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Pasaron diez días. Salí a pasear solo, salí a pasear con Marilyn, y en una ocasión salí a caminar con mamá. Marilyn conoció a mamá y a Lorraine. Maynard, el guarda de la entrada, le hizo una visita a Lorraine. Mamá me dijo que Marilyn le gustaba. Yo le dije a Marilyn que me gustaba. Marilyn me dijo que yo le gustaba. Los cuatro comimos juntos. Yo comí con Marilyn. Remé en la laguna y fumé puros. Mamá y Lorraine se pusieron de los nervios mutuamente. Lorraine habló entre dientes. Mamá echó cabezaditas. Mamá charló a solas con Marilyn mientras yo estaba en el mercado.

—Tu madre me ha dicho que pronto saldrá un libro tuyo —me dijo Marilyn.

Lo primero que se me ocurrió fue contestar que mamá se confundía, y estuve a punto de hacerlo, pero atribuirle delirios a una persona que los padecía tan a menudo me pareció injusto.

—Bueno, el libro todavía no está terminado, aunque espero que salga en primavera —dije.

—¿Qué título tiene?

—Todavía no tiene ninguno. Es una adaptación del

Satiricón. —Me reí—. Otra incursión de las mías en el mundo de los superventas.

—Me encantaría leer un fragmento.

—A mí también —respondí.

Me miró con aire perplejo.

—Me encantaría verlo cuando esté listo —añadí.

—De hecho, leí

Segundo fracaso cuando salió. Me gustó.

Asentí con la cabeza.

—Gracias. Me temo que no tengo muchos lectores.

Estábamos sentados en el muelle, mirando la laguna. Teníamos una botella de merlot, pero las velas de citronela que habíamos encendido para ahuyentar a los mosquitos habían echado a perder el sabor del vino. Marilyn me había contado muchas cosas de ella, y supongo que yo le habría contado muchas cosas de mí, pero la información sobre los demás siempre nos parece más importante, o más interesante, o, sencillamente, más información propiamente dicha. Se había criado en las afueras de Boston con su hermano y sus padres, médicos los dos; había estudiado en Vassar y luego en Columbia; era abogada de oficio y trabajaba para el organismo encargado de establecer directrices en materia de enjuiciamiento. Viajaba de estado en estado explicando la legislación a los abogados de oficio. Se tomaba su trabajo muy en serio, le parecía importante, y a mí también me lo parecía. En cierto modo, Marilyn se parecía mucho a mi hermana: algunos de sus colegas le caían bien, pero no le gustaba el lugar donde trabajaban; era una ardiente defensora de los derechos de sus representados, pero no sentía ningún aprecio por ellos como personas.

Los mosquitos andaban muy ocupados en nuestros tobillos.

—¿Te importa que me encienda uno? —pregunté sacándome un puro del bolsillo de la camisa.

—No, adelante.

Lo encendí y le eché el humo en las piernas.

—Esto ahuyentará a los mosquitos.

—Es sexy.

Me eché hacia atrás y la miré a los ojos. No era la típica guapa de película de belleza estúpida, pero su cara resultaba interesante, llena de experiencia, llena de reflexión, y por tanto sí que era guapa. Yo esperaba que mi cara transmitiera todo eso lo bastante para hacerme atractivo. Nuestras cabezas se movieron hacia un punto común en el espacio de ese modo en que suelen hacerlo las cabezas cuando se anuncia el primer beso. Y nos besamos, suavemente, y también resueltamente, contundentemente. Nos separamos sin tener nada que decir. Estaba aterrado, preguntándome si terminaría alejándola de mí y jodiéndolo todo.

Luego oímos un ruido de remos en la laguna y una risa ahogada. Bajo la luna, Lorraine y Maynard flotaban en un pequeño esquife. Era muy tierno. Quería alegrarme por Lorraine, pero lo único que sentía era pena por mi madre, que se había quedado en casa con una soledad que, seguro, estaría matándola.

Nunca he sido capaz de

enrollarme bien, ni siquiera lo he intentado, y siendo yo mismo no me ha ido nada mal. No obstante, de adolescente me moría por encajar en el grupo. Veía cómo mis amigos, que no parecían tan distintos de mí, se metían en el papel y se transformaban por completo.

