12 reglas para vivir

12 reglas para vivir


REGLA 9. Da por hecho que la persona a la que escuchas puede saber algo que tú no sabes

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REGLA 9DA POR HECHO QUE LA PERSONA A LA QUE ESCUCHAS PUEDE SABER ALGO QUE TÚ NO SABES

NO SON CONSEJOS

LA PSICOTERAPIA NO ES DAR CONSEJOS. Un consejo es lo que te dan cuando la persona a quien le estás contando algo horrible y complicado tan solo quiere que te calles y que la dejes en paz. Un consejo es lo que te dan cuando la persona con la que hablas quiere recrearse en su inteligencia superior. Después de todo, si no fuera por tu estupidez, no tendrías unos problemas tan estúpidos.

La psicoterapia es una auténtica conversación, es decir, exploración, articulación y creación de estrategias. Cuando participas en una auténtica conversación, escuchas y hablas, pero sobre todo escuchas. Y escuchar significa prestar atención. Es increíble lo que las personas te cuentan cuando eres capaz de escuchar. A veces, si escuchas a alguien, puede que incluso te cuente qué problema tiene. Puede que incluso te cuenten cómo piensan resolverlo. Y, en ocasiones, todo eso te sirve para arreglar algún problema que tienes. En una ocasión me ocurrió algo sorprendente (y solo es un ejemplo entre muchos) mientras escuchaba a alguien con gran atención. En el espacio de unos minutos me contó: a) que era una bruja y b) que en su aquelarre solían juntarse para visualizar la paz mundial. Durante mucho tiempo había sido una funcionaria de baja posición en el organigrama de alguna estructura burocrática. Nunca se me habría ocurrido que era una bruja ni sabía para nada que los aquelarres pudiesen pasar ni un minuto visualizando la paz mundial. Tampoco tenía la menor idea de cómo interpretar todo eso, pero, eso sí, no era nada aburrido, y eso ya es algo.

En mi práctica clínica hablo y escucho. A algunas personas les hablo más y a otras las escucho más. Muchas de las personas a las que escucho no tienen nadie más con quien hablar. Algunas están verdaderamente solas en el mundo, algo que le ocurre a mucha más gente de lo que crees. No las conoces porque están solas. Otras viven rodeadas de tiranos, narcisistas, borrachos, gente traumatizada o víctimas profesionales. A algunas no se les da bien expresarse y se escapan por la tangente, se repiten, dicen cosas demasiado vagas y contradictorias, y resulta complicado seguir lo que están contando. Hay quien vive en medio de cosas horribles, como padres con alzhéimer o niños enfermos, y no disponen de demasiado tiempo para ocuparse de sus propias preocupaciones.

Una vez, una paciente a la que había visitado durante unos meses acudió a mi consulta[167] para su cita habitual. Tras unos breves comentarios iniciales, me anunció: «Creo que me violaron». No es fácil saber qué se puede responder a algo así, aunque a menudo hay cierto misterio alrededor de este tipo de sucesos. Frecuentemente hay alcohol de por medio, como sucede en la mayoría de las agresiones sexuales. El alcohol puede producir cierta ambigüedad, la cual, en parte, es la razón de que la gente beba. El alcohol le saca de encima a la gente durante unos momentos la tremenda carga que supone la consciencia de uno mismo. Los borrachos saben lo que les va a pasar en el futuro, pero no les importa. Es algo fascinante. Los borrachos pueden entregarse a la juerga como si no hubiera un mañana. Pero el problema es que —casi siempre— sí que hay un mañana y por eso los borrachos también se meten en problemas. Acaban inconscientes, van a lugares peligrosos con personas que no merecen demasiada confianza y se divierten, pero también sufren violaciones. Así que inmediatamente pensé que algo así podía haber sucedido. ¿Cómo si no interpretar el «creo»? Pero la historia no acababa ahí. Añadió un detalle más: «Cinco veces». Si la primera frase ya era lo suficientemente horrible, la segunda planteaba algo inconcebible. ¿Cinco veces? ¿Qué podía querer decir?

Mi paciente me contó que solía ir a un bar y tomarse unas copas. Entonces alguien solía ponerse a hablar con ella y normalmente acababa en la casa del hombre o con este en su propio domicilio. La velada conducía de forma inevitable a su clímax sexual y al día siguiente se despertaba sin saber bien lo que había ocurrido, sin saber ni qué quería ella, ni qué quería él, ni de qué iba el mundo en general. La llamaremos Señora S y era un ser tan confuso, tan indeterminado que prácticamente no existía. Era un espectro. No obstante, se vestía de forma muy profesional. Sabía cómo presentarse, cómo causar una primera impresión. Así pues, se las había arreglado para ocupar un puesto en una junta asesora gubernamental que tenía que decidir acerca de la construcción de una importante infraestructura de transporte, a pesar de que no tenía la menor idea acerca de política, ni sobre consultorías o construcción. Asimismo era la presentadora de un programa de la radio pública local dedicado a las pequeñas empresas, a pesar de que nunca había tenido un verdadero trabajo ni sabía lo más mínimo acerca de cómo crear un negocio. Durante toda su edad adulta había vivido de ayudas sociales.

Sus padres nunca le habían prestado la más mínima atención. Tenía cuatro hermanos que no eran nada buenos con ella. Por entonces no tenía amigos ni los había tenido anteriormente. No tenía pareja. No tenía a nadie con quien hablar y no sabía cómo pensar por su cuenta, lo que no es algo poco común. No tenía entidad individual. Era, por el contrario, una cacofonía andante de experiencias sin integrar. Previamente la había intentado ayudar a encontrar trabajo. Le pregunté si tenía un currículum y me dijo que sí. Le pedí que me lo trajera, cosa que hizo en la siguiente sesión. Ocupaba cincuenta páginas. Venía en un archivador, dividido en secciones con separadores de papel manila, de esos que llevan en los extremos pequeños marcadores de colores. Las secciones incluían temas como «Mis sueños» o «Libros que he leído». En la primera había descrito docenas de sueños que había tenido mientras dormía, y la siguiente consistía en una relación de resúmenes y críticas de sus lecturas. Esto era lo que tenía intención de enviar a posibles procesos de contratación o quizá, cómo saberlo, ya lo había hecho. Resulta imposible entender hasta qué punto una persona tiene que llegar a ser nadie para poder existir en un mundo en el que un archivador con cincuenta páginas llenas de categorías acerca de descripciones oníricas y comentarios sobre novelas pueden constituir un currículum. La Señora S no sabía nada de ella misma ni de otras personas. No sabía nada del mundo. Era como una película que queda desenfocada cuando se proyecta. Y ansiaba de forma desesperada encontrar algún tipo de historia sobre ella misma que le permitiera entenderlo todo.

