Zero

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Tercera Parte. HA GAKURE HOJAS OCULTAS » PRIMAVERA, PRESENTE

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—¿Qué ocurre? —oyó Joji que otra voz decía al hombre que estaba mirando.

—No lo sé —dijo el primer hombre—. He oído disparos. No puedo ver nada. Está oscuro ahí fuera.

Pero no estaba oscura la habitación en que se hallaban los dos yakuzas. Los ojos de Joji se abrieron de par en par, y pensó: «¡Buda bendito!» Recordó a los hombres que no podía identificar que estaban con Michiko cada vez que la veía. Recordó la agitación de la mujer. Ahora comprendía el significado de todo aquello. Pues, oculta en aquella estancia sin ventanas de Takashiba, vio a Tori, la querida nieta de Michiko. Un soldado yakuza tenía una pistola apuntando contra la cabeza de la niña; estaba muy nervioso, y Joji retrocedió la cabeza para no ser visto.

Olvídate de tu hermano Masashi, te lo ruego, había dicho Michiko. ¿Por qué no quieres ayudarme contra él?, le había preguntado Joji. Y ella había respondido: No puedo intervenir. No pue- do hacer nada. Pero él había sido demasiado ciego con sus propias preocupaciones para percibir la angustia que latía en su voz.

Joji deseaba irrumpir en aquella habitación —nada más que una desolada celda— y arrebatarles a Tori, pero vio al segundo yakuza sujetando a la niña, con el cañón de la pistola apoyado en su sien. Joji comprendió que no tenía ninguna posibilidad de salvar a Tori ahora, que no debía dejar que supiesen que le había visto. La sorpresa era su único aliado en el mundo hostil de su hermano.

—Aprisa —dijo—. Deja aquí la escopeta. Pero limpíala bien primero. —Él estaba haciendo lo mismo con su pistola. Las armas tenían borrado el número de serie; era imposible descubrir su procedencia.

Afuera, caminaron con paso normal y subieron al coche.

—Arranca —dijo Joji.

Shozo lo hizo.

Lillian Doss fue recibida en el aeropuerto Charles de Gaulle de París por un miembro del personal del «Plaza Athenée».

—Bonjour, múdame —dijo, cuando ella pasó el control de Inmigración.

—Frangois.

Él sonrió, tomando sus resguardos de facturación del equipaje.

—Me alegra verle de nuevo, Madame.

—Me alegra estar de nuevo aquí —respondió ella, en francés.

Llevaba un vestido veraniego estampado en colores malva y lila. Tenía el pelo recogido a los lados y sujeto por unas horquillas con diamantes de imitación. En torno al cuello llevaba una cadena de oro de la que colgaba una esmeralda.

Permaneció serenamente inmóvil, mirando los rostros apresurados y congestionados que pasaban a su lado. Mientras esperaba a que llegasen sus maletas se entretuvo en un juego consigo misma. Intentaba clasificar cada rostro que veía. ¿Era americano? ¿Europeo? Si era europeo, ¿de qué país? ¿De Francia? ¿Tal vez de Italia? ¿Cuántos europeos del Este podía encontrar? ¿Podía distinguir los polacos de los yugoslavos, los rumanos de los rusos?

Esta última era la parte realmente difícil. Se necesitaba vista aguda y no poca experiencia. Uno aprendía a no dejarse influir por el rostro, sino más bien por las ropas. Volvió su atención a las personas que estaban más cerca de ella. Para cuando Fran-gois hubo recogido todo su equipaje, Lillian estaba segura de haber identificado correctamente a todo el mundo.

—El coche está por aquí, Madame —dijo Francois.

Era un día soleado. Nubes brillantes y algodonosas se movían sobre el horizonte como querubines dormidos. El aire era fresco, impregnado de los deliciosos aromas de capullos recién abiertos. Sabía que en otoño los días estarían llenos de ese peculiar y acre aroma de hojas quemadas que Lillian siempre encontraba excitante. En cualquiera de las dos estaciones, era como si, con cada inspiración, inhalase un generoso vino añejo. Era agradable saber que el mundo moderno no habla eliminado la sofisticada complejidad que el tiempo y la cultura habían otorgado a Francia.

La Défense y Les Halles le parecieron a Lillian no tanto concesiones a los tiempos cambiantes, sino, más bien, singulares extensiones de la magia que París exudaba cont'.auamente como el más raro de los perfumes. Respirar París es preservar la propia alma, pensó. ¿Quién había escrito eso? ¿Víctor Hugo?

Lillian volvía el cuello a un lado y a otro para verlo todo. Cuando entraron en el Periférico, sintió la primera auténtica sacudida, como si hasta entonces no hubiera creído que estaba realmente en Francia. En Porte Maillot, Francois sacó el automóvil de la autopista a una velocidad que le dio vértigo.

En el hotel, se d"io un baño caliente. Se secó el pelo y, envuelta en una bata de terciopelo, abrió la puerta que daba al balcón. Estaba en el sexto piso, con una de las cuatro habitaciones dotada de mirador. Para entonces, el servicio del hotel había llevado café y croissants. Todavía era demasiado temprano para el champaña que el gerente había puesto en su habitación; le estaba esperando en su cubo de metal.

Lillian se sentó al sol. Tomó a sorbos el fuerte café, mientras escuchaba a los pájaros que revoloteaban y cantaban a su alrededor. Abajo, en el jardín, podía oír a los camareros preparando las mesas para el almuerzo. Los débiles y musicales sonidos ascendían suavemente hasta ella. Dejó que el sol le calentara los muslos y la espalda.

