12 reglas para vivir

12 reglas para vivir


REGLA 8. Di la verdad, o por lo menos no mientas

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¿Esto qué significa? Primero, que el encuentro con la perversidad y la maldad produce un terror suficiente como para dañar la visión de un dios. Segundo, que un hijo atento puede devolver la vista a su padre. La cultura se encuentra siempre en un estado comatoso, a pesar de que la fundó el espíritu de grandes personas que vivieron en el pasado. Lo que ocurre es que el presente no es el pasado. Así pues, la sabiduría del pasado se deteriora o se caduca, como reflejo de las genuinas diferencias que existen entre las condiciones del presente y las del pasado. No es sino una consecuencia natural del paso del tiempo, así como del cambio que acarrea de forma inevitable. Pero también es verdad que la cultura y su sabiduría son particularmente vulnerables a la corrupción, a la ceguera voluntaria y deliberada, así como a la intriga mefistofélica.

Por eso, la inevitable decadencia funcional de las instituciones que nuestros ancestros nos transmitieron se ve acelerada por nuestro mal proceder, por nuestra incapacidad de estar a la altura en el presente.

Es nuestra responsabilidad ver lo que tenemos delante de los ojos, con valentía, y aprender de ello, incluso si parece horrible, incluso si el horror de verlo hiere nuestra consciencia y nos deja medio ciegos. El acto de ver es particularmente importante cuando sirve para desafiar lo que sabemos, aquello en lo que confiamos, cuando nos ofusca y nos desestabiliza. Es el acto de ver lo que proporciona información a un individuo, lo que moderniza un Estado. Fue por este motivo que Nietzsche dijo que el valor de un hombre lo determinaba la cantidad de verdad que podía tolerar. No eres de forma alguna tan solo lo que ya sabes, también eres todo lo que podrías saber si así lo quisieras. Así pues, nunca tendrías que sacrificar lo que podrías ser por lo que ya eres. Nunca tendrías que renunciar a lo mejor que habita en tu interior por la seguridad con la que ya cuentas, desde luego no una vez que ya has entrevisto con toda seguridad que hay algo más allá.

En la tradición cristiana, Cristo se identifica con el Logos. El Logos es la palabra divina. Esa palabra transformó el caos en orden al principio de los tiempos. En su forma humana, Cristo se sacrificó voluntariamente por la verdad, por el bien, por Dios. Como resultado, murió y resucitó. La palabra que crea el orden a partir del caos sacrifica todo, incluso a sí misma, por Dios. Esa simple frase, de una sabiduría inaprensible, resume el cristianismo. Cualquier pequeño aprendizaje supone una pequeña muerte. La más mínima información que incorporamos desafía una concepción previa, a la que sumerge a la fuerza en el caos antes de que pueda renacer como algo mejor. En ocasiones, estas muertes prácticamente nos destruyen. A veces en esos casos nunca conseguimos recuperarnos, pero cuando lo hacemos, cambiamos de forma drástica. Un buen amigo mío descubrió que su esposa, con la que llevaba décadas casado, tenía un amante. No se lo esperaba en absoluto y se vio arrastrado a una profunda depresión. Descendió al inframundo. En una ocasión me dijo: «Siempre había pensado que la gente deprimida simplemente tenía que sacudirse esa tristeza de encima. No tenía ni idea de lo que estaba hablando». En cualquier caso, acabó emergiendo de las profundidades. En muchos sentidos es un hombre nuevo, quizá un hombre más sabio y mejor. Ha perdido casi veinte kilos, ha corrido una maratón, ha viajado a África y ha escalado el monte Kilimanjaro. Prefirió resucitar antes que precipitarse al infierno.

Determina tus ambiciones, incluso si no tienes claro cuál va a ser su contenido. Las mejores ambiciones tienen que ver con el desarrollo del carácter y las propias capacidades, más que con el estatus y el poder. Puedes perder el estatus, pero el carácter lo llevas encima allí donde vayas y te permite plantar cara a la adversidad. Teniendo esto en mente, ata una cuerda a una gran roca. Elígela con cuidado, plántala delante de ti y ve avanzando hacia ella tirando de la cuerda. Presta atención a medida que te aproximas. Explica lo que sientes con la mayor claridad y atención posibles, tanto a ti como a los demás. De este modo aprenderás a acercarte de forma más eficiente y eficaz a tu objetivo. Y mientras lo haces, no mientas. Sobre todo no te mientas a ti.

