Zero

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Tercera Parte. HA GAKURE HOJAS OCULTAS » PRIMAVERA, PRESENTE

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—¿Se refiere a esta noche?

—No sólo a esta noche —dijo Hadley—. Esta noche es un desastre que, por desgracia, se ha estado fraguando durante seis años. —Joñas pensó: «Oh, Cristo, ha visto el informe»—. ¿Cómo de mal están las cosas?

Joñas le contó todo lo que sabía.

—Santo Cristo —dijo Hadley—. Si los rusos tienen esa información, nuestro servicio ha retrocedido..., ¿cuánto?, una década, tal vez más, —Meneó la cabeza—. ¿Hasta los durmientes? Oh, Dios.

Se levantó y empezó a pasear de un lado a otro.

—¿Quién es el topo, Joñas? Sóio alguien de dentro del «BITE» conocía las claves de seguridad necesarias para acceder al archivo central y borrar luego los datos.

—Sólo hay unas pocas personas que podrían haber sido —dijo Joñas—. Ni aun la mayoría de los altos ejecutivos conocen los códigos de borrado.

Hadley frunció el ceño.

—¿Y por qué borrar los datos? ¿Por qué no robarlos solamente? El ordenador no lo habría delatado, como ha ocurrido con e) borrado de datos.

Habríamos tardado más en enterarnos.

—De eso se trata —dijo Joñas—. Quizá lo que el topo, quienquiera que sea, pretende, es que sepamos lo que ha hecho. Lo cual significaría que ya ha escapado. Me pondré a ello ahora mismo. Máxima prioridad.

Se disponía a coger el teléfono, cuando Hadley le hizo un gesto disuasorio.

—No será necesario.

—¿Qué quiere decir?

—Somos viejos compatriotas —respondió Hadley—. Más aún, somos viejos amigos. Quizá sea menos duro viniendo de mí.

Interrumpió sus paseos y se detuvo frente a Joñas corno si fuera a formular una última petición.

—Es el final, Joñas. —Había tristeza en sus ojos—. Estoy introduciendo gente nueva. Savia nueva. «BITE» se ha vuelto viejo, anticuado; se han producido infiltraciones. Su tiempo ha pasado.

Joñas experimentó una sensación de desvanecimiento. Le zumbaban los oídos. Sentía como si estuviese sufriendo un ataque al corazón.

—Señor, usted no puede...

—Lo siento de veras —dijo Hadley—, pero las órdenes han sido cursadas y ejecutadas. Se ha informado al Presidente, y mis hombres están ya sellando el edificio. Mis investigadores no tardarán en llegar. Así que, como ves, puedes descansar. No tienes nada más que hacer. En estos momentos «BITE» ha dejado de existir.

Joñas, blanco como el papel, se dejó caer en su silla.

Ude, manteniendo al niño contra su pecho, sacó el shaken de acero de un bolsillo interior del mono. Estaba al pie de la escalera móvil. La multitud se había convertido en una masa confusa y vociferante. Ude podía oler la histeria en el aire, como un perfume penetrante; le excitaba.

El guardia armado que había perseguido a Michael y Eliane se hallaba muy cerca. Ude agitó la muñeca, y se le desorbitaron los ojos al guardia cuando se le hundió en el pecho la fulgurante estrella. Cayó de rodillas, alargó los brazos para sostenerse y se desplomó a un costado.

Ude corrió hasta donde yacía tendido el guardia y recogió la pistola calda. Comprobó el cargador y rellenó los dos huecos con las balas que el guardia llevaba en el cinturón.

Había tres guardias más —o quizá policías— que atravesaban corriendo la verja de seguridad. Ude apuntó, apretó el gatillo, y fueron cayendo, uno, dos, tres, como patos en una barraca de tiro. No quería perder tiempo con su intromisión, pero tuvo cuidado de contar las balas usadas.

Se introdujo bajo el «DC-10». Estaba en Maui, y sabía que pasaría algún tiempo antes de que hicieran su aparición más policías. Pero, aun así, el tiempo de que disponía era limitado. La cosa era utilizarlo.