Cogió el International Herald Tribune y lo hojeó rápida y eficientemente. Leyó con cierto interés la reproducción de un artículo escrito por Helmut Schmidt, el ex canciller de Alemania Occidental, titulado «Japón no tiene verdaderos amigos en el mundo». Se habían añadido varias acotaciones al artículo. Una de ellas citaba un reportaje de la «United Press» en el que se daba cuenta de una reciente encuesta realizada entre dirigentes e intelectuales coreanos, la mayoría de los cuales consideraba que el Japón constituía a la sazón una amenaza para la paz de la región y del mundo. Por otra parte, declaraba el reportaje, los motores del nuevo y excelente automóvil surcoreano, el «Hyundai», están fabricados por los japoneses.

«Todo el mundo quiere dinero japonés —se informaba que había dicho un destacado académico de Singapur—. El sentimiento predominante es: "No quiera Dios que el día de mañana quedemos a merced de los japoneses." Los americanos vienen y se van. Cuando los japoneses vienen, es para quedarse.”

Lillian tomó un sorbo de café y continuó leyendo. Una segunda acotación citaba las palabras de otros destacados dirigentes del Sudeste asiático, todos los cuales parecían aterrados por los progresos del Japón en el campo de la alta tecnología. Todos consideraban que era sólo cuestión de tiempo el que la asombrosa capacidad investigadora del Japón se dedicase al desarrollo de las armas del siglo xxi.

Como ejemplo, muchos mencionaban el nuevo caza japonés a reacción FAX de «Yamamoto» que estaba siendo diseñado y que dejaría anticuadas a las empresas aeronáuticas americanas «Boeing» y «McDonnell Douglas».

Lillian examinó el resto del periódico, pero no había nada más de interés. Las flores que crecían a lo largo de las paredes del patio ponían brillantes estallidos de color en las volutas de hierro forjado. Se oía rumor de voces. Miró hacia abajo y vio que las mesas se estaban llenando con la primera oleada de comensales.

Recordó una ocasión, hacía muchos años, en que Joñas la había llevado a una de sus interminables funciones sociales, que no eran más que otra capa del insulso mundo político en que él se desenvolvía. Philip estaba lejos, en Bangkok o Bangladesh, sólo Dios sabía dónde. Lillian no podía recordar haber visto tantas cintas y medallas, tantos cordoncillos y pasadores cosidos, prendidos, hilvanados en la pechera de tantos trajes masculinos.

Del brazo de Joñas, que sonreía tan perfecta y convincentemente como un auxiliar de vuelo, habían recorrido el salón. Y ella se sintió atrapada. Las mujeres increíblemente bellas que se deslizaban de un lado a otro parecían maniquíes de tienda. No afectadas por las penalidades de la vida ni por los estragos del tiempo, pasaban sus días en sibarítico esplendor..., cabellos cortados, teñidos, realzados; uñas (de las manos y de los pies) moldeadas, afinadas y barnizadas; rostros limpiados al vapor, untados de cremas y masajeados; cuerpos embadurnados de productos cosméticos, aceitados y sometidos a shiatsu. En los ratos que les dejaban libres sus compras y sus tratamientos de belleza, se las arreglaban para reunirse con otros miembros de los comités directivos de las obras de caridad más de moda. Que era como se inducían a sí mismas a creer que su existencia tenía un mínimo de sentido.

«¿Cómo pude imaginar jamás que podría encajar aquí? Debería hacer que me examinaran la cabeza por haber aceptado la invi-ción de Joñas", había pensado Lillian. Se había sentido avergonzada, como si la hubieran llevado allí con engaños. "En cualquier momento -fantaseaba-, esa Madame Fierre Croix de Guerre-St. Estophe descubrirá que no pertenezco a este ambiente. Con su recortado y preciso inglés, aprendido sin duda en la Costa Azul, llamará a los vigilantes uniformados, qví, mientras todos los demás miran, me acompañarán hasta la puerta.”

¿Cómo? ¿No tiene apellido compuesto? ¿De qué clase de familia procede? Es hija de un general. ¿Hija de militar? Santo Dios. ¿De veras? ¿Y cómo se las ha arreglado para introducirse aquí? Evidentemente, no es de nuestra clase.

Se había estremecido. Sus palabras -las que ella había puesto en sus bocas- le habían dejado un regusto amargo. Como si el champaña que había bebido estuviese rancio.

En cierto momento, Joñas había contado un chiste al joven y ambicioso ayudante de campo del embajador australiano diciendo que en América los hombres anhelan poder, y las mujeres anhelan lo que sigue a eso en importancia, un pene erecto.

Los dos hombres se habían echado a reír, haciendo que Lillian se sintiera más fuera de lugar aún. Era un chiste a costa de las mujeres, y allí estaba ella, una mujer, como cualquiera con dos dedos de frente podía ver, tratada como si no existiese. Joñas no debía haber pensado en contarlo en su presencia. Ni siquiera se había vuelto hacia ella para decir: "Con la excepción aquí presente, desde luego." Ella era allí una mera extensión suya, la pincelada final de su imagen.

Lillian recordó la sensación de frío que había notado en el estómago. Mirando a su alrededor el salón colonial decorado en blanco y azul, con sus ventanales de cinco metros cubiertos por cortinas francesas de ricos dibujos. Camareras uniformadas y con guantes blancos -¡camareros aquí no, por favor!- recorriendo el salón, atendiendo a las necesidades de los hombres llenos de cintas, medallas y galones.

El australiano continuó hablando directamente con Joñas, haciendo caso omiso de ella. Un brigadier americano, un agregado del Pentágono, se acercó a ella, pero era como si hablase en un idioma desconocido. Cuando, llena de pánico, ella abrió la boca para responder, sus propias palabras le parecieron un graznido inarticulado.

Le ardían las mejillas. Aun antes de oír al ayudante de campo australiano decir a Joñas: "Oye, tienes una buena jaca, ¿eh?" Y sintiendo deseos de morirse cuando se dio cuenta de que estaban hablando de ella.