—Eh, tío, ¿qué pasa? —decían.

—Aquí, suave —respondía alguien.

Yo no entendía nada, pero aquello parecía relajado, informal. Y, lo que era más importante,

molaba. Recuerdo las palabras, las expresiones.

Suave.

¿Qué pasa?

Hermano.

Mueve el esqueleto.

Tranqui.

Mola.

Loro.

Choca esos cinco.

Eh

(ésa no era muy difícil).

No me vaciles.

Enróllate.

Carro.

No me comas el coco.

Yo lo intentaba, pero nunca sonaba relajado; nunca me salía un tono auténtico. En realidad, esas palabras nunca me parecieron auténticas vinieran de quien viniesen, aunque me daba cuenta de que la otra gente se

enrollaba mucho mejor de lo que yo podría llegar a hacerlo jamás. Como es natural, yo era el único al que le preocupaba mi torpeza, eso lo descubriría más tarde, pero entonces estaba convencido de que esa torpeza era el rasgo definitorio de mi personalidad. «Ya sabes, Thelonious Ellison, el torpe.»

¿Ése tan estirado? ¿El que parece blanco? Si ni siquiera sabe jugar a baloncesto.

Era una mañana fría, y me alegraba de haber echado mano de la manta que tenía a los pies de la cama. Apenas si empezaba a amanecer. Desde lo profundo de esos dulces instantes entre el sueño y la vigilia, oí que Lorraine me llamaba.

—¡Señor Monk! ¡Señor Monk!

Bajé las piernas y me puse los pantalones de chándal y las zapatillas.

—¿Qué pasa? —grité hacia el piso de abajo en cuanto crucé la puerta de la habitación.

—Es su madre.

Corrí escaleras abajo y vi a Lorraine en la cocina. Estaba mirando por la ventana. Busqué a mamá.

—¿Qué pasa, Lorraine, dónde está mamá?

Lorraine no contestó, se limitó a señalar la laguna. En la superficie del agua lisa como un espejo, de pie en el ligero esquife azul, estaba mamá. Tenía los brazos pegados al cuerpo y se la veía absolutamente tranquila.

—¿Qué está haciendo ahí? —pregunté; en cuanto las palabras abandonaron mis labios me di cuenta de lo estúpido de la pregunta. A favor de Lorraine, debo decir que no contestó—. Supongo que debería ir a buscarla.

Pero ¿cómo?, me preguntaba. Mamá se había llevado el bote. Miré los jardines de los vecinos en busca de algo de lo que echar mano. Nada.

—Creo que tendré que darme un baño.

El agua estaba helada. Nunca he sido un nadador avezado, pero confiaba en poder alcanzar el bote. A mitad de camino, hice un alto para situarme un poco. Miré hacia atrás y no solo vi a Lorraine de pie en el muelle, también estaban los vecinos, a los que no conocía, reunidos en grupitos en la orilla. Seguí nadando. Era curioso: el ejercicio me estaba sentando bien. Sabía que le había dado otro ataque: mamá odiaba el agua. Las ocasiones en las que papá logró convencerla de que se subiera a un bote fueron auténticas proezas, y ahí la tenía, flotando a la deriva, sola. Hasta que llegara a donde estaba no sabría cuánto se había alejado.

Me paré a mirar y vi que estaba a poco más de un metro del bote. Me acerqué nadando de costado y levanté el brazo fuera del agua. Luego retiré la mano al ver que mamá trataba de pegarme con un remo.

—Mamá, soy yo —dije manteniéndome a flote y tratando de distinguir sus ojos.

Como estaba de espaldas al sol que empezaba a salir, nadé alrededor del bote. Y cuando logré verle los ojos, no había nada que ver: no era mamá, aunque sí era mi madre, por supuesto. Podría haberme pasado horas diciéndole quién era yo, y no habría entendido nada. Vi la amarra del bote flotando en el agua y la agarré. Entonces empecé a nadar de costado de vuelta al muelle. La veía todo el rato: estaba de pie, con el remo levantado, lista para pegarme si me acercaba.

—No pasa nada, mamá —le repetía todo el rato—, no pasa nada.

