Zoa

Zoa


Capítulo 10

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Al final de la avenida había un apeadero. El mismo apeadero que había visto en sueños la noche anterior. Todo concordaba. Por lo menos, todo lo que recordaba de mi sueño. Pero eso no me preocupaba lo más mínimo en aquel momento. Había otra cosa que me interesaba mucho más: bajo el cobertizo de uralita estaba Zoa, vestida con unos tejanos y una camisa de cuadros.

Llevaba una extraña gorra que tardé en identificar con la de un ferroviario. La llamé mientras corría hacia ella:

—¡Zoa! ¡Zoa!

Al aproximarme, me di cuenta de que Zoa me miraba sorprendida al tiempo que daba unos pasos hacia atrás, como si no estuviera muy segura de mis intenciones.

—No me llamo Zoa. Me llamo Juana —dijo con voz vacilante mientras se ponía la banderola roja delante del cuerpo, como si quisiera protegerse.

—¿Es una broma?

La chica no contestó, pero, por la turbación de sus ojos y la fuerza con que oprimía la banderola, comprendí que no se trataba de una broma. Intenté tranquilizarla, a pesar de que era yo quien necesitaba recobrar la calma.

—Vamos, mujer, no seas así. No pasa nada. Me da igual… Quiero decir que me da igual que te llames Zoa o Juana…

Algo en mi voz, en mi expresión, debió de indicar a la chica que no era tan peligroso como al principio había pensado, porque aflojó la presión de sus dedos sobre la banderola, bajó la guardia y me miró de soslayo.

—Me llamo Juana y basta —dijo levantando la voz y plantándome cara.

Yo empezaba a perder la paciencia. Y la seriedad. La chica parecía estar convencida de llamarse Juana. Me daba lo mismo. Si se llamaba Juana, pues Juana. Pero, por su actitud, parecía considerarme un extraño impertinente. Y eso no me gustó.

—Pero la noche pasada…

No me escuchaba. Zoa, Juana, o quien fuera, parecía haber recobrado el dominio de sí misma y de la situación. Me volvió la espalda, erguida, con el mentón levantado, y echó a andar. Ni en el apeadero ni en sus alrededores se veía un alma.

—¡No vas a decirme ahora que no hemos pasado la noche juntos en aquel caserón lleno de fantasmas!

Echó a correr y se le cayó la gorra. Corrí tras ella confuso y enormemente agitado.

—¡No me lo niegues! ¡No puedes negármelo! La casa de la fiesta fantasma, la que se encuentra a la salida de este apeadero. Si no la tapan los árboles seguro que puede verse desde el otro extremo del andén…

La punzada angustiosa se había convertido en un vado de ansiedad en medio del pecho que me secaba la garganta y me hada boquear como los peces fuera del agua. Me daba cuenta con absoluta claridad de que en todo aquello había demasiadas cosas extrañas y absurdas. Y mi única posibilidad de averiguar lo que pasaba era aquella chica, se llamara como se llamara.

—¡No puedes negármelo! —suplicaba casi mientras la perseguía por el andén.

De pronto, ella se detuvo en seco. Se volvió, me miró y, sin abrir la boca, desanduvo el camino para recoger la gorra. La sacudió cuidadosamente. Después me miró con sorna.

—Sí, sí, desde aquel extremo del andén se ve el caserón del que hablas…

Y después de volver a calarse la gorra, hizo un gesto ampuloso con el brazo, como invitándome a seguirla hada el extremo del andén. Cuando llegamos allí, me señaló algo por entre las altas ramas de los chopos y de los olmos.

Era verdad: se veía el caserón. Lo que quedaba del caserón: los restos irregulares y ahumados de unos muros sin techo; el costillar de vigas al descubierto, algunas de ellas colgando sobre el vacío; las ahumadas ventanas, como negras bocas abiertas; las galerías y balcones medio hundidos… Una ruina.

Después de contemplarlo largamente me volví hacia la chica con el corazón helado. Ella sonreía. Pero su sonrisa no era de triunfo, como yo había temido, sino apagada, triste…

—Ya ves…

—Pero la noche pasada, nosotros… —balbud.

—¿En esa casa? —preguntó ella señalándome las ruinas ahumadas del caserón y volviendo a sonreír tristemente a pesar del acento irónico de su voz—. ¿Tú crees?