Al otro extremo del reactor, encontró abiertas las compuertas de los compartimientos de equipaje y mantenimiento. Tiró el niño a la pista. Con un gruñido, Ude se izó a la oscura y fría bodega de equipajes.

Metiéndose la pistola en el mono, alargó la mano, buscando con los dedos la rendija que definiría el panel interior que le daría acceso a la cabina. El mamparo, como en todos los aviones de aquel tipo, estaba construido de aluminio. Cada treinta o cuarenta centímetros, unos tirantes verticales sostenían las finas láminas soldadas unas a otras. Encontró el panel y empezó a explorar con las yemas de los dedos. Palpó los pequeños bultos circulares que le indicaron que era imposible abrirlo por medios convencionales; estaba atornillado por el otro lado.

Ude buscó en su mono y encontró lo que le habían dado los hombres de Orne, con los que se había reunido a primera hora de la mañana en el bar de Wailuku. Había sido su método para entrar en la casa del valle lao. Por medio de sus contactos locales, Ude había descubierto dónde había alquilado una casa Eiiane Yama-moto. Era allí donde Ude había planeado matar a Michael. Ahora que Michael estaba escondido dentro del «DC-10», ese mismo método serviría perfectamente... para el mismo objetivo.

Con rápidos movimientos, sacó un rollo de lo que parecía ser una cinta gruesa. Tenía medio centímetro de ancho, color blanquecino y consistencia de plastilina. Mientras desenrollaba el «Pri-macord», Ude lo apretó contra la estructura reforzadora del panel, que destacaba claramente desde el interior de la bodega.

Una vez colocado el «Primacord», Ude cortó el extremo con una navaja y dejó caer el rollo. Luego, buscó a su alrededor. Arrastró una caja de embalaje hasta un punto situado directamente debajo del panel de acceso. Luego, encajó a manera de cuña dos grandes maletas. Ahora el «Primacord» estaba a la vez apuntalado y cubierto por la improvisada pared. Las explosiones, como todas las fuerzas de la Naturaleza, tendían a seguir el camino de menor resistencia. Si Ude no se hubiera tomado la molestia de apuntalar el «Primacord», el grueso de lo que iba a suceder se extendería por la bodega, matándole con casi completa seguridad.

Agachándose detrás de la caja de embalaje, Ude encendió una cerilla y la aplicó al «Primacord», que era un explosivo plástico.

¡Bum!

El «DC-10» se estremeció, y Ude se incorporó y subió a la caja. No tenía miedo al metal candente, ya que el coeficiente térmico del aluminio era tan elevado que perdía calor inmediatamente. Se introdujo por el mellado agujero en que había estado el panel de acceso.

Hizo dos disparos más cuando dos tripulantes echaron a correr hacia él. Se desplomaron, y pasó corriendo delante de ellos. Ahora podía verlos. Estaban dirigiéndose hacia la sección de popa de la cabina principal, donde se había producido la explosión.

Michael: el objetivo.

El complejo fabril central de «Industrias Pesadas Yamamoto» ocupaba seis cuadrados bloques de edificios en las afueras de la ciudad portuaria de Kobe, al sur de Tokio. Las oficinas del conglomerado se extendían a lo largo de una superficie tan vasta que se necesitaba toda una flota de scooters —fabricadas por «Yama-moto», naturalmente— para transportar al personal de un módulo industrial a otro.

A su llegada, un guardia de seguridad uniformado cotejó el rostro de Masashi con un fichero fotográfico maestro. Luego, le indicó que aparcase en la zona central. Una vez allí, Masashi encontró una moto esperándole para llevarle al módulo aeroespacial.

La sección aeroespacial de «Yamamoto» ocupaba el cuadrante sudoriental del complejo. Su superestructura de hormigón se elevaba a una altura de doce pisos en el aire cargado de humo. Pero, mientras que otros sectores de «Industrias Pesadas Yamamoto» ocupaban afiladas torres, la división aeroespacial —o ko-bun— se albergaba en una vasta serie de edificios horizontales.

La moto dejó a Masashi en la entrada, donde nuevamente fue comprobada su identidad. Se le asignó un guardia, tanto para guiarle hasta su punto de destino como para vigilarle. Esto era norma habitual de comportamiento de la empresa, y Masashi pudo admirar la severidad del código de seguridad interna que imperaba en el complejo.