Al final, le dije con voz severa:

—Señora Ellison, estar de pie en el bote está terminantemente prohibido.

Se sentó y de inmediato sentí que mis movimientos en el agua se volvían más relajados.

Lorraine, ahora con Maynard y Marilyn, nos esperaba en el embarcadero para recibirnos. Lorraine y Maynard ayudaron a mamá a salir del bote y a subir por la rampa. Marilyn se ocupó de mí. Me desplomé de espaldas, jadeando y con los ojos clavados en un cielo en el que ya había luz.

—Dios mío —dije.

—¿Estás bien? —preguntó Marilyn.

La miré y después me incorporé. Había gente por toda la orilla de la laguna, incluso en el otro extremo, todos observándonos. Que se hubieran quedado mirando con la boca abierta no me molestaba demasiado. De haber sido yo uno de ellos, también me habría quedado plantado como un tonto. Pero su atención subrayaba lo que ya era evidente: que mamá estaba muy mal y que nada ni nadie podría remediarlo.

—¿Estás bien? —volvió a preguntarme Marilyn.

—Creo que sí. Tendría que ir a ver a mamá.

Me ayudó a ponerme en pie, y creo que llegué a escupir un poco de agua. Tenía los pantalones del chándal pegados a las piernas, y pesaban, como tenía que ser.

Àppropos des bottes

—Bienvenido a Virtute et Armis.

—Me gustaría salir en el programa —dijoTom.

—Pues claro que le gustaría —le dijo la rubia. Le dio a Tom un impreso de una sola página—. Para empezar, rellénelo y entréguemelo. Puede sentarse a esa mesa.

Señaló hacia el otro extremo de la sala, en dirección a una mesa de madera a la que estaban sentados tres hombres negros.

Tom cogió el impreso y fue hacia allá. Se sentó y cogió un boli atado al sobre de la mesa con una cadenita. Trató de ver las caras de los otros hombres, pero no había manera de que levantaran la vista. A lo primero que le preguntaban, que era cómo se llamaba, ya no sabía qué contestar. Quería echarse a reír. Bajo la línea, entre paréntesis, el impreso especificaba: nombre de pila y apellidos. Escribió «Tom» en el lugar indicado y luego trató de que se le ocurriera un apellido. Pensó en usar «Himes», pero le entró miedo, temía meterse en problemas, en más problemas. Al final escribió «Wahzetepe». No sabía por qué lo había escrito, pero el nombre le había salido sin esfuerzo, y fue repitiéndolo en voz baja. «Wah-ze-te-pe.» Si le preguntaban, diría que era un apellido africano, pero él sabía que era una palabra sioux, aunque desconocía su significado. No sabía dónde había aprendido la palabra, pero sería su apellido, estaba decidido. En el impreso le pedían el número de la Seguridad Social, y de la nada se materializó uno, aunque él sabía que era falso. 451-69-1369. Se quedó mirándolo, preguntándose qué querría decir. En el par de números centrales reconoció el signo zodiacal de cáncer. Pero los otros dos grupitos, 451 y 1369, no le decían nada. Llegó al final del impreso sin parar de mentir: sobre su dirección, sobre su lugar de nacimiento, sobre sus estudios —había estudiado en el College of William and Mary, escribió— y sobre sus aficiones, entre las que incluyó fabricar dulcémeles y cometas en forma de caja hechas de bolsas de la basura. Le llevó el impreso a la recepcionista, que lo recibió muy contenta y, a continuación, le entregó un montón de páginas.

—Si fuera tan amable de contestar a estas preguntas como buenamente pueda, podremos tomar una decisión acerca de su candidatura para el programa —dijo—. Tiene quince minutos. —Miró el reloj—. A partir de este momento.

Tom volvió a la mesa. La primera pregunta era: ¿Sabría describir a los miembros de la familia de insectos Haliplidae? Tom se limitó a escribir «sí». Luego pensó que estaba siendo demasiado literal y continuó con la descripción. Escribió: «Los halíplidos son unos escarabajos acuáticos. Son pequeños, de forma oval y convexa, de color usualmente amarillo o marrón con manchas oscuras. Se distinguen de otros escarabajos acuáticos porque sus metacoxas se prolongan en una placa». Sabía que podría seguir, pero tenía la impresión de que debía pasar a la siguiente pregunta.

