Zoya

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París » Capítulo 9

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El sarampión debilitó bastante a Zoya, pero, para gran alivio de su abuela, la joven pareció revivir con el esplendor de París en abril. Estaba más seria que antes y padecía una ligera tos permanente, pero ahora sus ojos aparecían casi tan risueños como siempre. Verla así le alegraba el corazón a la condesa. El hotel de la rue Marbeuf resultaba algo caro para ellas pese a su sencillez, por lo que Eugenia comprendió que pronto tendrían que buscarse un apartamento. Ya habían gastado buena parte del dinero que les diera Nicolás y tenían que ahorrar sus escasos recursos. A principios de mayo, Eugenia previó que tendrían que vender algunas joyas.

Una soleada tarde, dejó a Zoya con Fiodor y fue a la joyería de la rue Cambon que le indicaron en el hotel, con un collar de rubíes cuidadosamente descosido del forro de uno de sus vestidos negros. Guardó el collar en el bolso y también tomó los pendientes a juego ocultos en dos grandes botones. Pidió un taxi antes de salir del hotel. Cuando le indicó al taxista la dirección, el hombre volvió lentamente la cabeza y la miró asombrado. Era un alto y distinguido caballero de cabello plateado y bigote blanco perfectamente recortado.

—No es posible…, condesa, ¿es usted?

Eugenia lo estudió con cuidado y, de pronto, se le aceleraron los latidos del corazón. Era el príncipe Vladimir Markovsky, uno de los amigos de Konstantin. Su hijo mayor llegó incluso a pedir la mano de la gran duquesa Tatiana, que le rechazó de plano por considerarlo excesivamente frívolo. Pese a ello, el joven era tan encantador como su padre.

—¿Cómo llegó hasta aquí?

La condesa rio y sacudió la cabeza mientras pensaba en lo extraña que resultaba la vida últimamente. Desde su llegada a París había visto rostros conocidos. En dos ocasiones incluso había reconocido a conductores de taxis. Los aristócratas rusos no parecían tener otro medio de ganarse la vida, pues no sabían hacer otra cosa que conducir un automóvil, tal como ahora hacía el príncipe Vladimir. Su rostro le trajo a la condesa recuerdos agridulces de tiempos mejores. Eugenia suspiró y explicó de qué forma habían huido de Rusia. La historia del príncipe era muy parecida a la suya, aunque él corrió mucho más peligro al cruzar la frontera.

—¿Se quedará aquí? —preguntó el príncipe mientras encaminaba el vehículo hacia la joyería de la rue Cambon que ella le había indicado.

—De momento, sí. Pero Zoya y yo tenemos que buscarnos un apartamento.

—Entonces ella está con usted. Debe de ser poco más que una niña. ¿Y Natalia?

El príncipe siempre consideró a la esposa de Konstantin extremadamente bella aunque un poco nerviosa. Estaba claro que no sabía de su muerte cuando los revolucionarios asaltaron el palacio de Fontanka.

—La mataron… pocos días después que a Konstantin… y a Nicolai —contestó Eugenia en voz baja.

Tenía que hacer un esfuerzo para pronunciar sus nombres, sobre todo en presencia de aquel príncipe que antaño fuera su amigo. Este asintió silenciosamente con la cabeza. Él también había perdido a sus dos hijos y más tarde se trasladó a París con su hija soltera.

—Lo siento.

—Todos lo sentimos, Vladimir. Los que más, Nicolás y Alejandra. ¿Sabe usted algo de ellos?

—Nada. Solo que todavía se encuentran bajo arresto domiciliario en Tsarskoe Selo. Solo Dios sabe el tiempo que los retendrán allí. Por lo menos, están cómodos, aunque no seguros. —Ya nadie estaba seguro en ningún lugar de Rusia. Por lo menos, las personas que ellos conocían—. ¿Se quedarán ustedes en París?