Si prestas atención a lo que haces y a lo que dices, puedes aprender a sentir un estado de desgarro interno y de debilidad cada vez que actúes y hables de forma incorrecta. Se trata de una sensación física, no de un pensamiento. Cada vez que demuestro laxitud en mis acciones y palabras, en lugar de solidez y fuerza, siento por dentro que me hundo, que me disgrego. Es algo que parece originarse en el plexo solar, donde se encuentra un núcleo importante de tejido nervioso. De hecho, aprendí a darme cuenta de que estaba mintiendo al percibir esta sensación, que me permitía inferir la presencia de algo falso. A veces me costaba bastante averiguar dónde se encontraba el engaño. A veces estaba utilizando las palabras por pura ostentación, a veces intentaba ocultar mi ignorancia sobre el tema en torno al que se debatía, y a veces utilizaba las palabras de los demás para evitar la responsabilidad de tener que pensar por mí mismo.

Si prestas atención, cuando busques algo, irás aproximándote a tu objetivo. Sin embargo, lo más importante todavía es que conseguirás la información que le permite a tu objetivo transformarse. Alguien totalitario nunca se pregunta: «¿Y si la ambición que poseo es un error?». Todo lo contrario, la trata como si fuera algo absoluto. Se convierte a todos los efectos en su dios. Constituye su valor supremo, regula sus emociones y estados de ánimo, determina sus pensamientos. Todas las personas sirven a su ambición. A este respecto no existen ateos, tan solo hay personas que saben, y al mismo tiempo no saben, a qué dios están sirviendo.

Si voluntariamente y con vehemente ceguera haces que todo tenga como único propósito alcanzar un objetivo y solo ese objetivo, nunca estarás en condiciones de descubrir si hay otro que te convendría mejor, a ti y al mundo. Eso es lo que sacrificas cuando no dices la verdad. Si en lugar de eso dices la verdad, tus valores se transforman mientras progresas. Si permites que la realidad que se va manifestando te transmita información a medida que persistes en tu combate, las nociones que posees de lo que es importante cambiarán. Te reorientarás, a veces de forma gradual, y en ocasiones repentina y radicalmente.

Imagina que estudias Ingeniería porque tus padres así lo desean, pero tú no quieres hacerlo. Puesto que lo que haces contraría lo que a ti te gustaría, acabarás desmotivado, acabarás fracasando. Intentarás concentrarte y disciplinarte, pero no funcionará. Tu alma rechazará la tiranía impuesta por tu voluntad, no hay otra forma de decirlo. ¿Por qué estás obedeciendo? Puede que no quieras decepcionar a tus padres, si bien acabarás haciéndolo si no apruebas. Puede que te falte valor para iniciar el conflicto necesario que te permitiría liberarte. Puede que no quieras sacrificar tu creencia infantil en la omnisciencia paterna y que quieras entregarte devotamente a la convicción de que hay alguien que te conoce mejor de lo que tú te conoces y que también sabe cómo es el mundo. De esta forma quieres protegerte de la desencarnada soledad existencial del Ser individual y su consiguiente responsabilidad. Pero sufres porque lo cierto es que no estás hecho para ser un ingeniero.

Hasta que un día ya no aguantas más y cuelgas los estudios. Entonces decepcionas a tus padres y tienes que aprender a vivir con ello. Te consultas solo a ti mismo, incluso si eso implica que tienes que confiar en tus propias decisiones. Te licencias en Filosofía. Aceptas la carga de tus propios errores y te conviertes en la persona que tienes que ser. Al rechazar la visión de tu padre, desarrollas la tuya propia. Y así, a medida que tus padres envejecen, te has hecho lo suficientemente adulto para venir en su ayuda cuando te necesiten. Así, ellos también salen ganando, pero las dos victorias tuvieron que pagarse con el precio del conflicto que tu verdad engendró. Como dijo Cristo ensalzando el papel de la verdad hablada: «No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz; no he venido a sembrar paz, sino espada» (Mateo 10:34).