(2) ¿Quién era Ferdinand Albert Decombe? Sin vacilar, Tom respondió: «Conocido como Albert, fue nombrado maître de ballet de la Ópera de París en 1829. Produjo varios ballets, entre los que se cuentan Le Séducteur au village, Cendrillon y La Jolie fille de Gand».

(3) Defina el teorema del valor medio. «Este teorema es una generalización del teorema de Rolle. Si la función y = f(x) es continua en el intervalo [a,b] y derivable para cada valor de x para a < x < b, entonces existirá un punto c comprendido entre a y b en el que la tangente a la curva será paralela a la cuerda entre los puntos A[a,f(a)] y B[b,f(b)].»

A Tom le ardía el cerebro. Las respuestas le salían con mucha facilidad, aunque él no sabía por qué. Pero lo entendía todo y la cabeza le echaba humo. Al final se le pidió que describiera el sistema de inyección monopunto que la Chrysler Motor Company había ideado en 1977, y él obedeció. Ofreció, con una respuesta detallada pero aburrida, la descripción del funcionamiento del concepto en el automóvil Imperial que le habían solicitado. Lo tedioso de la respuesta, sin embargo, sirvió para sofocar el fuego de su cerebro.

—Tiempo —le dijo la mujer a Tom desde su mesa.

Tom le llevó el test.

—Muy bien —le dijo ella—. Ahora márchese a su casa, si lo necesitamos lo llamaremos.

—No tengo teléfono —contestó Tom.

—Vaya, por Dios.

—Esperaré aquí —dijo Tom.

Fue hacia el sofá y se sentó. La decisión de quedarse en el despacho turbó visiblemente a la recepcionista, que se llevó a otro despacho lo que Tom supuso que sería su test. Tom cogió una revista de divulgación científica y leyó un artículo sobre el nuevo tanque del ejército que viajaba a una velocidad media de 145 kilómetros por hora en terreno accidentado.

Tom estaba en el edificio de la NBC, en las oficinas exteriores de Virtute et Armis, esperando en el sofá a que la recepcionista reapareciera en su mesa, y lo hizo acompañada de un hombre con traje gris y pelo gris y una sonrisa que le había invadido la cara como si fuera una infección. La recepcionista señaló a Tom y el hombre de pelo gris asintió y se dirigió hacia él. Mientras se le acercaba, Tom observó su andar confiado.

—El examen le ha ido muy bien —dijo el hombre.

Tom movió la cabeza en señal de asentimiento.

—En el impreso leo que estudió en William y Mary. ¿Cuándo se graduó?

—En realidad, no es cierto. Yo solo quería escribir algo.

—Me llamo Damien Blanc —dijo el hombre—. Soy el productor de Virtute et Armis.

—Querría disculparme por haber mentido en el cuestionario.

—Usted no se preocupe. Esto es la televisión. ¿A quién coño le importa dónde ha estudiado o si ha estudiado? —Se sentó en el sofá, al lado de Tom—. La cuestión, señor Wahzetepe… —Se detuvo—. ¿Puedo llamarte Tom?

Tom asintió en silencio.

—La cuestión, Tom, es que tenemos un problema. Verás: uno de los concursantes del programa de esta noche se ha puesto enfermo y necesitamos reemplazarlo enseguida. Y aquí estás tú.

—¿Voy a salir en el programa?

—Eso mismo. En directo, para todo el país. Ya sabrás que somos uno de los pocos programas que todavía se emiten en directo. —Se miró el reloj—. Salimos en poco más de seis horas, así que te sugiero que descanses un poco, comas algo y te relajes. El programa puede ser agotador.

—Sí, ya lo sé.

Tom no podía creer que la suerte le hubiera llegado tan rápidamente. Iba a salir en Virtute et Armis. Mientras lo pensaba, sin embargo, se acordó del triste final de sus predecesores, personas brillantísimas que habían pinchado en esas preguntas con truco. ¿Y si no se habían ido con cuidado? ¿Y si a fin de cuentas no eran tan listas? Tom decidió que él sí que sería listo. Él contestaría todas las preguntas a la perfección. Triunfaría donde los demás habían fallado.

