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Hocho

Me libro de la poli y me quedo rondando un rato por unos callejones. Llevo un par de pavos que mi mama me dio antes del pograma de la tele, pero no quiero gastarlos todavía. Pero me muero de hambre. Volver al gueto no es buena idea, pero ahí es donde tengo que ir, me conozco todas las calles y los escondrijos. Voy al istituto y me escurro entre las sombras, por la puerta, y miro las canchas de basket. Oigo pisadas que vienen hacia mí, pero no puedo escapar, no hay sitio. Y me hundo en la oscuridad.

—Go, negro, ¿estás ahí? —dice la voz.

Es la voz de la Reynisha, la reconozco.

—Reynisha, ¿eres tú? —pregunto.

—Sí, soy yo. Sal que te vea.

—¿Estás sola? —pregunto.

—Sí —dice—. Pensaba que no ibas a poder abrirte. La poli sigue buscando por el estudio.

—Hacen falta más de veinte polis para pillarme —le digo—. ¿Vienes por mí?

—Sí. Baja.

Salgo al descubierto, bajo las escaleras y me quedo parado delante de ella.

—¿Qué quieres? —Miro a la calle y a la manzana—. ¿Tienes pasta? ¿Comida?

—No, negro. Lo que traigo para ti es esto —dice, y saca el revólver ese del nueve y me apunta a mí.

—Mierda, Reynisha. ¿La mierda esta está cargada?

—Cargada a lo bien, hijoputa desgraciado —me dice—. Voy a pegarte un tiro que te dejará bien seco, así saldrás de la vida de mi hija para siempre.

—Cálmate, muñeca —le digo.

Se echa a reír.

—¿Muñeca? —dice, y menea la cabeza—. Vaya cara que tienes.

—Pero ¿tú qué dices, nena? —le digo—. Sabes que no quieres pegarme un tiro, ¿a que sí?

—Quiero pegarte un tiro. Eso ni se discute —me dice—. Quiero pegarte un tiro y dejar que sea otro el que limpie la sangre.

—Dame la pipa, Reynisha —le digo, y doy un paso hacia donde está.

—Otro paso y será el último —me dice.

—¿Qué quieres?

—Quiero pegarte un tiro, imbécil —dice.

—¿Quieres dinero? —pregunto.

—Tú no tienes dinero, ya lo sabes —dice.

—¿Quién hay ahí? —digo mirando hacia la calle.

Cuando ella mira, le quito la pipa.

—¡Uau! Cuánto me alegro de ser un hijoputa bien listo. ¿Qué? ¿Ibas a pegarme un tiro en el culo?

—En pleno culo —dice.

Yo tengo la pipa y ella sigue como loca.

—Tienes suerte de ser la mama de mi hija —le digo—. Si no, te metía una bala ahí, justo en medio —le digo, y le planto la boca de la pipa en toda la frente.

—No tienes huevos —me dice.

—Que te den porculo.

—Te crees muy hombre, ¿verdad? —me dice.

Siento el peso de la pipa en la mano.

—Ahora, sí —le digo—. Ahora, sí.

—Voy a decirles que tienes una pistola —dice.

—Díselo. —Estoy mirándola, cómo se me ve en la mano, sintiendo su peso—. Tú ve y díselo.

—¿Qué vas a hacer? —pregunta.

—Y eso a ti, ¿qué? —le digo—. Ya te he sacado lo que quería, ahora ya puedes ir tirando, desfilando.

—Espero que te frían —me dice.

—Sí. Yo también lo espero. Matan a todo el mundo. Pues a mí también.

Ahora camino hacia el centro. Por si a la Reynisha le da por ir corriendo a la poli para contar que me ha visto por el barrio. Siento la del nueve en el bolsillo y la cabeza se me va. Y veo el coche patrulla que se me acerca por la calle. Me cuelo en una tienda. La tienda está llena de loros y teles y pienso en lo bien que estaría yo teniendo uno de estos loros. Quiero usar la pipa para pillar uno. Pero el loro pesa, y la poli está ahí afuera. No soy imbécil. Y en las pantallas, una pantalla y otra pantalla y otra pantalla, en toda la fila, estoy yo, yo en el pograma de Snookie Cane. Yo delante de todos. Yo en la tele. Se me ve bien guapo, y entonces entra la poli. Y rebobinan y otra vez. Y otra y otra vez. En una pantalla y en la otra y en la otra. Y una zorra gorda delante de una pantalla me mira y yo miro para el otro lado. Salgo afuera, adonde estaba el coche patrulla, pero cuando salgo la poli ya no está. Bajo por un callejón y por el otro, por una calle y por la otra, y ya estoy de vuelta en el barrio.

Me siento debajo de un árbol del parque de enfrente de la licorería y miro la pipa. Es toda negra y brillante. Como un diamante negro. Como dinero que todavía no es dinero.

Cruzo el parque y bajo por la calle. Voy a la tienda del coreano hijoputa. Me debe una. Me debe todo lo que tiene por haberme mandado salir de su puta tienda y por haber llamado a la poli. Solo porque no iba a comprar nada. Coreano hijoputa. Tendrá la caja llena de pasta. Fijo.

Me quedo parado en la acera mirando a la gente que entra y sale de la tienda. Al final en la tienda solo queda el coreano. Cruzo a la acera de enfrente, vuelvo a mirar por la calle, arriba y abajo. Para adentro.

El coreano me reconoce en cuanto entro. Lo noto por cómo me mira, pero no dice nada. Miro el estante de las papas fritas y él va atrás del mostrador todo lento. Se pasa la mano por el pelo como nervioso, echándome miradas con esos ojos bizcos. Y desde atrás del mostrador me mira y veo que alarga la mano.