Se soltó del brazo de Joñas y se dirigió al lavabo de señoras. Parecía tremendamente injusto que aquel fuese el único lugar en que pudiera encontrar alivio a un mundo dominado por los hombres.

Se miró en el espejo. Ahora que estaba sola, identificó el frío que sentía en el estómago como disimulada furia. Su ira no iba dirigida contra el australiano, que, aunque era un cerdo, no significaba nada para ella. Ni contra Joñas, que hubiera debido tener más sentido de la ubicación, pero que no lo tenía; cabía razonablemente esperar que un perro rastrease, pero no que hablara.

En el santuario del lavabo de señoras, había llorado con un abandono que nunca había mostrado ni aun en la intimidad de su propio dormitorio; al fin y al cabo, era también el dormitorio de Philip.

Cómo había odiado a Philip en aquel momento por abandonarla... Por condenarla a este aparentemente interminable purgatorio de estar sola. Por ligarla con el amor a una vida que ella despreciaba.

La mañana encontró sus cuerpos todavía entrelazados. Las hojas de ti que les cubrían se estaban oscureciendo; su aroma se había esfumado.

Michael rebulló y abrió los ojos. Un escarabajo se arrastró sobre su antebrazo y desapareció entre las hojas apiladas bajo el saliente rocoso. Tocó a Eliane, que despertó con un respingo. Sus ojos, muy abiertos, se posaron en los de él, y Michael se estremeció ante la ausencia de emoción que había en ellos. Era como si un viento frío hubiera pasado entre ambos. Instantes después, la impresión se había esfumado y Eliane había retornado de cualquiera que fuese e] fantástico lugar en que había estado.

—Buenos días —dijo él, besándola en los labios.

Ella levantó una mano y, con las yemas de los dedos, siguió la línea de su barbilla.

—¿Has dormido bien? —preguntó Michael.

Ella asintió con la cabeza.

—No he soñado. Hacía años que eso no sucedía.

—Yo me he pasado toda la noche soñando —dijo Michael—. Con batallas y guerreros protegidos con escudos circulares hechos con los caparazones de gigantescas tortugas marinas.

Empezó a vestirse y, mientras lo hacía, se quitó la guirnalda de hojas secas de ti.

—Consérvala —dijo ella, conteniéndole con la mano—. Hasta que volvamos.

Michael la miró, y ella le dedicó una leve "onrisa. Él recordó los sonidos oídos en la oscuridad de la noche, el movimiento que había creído ver junto a su santuario.

—Eliane —dijo—, anoche oí ruidos. Incluso me pareció ver algo que se movía. ¿Qué ocurrió allá —levantó un brazo para señalar— cuando estábamos haciendo el amor?

—No lo sé. Nada. O quizás alguna criatura nocturna. Por toda esta zona hay muchos jabalíes y mangostas.

—Los jabalíes y las mangostas son diurnos —dijo Michael—. No andarían por ahí de noche. Además, tú me apartaste la cabeza.

Eliane se puso de pie.

—Fuera lo que fuese, no importa. —Empezó a vestirse.

Michael cogió la guirnalda de hojas de ti que llevaba alrededor del cuello.

—Dijiste que teníamos que llevar esto para protegernos. Protegernos, ¿de qué?

Ella se encogió de hombros.

—Depende de lo que uno crea. Los kahunas dicen que los dioses se mueven todavía aquí..., los antiguos guerreros que lucharon y sangraron y, quizá, murieron aquí hace siglos.

•—¿Estás diciendo que eso es lo que yo oí?

Volvió a encogerse de hombros.

—¿Por qué no? Sus espíritus están por toda esta isla.

—Sentir un poder es una cosa, y ver espíritus es otra muy distinta.

•—Si no lo crees —dijo ella—, entonces no ha sucedido. Pero te diré una cosa: los dioses que lucharon aquí se protegían con caparazones de gigantescas tortugas marinas.

Michael no estaba seguro de si estaba burlándose de él. Ella se inclinó y le besó en los labios.

—No pongas esa cara. Es la verdad. Míralo en cualquier historia de Maui.

Michael reflexionó en ello mientras terminaba de vestirse.

—Los sueños no existen —dijo—. Adoptan la forma de lo que tienes en el subconsciente, no de lo que tienes a tu alrededor.

—La mente humana no es racional, Michael. Ya deberías saberlo. Estás esperando que un taco cuadrado encaje en un agujero redondo. Nunca lo conseguirás, por mucho que lo intentes.

—El mundo del espíritu es lo que te fascina, ¿verdad? —dijo él—. Pero tú sabes que no puede sustituir a la vida real.

—¿Qué estás diciendo?

—Que esta obsesión podría no ser más que otra huida de la realidad.

—¿Como la bulimia y la anorexia?

Michael se encogió de hombros.

—Tú eres la única que puede saberlo.

—Yo no sé nada —respondió ella con tristeza—. Porque la única lección que he aprendido es a no confiar en nada. —Y comenzó el largo y empinado descenso hacia el valle.

—¿Ni siquiera en ti misma? —preguntó Michael, siguiéndola.

—Especialmente no en mí misma —respondñió Eliane.

Michiko estaba arrodillada ante el altar de la diosa-zorra cuando se dio cuenta de que había alguien detrás de ella.

—¿Michiko?

Era la voz de Joji.

—Sí, hermano. —Su cabeza continuó inclinada en oración—. ¿Cómo estás?

—Debo hablar contigo.

—Cuando termine mis oraciones —respondió ella—, podemos dar un paseo por el jardín.

Joji miró subrepticiamente a los vigilantes, que se mantenían incómodamente próximos, observándoles, y dijo:

—No. Debo hablar contigo en privado. —Había vuelto la cabeza para que los vigilantes no pudiesen leer en sus labios.

—Si es acerca de Masashi, mi respuesta es la misma que antes.