Si echas azúcar en agua fría y la remueves, el azúcar se disolverá. Si calientas el agua, conseguirás disolver más. Si la hierves hasta el punto de ebullición, puedes añadir mucho más azúcar y lograr que se disuelva. Y si después la enfrías lentamente sin sacudirla ni removerla, puedes engañarla (no se me ocurre otra forma de decirlo) para que acepte mucho más azúcar disuelto del que habría tolerado si hubiera estado fría todo el tiempo. Esto se llama «una solución sobresaturada». Si añades un solo grano de azúcar a esa solución sobresaturada, todo el exceso de azúcar se cristalizará de forma repentina y absoluta, como si estuviera suplicando que se instaurara un orden. Mi paciente se encontraba así. La gente como ella son la razón por la cual muchas formas de psicoterapia que se practican en la actualidad funcionan. Las personas pueden llegar a estar tan confundidas que sus psiques se organizan y sus vidas mejoran en cuanto adoptan cualquier método de interpretación mínimamente sistemático. Así se ensamblan los elementos dispares que componen sus vidas de una forma disciplinada, sea la que sea. Así pues, si te has deshilachado, o si nunca has conocido ningún tipo de cohesión, puedes reestructurar tu vida apoyándote en los principios de comportamiento de Freud, Jung, Adler o Rogers. Entonces, consigues al menos resultar comprensible. Tienes al menos cierta coherencia. Puede que al menos sirvas para hacer algo, aunque quizá no cualquier cosa. No puedes arreglar un coche con un hacha, pero sí que puedes cortar un árbol. Y eso ya es algo.

Más o menos por entonces, los medios de comunicación andaban enloquecidos con historias acerca de personas que sacaban a la luz recuerdos lejanos, sobre todo relacionados con agresiones sexuales. La polémica giraba en torno al hecho de si se trataba de relatos auténticos acerca de un trauma pasado o bien montajes fabricados a posteriori, forjados a consecuencia de una presión deliberada o involuntaria a cargo de terapeutas poco precavidos que exprimían a pacientes clínicos particularmente dispuestos a encontrar una razón simple para todos sus problemas. Unas veces, quizá se trataba del primer caso; otras, más bien del segundo. En todo caso, en cuanto mi paciente me reveló el carácter incierto de sus experiencias sexuales, entendí de forma mucho más clara y precisa lo fácil que podía resultar insuflar un falso recuerdo dentro del panorama mental de una persona. El pasado nos parece algo fijo, pero no lo es, al menos no en un sentido psicológico importante. El pasado contiene muchísimas cosas, al fin y al cabo, y la forma en la que lo organizamos puede verse sujeta a revisiones drásticas.

Imagina, por ejemplo, una película en la que solo suceden cosas terribles, pero, al final, todo acaba bien y se resuelve. Un final suficientemente feliz puede cambiar el significado de todos los acontecimientos anteriores. Un final así puede hacer que parezca que todo ha merecido la pena. Ahora imagínate otra película. Pasan muchas cosas, todas ellas de gran interés, pero resultan excesivas. Al cabo de noventa minutos empiezas a preocuparte. «Es una película estupenda —piensas—, pero están sucediendo muchas cosas. Espero que el director consiga encajar todo». Aunque no es eso lo que ocurre. En su lugar, la historia termina de forma abrupta, sin resolverse, o bien tiene un final fácil, estereotípico. Así que te vas fastidiado e insatisfecho y se te olvida que durante casi toda la proyección estuviste siguiendo la película con atención y la disfrutaste. El presente puede cambiar el pasado y el futuro puede cambiar el presente.

Asimismo, cuando recuerdas el pasado, recuerdas algunas cosas y olvidas otras. Recuerdas con gran claridad algunas cosas que sucedieron, pero no otras que pueden haber sido de la misma relevancia, de la misma forma que ahora eres consciente de algunos aspectos de lo que te rodea e ignoras otros. Clasificas tu experiencia agrupando ciertos elementos y separándolos del resto. Hay una misteriosa arbitrariedad al respecto. No recopilas un registro exhaustivo y objetivo. Lo cierto es que no puedes hacerlo porque ni sabes ni percibes lo suficiente. Tampoco eres objetivo. Estás vivo, así que eres subjetivo y tienes determinados intereses, centrados normalmente, por lo menos, en ti mismo. ¿Qué es entonces lo que habría que incluir en la historia? ¿Dónde está exactamente la frontera que separa las cosas que suceden?

El abuso sexual de niños resulta lamentablemente común[168]. Sin embargo, no lo es tanto como piensan los psicoterapeutas que no han recibido una buena formación, ni tampoco genera siempre adultos totalmente perturbados[169]. Las personas presentan capacidades de resistencia muy distintas. Lo que puede anular por completo a una persona puede dejar indiferente a otra. Pero un terapeuta que cuente con un conocimiento superficial de Freud tenderá a asumir como axioma que un paciente con problemas necesariamente sufrió abuso infantil. ¿Por qué si no iba a tener problemas? Así que indagan, infieren, sugieren, proponen, exageran, predisponen y acaban haciendo que la balanza se incline. Magnifican la importancia de algunos acontecimientos y relativizan la de otros. Van moldeando los hechos para que se ajusten a su propia teoría[170]. Convencen a sus pacientes de que se abusó de ellos sexualmente y que, si pudieran, se acordarían. Entonces el paciente empieza a recordar y comienza a acusar. Y en algunas ocasiones, lo que recuerdan nunca sucedió y las personas acusadas son inocentes. ¿Cuáles son las buenas noticias? Pues que por lo menos la teoría del terapeuta se mantiene intacta, lo que es bueno… para el terapeuta, claro. Pero el daño colateral resulta considerable. Es cierto, de todos modos, que la gente a menudo se muestra dispuesta a producir cualquier daño colateral si así consigue aferrarse a su teoría.