Saco la pipa y la apunto a su careto amarillo.

—Las manos en el mostrador —le digo.

Las pone en el mostrador, planas. Me mira a los ojos.

—¿Tú qué quiele? —pregunta—. Coje tú quiele y sale.

—Dame la pasta de la caja —le digo. Lo vigilo mientras la saca. Tiene pinta de haber como unos cien—. Vale. ¿Dónde está la caja fuerte?

—No caja fuelte —dice.

—Que te den porculo, tío —digo—. ¿Dónde está la caja fuerte?

Le acerco la pipa a la cara.

—Caja fuelte atlá —dice—. No dispala.

—Sal de ahí atrás, muy despacio —le digo.

Pero no sale de ahí atrás muy despacio. Se agacha detrás del mostrador para sacar una pipa. Le pego un tiro. La pipa me salta en la mano y casi se me cae al suelo. Le doy en la cabeza, en un lado de la cabeza. El abujero se ve limpio, al principio no saca mucha sangre. Le pego otros tres tiros hasta que termina en un lago de sangre. Hijoputa. Mierda, el coreano hijoputa ha hecho que lo mate. Yo no fui el que le dijo que cogiera la pipa. Pillo la pasta del mostrador y echo a correr.

Tengo el coco que bum bum bum. No sé qué pensar ni adónde ir. Corro, corro, corro, pero no llego a ningún sitio. Me muero de hambre y me meto en donde Popeye. Como pollo y me bebo una Sprite sentado a la última mesa cerca del baño. Espero no ver a nadie que conozco. Pero la comida está buena.

Paso al lado del istituto y me meto en un callejón y alguien me llama. Saco la pipa todo deprisa y doy la vuelta para ver y ahí esta, el Willy el Gili, el borracho.

—Uf… —dice—, no disbares, gombañero. —Está borracho perdido, dando tumbos a la luz de una ventana de arriba—. ¿Eres tú, Van Go?

—Sí, soy yo, puto borracho —le digo.

—¿Adónde corres y por qué llevas una pistola?

—Déjame en paz —le digo.

—¿Cómo está tu mama? —me dice.

—¿Qué?

—Te digo que cómo está tu mama —dice—. Tú piensa, Van Go. Mírame la cara. Mírame la piel, negra como el carbón, y luego mírate la tuya. Mírame los ojos negros y luego mírate los tuyos. Mírame los labios negros y mírate los tuyos. Soy tu padre, te guste o no.

—Cállate —le digo.

—Es verdad —me dice.

—Y mientras tanto, ¿tú qué hacías? —le pregunto.

—Yo hacía lo que hago, sobrevivir —dice—. Tú no vales una mierda. Tu mama no vale una mierda. Y aquí estoy.

Siento una rabia dentro que se hincha. Odio al tío este. Odio a mi mama. Me odio. Veo mi cara en la cara de él. Veo a ese mono que les mete miedo a las nenas tontas. Veo unos brazos largos que cuelgan. Veo unos ojos a los que les da igual lo que pasará mañana. Me veo a mí mismo, balanceándome sobre los talones, esperando, esperando, esperando algo que cuando llega no lo reconozco. Mi única cura será la muerte, esto llevo toda la vida oyéndolo. Y lo oigo ahora. Veo a la mama que sangra en mi pesadilla. Veo a mis niños. Veo al Rexall sin cerebro que crece y me pregunta:

—¿Y por qué yo no?

Veo a mi padre. Me veo a mí. Le pego un tiro al hijoputa. Pum. En la tripa.

Willy se encoge, se dobla y me mira como preguntando: ¿Por qué?

Le grito. Me quedo a su lado gritándole:

—¡Porque no vales una mierda! —le digo—. ¡Porque tú me hiciste, hijoputa! ¡Porque yo no valgo una mierda!

Estoy llorando y creo que en la calle se oye algo. Salgo corriendo otra vez.

Me quedo frito en el sótano de un bloque vacío.

Sueño. En el sueño, un blanco muy alto me hace una prueba para un equipo de basket. Me hace dar vueltas alrededor de la cancha. Una vuelta y otra vuelta y otra vuelta. Y cada vez que paso por su lado se ríe más, y al final me paro y lo miro.

—¿Tú de qué te ríes?

—Estás corriendo al revés, negro —me suelta.

—¿Y por qué no decías algo? —le suelto yo.

Entonces me doy media vuelta y echo a correr para el otro lado. Y cada vez que paso por su lado vuelve a reír, cada vez más fuerte. Me paro y me quedo mirándolo.

—¿Y ahora dónde está la puta gracia? —pregunto.

—Has empezado a correr con el pie izquierdo —me dice.

—¿Tú qué hablas? —le pregunto. No lo pillo—. ¿Tengo que empezar con el derecho?

—No, pero el derecho siempre tiene que ser el primero que apoyas —me dice—. Da igual con el que empieces.

—No lo pillo —le digo.

—Vale, olvídalo —me dice—. Prueba a correr de espaldas.

Doy veinte vueltas de espaldas y me duelen las piernas y me doy cuenta de que no llevo zapatos y de que me sangran los pies. Y entonces el Willy corre de espaldas a mi lado, a mi paso. Cada vez que paso por al lado del entrenador, él me saluda con la cabeza. Miro al Willy, que sonríe.

—¿Ves? No está tan mal —me dice.

—¿Tú qué haces aquí? —le digo.

—Vengo a decirte que te equivocabas —me dice.

—¿Me equivocaba en qué? —le pregunto.

—Dices que no vales una mierda —dice—. Dices que yo no valgo una mierda. Pues yo soy una mierda, y tú también.

Suelta una carcajada y para de correr. Paso por al lado del entrenador y él también se ríe.

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