No tenía ningún otro sitio adonde ir. Los fugitivos rusos llegaban a diario con increíbles historias de huidas y terribles pérdidas, sobrecargando así a una ciudad ya agobiada por el peso de las circunstancias.

—Creo que sí. Consideré lo mejor venir aquí. Por lo menos, en París estamos a salvo y es un lugar respetable para Zoya.

El príncipe asintió mientras conducía el taxi.

—¿Quiere que la espere, Eugenia Petrovna?

La condesa se emocionó ante el hecho de poder hablar en ruso con alguien que conocía su nombre. Acababan de llegar a la joyería.

—¿Le importaría?

Era consolador saber que él estaba allí y la acompañaría al hotel, sobre todo, en caso de que el joyero le diera una abultada suma de dinero.

—Pues claro que no. La esperaré.

El príncipe la ayudó a descender y la escoltó hasta la entrada de la joyería. Era fácil imaginar qué iba a hacer la condesa allí. Exactamente lo mismo que los demás, vender todo lo que pudiera, los tesoros que consiguieron sacar clandestinamente del país y que apenas unas semanas atrás eran chucherías a las que no concedían la menor importancia.

La condesa salió media hora más tarde con la cara muy seria. El príncipe Markovsky no le hizo ninguna pregunta durante el trayecto de vuelta al hotel. Sin embargo, se la veía como más apagada, pensó el príncipe mientras la ayudaba a descender del automóvil en la rue Marbeuf. Esperaba que hubiera conseguido lo que necesitaba. La condesa ya era muy mayor para sobrevivir en un país extraño solo con su ingenio y la venta de sus joyas, sin nadie que la ayudara y una muchacha muy joven a su cargo. No sabía qué edad tenía Zoya, pero estaba seguro de que era bastante más joven que su hija, la cual iba a cumplir los treinta.

—¿Todo marcha bien? —preguntó preocupado mientras la acompañaba a la entrada del hotel.

—Supongo que sí —contestó la condesa y lo miró con tristeza—. Son tiempos difíciles. —Observó el taxi y después lo estudió detenidamente. Fue un hombre muy apuesto en su juventud, y lo seguía siendo, pero de repente parecía distinto. Todos habían cambiado. El rostro del mundo ya no era el mismo desde la revolución—. No es fácil para ninguno de nosotros, ¿no es cierto, Vladimir?

Cuando ya no le quedaran más joyas que vender, ¿qué sería de ellas?, se preguntó Eugenia. Ni ella ni Zoya sabían conducir un taxi, y Fiodor no hablaba idiomas extranjeros y era improbable que los aprendiera. Era más una carga que una ayuda, pero fue tan fiel y leal ayudándolas a escapar, que ahora ella no podía dejarlo. Se sentía tan responsable de él como de Zoya, pero dos habitaciones de hotel costaban el doble que una, y con la miseria que obtuvo por el collar de rubíes y los pendientes, sus fondos no durarían mucho tiempo. Tendrían que ingeniárselas de alguna manera. A lo mejor, ella podría trabajar como costurera, pensó para sus adentros mientras se despedía de Vladimir con aire distraído. De pronto, pareció una mujer mucho más vieja que cuando iba a la joyería. El príncipe Markovsky le besó la mano y se negó a cobrarle la carrera. La condesa se preguntó si alguna vez volvería a verlo. Sin embargo, dos días más tarde, cuando bajó con Zoya y Fiodor, lo encontró aguardándola en el vestíbulo.

Al verla, el príncipe se inclinó en reverencia y le besó la mano. Miró a Zoya y se asombró de lo guapa y crecida que estaba.

—Le pido disculpas por presentarme de esta manera, Eugenia Petrovna, pero me han hablado de un apartamento… Es bastante pequeño, pero está a dos pasos del Palais Royal. No es un barrio muy adecuado para una joven, pero tal vez podría interesarles. Usted me comentó el otro día que buscaba un sitio donde vivir. Tiene dos dormitorios. Aunque no sé si será suficientemente grande para los tres —añadió el príncipe, mirando con súbita preocupación al anciano Fiodor.