No pude contestar. La miraba —era la misma Zoa que había pasado la noche conmigo, estaba seguro, lo sentía en mi piel— y miraba las ruinas, sin poder hablar ni pensar.

—Hace muchos años que la casa se quemó. Recuerdo haberla visto así toda la vida, en ruinas.

Su voz era ahora condescendiente y amable, pero no tierna y sugerente como la noche antes. Eso también me dolía. Todo lo que me ocurría, todo lo que me rodeaba me parecía tan irreal, que me hería y me desconcertaba.

De pronto, se oyó un silbido estridente. Era el tren que entraba en el andén. Al ver que yo no reaccionaba, la chica me empujó, literalmente, para que subiera. Una vez arriba, pensé que no llevaba billete. Iba a decírselo, pero ella ya había echado a andar por el andén con el silbato en la boca y la banderola enrollada en el aire. Antes de que me diera cuenta, el tren había arrancado, y la chica y el andén habían desaparecido.

El tren era de los que ya apenas quedan, exceptuando en los museos ferroviarios: pequeño, casi todo de madera, renqueaba sobre los raíles. Estaba equipado con pequeños compartimentos, asientos tapizados, brillantes por la grasa acumulada durante varias generaciones de pasajeros…

Me senté en uno de aquellos compartimentos en el que había una sola persona: una campesina que dormía balanceando la cabeza al ritmo del tren, la barbilla hincada en el pecho, la cabeza cubierta con un pañuelo de cuadros atado bajo el mentón.

Yo iba preocupado a causa de mis problemas y mis enigmas y me senté pensativo, sin hacer ruido. No tenía ganas de hablar con nadie.

Pero la campesina se removió, se despertó, se irguió, paladeó ruidosamente, se sacudió la ropa y se me quedó mirando fijamente.

—¿Dónde ha subido, joven? No lo he visto en la estación —preguntó al fin.

—En el apeadero que acabamos de dejar atrás.

La mujer me miró ladeando un poco la cabeza y arrugando el entrecejo.

—¿Qué apeadero?

—Donde se acaba de detener el tren no hace ni dos minutos.

—Ande, ande, no sea tonto —me dijo la campesina—. No hay ninguna parada en este tramo de vía. El tren hace el trayecto de un extremo a otro sin detenerse en ninguna parte.

La mujer hizo una pausa como si recordara. Ya no me miraba. Sus ojos estaban como perdidos y su cuerpo se balanceaba con abandono al ritmo del tren.

—Hace mucho tiempo había una única parada en un apeadero —continuó al cabo de un momento—, pero hace ya muchos años que no se utiliza. El apeadero estaba junto a un sanatorio de enfermos del pecho, pero se quemó. Me refiero al sanatorio. Era cosa de ricos, de gente de posibles, ya me entiende. Pero el fuego no perdona ni a pobres ni a ricos. Ni la muerte tampoco. Murieron todos, frititos. Bueno, morir de un modo u otro, lo mismo da. Unos mueren en el fuego y otros en el agua, ya se sabe. Al fin y al cabo, da igual…

La mujer hizo otra pausa.

—Quemados o ahogados, qué importa. Se muere. Murieron todos —repitió—. Y desde entonces, el apeadero no se utiliza. Ni falta que hace. Allí no vive nadie…

Calló. Yo hubiera querido hacerle muchas preguntas pero, de pronto, pareció que se le habían acabado las ganas de hablar. Contestaba con monosílabos o gestos vagos a todo lo que le preguntaba, mientras se abandonaba de un modo irritante al balanceo del tren. Lo único que al fin pude arrancarle, después de decirle, ofendido por su mutismo, que no creía ni una palabra de lo que me había dicho, fue:

—Si no me cree, pregúnteselo al revisor. El le dirá si este tren para o no para en alguna parte. Y también le dirá si hoy se ha detenido o no…

—Y si está tan segura, ¿por qué me ha preguntado dónde he subido?

La campesina se encogió de hombros y cerró los ojos como si quisiera reanudar el sueño, mientras murmuraba:

—Algo hay que decir, ¿no cree?

Y ya no volvió a abrir los ojos ni la boca.

Busqué al revisor. Efectivamente, aquel tren no tema ninguna parada entre su origen y su final. Y aquel día tampoco había parado en ninguna parte. Y él ni siquiera conocía la existencia del apeadero…

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