El guardia introdujo a Masashi en lo que al principio parecía el almacén más grande —y desnudo— del mundo. Una vez que sus ojos se acostumbraron a la escasa luz —pues no había ni una sola ventana—, Masashi reconoció el espacio como lo que era, un hangar de aviación.

Nobuo Yamamoto s^ encontraba de pie en el centro del espacio. A su lado y sobre él se alzaba una forma cubierta. El pulso se le aceleró inmediatamente a Masashi. «Esto es —pensó—. Éste es nuestro agente de destrucción. El gran corcel alado que traerá gloria al Japón.» Al echar a andar hacia Nuobo, Masashi advirtió que la enorme forma estaba tapada por lonas. El rostro de Nuobo permanecía oculto en la sombra proyectada por la forma.

—¿Es esto? —preguntó Masashi—. ¿Está listo?

Nobuo asintió brevemente.

—Estamos listos para el viaje de prueba. El primero y único. Cada pieza ha sido revisada y comprobada exhaustivamente, tanto antes de su montaje como después.

Los ojos de Masashi relumbraron.

—Quiero verlo —dijo, con la voz espesa del hombre que ansia contemplar el cuerpo desnudo de su amante.

Viendo las reacciones de Masashi, Nobuo sólo sintió repugnancia. De aquel hombre, cuya codicia no parecía conocer límites, y de sí mismo, por ser tan débil como para dar a Masashi aquel instrumento de Armagedón. Pues, sin duda, pensó Nobuo, ése sería el resultado si llegaba a realizarse el loco plan de Masashi.

«Pero, ¿qué puedo hacer? Tiene a mi nieta. ¿Debo sacrificar su tierna vida para derrotar a un loco? ¿Entenderá su madre que yo decida que la niña debe entregar su vida por su país?» Nobuo se debatía en un mar de indecisiones. Convulsivamente sus dedos se cerraron en torno a un cordón que colgaba del extremo más próximo de la lona. Estiró.

Y quedó al descubierto la forma esbelta y futurista del caza a reacción FAX de «Yamamoto». Su fuselaje era corto y grueso, afilado en el morro y chato en la parte posterior, donde un racimo de cilindros rodeaba sus tubos de escape. También sus alas eran de forma radical: anchas e increíblemente cortas para un avión y curvadas hacia abajo en pronunciado ángulo por sus puntas.

—¿Está listo? —repitió Masashi.

—Ahora lo veremos —respondió Masashi. Su corazón parecía cubierto de hielo, sentía los miembros entumecidos y le parecía que era otro quien hablaba con su voz. Mientras el personal de tierra del FAX comenzaba los preparativos para el despegue, añadió—: La velocidad de crucero es Mach cuatro, pero, naturalmente, puede llegar hasta Mach seis.

El piloto estaba siendo ayudado a introducirse en la carlinga. El techo de ésta se cerró, y, tan pronto como se apartaron todos los presentes, se pusieron en marcha los motores.

—Pero no es sólo la velocidad lo que hace que este reactor sea especial —dijo Nuobo—. Ni mucho menos.

Se abrió el extremo más lejano del hangar, dejando ver una pista de cemento. El FAX rodó por ella, se colocó en posición y se detuvo. Podían oír el zumbido de los reactores. Brotaba un humo negroazulado y el calor de los reactores agitaba el aire.

Nobuo condujo a Masashi a un improvisado puesto de mando. Se situaron frente a una pantalla de radar en funcionamiento que había sido instalada sobre la pista.

—Estamos listos —dijo Nobuo, e hizo una seña con la cabeza en dirección a un hombre con auriculares, el cual dijo algo por su micrófono.

El FAX saltó hacia delante. Corrió por la pista a velocidad de vértigo. En un instante, se elevó en el aire.

Ascendió rápidamente, como un águila extraña y desgarbada remontando el vuelo.

Masashi no podía apartar los ojos del reactor.

—¿Cuándo? —preguntó, con aliento entrecortado.

—El piloto activará el ingenio dentro de quince segundos —respondió Nobuo—. Tan pronto como el avión alcance la altura suficiente para ser captado por el radar.