Ya sabía todo esto cuando la Señora S vino a hablar conmigo acerca de su experiencia sexual. Cuando me relató sus salidas a bares de solteros y lo que solía suceder después, me vinieron a la cabeza unas cuantas cosas a la vez. Pensé: «Eres tan difusa, tan inexistente. Habitas en el caos y en el inframundo. Vas a diez lugares distintos al mismo tiempo. Cualquiera te puede coger de la mano y llevarte por el camino que le parezca». Después de todo, si tú no eres quien protagoniza tu propia película, no eres más que un personaje secundario en la de otra persona y puede que te toque representar un papel lúgubre, solitario y trágico. Cuando la Señora S hubo contado su historia, nos quedamos allí sentados. Pensé: «Tienes deseos sexuales normales. Estás extremadamente sola. Te sientes insatisfecha sexualmente. Tienes miedo de los hombres, no tienes ni idea de cómo es el mundo y no sabes nada de ti misma. Vas dando tumbos como un accidente que está siempre a punto de suceder, un accidente que termina por suceder y hasta aquí hemos llegado».

Pensé: «Hay una parte de ti que quiere que se la lleven. Hay una parte que quiere ser una niña. Tus hermanos te maltrataron y tu padre te ignoró, así que una parte de ti quiere vengarse de los hombres. Hay una parte de ti que se siente culpable y otra que siente vergüenza. Otra parte siente entusiasmo, emoción. ¿Quién eres? ¿Qué hiciste? ¿Qué ocurrió?». ¿Cuál era la verdad objetiva? No había forma alguna de averiguarla y nunca la habría. No había habido ningún testigo objetivo y nunca habría uno. No había una historia completa y precisa. Algo así ni existía ni podría existir. Sí que había, y hay, versiones parciales y perspectivas incompletas. Pero algunas son mejores que otras. La memoria no es una descripción del pasado objetivo, sino una herramienta. La memoria es la guía del pasado para el futuro. Si recuerdas que algo malo sucedió y puedes averiguar por qué, entonces puedes evitar que vuelva a suceder. Esa es la razón de ser de la memoria. No es «recordar el pasado», sino evitar que la misma historia de las narices se repita una y otra vez.

Pensé: «Podría simplificar la vida de la Señora S. Podría decirle que sus sospechas de violación estaban plenamente justificadas y que sus dudas acerca de lo sucedido no son sino una prueba más del acoso implacable y sostenido al que se vio sometida. Podría insistir en que las personas con las que se acostó tenían la obligación legal de asegurarse de que no se encontraba lo suficientemente perjudicada por alcohol como para expresar su consentimiento. Podría decirle que no cabía la menor duda de que había sufrido actos violentos ilícitos a menos que hubiera verbalizado explícitamente su aceptación de cada uno de los pasos del acto sexual. Podría decirle que había sido una víctima inocente». Le podía haber dicho todo eso y habría sido verdad. Y ella lo habría aceptado como verdad y lo habría recordado el resto de su vida. Habría sido una persona nueva, con una nueva historia y un nuevo destino.

Pero también pensé: «Podría decirle a la Señora S que es un desastre con patas. Podría decirle que entra en los bares como una prostituta en coma, que es un peligro para ella y para los demás, que tiene que despertar, que si va a bares de solteros, bebe demasiado, se la llevan a casa y practica sexo salvaje y violento —o aunque todo sea cuidado y ternura—, ¿qué diablos espera?». En otras palabras, podría haberle dicho, en términos más filosóficos, que era «el pálido criminal» de Nietzsche, la persona que en un momento dado se atreve a romper la ley sagrada e inmediatamente después se escabulle para no tener que pagar el precio. Y eso también habría sido verdad, ella lo habría aceptado como tal y lo habría recordado.

Si hubiera sido un adepto de algún tipo de ideología izquierdista de justicia social, le habría contado la primera historia. Si hubiera seguido una ideología conservadora, le habría dicho la segunda. Y sus respuestas después de haber escuchado tanto la primera como la segunda habrían demostrado para mi satisfacción y la suya que lo que le había contado era cierto, total e irrefutablemente cierto. Y eso habría sido un consejo.

AVERÍGUALO TÚ MISMO

En vez de hacer todo eso, decidí escuchar. He aprendido a no robarles a mis pacientes sus problemas. No quiero ser el héroe redentor o el deus ex machina, al menos no en la historia de otra persona. No quiero sus vidas. Así pues, le pedí que me contara lo que pensaba y la escuché. Habló largo y tendido. Cuando acabamos, todavía no sabía si la habían violado, ni yo tampoco. La vida es muy complicada.

A veces tienes que cambiar la manera de entenderlo todo para poder entender debidamente algo. «¿Me violaron?» puede ser una pregunta muy complicada. El mero hecho de que la pregunta se formule de esa forma indica la existencia de infinitas capas de complejidad, y eso ya sin pasar a hablar del «cinco veces». Hay innumerables preguntas que se esconden dentro del «¿Me violaron?». ¿Qué es una violación? ¿Qué es el consentimiento? ¿Qué precaución resulta adecuada en lo que se refiere al sexo? ¿Cómo tendría que defenderse una persona? ¿Quién tiene la culpa? «¿Me violaron?» es una hidra. Si le cortas la cabeza a una hidra, le surgen otras siete en su lugar. Así es la vida. La Señora S habría tenido que estar veinte años hablando para llegar a saber si la habían violado. Y tendría que haber alguien a su lado escuchándola. Yo comencé el proceso, pero las circunstancias me impidieron terminarlo. Cuando abandonó la terapia conmigo, era apenas un poco menos deforme y difusa que cuando vino a verme por primera vez, pero por lo menos no se fue siendo una personificación de mi dichosa ideología.