—Por supuesto que sí. —La condesa lo miró y sonrió como si fuera su mejor amigo, pese a que antes no solían verse con frecuencia. Por lo menos, era un rostro de un pasado no demasiado lejano, una reliquia del hogar—. Zoya y yo podemos compartir una habitación. Aquí en el hotel lo hacemos así y a ella no le importa.

—Pues claro que no, abuela.

Eugenia se apresuró a presentarle al príncipe y Zoya miró con curiosidad al alto y distinguido caballero.

—Entonces, ¿les digo que irán a verlo? —preguntó el príncipe.

Parecía muy interesado en Zoya, pero la condesa no se dio cuenta.

—¿Podríamos verlo ahora?

Era una soleada tarde de mayo en la que parecía increíble que hubiera algún trastorno en el mundo, y mucho menos que Europa estuviera en guerra y que Estados Unidos finalmente hubiera entrado en la contienda.

—Les mostraré dónde está el apartamento y quizá les permitan verlo ahora.

El príncipe los llevó rápidamente en su taxi mientras les contaba los últimos chismorreos. Varios conocidos suyos habían llegado a París en los últimos días, aunque ninguno sabía nada de Tsarskoe Selo. Zoya le oyó recitar los nombres con curiosidad. Los conocía a casi todos, aunque no figuraba ningún amigo íntimo de su familia. El príncipe comentó también que estaba allí Diaghilev y tenía en proyecto ofrecer una representación del Ballet Russe. La compañía actuaría en el teatro Châtelet y los ensayos empezarían la próxima semana. Zoya se emocionó al oír el comentario y apenas se fijó en las calles mientras se dirigían al apartamento.

El sitio era muy pequeño, pero daba a un bonito jardín de la casa contigua. Había dos pequeños dormitorios, un saloncito, una cocina y un cuarto de baño al fondo de un pasillo que tendrían que compartir con los inquilinos de otros cuatro apartamentos. Los demás deberían bajar de sus respectivos pisos para usarlo, por lo que ellas serían las más afortunadas. La vivienda distaba bastante de las comodidades del palacio Fontanka e incluso del hotel de la rue Marbeuf, pero no tenían otra opción. La condesa le reveló a Zoya la ridícula cantidad recibida a cambio del collar de rubíes. Les quedaban otras joyas, pero el futuro no parecía muy halagüeño.

—Quizá es demasiado pequeño… —dijo el príncipe Vladimir, súbitamente avergonzado.

Sin embargo, la situación no era más denigrante que el hecho de que él condujera un taxi.

—Creo que nos irá muy bien —dijo la condesa, aunque ya había visto la cara de desaliento de Zoya.

El zaguán olía a orina y a comida rancia. Tal vez con un poco de perfume, el perfume de lilas que tanto gustaba a Zoya… y teniendo siempre las ventanas abiertas al bonito jardín. Ya se las arreglarían. Además, el alquiler resultaba asequible. La condesa miró sonriente a Vladimir y le dio efusivamente las gracias.

—Tenemos que ayudarnos los unos a los otros —dijo el príncipe sin apartar los ojos de Zoya—. Las acompañaré de nuevo al hotel.

Decidieron mudarse a la semana siguiente, y durante el trayecto de regreso, Eugenia empezó a hacer una lista de los muebles necesarios. Ella y Zoya confeccionarían las cortinas y las colchas, solo comprarían lo imprescindible.

—Con una bonita alfombra en el suelo, la habitación parecerá más grande —dijo, tratando de no pensar en las valiosas alfombras Aubusson del pabellón del palacio Fontanka—. ¿No te parece, cariño?

—¿Mmm?… ¿Decías, abuela?