Mientras sigues viviendo de acuerdo con la verdad, a medida que se te revela, tendrás que aceptar los conflictos que esa forma de Ser irá generando y deberás lidiar con ellos. Si lo haces, seguirás madurando y haciéndote más responsable de maneras sutiles (que no hay que subestimar) y de otras más significativas. Cada vez te acercarás más y más a tus nuevos objetivos, formulados con mayor sabiduría, y cada vez sabrás mejor cómo formularlos cuando vayas descubriendo y rectificando tus inevitables errores. Tu concepción de lo que es importante se irá refinando cada vez más a medida que incorpores la sabiduría de tu experiencia. Dejarás de tambalearte y caminarás de forma cada vez más directa hacia el bien, un bien que nunca podrías haber comprendido si hubieras seguido insistiendo a pesar de todas las pruebas de lo contrario en que llevabas razón, toda la razón, desde el principio.

Si la existencia es buena, entonces la relación más pura, limpia y correcta con ella también lo es. Y si la existencia no es buena, entonces estás perdido. Nada podrá salvarte, desde luego no las pequeñas rebeliones, los pensamientos enrevesados y la ceguera oscurantista que constituyen el engaño. ¿La existencia es buena? Tienes que asumir un riesgo enorme para descubrirlo. Vive en la verdad o en el engaño, enfréntate a las consecuencias y saca tus conclusiones.

Este es el «acto de fe» en cuya necesidad insistía el filósofo danés Kierkegaard. Nunca puedes saber lo que va a pasar. Incluso un buen ejemplo no resulta una prueba suficiente si se tienen en cuenta las diferencias entre las personas. Siempre se puede atribuir el éxito cosechado por un buen ejemplo a la mera suerte. Así pues, tienes que arriesgar tu propia vida, la tuya en particular, para descubrir. Era este riesgo lo que los antiguos describían como el sacrificio de la voluntad personal a la voluntad divina. No se trata de un acto de sumisión, o por lo menos no de lo que ahora se entiende por sumisión. Se trata, por el contrario, de un acto de valentía. Es la fe en que el viento propulsará las velas de tu barco en dirección a un puerto mejor. Es la fe en que el Ser puede corregirse transformándose. Es el mismo espíritu de la exploración.

Quizá sea mejor conceptualizarlo de la siguiente forma: todo el mundo necesita un objetivo concreto, específico —una ambición y una intención— para limitar el caos y explicitar el sentido de su propia vida. Pero todos esos objetivos concretos tendrían que subordinarse a lo que podría considerarse un objetivo global, que es una forma de aproximarse a los objetivos y formularlos. El objetivo global podría ser «vive en la verdad». Vivir en la verdad significa lo siguiente: «Actúa de forma disciplinada hacia una meta oportuna, bien articulada y definida. Define claramente tus criterios para el triunfo, al menos para ti mismo, aunque es todavía mejor si los demás los entienden y pueden ayudarte a evaluar lo que estás haciendo. Pero a medida que lo haces, deja que el mundo y tu espíritu se desplieguen como les parezca, a la vez que representas y articulas la verdad». Se trata al mismo tiempo de una ambición pragmática y de la fe más valiente de todas.

La vida es sufrimiento. Buda lo afirmó de forma explícita. Los cristianos representan este mismo sentimiento de forma simbólica mediante el divino crucifijo. La fe judía cuenta con innumerables recordatorios a este respecto. El hecho de que la vida supone una limitación constituye el primero de la existencia, primario e inevitable. La vulnerabilidad de nuestro Ser nos deja expuestos a los dolores que conllevan el desprecio y las condenas sociales, así como a la irremediable descomposición de nuestros cuerpos. Pero todas esas formas de sufrimiento, por terribles que sean, no son suficientes para corromper el mundo, para transformarlo en el infierno, del modo en el que los nazis, los maoístas y los estalinistas corrompieron el mundo y lo convirtieron en el infierno. Para eso, tal y como Hitler indicó con absoluta claridad, es necesaria la mentira[166]:

Resulta de la propia naturaleza de las cosas que en el volumen de la mentira existe una razón para ser aquella más fácilmente creída, pues la masa popular, en sus más profundos sentimientos, no siendo mala, consciente y deliberadamente, está menos corrompida y, debido a la sencillez de su carácter, es más frecuentemente víctima de las grandes mentiras que de las pequeñas. En pequeñas cosas ella también miente, pero de las grandes mentiras se avergüenza.