—Te lo ruego, Michiko. Sé quiénes son esos vigilantes. Debo verte a solas.

Percibiendo la nota de desesperación que vibraba en su voz, ella dijo:

—Está bien. —Consideró las opciones y, finalmente, dijo—: A la hora de mi baño. A las seis. ¿Recuerdas aquella parte de la cerca que necesitaba reparación?

—¿El sitio por donde entraban los zorros?

—Sí —respondió ella—. Planté enredaderas en lugar de repararla. —Sonrió, porque no quería que los guardias pensaran que estaba hablando de algo importante—. El agujero es lo bastante grande para que puedas pasar. Ven a la entrada de la cocina poco antes de las seis. Yo me encargaré de que la cocinera te deje entrar.

Conforme a lo previsto, la cocinera, una anciana que llevaba muchos años al servicio de los Yamamoto, abrió la puerta y le condujo al interior. Le llevó en silencio a través de la casa. Finalmente, se arrodilló ante una puerta corrediza y dio en ella unos suaves golpecitos. Oyendo, al parecer, una respuesta afirmativa, hizo señas a Joji de que entrase.

Cruzó el umbral de rodillas. La estancia era toda ella de piedra. El vapor se arremolinaba en una blanquecina nube, y empezó a sudar inmediatamente. Vio la desnuda espalda de Michiko, sentada en la bañera de azulejos.

—He despedido a las chicas —dijo Michiko—. Lo que tengas que decir dilo pronto, Joji. Tenemos poco tiempo.

—Sé dónde tienen a Tori.

Por un momento, Joji creyó que no le había oído. Luego, Michiko lanzó un sofocado grito.

—¿Dónde? —susurró—. Oh, ¿dónde está mi nieta?

—En el almacén de Takashiba. ¿Conoces el lugar?

Michiko asintió con la cabeza.

—Claro que lo conozco. Es propiedad en un cincuenta por ciento de «Industrias Pesadas Yamamoto», de Nobuo. —Se volvió, y él pudo ver lo pálida que estaba—. ¿Pero cómo lo has averiguado, Joji-chan?

Le contó entonces cómo había tratado de obtener la ayuda de Kai Chosa, cómo había recurrido finalmente a Kozo Shiina, lo que Shiina le había dicho que hiciese, lo que había sucedido en el almacén de Takashiba en aquella ocasión en que él y Shozo habían ido allí.

Michiko meneó la cabeza.

—Oh, qué estúpido eres —dijo, con un suspiro.

—Nada de esto habría sucedido —señaló él— si hubieras accedido a ayudarme contra Masashi. Pero cuando vi a Tori lo comprendí todo. Comprendí por qué tuviste que negarte a ayudarme.

—Oh, Joji —dijo ella, con tristeza—, no entiendes nada. Había esperado librarte de todo esto. Había esperado que al menos tú, entre toda la familia, te salvaras de verte implicado y en peligro.

Joji la miró fijamente.

—¿Qué quieres decir?

—Hace meses, tu hermano Masashi hizo un pacto con Shiina.

—¿Qué?

—Baja la voz, Joji-chan, y escúchame. Si Shiina dice que es aliado tuyo contra Masashi, y a Masashi le dice que es aliado suyo, debe de estar tramando algo. Pero, ¿qué? —Reflexionó unos instantes—. ¡Buda! —exclamó—. ¿Fue idea de Shiina que invadieran el almacén de Takashiba?

Joji asintió.

—Masashi se enterará, naturalmente. Tal vez lo sepa ya. Masashi se volverá contra ti. Eso es lo que debe de querer Shiina. Si Masashi te mata, sólo quedará un hermano Taki. Conociendo a Shiina, ya ha ideado el método por el que eliminará a Masashi.

Entonces tendrá lo que siempre ha deseado, ¡la destrucción del Taki-gumi!

—¡Oh, no!

—Rápido —dijo Michiko, levantándose—. Dame la toalla. Debes llevarme al almacén. Tenemos que rescatar a Tori. Una vez que sepa que está a salvo, quizá podamos tratar con Kozo Shiina de la misma perversa manera.

Sonrió mientras Joji la secaba.

—Sí —dijo—, eso me vendría muy bien. Kozo Shiina tiene muchos pecados que expiar.

—Mi tiempo aquí ha terminado —dijo Michael. Habían regresado en silencio a la casa de Eliane. Una vez en ella, se habían duchado y cambiado de ropa por separado y habían vuelto a reunirse en la cocina. Eran poco menos de las ocho de la mañana—. Salgo para Tokio dentro de un par de horas.

Eliane estaba preparando zumo de frutas.

—Vas a tener dificultades en el aeropuerto —dijo, empujando hacia él el Honolulú Advertiser de la mañana. Los grandes titulares hablaban de!a «matanza en las montañas del oeste de Maui», como el periódico había bautizado a la batalla desarrollada en casa de Fat Boy Ichimada—. La Policía local va a controlar hasta el último rincón de Maui, por no hablar de todos los agentes disponibles del Servicio de Inmigración y Naturalización. El SIN es la agencia federal más dedicada a la persecución de las actividades de la Yakuza en las islas. Nunca conseguirás pasar a través de los controles de Inmigración.

—No es problema —respondió Michael—. Esta mañana he hablado con mi contacto en Washington. Él lo ha arreglado todo con los federales. Nos dejarán en paz, te lo garantizo. De todos modos, me irá mejor en Tokio. Aquello es mi terreno. Puedo utilizar mis contactos allí para encontrar a Ude. Debe de haberse ido hace tiempo ya.

—Quizá —dijo Eliane.

Cortó una papaya y extrajo las oscuras y amargas pepitas que parecían caviar. Le alcanzó la mitad, juntamente con una cuchara.

—Gracias.

