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—No puedo meterme ahí.

—No hay otro sitio.

—Lorraine ha dicho que no puede usar el servicio, Monksie —dijo mamá.

—Esperaré a que lleguemos —dijo Lorraine.

Una hora más tarde estábamos en Annapolis y Lorraine dormía en el asiento trasero. Mamá dormía a mi lado. Crucé el pueblo y llegamos a la playa. El guarda de la entrada me reconoció. Era tan viejo como mi madre, pero yo no lo recordaba.

—Monk Ellison —me dijo—. Vaya, vaya. Usted ni se acuerda de mí, ¿verdad? Maynard Boatwright.

El nombre me sonaba, pero en lugar del agradable viejecito que tenía delante de mí diciendo «Vaya, vaya», lo que recordaba era un ex marine alto y musculoso de mandíbula de acero.

—Sí que te recuerdo —dije—. ¿Cómo te trata la vida?

—Muy requetebién. —Miró a mamá y luego miró a Lorraine, y me acordé de que Lisa sospechaba que Lorraine le gustaba—. ¿Ésa es…?

—Lorraine —dije.

—¡Sopla!

Me volví para despertar a Lorraine, pero Maynard me detuvo.

—Debe de ser un buen conductor —me dijo Maynard—, se han quedado fritas.

—Supongo.

—Bueno, nos vemos más tarde.

Y entonces le dijo adiós con la mano a Lorraine, que dormía.

La cabezadita debió de ejercer un efecto reparador en las ancianas. En cuanto llegamos a la casa y se despertaron, se aplicaron a la tarea de poner orden con gran determinación. Yo no estaba muy cansado del viaje, pero ellas ni dejaron que me acercara para ayudarlas con la limpieza. Salí fuera, hacia uno de los lados de la casa, y di el agua y la luz. Como cuando volví a asomar la cabeza solo logré confirmar mi inutilidad, me dirigí a la parte trasera, al pequeño muelle que daba a la laguna que se nutría de la marea. Miré al este, hacia la bahía. La vieja canoa de aluminio seguía boca arriba, apoyada sobre unos ladrillos y cubierta con una lona, como siempre. Más tarde la sacaría y me quedaría flotando en el agua con un puro. La orilla de la laguna estaba llenísima de casas, no se parecía en nada a la de mi niñez. Se oían ruidos: familias, música, perros y, a lo lejos, la alarma de un coche. Caminé entre nuestra casa y la de los vecinos y seguí por la carretera rumbo a la playa de la bahía.

Me preguntaba hasta dónde debía llegar con mi papel de Stagg Leigh. Podría terminar convirtiéndome en un Rinehart, viéndome a mí mismo en los escaparates mientras paseaba por la calle[3]. Yo soy lo que soy. Podía ponerme una barba de mentira y una peluca y plantarme en los magacines de la tele. Seguirles el juego, ponerme manos a la obra, enrollarme, hermano. No, no podía.

Dejaría que el señor Leigh siguiera como hasta ahora, recluido, con esos modales tan de recién-salido-del-trullo. Dejaría que hablara con la editora un par de veces más y luego desaparecería como si se lo hubiera tragado la tierra.

Paseé por la playa y después me volví para mirar la casa de Frederick Douglass. Había pertenecido a su nieto, pero desde entonces había pasado por varias manos. Como la casa quedó desocupada cuando yo era pequeño, solíamos entrar, subir por las escaleras y quedarnos mirando el agua desde la torre. Mi padre me contó que James Weldon Johnson había escrito ahí mismo. La idea me asustó un poco, pero también hizo que se me disparara la imaginación y empezara a buscar versos míos que, sin embargo, no querían aparecer. Ahora que la casa parecía recién arreglada, me costaba un poco reconocerla. La torre ya no se cerraba con contraventanas, la habían acristalado. La casa parecía herméticamente sellada y equipada con aire acondicionado. Había un Mercedes familiar aparcado en la entrada.

Regresé a casa por la calle y me detuve a mirar la vieja casa de los Tilman. Sentada en el porche había una mujer a la que no había visto y que me preguntó si podía ayudarme, aunque por cómo lo dijo lo que de verdad quería saber era qué demonios estaba mirando yo.