Una mentira semejante nunca le hubiera pasado por la cabeza ni tampoco creería que alguien fuese capaz de la inaudita indecencia de tan infame calumnia. Incluso después de explicaciones sobre el particular, las masas, durante mucho tiempo, se mantienen en la duda, vacilando, antes de aceptar como verdaderas cualesquiera causas.

Para la gran mentira antes necesitas la pequeña mentira. La pequeña mentira es, hablando metafóricamente, el cebo que usa el Padre de las Mentiras para pescar a sus víctimas. La capacidad humana para la imaginación nos permite imaginar y concebir mundos alternativos. Esta es la fuente suprema de nuestra creatividad. Sin embargo, esta capacidad viene acompañada de su opuesto, del otro lado de la moneda: podemos engañarnos a nosotros mismos y a los demás para creer y actuar como si las cosas fueran diferentes, como si no fueran como sabemos que son.

¿Y por qué no mentir? ¿Por qué no retorcer y distorsionar las cosas para conseguir el menor beneficio, o para facilitar las cosas, o para mantener la calma, o para evitar herir sentimientos? La realidad ya tiene un aspecto horrible, ¿de verdad tenemos que enfrentarnos a su cabeza de víbora en cada uno de los momentos de nuestra consciencia, en cada uno de los trances de nuestra vida? ¿Por qué no apartar la mirada, por lo menos, cuando resulta demasiado doloroso mirar?

La razón es sencilla. Las cosas se derrumban. Lo que ayer funcionó no funcionará necesariamente hoy. Hemos heredado el gran engranaje del Estado y la cultura de nuestros antepasados, pero ellos están muertos y no pueden enfrentarse a los cambios que trae el presente. Los vivos sí podemos. Podemos abrir los ojos y modificar lo que tenemos cuando resulte preciso y conseguir que la máquina siga funcionando. O podemos fingir que todo va bien, mostrarnos incapaces de realizar los ajustes necesarios y después maldecir nuestra fortuna cuando nada salga como queremos.

Las cosas se derrumban: he aquí uno de los principales descubrimientos de la humanidad. Y aceleramos la degradación natural de las cosas más importantes con nuestra ceguera, nuestra pasividad y nuestros engaños. Sin la atención debida, la cultura degenera y muere y el mal vence.

Lo que consigues ver de una mentira cuando la representas (y la mayor parte de las mentiras no se cuentan, se representan) es en realidad una ínfima parte de lo que es realmente. Una mentira está conectada a todo lo demás. Produce el mismo efecto en el mundo que una simple gota de aguas fecales vertida dentro de la mejor botella de champán. Hay que concebirlo como algo vivo, algo que se expande.

Cuando la mentira es lo suficientemente grande, todo el mundo se echa a perder. Pero, si la miras de cerca, compruebas que la mayor de las mentiras se compone de otras más pequeñas, que cada una de estas se compone de mentirijillas, y que la menor de ellas es el origen de la gran mentira. No se trata de una afirmación errónea, sino más bien de un acto que se asemeja a la mayor de las conspiraciones para dominar a la raza humana. Su carácter aparentemente inocuo, su maldad trivial, la tibia arrogancia que la motiva, su forma supuestamente banal de evitar una responsabilidad…, todo esto consigue efectivamente camuflar su verdadera naturaleza, su genuino peligro y su correspondencia al mismo nivel que los actos más crueles que el ser humano es capaz de perpetrar y que a menudo disfruta. Las mentiras corrompen el mundo, pero peor aún es su propósito.

Primero, es una mentirijilla; acto seguido, surgen muchas más para secundarla. Luego, es el turno de las ideas distorsionadas que sirven para evitar la vergüenza producida por esas pequeñas mentiras y, después, el de unas cuantas más para camuflar las consecuencias de todas esas ideas. Entonces, y de la forma más terrible, esas mentiras que ahora resultan necesarias se transforman mediante la práctica en una forma de comportamiento, en acciones automatizadas, especializadas, estructurales, formuladas neurológicamente y de carácter inconsciente. Y así la experiencia vital se emponzoña a medida que la acción emprendida desde la falsedad no consigue los resultados que se propone. Por mucho que no creas en las paredes de ladrillo, acabarás haciéndote mucho daño si te estrellas contra una. Y entonces echarás la culpa a la realidad por haber creado la pared.

