Zoya

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París » Capítulo 8

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El viaje desde Tsarskoe Selo hasta Beloostrov en la frontera finlandesa duró siete horas, pese a que la localidad no estaba muy lejos de San Petersburgo, debido a que Fiodor tuvo la precaución de tomar todas las carreteras secundarias. Nicolás le había dicho que viajar de esa manera sería más seguro, aunque llevara más tiempo. Para asombro de Eugenia, cruzaron la frontera sin problemas. Les hicieron algunas preguntas, pero de repente Eugenia pareció encogerse como una viejuca y Zoya puso cara de chiquilla desvalida. Fue Sava la que en última instancia las salvó. Los soldados fronterizos se entusiasmaron con la perrita y tras un angustioso momento de espera, les indicaron por señas que prosiguieran. Los tres fugitivos suspiraron de alivio y la troika se puso en movimiento, tirada por los caballos de Nicolás. Fiodor tuvo la astucia de utilizar los viejos arreos traídos de San Petersburgo y no las guarniciones de las caballerizas del zar, de muy fácil identificación por el águila de dos cabezas.

El viaje desde Beloostrov hasta la localidad finlandesa de Turku duró dos días enteros y, cuando llegaron muy entrada la noche, Zoya estaba tan entumecida que apenas podía moverse. Su abuela casi no podía andar cuando las ayudaron a salir, y hasta Fiodor parecía en extremo fatigado. Alquilaron dos habitaciones en una pequeña posada. A la mañana siguiente, Fiodor vendió los caballos por una suma ridícula. Luego subieron a un rompehielos rumbo a Estocolmo. Pasaron otro interminable día en el barco que navegaba muy despacio en las aguas congeladas que separan Finlandia de Suecia. Ensimismado cada uno en sus propios pensamientos, los tres viajeros apenas hablaron.

Llegaron a Estocolmo a última hora de la tarde, justo a tiempo para un tren nocturno con destino a Malmö. Una vez allí, a la mañana siguiente tomaron el transbordador que las conduciría a Copenhague, donde durmieron en un pequeño hotel. Eugenia llamó a los amigos de la tía del zar, pero no estaban. Al día siguiente abandonaron Copenhague a bordo de un buque británico que los llevaría a Francia. Zoya estaba completamente aturdida y el primer día de travesía lo pasó muy mareada. A su abuela le pareció que tenía fiebre, pero era difícil saber si estaba enferma o simplemente agotada. Después de seis días de viaje en troika, en barco y en tren, los tres estaban completamente exhaustos. Incluso Fiodor aparentaba haber envejecido diez años en una semana. Sin embargo, lo que más les dolía era el haber abandonado su patria. Apenas hablaban, dormían muy poco y casi no sentían apetito. Era como si tuvieran los cuerpos llenos de tristeza y no pudieran introducir nada más en ellos. Lo habían dejado todo a sus espaldas, un estilo de vida, mil años de historia, personas amadas que habían perdido. El dolor era tan insoportable que Zoya anheló en su fuero interno que los submarinos alemanes hundieran el barco durante la travesía a Francia. Fuera de Rusia, la gente tenía miedo, no de la revolución, sino de la Gran Guerra. Sin embargo, Zoya pensaba que el morir a manos de alguien sería mucho más fácil que enfrentarse con un nuevo mundo que ella no quería conocer. Recordó las veces que habían soñado con María visitar París. Les parecía tan romántico entonces pensar en elegantes mujeres y en los preciosos vestidos que se comprarían. Ahora todo eso estaba olvidado. Solo tenían la pequeña suma de dinero que su abuela había pedido prestada al zar y las alhajas cosidas en la ropa. Eugenia ya había decidido vender las que fueran necesarias en cuanto llegaran a París. Por otra parte, tenían que pensar también en Fiodor, el cual prometió buscar trabajo enseguida y ayudarlas en todo lo posible. No quiso permitir que viajaran solas. En Rusia ya no le quedaba nada y no se imaginaba una vida sin servir a los Ossupov. Se hubiera muerto de pena si lo hubieran dejado. Durante el viaje a Francia, se mareó tanto como Zoya y lo pasó muy mal porque nunca había estado en un buque.