La gente a la que escucho necesita hablar, porque así es como la gente piensa. La gente necesita pensar o, de lo contrario, va dando palos de ciego y acaba cayéndose en cualquier pozo. Cuando la gente piensa, realiza una simulación del mundo y planifica cómo actuar. Si la simulación es buena, pueden llegar a identificar las estupideces que no deberían hacer. Y entonces, al no hacerlas, no tienen que sufrir sus consecuencias. Esa es la razón de ser del pensar, pero no podemos hacerlo solos. Realizamos simulaciones del mundo y planificamos cómo actuar, que es algo que únicamente podemos hacer los seres humanos. Así de brillantes somos. Creamos pequeñas versiones de nosotros mismos y las colocamos en mundos ficticios para ver qué es lo que ocurre. Si nuestra miniatura sale adelante, entonces replicamos esa misma acción en el mundo real y salimos adelante (o eso esperamos que ocurra). Si nuestra versión ficticia fracasa y tenemos un mínimo de sentido común, no vamos por el mismo camino. Dejamos que muera en el mundo paralelo de tal forma que no tengamos que morir en el de verdad.

Imagínate a dos niños que están hablando. El más joven dice: «¿A que sería divertido subirse al tejado?». Lo único que ha hecho es colocar una pequeña versión de sí mismo en un mundo ficticio. Pero su hermana mayor se opone y le responde: «Vaya tontería. ¿Y si te caes? ¿Y si papá te pilla?». El niño puede entonces modificar su simulación original, sacar la conclusión correspondiente y dejar que todo ese mundo ficticio se desvanezca. O quizá no. A lo mejor merece la pena asumir el riesgo. Pero al menos ahora puede tenerlo en consideración. En ese caso, el mundo ficticio es ahora algo más complejo, y su miniatura, algo más sabia.

La gente piensa que piensa, pero no es así. Cuando creemos que pensamos, lo que solemos hacer es criticarnos de alguna forma. Pero pensar de verdad es algo poco común, igual que escuchar de verdad. Pensar es escucharte a ti mismo. Es algo difícil porque, para pensar, tiene que haber por lo menos dos personas al mismo tiempo y es necesario que no estén de acuerdo. Pensar es un diálogo interno entre dos o más formas distintas de ver el mundo. El punto de vista número 1 es una miniatura en un mundo simulado, con sus propias representaciones del pasado, el presente y el futuro, así como sus propias ideas acerca de cómo actuar. Lo mismo ocurre con los puntos de vista 2, 3 y 4. Pensar es el proceso mediante el cual estas miniaturas internas imaginan y articulan los mundos de las otras. Tampoco se trata de enfrentar peleles, porque en ese caso no estarías pensando, estarías racionalizando a posteriori. Estarías enfrentando aquello que quieres a un oponente débil para así no tener que cambiar de opinión. Estarías haciendo propaganda, desarrollando un doble discurso. Estarías utilizando tus conclusiones para justificar las pruebas. Estarías huyendo de la verdad.

Pensar de verdad es algo complejo y exigente. Algo que requiere al mismo tiempo ser un orador elocuente y escuchar de forma atenta y sensata. Algo que implica conflicto, así que tienes que saber tolerarlo. El conflicto, a su vez, implica negociación y compromiso, así que tienes que aprender a ceder, a modificar tus argumentos y a ajustar lo que piensas, incluso si se trata de tus percepciones del mundo. A veces se produce una derrota y la eliminación de una o más de tus miniaturas. Y hay que decir que no les hace gracia perder ni que las eliminen. Cuesta mucho construirlas y tienen mucho valor. Están vivas y quieren seguir estándolo, así que lucharán. Más te vale, pues, escucharlas. Si no lo haces, se ocultarán bajo tierra para convertirse en demonios que te torturarán. Así pues, pensar es emocionalmente doloroso, así como fisiológicamente exigente, más que cualquier otra cosa, con la excepción de no pensar. Pero tienes que ser muy elocuente y sofisticado para conseguir que todo esto ocurra dentro de tu cabeza. ¿Qué puedes hacer entonces si no se te da muy bien pensar, si no consigues ser dos personas al mismo tiempo? Es fácil. Habla. Pero entonces necesitas a alguien que te escuche, porque una persona que escucha es al mismo tiempo tu colaborador y tu oponente.

Una persona que escucha somete a examen lo que dices (y lo que piensas) sin necesidad de pronunciar una sola palabra. Una persona que escucha representa a la humanidad, es portavoz de la multitud. Es cierto que las multitudes no siempre llevan la razón, ni mucho menos, pero por lo general normalmente sí la llevan. Si dices algo que espanta a todo el mundo, tendrías que reconsiderarlo. Lo digo sabiendo perfectamente que las opiniones controvertidas son en ocasiones las correctas, hasta el punto de que, algunas veces, todas esas multitudes acabarán aniquiladas si se niegan a escucharlas. Por este motivo, entre otras cosas, el individuo tiene la obligación moral de levantarse y proclamar su propia verdad, aquella que ha construido a partir de su experiencia. Pero, a pesar de eso, algo nuevo y radical es casi siempre algo errado. Hacen falta razones buenas, muy buenas, para ignorar o desafiar la opinión pública general. Piensa que tu cultura es como un enorme roble. Si te cuelgas de una de sus ramas y se rompe, caerás desde muy alto, más alto quizá de lo que piensas. Si estás leyendo este libro, es más que probable que seas una persona privilegiada: sabes leer y tienes tiempo para hacerlo. Así pues, te estás meciendo en las nubes. Hicieron falta innumerables generaciones para llegar donde estás ahora, con lo que quizá sería conveniente demostrar un poco de gratitud. Si insistes en imponerle al mundo tu forma de ver las cosas, tienes que apoyarte en buenas razones. Si te niegas a moverte de donde estás, tienes que contar con buenas razones y más te vale haberlas pensado lo suficiente. De lo contrario puede que te espere un aterrizaje muy complicado. Así pues, tendrías que hacer lo que hacen los demás, a no ser que tengas un motivo muy bueno para no hacerlo. Si sigues una senda, por lo menos sabes que otras personas han recorrido ese mismo camino. Fuera de la senda te sales de la ruta, y el desierto que espera allí está lleno de bandidos y monstruos.

Eso es lo que dice la sabiduría.