Zoya contempló los Campos Elíseos a través de la ventanilla mientras se dirigían a la rue Marbeuf. Pensaba en algo mucho más importante. Algo que necesitaban y les permitiría vivir de nuevo decentemente, tal vez no en un palacio, pero, por lo menos, en un apartamento un poco más grande y más cómodo que aquella maloliente caja de cerillas. Deseaba regresar cuanto antes al hotel y dejar a su abuela con sus listas, sus planes y sus órdenes a Fiodor de que fuera en busca de muebles y una bonita alfombra.

Al llegar, le dieron las gracias al príncipe Markovsky por su gentileza. Eugenia se sorprendió cuando Zoya anunció que iba a dar un paseo y se negó de plano a que Fiodor la acompañara.

—No me pasará nada, abuela, te lo prometo. No iré muy lejos. Voy hasta los Campos Elíseos y vuelvo enseguida.

—¿Quieres que vaya contigo, cariño?

—No. —Zoya miró sonriendo a la mujer a quien tanto amaba y a quien tanto debía—. Tú quédate a descansar un poco. Cuando vuelva tomaremos el té.

—¿Estás segura de que no te pasará nada?

—Completamente.

La condesa la dejó ir de mala gana y del brazo de Fiodor subió despacio a su habitación. Era un buen entrenamiento para la empinada escalera de la nueva casa.

En cuanto salió del hotel, Zoya dobló la esquina y tomó un taxi, rezando para que el conductor conociera el camino y para que, cuando llegara allí, alguien supiera de qué estaba hablando. Era una esperanza muy remota, pero tenía que intentarlo.

—Al Châtelet, por favor —dijo en tono decidido como si supiera adónde iba, confiando en que el hombre supiera llegar.

Tras un instante de vacilación, vio que sus plegarias habían sido escuchadas. Contuvo el aliento mientras el vehículo circulaba a gran velocidad, y cuando llegaron le dio al taxista una buena propina por haberla conducido hasta allí y por no ser ruso. La deprimía ver a los miembros de las familias que conocía conduciendo taxis y hablando tristemente de la familia de Tsarskoe Selo.

Entró a toda prisa, miró a su alrededor y recordó sus sueños de huir al teatro Marynsky y pensó en lo mucho que se sorprendería María si la viera. Sonrió mientras buscaba a alguien que la atendiera. Al fin, vio a una mujer vestida de bailarina practicando en la barra y adivinó que era una profesora.

—Busco al señor Diaghilev —anunció.

—Ah, ¿sí? —La mujer la miró sonriendo—. ¿Puedo preguntarle para qué?

—Soy bailarina y me gustaría que me hiciera una prueba.

Zoya puso todas las cartas sobre la mesa a pesar de lo asustada que estaba.

—Comprendo. ¿Diaghilev ha oído hablar de usted alguna vez? —Era una pregunta bastante cruel, cuya respuesta la mujer no se molestó siquiera en esperar—. Veo que no lleva ropa de danza, mademoiselle. Así no puede hacer una prueba.

Zoya se miró la falda azul marino de sarga, la blusa blanca estilo marinero y los zapatos de calle calzados diariamente durante sus últimas semanas en Tsarskoe Selo. Se ruborizó intensamente mientras la mujer la miraba sonriendo. Era tan joven, bonita e inocente que no podía ser gran cosa como bailarina.

—Perdón. A lo mejor, podría volver mañana. ¿Él está aquí? —preguntó Zoya en un susurro.

—No —contestó la mujer—, pero no tardará. El día once hará el ensayo general.

—Lo sé. Por eso quería que me hiciera la prueba. Quiero intervenir en la representación e incorporarme a la compañía.

Lo dijo tan segura que la mujer rio sin poderlo evitar.

—¿Ah, sí? ¿Y dónde estudió?

—En la escuela de madame Nastova en San Petersburgo…, hasta hace dos meses.

Ojalá hubiera podido decir el Marynsky, aunque ella hubiera adivinado la verdad casi inmediatamente. Por otra parte, la escuela de ballet de madame Nastova era una de las más prestigiosas de Rusia.

—Si le doy unas mallas y unas zapatillas, ¿querrá bailar para mí?