—¿Qué haremos, abuela? —preguntó Zoya, y miró tristemente a la condesa en el pequeño camarote.

Atrás había quedado la grandeza de los yates imperiales, los palacios, los príncipes y las fiestas. Atrás el calor y el cariño de la familia, las personas conocidas, sus formas de vida e incluso la seguridad de saber que al día siguiente tendrían suficiente para comer. Solo les quedaban sus vidas y Zoya no estaba muy segura de apreciar la propia. Quería regresar a Rusia junto a Mashka, retrasar el reloj y volver a un mundo perdido poblado por personas ahora inexistentes. Su padre, su hermano, su madre… Zoya se preguntó si María ya estaría mejor.

—Tendremos que buscar un pequeño apartamento —contestó su abuela.

Eugenia llevaba mucho tiempo sin visitar París. Viajaba muy poco desde la muerte de su marido. Pero ahora tenía que pensar en Zoya. Debía ser fuerte por el bien de la muchacha. Pidió a Dios vivir lo bastante como para poder cuidarla, pero ahora no era Eugenia quien corría peligro, sino Zoya. La joven estaba muy enferma y sus ojos parecían más grandes que nunca en su pálido rostro. Cuando la condesa le tocó la frente, comprendió inmediatamente que tenía fiebre alta. Aquella noche, Zoya empezó a toser y su abuela temió que hubiera contraído una pulmonía. A la mañana, la tos se agravó. Cuando en Boulogne subieron al tren que las llevaría a París, la condesa descubrió manchas en su rostro y sus manos. La obligó a levantarse el jersey y ambas comprendieron que se trataba del sarampión. Eugenia estaba ahora más ansiosa que nunca por llegar a París. El viaje en tren duró cuatro horas y llegaron pasada la medianoche. Frente a la Gare du Nord había media docena de taxis y la condesa pidió a Fiodor que fuera por uno mientras ella ayudaba a Zoya a bajar del tren. Con gran esfuerzo, la joven se apoyó en su abuela con el rostro súbitamente arrebolado. Tosía muchísimo y casi deliraba a causa de la fiebre.

—Quiero volver a casa —gimoteó, abrazando a la perrita.

Sava había crecido y la muchacha casi no podía con ella cuando salió con su abuela de la estación.

—Enseguida nos vamos a casa, cariño. Fiodor ha ido en busca de un taxi.

Zoya se echó a llorar y miró a su abuela como una chiquilla extraviada.

—Quiero volver a Tsarskoe Selo.

—Tranquilízate, Zoya, tranquilízate…

Fiodor les hizo señas, agitando las maletas, y Eugenia ayudó cuidadosamente a Zoya a caminar y subir al viejo taxi. Amontonaron sus pertenencias en el asiento delantero, junto a Fiodor y el taxista. Ellas se acomodaron en el asiento trasero. No tenían reservas en ningún sitio, no sabían adónde ir y el taxista era viejo y sordo. Los jóvenes habían marchado a la guerra y en París solo quedaban los viejos y los enfermos.

Alors… On y va, mesdames? —El hombre se volvió sonriendo y le sorprendió ver llorar a Zoya—. Elle est malade? —Eugenia explicó que no estaba enferma sino muy cansada—. ¿De dónde vienen ustedes? —preguntó el taxista, charlando animadamente mientras Eugenia intentaba recordar el nombre del hotel donde había estado con su marido muchos años antes.

De pronto, se dio cuenta de que no recordaba nada. Tenía ochenta y dos años y estaba totalmente exhausta. Sin embargo, debían llevar a Zoya a un hotel y enseguida llamar a un médico.

—¿Puede recomendarnos algún hotel? Algo pequeño, limpio y no muy caro.

El hombre frunció los labios un momento mientras pensaba y Eugenia apretó instintivamente el bolso contra su pecho. Allí guardaba el último y más importante regalo de la zarina. Alix le había regalado uno de los huevos de Pascua creado especialmente para ella por Carl Fabergé. Aquella obra de arte en esmalte malva con cintas de brillantes era el tesoro más precioso de la condesa. En caso de que todo fallara, podrían venderlo y vivir de lo que obtuvieran.