Después de eso aparece la arrogancia y el sentido de superioridad que inevitablemente acompañan a la producción de mentiras logradas, esto es, mentiras hipotéticamente logradas. Y esto representa uno de los principales peligros: «Todo el mundo parece engañado, así que todos menos yo son unos estúpidos, puedo engañar a todo el mundo y salirme con la mía». Por último se postula lo siguiente: «Puedo manipular el mismo Ser, así que no me merece ningún respeto».

Es así como las cosas se derrumban, al igual que Osiris, despedazadas. Es así como se descompone la estructura de una persona o del Estado bajo la influencia de una fuerza maligna. Es así como emerge el caos del inframundo, desbordando, inundando toda la tierra conocida. Pero todavía no estamos en el infierno.

El infierno llega después. Llega cuando las mentiras han dinamitado la relación entre el individuo o el Estado y la misma realidad. Todo se desmorona y la vida degenera. Todo se convierte en frustración y desengaño. La esperanza traiciona una y otra vez y el individuo deshonesto intenta de forma desesperada realizar cualquier sacrificio, como Caín, pero no consigue satisfacer a Dios. Y es entonces cuando el drama entra en su acto final.

Torturado por su continuo fracaso, el individuo se amarga. Se acumulan las decepciones y los fracasos y se forja una fantasía: «El mundo se empeña en hacerme sufrir, en degradarme, en destruirme. Necesito y merezco venganza, tengo que conseguirla». Y esa es la entrada al infierno. Es entonces cuando el inframundo, ese lugar ignoto y terrorífico, se convierte en puro sufrimiento.

En el origen de los tiempos, de acuerdo con la gran tradición occidental, la Palabra divina transformó, al enunciarse, el caos en Ser. Esa misma tradición se basa en la noción de que el hombre y la mujer están hechos a imagen y semejanza de Dios. También nosotros convertimos el caos en Ser mediante la palabra. Transformamos las numerosas posibilidades del futuro en las realidades del pasado y del presente.

Decir la verdad supone incorporar al Ser la realidad más habitable. La verdad construye edificios que pueden resistir en pie durante miles de años. La verdad da ropa y alimentos a los pobres y hace que las naciones disfruten de prosperidad y seguridad. La verdad reduce la terrible complejidad de una persona a la simplicidad de su palabra, de tal forma que pueda estar a nuestro lado y no en contra de nosotros. La verdad hace que el pasado se quede de verdad en el pasado y consigue sacar el mayor provecho de nuestras posibilidades futuras. La verdad es el mayor recurso natural, aquel que nunca se puede agotar. Es la luz en las tinieblas.

Ve la verdad. Di la verdad.

La verdad no se manifestará en forma de opiniones en boca de otros, puesto que la verdad no es ni una sucesión de eslóganes ni una ideología. Será, por el contrario, algo personal. Tu verdad es algo que solo tú puedes determinar, puesto que se basa en las circunstancias únicas de tu vida. Entiende tu verdad personal. Exprésala con cuidado, articúlala bien, tanto a ti mismo como a los demás. Así conseguirás en lo inmediato una vida más abundante y una mayor seguridad, al tiempo que tomas posesión de la estructura de tus creencias actuales. Y así conseguirás la benevolencia del futuro, que posiblemente se aleje de las certezas del pasado.

La verdad siempre emana permanentemente renovada del manantial más profundo del Ser. Impedirá que tu alma se marchite y agonice cuando tengas que hacer frente a la inevitable tragedia que es la vida. Así no sentirás la necesidad de cobrarte venganza por esa tragedia, que es parte necesaria del terrible pecado del Ser, que toda cosa creada ha de soportar con entereza para poder simplemente existir.

Si tu vida no es lo que podría ser, prueba a decir la verdad. Si te aferras de forma desesperada a una ideología o si te regodeas en el nihilismo, prueba a decir la verdad. Si te sientes débil, rechazado, desesperado y confundido, prueba a decir la verdad. En el paraíso todo el mundo dice la verdad. Eso es lo que lo convierte en el paraíso.

Di la verdad, o por lo menos no mientas.

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