UNA PERSONA QUE ESCUCHA

Incluso sin hablar, una persona que escucha puede representar a la multitud. Puede conseguirlo simplemente dejando que la persona que habla se escuche a sí misma. Eso es lo que Freud recomendaba. Hacía que sus pacientes se tumbaran en un sofá mirando al techo, y dejaba que divagaran y que dijesen lo que les pasara por la cabeza. En eso consiste el método de la libre asociación. Es así cómo el psicoanalista freudiano evita transferir sus propios prejuicios y opiniones al paisaje interno del paciente.

Esta era la razón por la cual Freud no se ponía enfrente de sus pacientes, ya que no quería que las mediaciones espontáneas de aquellos se vieran alteradas por sus propias expresiones emocionales, por sutiles que fueran. Le preocupaba, y con razón, que sus propias opiniones —o, peor todavía, sus propios problemas por resolver— se reflejaran de forma incontrolada en sus respuestas y reacciones, tanto conscientes como inconscientes. Temía perjudicar así el desarrollo de sus pacientes. Por los mismos motivos, Freud insistía en que los propios psicoanalistas debían someterse a la terapia. Quería que aquellos que practicaban este método descubrieran y eliminaran algunos de sus peores puntos ciegos y prejuicios, para que así no ejercieran su labor de forma deshonesta. En eso Freud llevaba razón. Al fin y al cabo era un genio, algo evidente por el mero hecho de que la gente lo sigue odiando. Pero el enfoque imparcial y hasta cierto punto distante que preconizaba Freud también tiene sus desventajas. Muchas de las personas que buscan terapia desean y necesitan una relación más cercana, más personal, algo que por otro lado también tiene sus peligros. Es por ello, en parte, que en mi práctica me decanté por la conversación en lugar del método freudiano, al igual que la mayoría de los psicólogos clínicos.

A mis pacientes les puede resultar de cierto provecho ver mis reacciones. Para protegerlos de la influencia indebida que algo así podría producir, procuro establecer mi propósito de forma conveniente, de tal modo que mis respuestas surjan de la motivación apropiada. Hago lo que puedo para desearles lo mejor (sea lo que sea). También me esfuerzo al máximo para desearles lo mejor, porque eso forma parte de desearles lo mejor. Intento tener la mente despejada y dejar a un lado mis propias preocupaciones. De esta forma me concentro en lo que es mejor para mis pacientes y al mismo tiempo me mantengo alerta para detectar cualquier indicio de que estoy malinterpretando qué es lo que es mejor. Se trata de algo que hay que negociar, que no puedo asumir por mi cuenta. Algo que hay que manejar con mucho cuidado para mitigar los riesgos que conlleva una interacción personal íntima. Mis pacientes hablan y yo escucho. A veces respondo. Normalmente de forma sutil. Ni siquiera verbalmente. Mis pacientes y yo nos sentamos uno enfrente del otro. Establecemos contacto visual y podemos ver las expresiones del otro. Ellos pueden observar los efectos de sus palabras en mí, y yo puedo observar los efectos que las mías tienen en ellos. Y pueden responder a mis respuestas.

Quizá un paciente me diga: «Odio a mi mujer». Una vez que lo ha dicho, ahí queda, flotando en el aire. Ha surgido del inframundo, se ha materializado a partir del caos y se ha manifestado. Ahora es algo perceptible y concreto que no puede ignorarse fácilmente. Ahora se ha vuelto real y quien lo ha dicho se ha sorprendido a sí mismo. Ve lo mismo reflejado en mis ojos y, al notarlo, avanza en el camino hacia la sensatez. «Espera —dice—. Volvamos atrás. Eso ha sonado muy fuerte. A veces odio a mi mujer. La odio cuando no me quiere decir qué es lo que quiere. Mi madre también hacía lo mismo, todo el rato, y volvía loco a mi padre. Nos volvía a todos locos, la verdad, ¡incluso a ella misma! Era una buena persona, pero era muy rencorosa. Bueno, por lo menos mi mujer no está tan mal como mi madre. Para nada. ¡Espera! Creo que a mi mujer en realidad se le da bastante bien decirme lo que quiere, pero me molesto mucho cuando no lo hace porque mi madre nos torturó a todos casi hasta la muerte haciéndose la mártir. Y eso es algo que me afectó mucho. Quizá ahora tiendo a exagerar cuando ocurre, por poco que ocurra. Fíjate, me estoy portando exactamente como lo hacía mi padre cuando mi madre lo enfadaba. Pero yo no soy así. Y no tiene nada que ver con mi mujer. Más me vale decírselo». Observo a partir de todo esto que hasta entonces mi paciente no había conseguido diferenciar debidamente a su mujer de su madre. Y veo también que estaba poseído de forma inconsciente por el espíritu de su padre. Y él ve todo eso también. Ahora es una persona un poco más diferenciada, ahora es un poco menos un bloque tosco sin tallar, ahora está un poco menos perdido entre la niebla. Dice: «Ha sido una buena sesión, doctor Peterson». Yo asiento. Puedes ser bastante listo si te limitas a callarte.

Soy un colaborador y un oponente incluso cuando no hablo. Es algo que no puedo evitar. Mis expresiones anuncian mi respuesta, incluso cuando son sutiles. De esta forma me comunico, tal y como señalaba Freud con acierto, a pesar de estar en silencio. Pero también hablo durante mis sesiones. ¿Entonces cómo sé cuándo hay que decir algo? En primer lugar, como he dicho antes, me pongo en una disposición apropiada. Defino bien mi objetivo. Quiero que las cosas vayan mejor. Mi mente se orienta en función de esa meta e intenta producir respuestas al diálogo terapéutico que contribuye a ese objetivo. Internamente veo qué es lo que sucede y revelo mis respuestas. Esa es la primera regla. Por ejemplo, un paciente dice algo y yo tengo cierta ocurrencia o bien una fantasía me atraviesa la cabeza. Frecuentemente tiene que ver con algo que ese mismo paciente explicó un poco antes o en una sesión anterior. Entonces le cuento tal pensamiento o fantasía. Con indiferencia le digo: «Dijiste esto y me he dado cuenta de que luego me percaté de esto otro». Entonces lo hablamos. Tratamos de determinar la relevancia del significado de mi reacción. A veces, quizá, tiene que ver conmigo. Ahí es adonde iba Freud. Pero en ocasiones se trata simplemente de la reacción de un ser humano imparcial, pero favorablemente predispuesto a una declaración que revela algo, formulada por otro ser humano. Es algo que posee un significado, en ocasiones incluso correctivo. En otras, sin embargo, se me corrige a mí.