—¿Le importa la zona, madame?… Me refiero al hotel…

—No, siempre y cuando esté en un barrio decente.

Más tarde podrían buscar otra cosa mejor. Aquella noche solo necesitaban unas habitaciones donde dormir. Los refinamientos, caso de ser posibles, vendrían después.

Hay un pequeño hotel en las inmediaciones de los Campos Elíseos, madame. El portero de noche es mi primo.

—¿Es caro? —preguntó Eugenia.

El taxista se encogió de hombros. Estaba claro que aquella gente no tenía dinero. Sus ropas eran muy sencillas y el viejo parecía un campesino. Menos mal que la mujer hablaba francés y, a lo mejor, la chica también aunque se pasaba el rato llorando y no paraba de toser. Esperaba que no tuviera tuberculosis, la enfermedad tan extendida en aquellos momentos en París.

—No está mal. Le pediré a mi primo que hable con el recepcionista.

—Muy bien, será suficiente —dijo Eugenia en tono autoritario, reclinándose en el asiento del viejo taxi.

La vieja le era simpática por su valentía, pensó el taxista.

El hotel estaba en la rue Marbeuf y efectivamente era muy pequeño, aunque parecía limpio y respetable, pensó Eugenia cuando entró en el vestíbulo. Disponía de tan solo doce habitaciones, pero el recepcionista les aseguró que dos estaban libres. Había un lavabo común al fondo del pasillo, cosa que a Eugenia le pareció muy desagradable aunque de momento eso no importaba. La condesa apartó la colcha de la cama que ella y Zoya compartirían y vio que las sábanas estaban limpias. Desnudó a Zoya, escondió la maleta bajo la cama y Fiodor subió el resto del equipaje. El anciano cuidaría de Sava. En cuanto Zoya se acostó, la condesa bajó de nuevo al vestíbulo y pidió al recepcionista que avisara a un médico.

—¿Para usted, madame? —preguntó el hombre.

No le hubiera sorprendido lo más mínimo. Estaban todos muy pálidos y cansados, y la señora era muy mayor.

—Para mi nieta.

Eugenia no le dijo que Zoya tenía sarampión. Cuando llegó dos horas más tarde, el médico confirmó el diagnóstico.

—Está muy enferma, madame. Tendrá que prestarle muchos cuidados. ¿Sabe cómo se contagió?

Hubiera sido ridículo decirle que se lo habían contagiado los hijos del zar de Rusia.

—A través de unos amigos, creo. Hemos realizado un viaje muy largo. —El médico adivinó por la tristeza de sus ojos que habían pasado muchas penalidades, pero nunca hubiera imaginado las desgracias padecidas durante tres semanas, lo poco que les quedaba y el miedo que les inspiraba el futuro—. Venimos de Rusia, vía Finlandia, Suecia y Dinamarca.

El médico la miró con asombro y, de pronto, lo comprendió todo. Otros habían hecho viajes similares en las últimas semanas, huyendo de la revolución. En los meses siguientes, otros seguirían su ejemplo, en caso de que pudieran escapar. La nobleza rusa, o lo que quedaba de ella, huía en tropel y muchos aristócratas recalaban en París.

—Lo siento…, lo siento infinitamente, madame.

—Nosotras también —dijo Eugenia sonriendo tristemente—. No tendrá pulmonía, ¿verdad?

—Todavía no.

—Su prima la padece desde hace varias semanas, y ambas han estado en estrecho contacto.

—Haré todo lo que pueda, madame. Volveré a visitarla por la mañana.

Al día siguiente, Zoya se puso peor y al anochecer empezó a delirar debido a la fiebre. El médico le recetó unas medicinas y dijo que eran su única esperanza. Al otro día, cuando el recepcionista le comunicó la entrada en guerra de los Estados Unidos, la condesa no se inmutó. En aquellos momentos la guerra le parecía poco importante a la luz de todo lo ocurrido.