—Y quizá no —continuó Eliane—. Hay una posibilidad de que esté todavía en la isla, y, si es así, yo sé dónde.

—No deposito muchas esperanzas en eso —dijo Michael, dejando a un lado la fruta—. Pero si existe alguna posibilidad, aprovechémosla.

En el jeep, dijo:

—¿Por qué no mencionaste antes esta posibilidad?

Eliane estaba conduciendo a gran velocidad por la estrecha carretera. Adelantó a un autobús cargado de turistas japoneses.

—La verdad es que se me acaba de ocurrir. Ha sido al decirme tú que tus amigos habían arreglado las cosas con los federales para que no nos viéramos implicados en la investigación del asunto Ichimada. Ude no pudo salir de Maui la noche de la lucha en la finca de Fat Boy; era demasiado tarde.

Y es seguro que ayer el aeropuerto estaría lleno de agentes del SIN que le reconocerían en cuanto le viesen. Los yakuza locales están en muy buenas relaciones con la Policía, pero el SIN los tiene aterrados.

—Pero, aunque eso sea cierto —dijo Michael—, ¿cómo podrías saber dónde se escondería Ude?

—No es tan difícil de averiguar. Ahora que Ichimada ha muerto, la familia estará desorganizada. Fat Boy nunca quiso preparar a nadie que pudiera ocupar algún día su puesto. Él creía en el katamichi, el método que en los viejos tiempos usaban los jefes de la Yakuza: dejaba que sus subordinados rivalizaran entre ellos para adquirir posición. «Que gane el mejor», gustaba de decir Fat Boy. Luego, le cortaba las piernas, hablando en sentido figurado, al que quedase.

Habían salido ya del valle lao y se dirigían hacia Wailuku y el lado Este de Maui.

—Pero hay un hombre llamado Orne —continuó Eliane—. Su actividad se localiza en el centro, es decir, su terreno es el aeropuerto y sus alrededores. Su gente se ocupaba del área de importación y exportación para Ichimada. Es lógico suponer que Ude recurriría a Orne, especialmente si ha estado en contacto con Masashi. Orne es agente de Masashi.

Habían atravesado la parte vieja de la ciudad y estaban ahora en la carretera por la que habían ido el día en que se encontraron. Eliane disminuyó la velocidad, buscando algo. Pareció encontrarlo, pues arrimó el coche a un lado de la carretera y lo detuvo.

—Allí —señaló—. Coge los prismáticos.

Michael pudo ver una carretera empedrada que serpenteaba a través de las montañas. Siguiéndola en dirección Norte, se llegaría a Kahakuloa. Vio los edificios que brillaban débilmente bajo la luz fría y azulada, el antiguo cementerio ante el que él y Eliane habían pasado cuando bajaban de Kahakuloa el día de su primer encuentro.

Vio un grupo de árboles y, luego, moviendo hacia arriba los prismáticos, vio la casa edificada en la ladera de la montaña. En el amplificado campo visual de los prismáticos, la casa parecía estar a no más de una docena de metros. Había un coche aparcado delante de ella. No se percibía actividad alguna en torno a la casa, pero era imposible ver su interior.

Michael se disponía a bajar para echar un vistazo más de cerca, cuando se abrió la puerta principal y salieron un par de soldados yakuza. Se pusieron a trabajar en el coche, inspeccionándolo por dentro y por fuera.

Michael los observaba.

Al cabo de unos minutos, uno de los soldados volvió a entrar en la casa. Regresó acompañado por otro hombre. El soldado iba cargado de objetos que introdujo en el maletero del coche. Michael vio que el segundo hombre era japonés, con una cicatriz que le cruzaba la mejilla derecha. Se lo describió a Eliane, que dijo:

—Ése es Orne. ¿Ves alguna señal de Ude?

—No —respondió Michael. Y, luego—: Espera. Hay alguien en el umbral de la puerta.

A los pocos instantes, emergió una figura que llevaba medio en vilo a una mujer. Ésta se hallaba atada de pies y manos. El hombre se volvió hacia Michael mientras se agachaba para desatar los tobillos de la mujer. Al hacerlo, se tornó visible su rostro.

—¿Es Ude? —preguntó Eliane.

—Sí —respondió Michael, y sus dedos apretaron los prismáticos con fuerza terrible—. Está llevando algo. Una mujer creo.

—¿Una mujer? —exclamó Eliane—. Eso no tiene sentido. Ude vino aquí solo.

—Pues no está solo ahora —replicó Michael—. Esto nos facilitará las cosas. Tendrá alguien en quien pensar cuando nosotros...

Lanzó un grito ahogado cuando vio a Ude retirar el pelo de la cara de la mujer. Sintió un hormigueo en el cuero cabelludo.

—Es Audrey —murmuró roncamente Michael—. ¡Ese bastardo tiene a mi hermana!

Sin pronunciar palabra, Eliane le quitó los prismáticos y se los llevó a los ojos. Mientras miraba, Audrey se puso en cuclillas y orinó a un lado de la carretera. La cabeza se le bamboleaba sobre el cuello. Tan pronto como hubo terminado, Ude volvió a atarle los tobillos. Luego, levantándola sobre el hombro, la echó en la parte posterior del coche. A continuación, montó en él.

—¡Santo Dios! —exclamó Eliane.

—¿Qué ocurre? —preguntó Michael—. Por amor de Dios, Eliane, ¿qué está pasando?

Eliane no respondió. Estaba mirando a Audrey. Había palidecido. Michael apartó a Eliane del asiento del conductor y lo ocupó. Antes de que ella hubiera tenido tiempo de acomodarse el asiento contiguo, había arrancado ya en pos del otro automóvil, que se alejaba con rapidez.

-Quiero saber qué está pasando -dijo él, mientras conducía-. ¡Qué es, Eliane!