—Lo siento —dije—. Me estaba acordando del antiguo propietario.

—¿De verdad? —Traducción: «Sí, claro».

—Sí, de verdad. Se llamaba profesor Tilman. Nunca averigüé su nombre de pila. Tal vez fuera Profesor, quién sabe.

La mujer se echó a reír. Era alta, tan alta como yo. Bajó del porche hasta donde yo estaba para mirar la casa. Tenía un rostro cuadrado enmarcado por unas rastas casi rubias.

—El profesor Tilman era mi tío —me dijo—. Lo llamábamos Tío Profesor.

Era divertida. Le sonreí.

—No quería ser grosero, es que no la había visto.

—No pasa nada.

—¿Cómo está el profesor? —pregunté.

—Falleció hace tres años.

—Lo siento mucho.

—Yo heredé la casa. Una parte de la casa. Es mía y de mi hermano, pero él vive en Las Vegas y nunca viene al Este.

Por cómo dijo ese «Las Vegas», el dato debía de parecerle increíble.

—Yo he venido en coche —dije—. Me llamo Thelonious Ellison. Todos me llaman Monk.

—¿Familia del doctor Ellison? —Asentí con la cabeza y continuó—. Mi tío solía mencionar a tu padre muy a menudo.

—Vaya.

—Marilyn Tilman. —Me estrechó la mano—. ¿Has venido a pasar el verano? ¿Lo que queda de verano?

—Solo un par de semanas. Estoy con mi madre y su ama de llaves. Y ahora que lo pienso, ya tendría que volver a casa. Sé que están esperándome con la lista de la compra. Hablamos luego, ¿vale? —Me alejé un par de pasos—. ¿Quieres que te traiga algo de la tienda?

—¿Y por qué no voy contigo? —preguntó.

—Mi casa es la de dos pisos con los postigos verdes.

—Tardaré un par de minutos —me dijo.

—Muy bien.

La observé mientras subía los peldaños del porche y se metía adentro.

Cuando llegué a casa descubrí que mamá y Lorraine habían terminado poniéndose de los nervios la una a la otra, hecho que se manifestaba en un silencio incómodo. Mamá me dijo que tenía la impresión de que una cabezadita no le iría nada mal, y Lorraine me dijo en un aparte que a mamá no le iría nada mal echarse una siesta. Lorraine se había encargado de la lista de la compra, que cerraban dos artículos añadidos por mamá con mano temblorosa. Aquélla debió de ser, sin duda, la fuente de su disputa, sobre todo porque uno de esos artículos ya lo había anotado Lorraine.

—Está cansada —repitió Lorraine, y esta vez lo dijo en voz suficientemente alta para que mamá pudiera oírla.

—No me extraña —dijo mamá buscando con la mirada un lugar en el que echarse.

—Lorraine —dije—, acompaña a mamá arriba y acuéstala, por favor. Volveré dentro de una hora, más o menos. Compraré algo hecho, así esta noche nadie tendrá que cocinar.

—Sí, señor Monk.

Lorraine siguió a mamá escaleras arriba.

—No necesito tu ayuda —dijo mamá, muy seca.

—Tengo que hacerle la cama —respondió Lorraine.

—Pues espabila, Lorraine, que veces eres muy lenta, chica.

Salí fuera y vi llegar a Marilyn. Llevaba un sombrero de paja que le daba sombra a la cara, pero sus mejillas y sus ojos irradiaban juventud; aquél era un brillo que recordaba pero que yo ya había perdido. Al mirar su andar confiado y el bolso de tela que se balanceaba a un costado, sentí los ojos cansados.

—¿Listo? —preguntó.

—Claro que sí.

Nos sentamos en el coche y enredé torpemente las llaves. La escena, y eso era tan sorprendente como preocupante, me resultaba muy extraña: sentada a mi lado tenía a una mujer de menos de setenta años; una mujer a la que encontraba atractiva y cuya memoria a corto plazo era tan buena como la mía. Me sentí como una solterona y traté por todos los medios de no parecer demasiado incómodo.

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