Zoa

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Capítulo 9

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Apenas cruzado el umbral de la puerta y bajada la escalera de entrada, volví a sentir aquella punzada de nostalgia. Era como si, al dejar la casa, perdiera todo lo que la noche anterior había encontrado en ella. No me detuve a pensar. Nunca he creído en presentimientos absurdos: me había enamorado de aquella chica y volvería a verla. Volvería. No podía hacer otra cosa sino volver.

Por otra parte, me costaba mucho renunciar a la esperanza de volver a acariciar aquella piel que me había hechizado, de sentir de nuevo muy cerca el calor de aquel cuerpo, de oír otra vez y muchas otras veces su voz pronunciando mi nombre.

Con la mochila al hombro, la pena mordiéndome el pecho y un borboteo de felicidad amarga inundando todo mi cuerpo, dejé la casa. Crucé lo poco que quedaba del agostado jardín y lancé una larga y detenida mirada a mi alrededor. No sabía dónde estaba, pero tenía que recordarlo todo muy bien para que pudiera reconocerlo cuando volviera.

Subí un trecho de la falda del cerro por donde había llegado, con el fin de orientarme y tener una panorámica más amplia del lugar. Desde allí arriba advertí que, no lejos de la casa —que a excepción de la parte de delante estaba rodeada de una espesa arboleda de alisos, chopos y álamos—, había un camino recto y muy ancho, casi una carretera, que tenía que conducir a alguna parte. Bajé el cerro y enfilé el camino. Era una larguísima avenida de grava tirada a cordel y flanqueada por tilos olorosos.

Me resultaba agradable y extrañamente familiar caminar por allí. Y aquella sensación se hizo mucho más intensa cuando, a mi derecha, por entre los árboles y los arbustos, más allá de los prados y los campos, me pareció entrever un relámpago de plata deslumbrando el sol.

El cielo era intensamente azul y el aire duro y cortante como el hielo. Un escalofrío me recorrió la espalda, pero seguí adelante por aquella avenida, sabiendo ya perfectamente a dónde me llevaba y qué encontraría al final del paseo bordeado de árboles por el que mi sueño me conducía.

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