-No sé qué ha sucedido -dijo ella. Fue tan súbito como el reventar de una presa. Fue como si se le oscureciera el rostro-. ¡Todo se ha derrumbado!

-¿El qué?

-Michael, fui yo quien secuestró a tu hermana.

-¿Qué?

-Lo hice para protegerla. Masashi había intentado apoderarse de ella una vez. Yo no quería que lo intentara de nuevo.

-Pero, ¿por qué habría de hacerlo? Mi padre está muerto; ella no puede ya ser utilizada como medio de presión.

-Philip le envió algo, ¿no?

"O sea que yo tenía razón -pensó Michael-. Lo que papá le envió a Audrey es de una importancia vital.”

-¡Eras tú contra quien luché en el estudio de mi padre!

-Siento que sucediera -dijo Eliane-. Tu presencia fue un accidente; no tenía otra opción.

-Podrías haberme dicho por qué estabas allí. Habríamos podido idear algo. Haber fingido el secuestro.

Eliane meneó la cabeza.

-¿Me habrías creído? Lo dudo. En cualquier caso, no podía correr el riesgo. Además, tenía que hacerlo de manera que pareciese auténtico. Para desorientar a Masashi, no podía atreverme a montar un secuestro falso. Y no quería implicarte a ti de ninguna manera.

-Pero te llevaste la katana que me dio mi padre. ¿Dónde está?

-Yo no la tengo -respondió Eliane-. Tu padre se la robó hace años a un hombre llamado Kozo Shiina que es el jefe del Jibán. La espada, forjada hace cientos de años para el príncipe Yamato Takeru, es uno de los símbolos sagrados del Jibán, juntamente con el documento Katei. Se dice que la próxima vez que Shiina use la espada, el Jibán habrá logrado su objetivo. Creo que Shiina la tiene de nuevo.

-¿Se la diste tú? o-preguntó incrédulamente Michael.

-No -respondió Eliane con tono de tristeza-. Me fue arrebatada por la fuerza.

Pero la katana era sólo una cosa; no podía dejar de pensar en Audrey.

-Si te llevaste a Audrey para mantenerla en lugar seguro -dijo Michael-, ¿cómo es que ahora la tiene Ude?

-No lo sé —confesó Eliane-. Yo la traje a Maui y la dejé en el escondrijo de Fat Boy Ichimada en Hana. Sabía que no lo estaba utilizando y que era el último lugar del mundo en que alguien la buscaría. Especialmente Masashi. Así lo creía, al menos.

«Y ahora la pregunta difícil», pensó Michael.

—¿Está enterado Masashi de la postal que mi padre le mandó a Audrey?

—Seguramente —respondió Eliane—. Sé que interceptó la carta que te escribió tu padre.

—Pero yo recibí la carta —dijo Michael.

—No me sorprende —dijo ella—. Eso significa que Masashi sabe por qué estás aquí. Te está utilizando como sabueso de su cacería particular. Tú vas a encontrar el documento Katei, pero vas a encontrarlo para él. Puedes tener la seguridad de que nos tiene sometidos a estrecha vigilancia y de que, cuando descubras dónde lo escondió tu padre, él estará allí para quitártelo..

«¿Y si tú fueras agente de Masashi? —pensó Michael—. ¿Qué mejor forma de vigilarme? ¿Qué mejor forma de estar presente si llego a encontrar el documento Katei? ¿Pero cómo puedo averiguar la verdad? Me has mentido de tantas maneras que nunca la desentrañaré.» —Ahora ésta es también mi batalla —dijo Eliane—. Michael, yo soy responsable de la seguridad de tu hermana. Si está en peligro ahora, es por mi causa. Ude se dirige hacia el aeropuerto. Sin duda, se han tomado las disposiciones necesarias para que saque clandestinamente a Audrey de Hawai. Masashi querrá saber qué le envió tu padre. Y cuando ella se lo diga, que se lo dirá, ya no le será de ninguna utilidad. Si no detenemos aquí a Ude, puede que nunca encontremos viva a Audrey.

Michael le escuchaba sólo a medias. Se preguntaba si podía confiar en ella y, en tal caso, hasta qué punto. Recordaba que su padre le había dicho que adivinar la verdad se va haciendo más difícil con la edad. Quizá tuviera razón. Pero Michael poseía Tendo, el Camino del cielo. El Camino del cielo, había dicho Tsuyo, es verdad.

—No te preocupes —dijo—. Detendremos a Ude aquí.

Michael sabía que al aceptar el encargo de Joñas de averiguar quién había matado a Philip Doss y por qué, se había consagrado a ello para el resto de su vida. Y no estaba dispuesto a renunciar ahora.

«Sólo hay una forma de averiguar con certeza de qué lado está Eliane —pensó, pisando el acelerador—. Tengo que llevar esto hasta el final.» Ude había aparcado su coche momentos antes de que Michael y Eliane se detuvieran en el aeropuerto de Kahului, a cierta distancia de allí. Ahora, él y el soldado yakuza local que Orne le había proporcionado fueron saludados por personal del aeropuerto, que subió al coche. Ude puso el motor en marcha, y el coche atravesó la entrada del almacén de carga. Diez minutos después, él y el soldado de Orne, vestidos con monos del servicio de mantenimiento de líneas aéreas, salieron al asfalto montados en una carretilla de equipaje motorizada. En su parte posterior había una gran caja de madera con el letrero INDUSTRIAS PESADAS YA-MAMOTO: PIEZAS DE MOTORES: FRÁGIL.

El tráfico aéreo privado era desviado a cierta distancia de la pista de aterrizaje, más larga, utilizada por los «DC-10» que llegaban directamente de San Francisco y los «707» de las líneas interinsulares, con mayor frecuencia de vuelos.

El avión de Masashi, un pequeño «DC-9» había aterrizado ya. Dos ayudantes uniformados estaban colocando una escalera rodante mientras Ude y el soldado salían de la sección de carga a la pista.

