alguna que consigue emerger del alquitrán en un intento desesperado por alcanzar el borde del recipiente. Y curiosamente, aunque en este caso no hay diablos sentados, el alma que trepa acaba precipitándose de nuevo al líquido. El americano pregunta: «¿Por qué aquí no hay ningún diablo para evitar que la gente escape?». Satán contesta: «Aquí es donde ponemos a los rusos. Si alguno intenta escapar, los demás lo impiden».

Milton pensaba que la negativa vehemente a cambiar frente al error no solo suponía la expulsión del cielo y la consiguiente degeneración en un infierno cada vez más profundo, sino también el rechazo a la misma redención. Satán sabe perfectamente que incluso si estuviera dispuesto a buscar la reconciliación y Dios tuviera intención de propiciarla, terminaría rebelándose de nuevo, porque no puede cambiar. Es quizá esta orgullosa terquedad lo que constituye el misterioso pecado imperdonable contra el Espíritu Santo:

¡Adiós, felices campos, donde mora

para siempre la dicha! ¡Salve, horrores!,

salve, mundo infernal, y, tú, profundo

Averno, recibe a tu nuevo señor,

aquel cuyo designio nunca puede

alterarse con el lugar y el tiempo[162].

No se trata de una fantasía del más allá, ni ningún reino perverso de tortura de ultratumba para enemigos políticos. Es más bien una idea abstracta y a menudo las abstracciones son más reales que aquello que representan. La idea de que el infierno existe de cierta forma metafísica no es solo antigua y recurrente, sino también cierta. El infierno es eterno, siempre ha existido y existe todavía. Es la parte más árida, hostil y perversa del inframundo del caos, allí donde quedan condenadas para la eternidad las personas decepcionadas y resentidas.

La mente es su propio lugar y puede

hacer en ella un cielo del infierno […][163]

podemos pues reinar seguros.

Y en mi opinión reinar vale la pena,

aunque sea en el infierno: mejor es

reinar aquí que servir en el cielo[164].

Aquellos que han mentido lo suficiente, tanto de palabra como de acto, viven ahí, en el infierno, ahora. Ponte a andar por cualquier calle frecuentada de una ciudad. Mantén los ojos bien abiertos y presta atención. Verás a gente que está ahí, ahora. Son las personas a las que tiendes a evitar de forma instintiva, las que se enfadan de forma automática en cuanto las miras, si bien en algunos casos prefieren girarse avergonzadas. Vi una vez en la calle a un alcohólico que se encontraba en un estado lamentable hacer justamente eso en presencia de mi hija. Lo que ante todo quería era evitar ver su degradación reflejada de forma incontestable en los ojos de la niña.

Es el engaño lo que hace que las personas sientan una miseria mayor de lo que pueden soportar. Es el engaño lo que llena el alma humana de resentimiento y ansias de venganza. Es el engaño lo que produce el terrible sufrimiento de la humanidad: los campos de la muerte nazis, las cámaras de tortura y los genocidios de Stalin, y ese monstruo aún mayor que fue Mao. Fue el engaño lo que mató a centenares de millones de personas en el siglo XX. Fue el engaño lo que casi condena por completo a la civilización. Es el engaño lo que aún hoy en día nos amenaza de forma total y absoluta.

Y EN LUGAR DE ESO, LA VERDAD

¿Qué ocurre si, en lugar de eso, decidimos dejar de mentir? ¿Qué significa algo así? Al fin y al cabo, nuestro conocimiento es limitado. Tenemos que adoptar decisiones aquí y ahora, aunque nunca podamos discernir con seguridad cuáles son los mejores medios y los mejores fines. Un objetivo, una ambición proporciona la estructura necesaria para actuar. Un objetivo proporciona un destino, un punto de contraste respecto al presente y un marco dentro del cual se pueden evaluar las cosas. Un objetivo define el progreso y lo convierte en algo emocionante. Un objetivo reduce la ansiedad porque, si no tienes ninguno, todo puede significar cualquier cosa o nada en absoluto y ninguna de estas dos opciones permite a un espíritu estar tranquilo. Así pues, tenemos que pensar, planificar, limitar y proponer para poder vivir. ¿Cómo podemos, por tanto, contemplar el futuro y establecer nuestra dirección sin caer en las redes de la tentación que representa la certidumbre totalitaria?

Puede que apoyarnos en la tradición nos sirva en cierta medida para establecer unos objetivos. Resulta razonable hacer aquello que otras personas han hecho siempre, a menos que contemos con una buena razón para no hacerlo. Resulta razonable educarse, trabajar, encontrar el amor y formar una familia. Así es como la cultura se mantiene. Pero es necesario apuntar al objetivo que se determine, por tradicional que sea, con los ojos bien abiertos. Tienes una dirección, pero quizá no sea la más acertada. Tienes un plan, pero a lo mejor no está bien concebido. Puede que sea tu ignorancia la que te haya extraviado o, peor aún, la corrupción con la que cargas y que desconoces. Así pues, tienes que acercarte a aquello que no sabes y a lo que ya sabes. Tienes que estar bien despierto para poder verte venir. Tienes que quitarte la viga del ojo antes de preocuparte por la paja que tiene tu hermano. De esta manera fortalecerás tu espíritu, que gracias a ello podrá tolerar la carga de la existencia, y así el Estado rejuvenecerá gracias a ti.

Es algo que los antiguos egipcios ya descubrieron hace miles de años, si bien conservaron este conocimiento dramatizándolo[165]. Adoraban a Osiris, fundador mitológico del Estado y dios de la tradición. Sin embargo, Osiris fue derrocado y desterrado al inframundo por su malvado hermano, el taimado Set. Los egipcios representaron por medio de una historia el hecho de que las organizaciones sociales se oxidan con el tiempo y tienden a la ceguera voluntaria. Osiris se negaba a ver el verdadero carácter de su hermano cuando podría haberlo hecho. Set espera y, llegado el momento adecuado, ataca. Despedaza a Osiris y desperdiga por todo el reino los restos divinos. Además, manda al espíritu de su hermano al inframundo y así hace que le sea muy complicado recomponerse.

Afortunadamente, el gran rey no tenía que enfrentarse a Set él solo. Los egipcios también adoraban a Horus, el hijo de Osiris. Horus adoptaba las formas gemelas de un halcón, la criatura que posee la mayor agudeza visual entre todas ellas, y la del jeroglífico célebre que aún hoy en día se representa con un gran ojo (como se señalaba en la regla 7). Osiris es la tradición, de avanzada edad y voluntariamente ciego. Por el contrario, Horus, su hijo, podía y quería ver. Era el dios de la atención, lo que no es lo mismo que la racionalidad. Puesto que prestaba atención, Horus pudo percibir y triunfar ante las maldades de su tío Set, si bien pagó por ello un gran precio. Cuando Horus se enfrenta a Set, se produce una enorme batalla. Antes de que Set sea derrotado y abandone desterrado el reino, consigue arrancarle un ojo a su sobrino. Pero el victorioso Horus consigue recuperarlo. Entonces hace algo verdaderamente inesperado: se adentra voluntariamente en el inframundo y le da el ojo a su padre.

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