La condesa comía en la sencilla habitación. Fiodor salía a comprar medicinas o algo de fruta. El pan estaba racionado y resultaba muy difícil encontrar todo lo que la condesa necesitaba, pero Fiodor era ingenioso y estaba muy contento, pues había conocido a un taxista que hablaba el ruso. Como ellos, llevaba pocos días en París, era un príncipe de San Petersburgo y a él le parecía un amigo de Konstantin. Sin embargo, Eugenia estaba muy preocupada por Zoya y no tenía tiempo de escucharle.

Pasaron varios días antes de que la muchacha empezara a recuperarse ligeramente. Zoya miró a su alrededor en la pequeña y sencilla habitación, escudriñó los ojos de su abuela y, poco a poco, recordó que estaban en París.

—¿Cuánto hace que estoy enferma, abuela?

Trató de incorporarse, pero todavía estaba muy débil. Por fortuna, la terrible tos había cedido un poco.

—Llegamos hace casi una semana, cariño. Nos has tenido muy preocupados. Fiodor ha recorrido todo París buscando fruta para ti. La carestía es aquí casi tan grave como en Rusia.

Zoya asintió y miró con aire distante a través de la única ventana de la habitación.

—Ahora comprendo lo que sentía Mashka…, y eso que ella estaba más enferma que yo. No me imagino cómo estará ahora.

La joven no conseguía centrarse en el presente.

—No debes pensar en eso —la reprendió cariñosamente su abuela, contemplando la tristeza de sus ojos—. Estoy segura de que ya estará restablecida. Hace dos semanas que nos fuimos.

—¿Nada más? —Zoya suspiró—. Me parece una eternidad.

A todos les ocurría lo mismo y más todavía a la condesa que apenas había podido dormir desde que abandonaran Rusia. Eugenia pasó varias noches en una silla sin acostarse en la cama por no perturbar el sueño de Zoya, pero ahora ya podría relajar un poco la vigilancia. Esa noche dormiría a los pies de la cama, necesitaba descansar casi tanto como Zoya.

—Mañana podrás salir de la cama, pero tienes que descansar, comer y ponerte fuerte.

Eugenia dio a Zoya unas palmadas en la mano y la muchacha le dedicó una leve sonrisa.

—Gracias, abuela.

Sus ojos se llenaron de lágrimas cuando comprimió la mano de la condesa contra su mejilla. Incluso eso le traía dolorosos recuerdos de su infancia.

—¿Por qué, tontuela? ¿Por qué tienes que darme las gracias?

—Por haberme traído aquí…, por ser tan valiente… y por haberte esforzado tanto en salvarnos.

De repente acababa de comprender lo lejos que habían llegado y lo extraordinario que había sido el comportamiento de la abuela. Su madre nunca hubiera podido hacerlo. Hubiera tenido que ser Zoya quien sacara a Natalia de Rusia.

—Aquí iniciaremos una nueva vida, Zoya, ya lo verás. Un día podremos volver la mirada hacia atrás y todo nos parecerá menos doloroso.

—No acierto a imaginarlo. No acierto a imaginar un tiempo en el que los recuerdos no me duelan como ahora.

En aquellos momentos la joven se moría de pena.

—El tiempo es muy bondadoso, querida. Y lo será con nosotras, te lo prometo. Aquí podremos vivir bien.

Pero no como en Rusia. Zoya trató de no pensar en ello, pero aquella noche, mientras su abuela dormía, se levantó sigilosamente de la cama, abrió su pequeña maleta y sacó la fotografía hecha por Nicolás el verano anterior cuando hacían el payaso en Livadia. Ella, Anastasia, María, Olga y Tatiana aparecían echadas casi boca abajo, sonriendo al término de un juego. Todo aquello se le antojó ahora una tontería encantadora. Incluso fotografiadas en aquel ángulo tan inverosímil, estaban todas muy guapas. Eran las muchachas que habían crecido con ella y a las que tanto amaba. Tatiana, Anastasia, Olga… y, naturalmente, Mashka.

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