Al fondo, Ude podía ver un «DC-10» comercial mucho más grande, del que estaban desembarcando los últimos pasajeros. No era de extrañar que hubiera tanta gente allí.

Mientras miraba, uno de los ayudantes se separó de la escalera para abrir las compuertas de la bodega del «DC-9». Un guardia uniformado permanecía ante una puerta de la cerca de alambre que daba acceso a la pista. Ude escrutó la multitud mientras salía a la pista.

El primer ayudante uniformado, una vez colocada la escalera móvil, fue junto con su compañero para ayudarle a abrir las compuertas de la bodega de equipajes. ¿Por qué habían de hacer eso, en lugar de subir la escalera y ayudar a la tripulación del aparato? Sin pensarlo de forma consciente, Ude se movió ligeramente para ver la cara del hombre. Vio un parche sobre el puente de la nariz.

—¡Buda! —exclamó. ¡Era Michael Doss!—. Mete esa caja en el avión pase lo que pase —dijo al soldado yakuzo mientras saltaba de la carretilla.

Echó a correr a toda velocidad en dirección al «DC-9».

—¡Esos hombres no son personal del aeropuerto! —gritó Ude al guardia, al tiempo que les señalaba.

El guardia abandonó su puesto y echó a correr hacia el avión de Masashi mientras se llevaba la mano a la pistola.

Michael corrió a través de la pista, haciendo caso omiso del grito de protesta de Eliane. Los gases del reactor le produjeron una sensación de asfixia, convirtiendo el aire en una masa azul e irrespirable, como la atmósfera de un planeta extraño. Le lagrimearon los ojos y se le nubló la vista. Un cálido viento le empujaba hacia atrás y ahogaba los gritos del guardia. Agachó la cabeza bajo el ala del «DC-9», resbaló en una mancha de iridiscente gasolina y patinó hasta la base de la escalera móvil.

Pugnó por conservar el equilibrio mientras Ude se abalanzaba sobre él. Michael se agachó, con las manos levantadas para impedir que le hiriese la hoja de un tanto, un cuchillo japonés.

Michael le lanzó un directo al hígado, encontrándose la hoja de acero dirigida contra su abdomen. Ude utilizó el puño del tanto para parar el golpe; luego, giró en el sentido de las agujas del reloj, aprovechando la energía del movimiento del cuerpo de Michael y combinándola con el impulso del suyo.

Michael se dio cuenta de lo aterrado que estaba. Aterrado por Audrey. Imaginarla en poder de esta bestia le resultaba intolerable. Se mordió el labio, pugnando por reprimir la ira que amenazaba con invadirle.

Mientras exista miedo, había dicho Tsuyo, existirá derrota. Odio, ira, confusión, terror. Todos son aspectos de una misma actitud. Miedo. Cuanto más puede soltar un guerrero, más retiene. Esto es difícil de entender para un estudiante, ya que su tarea aquí es absorber. Soto piensas en la venganza, tu cuerpo se verá debilitado por su obsesión. Dejarás de tener opciones disponibles, hasta que desaparezca toda estrategia, dejando solamente una cosa: la idea de venganza.

Pero la venganza por lo que Ude le había hecho a Audrey era lo que llenaba la mente de Michael. Sin pensar, cogió con la mano izquierda la muñeca derecha de Ude en movimiento circular para aprovechar el propio movimiento de su rival, utilizándolo contra él para asestarle otro golpe con la mano.

Ude estaba preparado y, ladeándose, logró evitar el impacto. Pero al hacerlo, se golpeó contra la barandilla de la escalera del avión.

En ese instante, Michael utilizó nuevamente sus piernas en un movimiento de tijera atrapando las pantorrillas de Ude entre sus tobillos. Éste se desplomó. Sonaba un aullido de sirenas, y Michael se volvió, vio al soldado Yakuza que había estado con Ude arrodillándose en la posición del tirador. Se zambulló tras la escalera en el momento en que una bala se estrellaba contra el metal, junto a su oreja.

Se hallaba acorralado, y Ude estaba incorporándose, disponiéndose a hundir el tanto en su pecho. Michael quería echar a correr, pero el yakuza le había inmovilizado.

Entonces, vio a Eliane emerger por el otro lado del «DC-9». Lanzó contra el soldado un pequeño maletín que le dio de lleno en la cabeza. El hombre cayó al suelo, y su arma rebotó contra el asfalto.

Michael se volvió y echó a correr. Estaba pensando en muta. Muto, decía Tsuyo, significa sin espada. Si todo lo que puedes hacer se halla comprendido dentro de tu destreza con la espada, entonces te hallarás en clara desventaja en muchísimos casos. El guerrero moderno debe ser diestro en utilizarlo todo —y nada— para conseguir la victoria en el combate.

Muto significaba eso.

Eliane había utilizado muto. Y esto es lo que significaba para él: la vida.

«Audrey —pensó mientras corría—, ¿dónde estás?» Detrás de él, Ude se ponía de pie tambaleándose y comenzaba a perseguirle. Vio a Eliane aparecer por debajo del ala del avión. El ángulo en que se encontraba reducía la distancia, por lo que pronto se situó a su lado.

A través de la pista, se dirigieron hacia el único refugio a su alcance: el «DC-10» que acababa de llegar. Subieron a toda velocidad la escalera, Michael cogió a un ayudante de vuelo que estaba en lo alto y lo empujó con fuerza al interior del aparato.

—¡Cierren la puerta! —gritó al par de ayudantes de vuelo que le miraban con ojos desorbitados y sin perder de vista al capitán y al copiloto que se habían incorporado a medias en sus asientos.

Michael vio a Ude subir por la escalera sosteniendo un niño contra su pecho a manera de escudo. Detrás de él, la joven madre corría llorando, implorando que le devolviese su hijo.