Tienes que llevarte bien con otras personas. Un terapeuta es una de esas otras personas. Si es bueno, te dirá la verdad acerca de lo que piensa, lo cual no es lo mismo que decirte que lo que piensa es verdad. Entonces podrás contar al menos con la opinión honesta de una persona, algo que no es tan fácil de conseguir. No es tema menor. Es la llave que abre todo el proceso psicoterapéutico: dos personas contándose la verdad y escuchándose.

¿CÓMO DEBERÍAS ESCUCHAR?

Carl Rogers, uno de los grandes psicoterapeutas del siglo XX, sabía unas cuantas cosas acerca de cómo escuchar. Escribió lo siguiente: «La gran mayoría de nosotros no sabe escuchar; nos vemos obligados a evaluar, porque escuchar es muy peligroso. En primer lugar hace falta valentía y no siempre la tenemos»[171]. Rogers sabía que escuchar podía transformar a la gente. A propósito de eso comentó: «Puede que algunos penséis que escucháis bien a las personas y que nunca habéis visto semejantes resultados. Es más que probable que no hayáis escuchado de la forma que he descrito». Proponía a sus lectores que realizaran un pequeño experimento la próxima vez que se encontraran en una discusión: «Detén la discusión un momento e introduce esta regla: “Cada persona puede decir lo que piensa solo después de repetir las ideas y sentimientos de la persona que acaba de hablar de forma minuciosa, con una formulación que esa persona apruebe”». Esta regla me ha resultado de gran utilidad, tanto en mi vida privada como en mi práctica clínica. Suelo resumir lo que la gente me ha dicho y les pregunto si he entendido correctamente. Unas veces, aceptan el resumen; otras, me sugieren una pequeña corrección. De vez en cuando me equivoco por completo. Y está bien saber todo eso.

Este proceso de resúmenes comporta varias ventajas básicas. La primera es que termino entendiendo realmente lo que la otra persona me está diciendo. Sobre esto, Rogers señala: «Parece sencillo, ¿no? Pero, si lo pruebas, descubrirás que es una de las cosas más difíciles que jamás hayas hecho. Si de verdad entiendes a una persona de esta forma, si estás dispuesto a entrar en su mundo privado y ver cómo se le presenta a él la vida, corres el riesgo de quedar transformado. Puede que acabes viendo las cosas de la misma forma, puede que te veas influido en tus actitudes o en tu personalidad. Este riesgo de transformación es una de las perspectivas más aterradoras que la mayor parte de nosotros puede encarar». Pocas veces se han escrito palabras más acertadas.

La segunda ventaja de realizar estos resúmenes es que ayudan a la persona a consolidar y utilizar la memoria. Partamos de la siguiente situación: un paciente, hombre o mujer, me refiere un relato largo, disperso y cargado de emociones acerca de un periodo complicado de su vida. Lo resumimos una y otra vez. Esa historia se va acortando y finalmente queda resumida en la mente de los dos con el formato que hemos intercambiado. En muchos sentidos ahora es un recuerdo diferente; con un poco de suerte, incluso un recuerdo mejor. Ahora pesa menos, ya que se ha destilado hasta dejarlo en su esencia. Hemos sacado la moraleja de la historia y se ha transformado en la causa y el resultado de lo que ocurrió, formulada de tal forma que repetir la tragedia y el dolor parece menos probable en el futuro. «Esto es lo que pasó y este es el porqué. Esto es lo que tengo que hacer para evitar estas cosas de ahora en adelante». Eso es utilizar bien la memoria. Ese es el objetivo de la memoria. Digámoslo una vez más: si recuerdas el pasado no es para «registrarlo con exactitud», sino para estar preparado para el futuro.

La tercera ventaja que comporta utilizar el método de Rogers es que resulta muy complicado construir alegremente argumentos peleles. Cuando alguien se opone a ti, resulta muy tentador simplificar, parodiar o tergiversar su posición. Es un juego contraproducente, diseñado al mismo tiempo para dañar al adversario y aumentar injustificadamente tu propio estatus. Por el contrario, si se te pide que resumas la posición de la otra persona de tal forma que esta lo apruebe, quizá tengas que formular el argumento de una manera aún más clara y concisa de lo que tu interlocutor ha conseguido hacer. Si accedes a mirar los argumentos presentados desde la perspectiva opuesta, puede que 1) encuentres cierto valor en ellos y que aprendas algo en el proceso o 2) te sirvas de esas perspectivas para refinar tus propios argumentos si aún piensas que la otra persona está equivocada, con lo que saldrán reforzados. Tú también serás mucho más fuerte. Entonces ya no tendrás que deformar la posición de tu contrincante y, además, es muy posible que vuestras posiciones se hayan aproximado al menos parcialmente. También se te dará mucho mejor resistir a tus propias dudas.

Hace falta mucho tiempo, en algunos casos, para averiguar lo que una persona quiere decir de verdad cuando está hablando. Esto se debe a que frecuentemente está articulando sus ideas por primera vez. No puede hacerlo sin perderse por callejones sin salida o declarar cosas contradictorias, incluso abiertamente absurdas. Se debe, en parte, a que hablar (y pensar) a menudo tiene que ver más con olvidar que con recordar. Hablar de algo que ocurrió, sobre todo si posee una carga emocional, algo como una muerte o una enfermedad grave, significa escoger detenidamente qué se va dejando atrás. Cuando se empieza, no obstante, mucho de lo que no es necesario tiene que verbalizarse. La persona que habla con gran emoción tiene que relatar toda la experiencia con todo lujo de detalles. Solo entonces puede pasar a enfocar o consolidar el hilo central, las causas y consecuencias. Solo entonces se puede extraer la moraleja de la historia.