Miró la pantalla y vio aparecer el destello correspondiente.

—Ahí está.

Advirtió que, pese a sus temores, un ramalazo de excitada expectación recorría su cuerpo. Al fin y al cabo, el FAX era creación suya.

—...cuatro, tres, dos, uno —dijo, siguiendo la ruta de vuelo del FAX en la pantalla del radar.

Y, en ese instante, el avión desapareció de la pantalla.

—¡Buda! —exclamó Masashi a media voz.

Los dos hombres miraron fijamente la pantalla catódica, que se encontraba libre de destellos. «El aparato de ocultamiento funciona —pensó. Nobuo—. Ningún radar puede captar al FAX. Pero el avión está ahí. Ahora Masashi lo utilizará para dejar caer sobre China su carga nuclear, y no hay nada que nadie pueda hacer al respecto hasta que ya sea demasiado tarde.”

Cuando se produjo la explosión, Eliane estaba examinando la maltratada nariz de Michael. Habla empezado a sangrar de nuevo durante la lucha con Ude.

—¡Michael! —estaba diciendo Eliane—. Ya has tenido bastante. Tú no eres rival para...

El «Primacord» en ignición voló entonces el panel de acceso a la bodega de equipajes de proa. Un violento estruendo, una bocanada de calor y una nube de humo blanco llenaron la cabina del «DC-10».

—¡Qué...! —exclamó Michael. Le dolía el cuerpo y la cabeza le daba vueltas. Estaba ejerciendo una gran concentración para impedir que el dolor le dominase.

—¡Ude! —gritó Eliane.

Oyó los disparos y vio caer a los dos tripulantes uniformados. Eliane se volvió hacia el capitán, que llegaba de la carlinga con el botiquín de urgencia que ella le había pedido para las heridas de Michael.

—¡Ponga en marcha los motores! —dijo.

El capitán se la quedó mirando, aturdido.

—¿Qué ha sido ese...?

—¡Vuelva a la carlinga y despegue! —ordenó Eliane.

—Tenemos poco combustible —protestó el capitán.

—¿Hay suficiente para despegar y mantenernos volando en círculos?

—Sí, pero con las compuertas de la bodega de equipajes abiertas...

—Entonces, manténgase a baja altura —replicó ella—. ¡Vamos, hágalo! —Empujando a Michael hacia el suelo y apartándose rápidamente de él.

El capitán retrocedió, se sentó ante los mandos y empezó a accionar conmutadores. Sonó el intenso zumbido de los reactores.

Michael se acurrucó penosamente tras el respaldo de un asiento. No podía ver a Eliane. El «DC-10» empezó a moverse. Asomó la cabeza de Ude. El cañón de la pistola era como una negra boca abierta mientras lo apuntaba hacia Michael.

Se zambulló a un lado al ver el fogonazo. La bala rebotó contra el marco metálico de la parte superior del asiento tras el que estaba agachado Michael.

El avión estaba empezando a rodar por la pista. Por un momento, Michael se preguntó cómo estaría explicando el capitán su imprevisto movimiento a la torre de control. El enorme «DC-10» procedente del continente no estaba lejos, y el tráfico interinsular era casi constante.

Otro disparo de Ude, y Michael se zambulló detrás de otro asiento. Salió de nuevo al pasillo. Rebotaron más balas en las paredes de la cabina. Pero Michael había recorrido ya la mitad de su longitud y, mientras se movía de nuevo, oyó el clic del percutor al caer en la recámara vacía. ¡Ningún disparo! La pistola de Ude estaba vacía.

Michael, corriendo ya a toda velocidad, acortando la distancia que les separaba, oyó demasiado tarde la advertencia de Eliane. Vio la mano de Ude llenarse súbitamente con un fulgor de afilado acero. El brazo se hallaba levantado, y el shaken, la arrojadiza estrella de acero, ya estaba siendo lanzado.

Desesperadamente, Michael trató de refrenar su impulso hacia delante. Logró apartarse de la trayectoria del silbante shaken, pero al hacerlo se golpeó contra el ángulo del mamparo.