Michael gritó a los tripulantes:

—¡Por los clavos de Cristo, hagan lo que les digo!

Pero estaban paralizados de miedo, y sólo Eliane le salvó. Se lanzó hacia la puerta y estiró de ella hacia dentro.

Oyó el tranquilizador chasquido de la puerta al encajar en su cierre.

¡A salvo!

Joñas estaba en casa, examinando los informes de campo del «BITE». Al principio, había estado diseccionando los que se remontaban a los seis últimos años, la época en que, según la carpeta del general Hadley, había comenzado la serie de filtraciones en los sistemas de seguridad de «BITE». Pero luego uno de los informes más antiguos había estimulado la memoria de Joñas, llevándola al año anterior. Y a partir de ahí había continuado hacia atrás.

Ahora que se manifestaba una especie de pauta, podía ver que llevaba por lo menos quince años perdiendo terreno en favor de los soviéticos. Nada lineal; un agente aquí; una iniciativa allá. Y, en medio, pequeños avances contra los rusos. Un juego de toma y daca: la norma. Ahora, con los informes de campo delante, podía ver que no era más que la norma.

Una hilera de vasos de papel llenos con cantidades diversas de café frío, se alineaban junto a sus papeles. Llevaba tanto tiempo en ello que ya no podía recordar la última vez que había comido y mucho menos cuándo había dormido. Se frotó los ojos, luego rebuscó en un cajón, abrió un frasco de tabletas de «Gelusil» y se tomó varias.

Repasó sus hallazgos. Según lo que había descubierto allí, la carpeta de Hadley estaba equivocada. Las filtraciones a los soviéticos se habían estado produciendo durante mucho más de seis años. Y no sólo eso. El ritmo de fugas de información había aumentado durante el año anterior. De forma muy semejante a como había variado la agresividad económica japonesa. Es extraño que sucedan ambas cosas, pensó fatigadamente Joñas.

Sonó el teléfono rojo de su mesa, y lo descolgó inmediatamente. Eran poco más de las dos de la madrugada..., una hora en que se dan malas noticias.

—Más vale que venga en seguida —dijo el oficial de servicio en «BITE»—. He avisado a la oficina del general Hadley. Hay una alerta de Código Azul.

Código Azul: prioridad máxima.

Joñas tardó apenas quince minutos en llegar a las oficinas de «BITE», lo cual no dejaba de ser un récord. En cierto momento había situado el velocímetro a más de ciento sesenta.

Desde el coche, había telefoneado a sus ayudantes, y ya estaban en camino. Pasó el control de seguridad y entró en el recinto. El edificio estaba en plena actividad. El oficial de servicio le estaba esperando en el vestíbulo. Joñas vio agentes de seguridad por todas partes.

—Nadie entra ni sale —dijo el oficial de servicio— hasta que usted lo autorice.

Joñas dio los nombres de sus ayudantes al personal de seguridad, a fin de que los dejasen entrar cuando llegaran.

En el octavo piso, Joñas pudo oír el permanente murmullo de los servicios de escucha de emisoras asiáticas y del este de Europa. «BITE» nunca se cerraba; siempre era de día en algún lugar del mundo.

El oficial de servicio condujo a Joñas por el pasillo. En el despacho de Joñas, encendió el ordenador y tecleó el acceso al archivo central. Inmediatamente, apareció el letrero, rodeado de rayas anaranjadas. DATOS DE UNIDAD CENTRAL BORRADOS, destelló la pantalla una y otra vez.

Joñas se sentó a su mesa y empezó a teclear claves, internándose más y más en el núcleo de memoria central de «BITE».

—Oh, Cristo —dijo, al cabo de unos momentos.

Se pasó la mano por la cara. Le dolía la cabeza y respiraba con dificultad. Volvió al teclado y repitió toda la rutina. Con el mismo resultado.

Para entonces, habían llegado sus ayudantes. Joñas levantó la vista.

—Se trata de nuestras redes rusas. Alguien ha tenido acceso a todos los datos básicos sobre ellos: nombres, fechas, contactos, todo. Y, luego, los ha borrado del archivo central.

—No hay copias duras —dijo uno de los ayudantes de Joñas—. Ni duplicados de ningún tipo. A menos que haya un agente que lo recuerde todo, hemos perdido todos nuestros datos básicos sobre cada una de las redes, operaciones y elementos relativos a la Unión Soviética.

En ese momento, zumbó el interfono situado en la mesa de Joñas.

—¿Sí? —dijo Joñas, pulsando un botón.

—Hay aquí una persona que quiere subir. —Joñas reconoció la voz de uno de los agentes de seguridad del vestíbulo.

—¿Quién es?

—El general Hadley, señor.

Joñas sintió una súbita opresión en el estómago y dijo:

—Déjele pasar.

Ordenó al oficial de servicio que fuese a recibir a Hadley a la puerta del ascensor y, luego, despejó de gente su despacho. «Cristo —pensó Joñas—, se suponía que no llegaría hasta dentro de un par de días.”

El oficial de servicio introdujo a Hadley en el despacho y, luego, se marchó cerrando la puerta a su espalda.

—¿Cómo estás, Joñas? —dijo Hadley—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez.

Aunque tenía más de ochenta años, Sam Hadley era todavía un hombre atractivo. Tenía el pelo blanco, profundas arrugas surcaban su apergaminado rostro y manchas oscuras le cubrían el dorso de las manos. Pero su energía y la inteligencia que brillaba en sus ojos permanecían invariables.

Se sentó en una silla.

—¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos, Joñas?

—Mucho —respondió Joñas.

—Volvemos al principio, ¿verdad? A Tokio, a una época anterior al nacimiento de «HITE». —Hadley meneó la cabeza y suspiró—. ¿Qué ha estado pasando aquí. Joñas?

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