—¿Estás bien? —le preguntó Blanc.

—Sí.

—Bueno, entonces preséntate a las siete. Nos encontraremos aquí y te llevaré a la cuarta planta.

—Gracias —dijo Tom—. Muchas gracias.

—No, Tom. Gracias a ti.

Blanc exhibía una sonrisa enorme en su cara lechosa, y no paraba de pasarse los dedos, largos y huesudos, por el cabello gris.

—Ya estás aquí, muy bien. Si no hubieras venido no sé qué habríamos hecho. Vamos, te llevaré arriba, así te maquillarán, y hasta te darán una camisa nuevecita y una corbata y todo. Apuesto a que este extra no te lo esperabas. Esto es la televisión, ya sabes, aquí hay que dar buena imagen. Virtute no es una producción de saldo. Nosotros estamos en lo más alto. No puedo creer lo bien que te salió el examen. Vamos. —Blanc lo agarró de los hombros, le hizo darse la vuelta y lo puso a caminar hacia los ascensores—. Allá vamos. ¿Estás nervioso?

—No.

—Pues deberías. Esto es una oportunidad de oro para ti. Nadie sabe adónde puede llevarte esto: no hay nada imposible. Podrías firmar un contrato con una discográfica, podrían ofrecerte un papel en una telecomedia. Quién sabe.

Subieron en el ascensor hasta la cuarta planta y salieron. Caminaron por el pasillo hasta una puerta doble y pasaron al lado de un negro que estaba fregando el suelo. Mientras el hombre escurría la fregona en el cubo, Tom se fijó en su cara y pensó que le sonaba. Cuando las puertas se cerraron, lo reconoció: era un antiguo concursante del programa.

Ahora estaban delante de una puerta con el rótulo MAQUILLAJE.

—Aquí te pondrán a punto —dijo Blanc enderezándose la corbata—. Ahora tengo que ir a ver a nuestro otro concursante, pero estarás bien. Tú relájate y déjate llevar. Tómatelo con calma.

Tom asintió. Se volvió hacia las puertas dobles; quería volver al pasillo para hablar con Bob Jones, pero Blanc lo condujo a la sala de maquillaje. Tom pasó de los brazos de Blanc a los de dos mujeres, que lo hicieron girar en redondo y lo sentaron en una silla, delante de un espejo muy grande.

Una de las mujeres era pelirroja y de mejillas muy rollizas, aunque eso fue todo lo que de su persona pudo ver Tom.

—Tú relájate, cariño —le dijo—. Todavía no hemos perdido a ningún paciente.

La otra mujer parecía enferma de lo flaca que estaba. Tenía las mejillas hundidísimas, como si dentro de la boca los carrillos llegaran a tocarse.

—¿Qué talla de camisa gastas? —le preguntó.

—Una L.

—¿Medida del cuello?

Tom negó con la cabeza.

La mujer flaca hizo pasar el aire entre los dientes y dijo:

—Eres un hombretón. Gastarás una dieciséis y medio, calculo.

—A ver esa cara —dijo la pelirroja cogiendo a Tom de la barbilla y tirando para moverle la cabeza—. No estás nada mal —añadió mientras le alisaba la frente con el pulgar.

La mujer alargó la mano hasta el carrito que había al lado de la silla y cuando la retiró tenía las puntas de los dedos cubiertos de una crema marrón.

—¿Qué es eso? —preguntó Tom.

—No eres lo bastante moreno, cariño —respondió la mujer. Se puso a restregarle la cara con la crema—. Son cosas de la tele.

Tom miró en el espejo cómo el color roble de su piel se convertía en color chocolate.

—Ahora sí —dijo la pelirroja—, esto está mucho mejor.

La mujer flaca volvió con una camisa blanca. La prenda estaba muy almidonada, pero Tom consiguió ponérsela con ayuda de la mujer. El cuello resultaba un pelín estrecho. Tom trató infructuosamente de abrocharse el primer botón.

—A ver, deja que te eche una mano —dijo la flaca.

Sus nudillos huesudos le presionaban la nuez y no lo dejaban respirar. Forcejeó con el botón durante algunos minutos hasta que por fin pudo pasarlo por el rígido agujero.

—Ahora.

Se alejó.