Debió de perder el conocimiento por unos instantes, porque se dio cuenta de pronto de que Ude le estaba arrastrando hacia el boquete que la explosión había producido en el suelo de la cabina.

Hizo acopio de las reservas de energía que le quedaban. Luego, el «DC-10» dio un bandazo a la izquierda, y el impulso le hizo caer a la bodega de equipajes de proa.

Lanzó un grito al golpearse con el borde de una caja. Había poca luz allí. Pero, por la portezuela abierta sobre la borrosa mancha de la pista que se deslizaba a toda velocidad bajo el aparato, penetraba la suficiente como para permitirle ver a Ude agachado. Estaba blandiendo una cadena metálica provista de un par de asas de madera.

Michael vio que los labios de Ude se hallaban contraídos en una mezcla de sonrisa y reacción a la sorpresa y el dolor.

—Ahora veremos —dijo Ude— quién es el sensei. —Y, mientras hablaba, hizo girar la cadena delante de él.

Sonriendo ferozmente, Ude mostró el cordón de color rojo oscuro.

—¿No puedes levantarte? ¡Toma, ven a coger lo que tu padre dejó para ti! ¡Te servirá de muy poco una vez que te haya matado!

A Michael no le quedaban ya fuerzas. Se dispuso a morir.

Y en ese momento Ude se apartó; su expresión había cambiado por completo. Eliane se hallaba de pie ante él. Se había dejado caer a través del boquete del suelo y se enfrentaba ahora a Ude.

—¡Tú! —exclamó éste—. Bien, no me importa. Te mataré a ti primero y, luego, acabaré lo que he empezado.

Eliane no respondió. No habló. No se movió. Era como si estuviese hecha de piedra. Pero su mente estaba viva. Estaba concentrada en iro. Normalmente, iro significaba color, pero en las artes marciales se refería a la intención del adversario: al color de su mente. Ahora, mientras se concentraba, Eliane adivinó que Ude se proponía asestar un único y definitivo golpe. Y, sabiendo que éste era el iro de Ude, lo siguió.

Hasta el final.

Ude, resuelto a estrangular a Eliane, dejó caer a sus pies el cordón. Fue un gesto de desprecio hacia su adversaria. Y una distracción. Se lanzó hacia delante, sosteniendo la cadena a baja altura. Eliane no hizo nada. No había adoptado la postura de ataque, no había levantado los puños. Por consiguiente, Ude estaba ya recreándose en su victoria, imaginándose ya a Eliane retorciéndose a sus pies, estrangulada por la cadena.

El «DC-10» se hallaba al límite de su espacio terrestre. Las fuerzas actuantes en el reactor fluctuaron, y los dos antagonistas perdieron el equilibrio.

Eliane se golpeó la cabeza contra la esquina de una caja. Ude se repuso, cogió a Eliane por la blusa, la hizo girar sobre la espalda y la empujó hacia delante.

La cabeza y los hombros de Eliane asomaban ahora por la escotilla abierta. El «DC-10» estaba despegando. Medio aturdida, Eliane se sintió empujada fuera del avión. Era un largo y letal descenso.

Sólo sus caderas y sus piernas estaban todavía dentro de la bodega de equipajes. El viento, azotándola cruelmente a medida que el reactor ganaba velocidad, le hacía extremadamente difícil ver y respirar. Estiró la pierna y dio a Ude una patada en la rodilla.

Ude se volvió y cogió la cadena. Con un grito de odio, la arrolló en torno al cuello de Eliane. Pero, al mismo tiempo, Eliane estaba haciendo girar sus manos como una hélice; era un atemi, un golpe percusivo. Ude, cegado por su sed de sangre, no lo vio llegar hasta que ya era demasiado tarde.

Su propio impulso se combinó con el desesperado golpe de Eliane. El canto de su mano le dio justamente encima del corazón. Oyó el chasquido de una costilla y, luego, se sumergió en un océano de dolor.

Al instante, Eliane retorció la cadena, liberándose de su presa. Lanzó una patada, y, con un grito de sorpresa absoluta. Ude fue catapultado fuera de la escotilla.

Cayendo como un leño apagado sobre el asfalto de la pista.

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