Imagina que alguien tiene una pila de billetes, algunos de los cuales son falsos. Habrá que extender todos los billetes en la mesa para poder examinar cada uno y advertir las diferencias antes de poder distinguir los auténticos de los falsos. Este es el tipo de enfoque metodológico que tienes que adoptar cuando realmente escuchas a alguien para intentar resolver un problema o comunicar algo importante. Si tras descubrir que algunos de los billetes son falsos te limitas a tirarlos todos —como harías si tuvieras prisa o si por algún motivo no estuvieras en disposición de dedicar el tiempo necesario—, nunca aprenderás a separar el grano de la paja.

Si en lugar de eso escuchas sin prejuicios, la gente tenderá a contarte todo lo que piensa, con muy pocas mentiras. La gente te contará las cosas más sorprendentes, absurdas e interesantes que puedas imaginar. Tendrás muy pocas conversaciones aburridas. De hecho, así es como puedes saber si realmente estás escuchando de verdad o no. Si la conversación es aburrida, probablemente no lo estás haciendo.

LA DOMINACIÓN DEL PRIMATE, LAS MANIOBRAS DE JERARQUÍA Y EL INGENIO

No siempre hablar es pensar, ni siempre que se escucha se propicia una transformación. Para ambas cosas existen otros motivos, algunos de los cuales producen resultados contraproducentes, mucho menos valiosos e incluso peligrosos. Está, por ejemplo, el tipo de conversación en el que alguien habla simplemente para establecer o confirmar su posición dentro de una jerarquía de dominación. Una persona empieza contando una anécdota a propósito de algo interesante que le ha sucedido ahora o hace tiempo, algo lo suficientemente bueno, malo o sorprendente como para que merezca la pena escuchar. La otra persona, que ahora está preocupada por su estatus potencialmente subordinado en tanto que individuo menos interesante, piensa inmediatamente en algo mejor, peor o más sorprendente que contar. No me estoy refiriendo a una de esas situaciones en las que dos participantes de una conversación están desafiándose de verdad, desvariando sobre los mismos temas para su mutuo disfrute, así como para el de todos los que escuchan. Aquí de lo que se trata es simplemente de competir por una posición. Es fácil identificar cuándo se produce este tipo de conversaciones porque suscitan cierto sentimiento de bochorno entre los interlocutores, así como a cualquier persona que sepa que se acaba de decir algo falso y exagerado.

Hay otra forma de conversación estrechamente relacionada con esta en la que ninguno de los hablantes escucha en absoluto al otro. En lugar de ello, cada uno utiliza el tiempo que emplea la otra persona en hablar para rebuscar lo que va a decir a continuación, algo que probablemente esté fuera de lugar porque, al esperar con ansia su turno para volver a intervenir, no ha escuchado. Esto es algo que normalmente detiene en seco todo el tren que forma la conversación. Llegados a este punto, las personas que iban montadas en los vagones cuando se produjo el choque normalmente permanecen en silencio, quizá se miran con cierto rubor, hasta que todos se van o a alguien se le ocurre algo ingenioso y consigue recomponer el estropicio.

También está la conversación en la que uno de los participantes intenta conseguir que su punto de vista se alce con la victoria. Se trata de otra variante de la conversación de dominación y jerarquía. Durante este tipo de conversaciones, que suelen aproximarse a cuestiones ideológicas, la persona que posee el turno de palabra: 1) se esfuerza por denigrar o ridiculizar el punto de vista de cualquiera que mantenga una postura distinta a la suya; 2) utiliza para ello pruebas cuidadosamente seleccionadas; y 3) impresiona a los interlocutores, muchos de los cuales comparten su mismo espacio ideológico con la validez de sus afirmaciones. El objetivo es recabar apoyo para una cosmovisión global, unitaria y simplista. Así pues, el propósito de la conversación es demostrar que lo que hay que hacer es no pensar. La persona que habla de esta forma cree que ganando la discusión demuestra que tiene razón, y que de esta forma se valida necesariamente la estructura de conjeturas propia de la jerarquía de dominación con la que más se identifica. A menudo y sin sorpresas se trata de la jerarquía en la que ha logrado su mayor éxito, o de aquella con la que se ha alineado de forma cerril. Prácticamente todas las discusiones sobre política o economía se desarrollan de esta forma: cada uno de los participantes intenta justificar una posición establecida a priori, en vez de intentar aprender algo o adoptar una perspectiva distinta, aunque solo sea por cambiar. Por este motivo, tanto los conservadores como los progresistas consideran que sus postulados son obvios, cada vez más a medida que se radicalizan. Y a partir de determinadas conjeturas basadas en el temperamento, emerge una conclusión previsible, eso sí, solo una vez que se obvia el hecho de que las propias conjeturas pueden cambiar.

Estas conversaciones son muy distintas de aquellas en las que se escucha. Cuando de verdad se escucha, las personas se suceden en la tribuna una detrás de otra y mientras tanto todos escuchan. A la persona que habla se le da la oportunidad de abordar de forma seria aquello que le ha sucedido, a menudo algo triste o incluso trágico. Todos los demás responden con empatía. Este tipo de conversaciones son importantes porque quien habla está organizando en su cabeza la vivencia dolorosa a medida que la narra. Se trata de un hecho lo suficientemente importante como para repetirlo: la gente organiza su cabeza conversando. Y si no tienen a nadie para contarle su historia, pierden la cabeza. Son como personas que van acumulando objetos de forma compulsiva y no pueden deshacerse de nada ellas solas. Se requiere el aporte de la comunidad para mantener la integridad de la psique individual o, dicho de otra forma, es necesario todo un pueblo para organizar una sola cabeza.

Una gran parte de lo que consideramos funciones mentales saludables es el resultado de nuestra capacidad de utilizar las reacciones de los demás para poder seguir siendo operativos en toda nuestra complejidad. De esta forma externalizamos el problema de nuestra cordura. De ahí que la responsabilidad fundamental de los padres consista en conseguir que sus hijos sean socialmente aceptables. Si el comportamiento de una persona resulta tolerable a las demás, lo único que tiene que hacer es situarse en un contexto social. Entonces las personas le indicarán si lo que hace y dice es aceptable, simplemente al mostrarse interesadas o aburridas ante lo que dice, al reírse o no de sus chistes, sus bromas y sus mofas, o incluso solo al arquear una ceja. Todo el mundo proclama a todos los demás su deseo de encontrarse con lo ideal. Nos castigamos y recompensamos los unos a los otros precisamente en la medida en que cada uno se ajusta a ese deseo, a no ser, desde luego, que tan solo estemos buscándonos problemas.