Tom se miró al espejo y vio a otra persona. El contraste de la camisa blanca contra el tono modificado de su cara lo inquietó y lo confundió. Se sentía como un payaso.

—¿Tengo que llevar la cosa esta en la cara? —preguntó.

—Eso me temo, guapo —dijo la pelirroja—. Eso me temo. Las normas son las normas. No querrás que en casa la gente se confunda, ¿verdad?

La flaca anudó la corbata al cuello de Tom, apretándola hasta que ese cuello de camisa tan tieso le estrujó la garganta.

—¿Estás preparado? —Era Blanc, que se asomó de repente a la sala—. Eh, estás absolutamente genial. —Dio una vuelta alrededor de Tom—. Buen trabajo, chicas. Muy bien. Está perfecto. Me ha costado reconocerte, Tom.

—A mí también.

Blanc soltó una carcajada.

—¿Habéis oído, chicas? «A mí también.» Este Tom es un chistoso. —Calló y le puso la mano en el hombro—. Es la hora, Tom. Es la hora de concursar en Virtute et Armis.

Tom se puso en pie, salió detrás de Blanc y lo siguió por el pasillo hasta que llegaron a otra puerta sobre la que brillaba una luz roja encendida. Entraron y ante ellos vieron el plató de Virtute et Armis. Tom se quedó sin aliento. Por primera vez, estaba nervioso. Tenía que ganar el concurso, no le quedaba otra, pero también sabía cómo funcionaba el juego: no dependía de él. Debería andarse con cuidado para no meter la pata. Ya estaba allí, en el estudio, en el umbral de su futuro.

Las luces del estudio eran duras. Las cámaras parecían gorilas descomunales delante del plató. Tom tenía la sensación de que el maquillaje se le estaba derritiendo; se preguntó si tendría churretones en la cara. Y de repente, ahí estaba Jack Spades, con ese pelo negro engominado hacia atrás, brillando como si fuera a pilas. Llevaba un babero de plástico y repasaba sus fichas mientras la flaca de la sala de maquillaje le empolvaba la frente. Y ahí estaba el panel circular del suelo, con los cuadros de distintos colores que a Tom le parecían los obstáculos que se le avecinaban. Su contrincante estaba sentado en un sillón abatible en el otro extremo del estudio. Una mujer de melena castaña le hacía la manicura. Era un hombre guapo, rubio, de rasgos esculpidos. Tom observaba a Blanc y a Spades, que charlaban. Los dos parecían preocupados por algo; uno meneaba la cabeza y luego la meneaba el otro. En un momento de la conversación, Blanc señaló al concursante blanco de la silla reclinable. Tom sintió una soledad muy profunda. Miró al público, que entraba y ocupaba sus asientos. Eran todos blancos y rubios, y todos tenían la vista, un océano de ojos azules, clavada en Tom.

Jack Spades se separó de Blanc y se dirigió hacia Tom.

—Jack Spades —se presentó—. Bienvenido al programa. —Había algo en su sonrisa demasiado deslumbrante, demasiado limpio, demasiado irreal. Le estrechó la mano a Tom—. Quiero desearle suerte. Relájese. Estoy seguro de que le irá muy bien y de que será motivo de orgullo para su raza.

Spades se alejó y fue reemplazado por Blanc.

—Ya es hora de que vayas a tu sitio —dijo—. Tienes que quedarte de pie en la marca roja. En caso de duda, tú busca la marca roja en el suelo. Ya has visto el programa, así que ya sabrás qué hacer. Tú escucha a Jack y mira al director, es el que lleva la gorra de béisbol. Cuando respondas, mira a la cámara con la luz roja. Y ahora, a por ellos, Tom.

Tom se dirigió al plató y ocupó su lugar, pisando con cuidado la marca roja con la punta de los pies. Los focos cayeron sobre él; ya no veía bien las caras del público, pero sentía sus ojos, que lo miraban, podía oír su respiración. El tema musical inundó el plató y se oyó la presentación de su contrincante.

—De Elkhart, Indiana, llega un asistente social que algunas noches toca en los clubes de la región con su orquesta de blues. Es el presidente de la asociación de vecinos y de la asociación de padres y profesores de la zona. Hal Dullard.

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