La mujer la miró con aire divertido y Zoya vaciló tan solo una décima de segundo.

—Sí, si usted quiere.

El corazón le latía en el pecho como una orquesta entera, pero necesitaba aquel trabajo y era lo único que podía y quería hacer. Tenía que hacer algo por Eugenia.

Las zapatillas que le ofreció la mujer le apretaban terriblemente, y mientras se acercaba al piano, Zoya se sintió estúpida por haberlo intentado. Parecía una imbécil allí sola en el escenario. Tal vez madame Nastova le decía que bailaba muy bien por simple cumplido. Sin embargo, en cuanto empezó a sonar la música, Zoya olvidó sus temores y comenzó a bailar, haciendo todo lo que madame Nastova le había enseñado. Bailó incansablemente durante casi una hora mientras la mujer la miraba atentamente con los ojos entornados sin dejar traslucir ni desprecio ni admiración. Cuando la música por fin cesó, Zoya, empapada en sudor, hizo una graciosa reverencia en dirección al piano. En el silencio de la sala, los ojos de ambas mujeres se encontraron mientras la pianista asentía lentamente con la cabeza.

—¿Puede usted volver dentro de un par de días, mademoiselle?

Zoya abrió unos ojos como platos y corrió hacia el piano.

—¿Me darán el trabajo?

—No, no… —La mujer sacudió la cabeza, riéndose—. Pero él estará aquí entonces. Ya veremos qué dicen él y los demás profesores.

—Muy bien. Me compraré unas zapatillas.

—¿No tiene? —preguntó la mujer, sorprendida.

—Dejamos todo lo que teníamos en Rusia —contestó Zoya muy seria—. Mis padres y mi hermano murieron durante la revolución y yo conseguí escapar con mi abuela hace un mes. Necesito encontrar un trabajo. Ella es muy mayor para trabajar y no tenemos dinero.

La mujer se conmovió ante aquella simple explicación, aunque no lo demostró.

—¿Qué edad tiene usted?

—Acabo de cumplir dieciocho y estudié doce años.

—Lo hace muy bien. Aparte de lo que él o los demás digan. No deje que nadie la intimide. Baila usted muy bien.

Zoya sonrió y recordó que eso era exactamente lo que le había dicho a María aquella tarde en Tsarskoe Selo.

—¡Gracias! ¡Muchísimas gracias! —Hubiera deseado abrazar a la mujer y besarla, pero se abstuvo. Temía perder la oportunidad. Hubiera hecho cualquier cosa con tal de bailar para Diaghilev y aquella mujer se lo iba a permitir. La posibilidad superaba todos sus sueños. Tal vez en París no les irían tan mal las cosas si lograba convertirse en bailarina—. Lo haré mucho mejor cuando haya practicado un poco. Llevo dos meses sin bailar y estoy un poco oxidada.

—En tal caso, debe de ser usted mucho mejor de lo que pienso —dijo la profesora, y miró con una sonrisa a la agraciada joven pelirroja, de pie junto al piano.

De repente, Zoya jadeó. Había prometido a su abuela regresar enseguida, y habían pasado casi dos horas.

—¡Debo irme! ¡Mi abuela! Oh…, disculpe…

Zoya corrió a cambiarse y regresó con su falda azul marino y la blusa estilo marinero. El cisne se había vuelto a transformar en patito.

—Volveré dentro de dos días… ¡Y gracias por las zapatillas!… —Echó a correr, pero, de pronto, se volvió y preguntó—: ¿A qué hora?

—¡A las dos! —dijo la mujer—. ¿Cómo se llama?

—¡Zoya Nikolaevna Ossupov! —contestó Zoya mientras la mujer recordaba sonriendo la primera vez que había bailado para Diaghilev veinte años atrás… La muchacha bailaba muy bien, eso no podía negarse… Zoya…, la pobre niña debía de haberlo pasado muy mal a juzgar por sus palabras…, ya casi no recordaba lo que era tener dieciocho años y ser tan exuberante como aquella joven.

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