Las respuestas empáticas que se ofrecen durante una verdadera conversación indican que se valora a la persona que habla y que la historia que se cuenta es importante y seria, que merece consideración y resulta comprensible. Los hombres y las mujeres a menudo se malinterpretan cuando estas conversaciones se concentran en un problema particular. Se acusa a menudo a los hombres de querer «arreglar las cosas» en un punto demasiado apresurado del debate. Esto suele frustrar a los hombres, a quienes les gusta resolver los problemas de forma eficiente y a los que las mujeres llaman a menudo precisamente con ese objetivo en mente. En todo caso, puede que les resultara más fácil a mis lectores varones entender por qué esto no funciona si fueran capaces de darse cuenta y luego de recordar que antes de poder resolver un problema hay que formularlo de forma precisa. Las mujeres suelen insistir en formular el problema cuando tratan un asunto y necesitan que se las escuche, e incluso que se las contradiga, para conseguir que esa formulación sea lo más clara posible. Entonces, sea cual sea el problema, si es que hay alguno, puede resolverse mucho mejor. Y en todo caso habría que señalar antes de nada que, cuando nos precipitamos para resolver un problema, en ocasiones no hacemos más que indicar nuestro deseo de ahorrarnos el esfuerzo que supone entablar una conversación para formularlo.

Otro tipo de variante de conversación es la lección magistral. Impartir una lección, por sorprendente que sea, también es una conversación. El ponente habla, pero su auditorio se comunica con él o con ella de forma no verbal. Una cantidad asombrosa de interacción humana, como por ejemplo la que posee un carácter emocional, se produce de esta forma, adoptando posturas y expresiones faciales, tal y como señalé cuando hablaba de Freud. Quien sabe dar una clase no solo comunica hechos, que quizá constituyan la parte menos importante del conjunto, sino que también cuenta historias a propósito de esos hechos, adecuándolas exactamente al nivel de comprensión de su público, algo que calibra en función del interés que demuestran. La historia que cuenta transmite a quienes lo escuchan no solo los hechos que aborda, sino por qué resultan relevantes, esto es, por qué es importante saber algunas cosas que por el momento desconocen. Demostrar la importancia de una serie de hechos supone transmitir a quien compone ese público en qué medida el conocimiento en cuestión podría cambiar su comportamiento o su forma de ver el mundo, algo que les permitiría evitar determinados obstáculos y progresar más rápidamente hacia objetivos todavía mejores.

Quien sabe impartir bien una lección habla, pues, con quienes lo escuchan, y no a ellos o hacia ellos. Para conseguirlo, tiene que prestar extrema atención al mínimo gesto del público, a cada uno de sus gestos y sus sonidos. Y lo curioso es que esto no es algo que pueda realizarse mirando al público en su conjunto. Lo que hace es hablar directamente con algunas personas concretas e identificables[172] y observar su respuesta, en vez de hacer algo tan tradicional como «una presentación» al público. Todo lo que encierra esta idea está equivocado. No presentas nada, hablas. Y «una presentación» viene a ser algo enlatado, algo que habría que evitar. Tampoco hay un «público», sino individuos que tienen que ser incluidos en la conversación. Un orador público competente y con tablas se dirige a una persona concreta e identificable, mira cómo asiente, mueve la cabeza, frunce el ceño o muestra confusión, y responde de forma apropiada y directa a cada uno de esos gestos y expresiones. Así, tras unas frases acerca de una idea determinada, pasa a fijarse en otro miembro del público y hace exactamente lo mismo. De esta forma, puede inferir y reaccionar a la actitud de todo el grupo, en la medida en que algo así exista.

Y hay otro tipo más de conversaciones que funcionan esencialmente como demostraciones de ingenio. También incluyen un elemento de dominación, pero el objetivo es ser el más divertido, un logro del que también disfrutarán todos los demás que participan en el intercambio. El propósito de este tipo de conversaciones, tal y como me comentó en una ocasión un amigo mío particularmente ingenioso, es decir «cualquier cosa que sea o cierta o divertida». Puesto que la verdad y el humor son a menudo aliados íntimos, se trata de una combinación afortunada. Opino que podría definirse como la conversación del obrero inteligente. He participado en muchas de ellas, recitales de sarcasmo, sátira, improperios e intercambios jocosos absolutamente delirantes, primero entre la gente con la que crecí en el norte de Alberta y más tarde con algunos soldados estadounidenses de operaciones especiales que conocí en California. Eran amigos de un escritor que conozco, autor de historias de ficción muy populares y bastante aterradoras. Todo el mundo estaba encantado de decir cualquier cosa, por escandaloso que resultara, a condición de que fuera algo divertido.

Hace no mucho acudí a la fiesta por el cuarenta cumpleaños de este escritor en Los Ángeles. Había invitado a uno de aquellos soldados. Sin embargo, unos meses antes, a la mujer del escritor le habían diagnosticado una grave enfermedad que requería una intervención cerebral. Así pues, llamó a su amigo soldado, le informó de las circunstancias y le dio a entender que la fiesta tendría que cancelarse. «Conque vosotros dos pensáis que tenéis un problema —le respondió—, ¿y yo qué, que acabo de comprarme un billete de avión que no admite devolución del importe para ir a la fiesta?». No me queda claro a qué porcentaje de la población mundial una respuesta de ese tipo le parecería divertida. Hace poco conté esta historia a un grupo de personas que acababa de conocer y el tema les resultó mucho más indignante que divertido. Intenté defender la gracia como una indicación del respeto que el soldado tenía por la habilidad de la pareja para resistir y vencer a la tragedia, pero lo cierto es que no lo conseguí. No obstante, creo que era eso exactamente lo que se proponía y me parece de un ingenio tremendo. Su respuesta era osada, anárquica hasta la imprudencia, que es exactamente el punto en el que ocurren las cosas verdaderamente divertidas. Mi amigo y su mujer reconocieron el cumplido y se dieron cuenta de que su amigo sabía que eran lo suficientemente duros como para soportar ese nivel de, llamémoslo así, humor competitivo. Fue una prueba de carácter que aprobaron con matrícula de honor.

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