Voyeur

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SEGUNDA PARTE » LA RAVE

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chill out y se sienta otra vez con los de Tarragona. Ve entrar al Eduard en la sala. Se esconde entre el grupo, para que no lo vea. El otro se apoya en la barra junto a uno de sus colegas, al que le entrega una bolsa con más material para la venta. Aprovecha que se quedan hablando para irse de allí y bajar a la sala grande a por Saúl.

Es complicado moverse entre tanta gente. Son las dos y la fiesta se desmadra cada vez más. Un pincha nuevo en el escenario dándolo todo. Ahora hay unas gogós bailando en dos jaulas que cuelgan del techo, al lado del Dj.

No lo ve en ninguna parte. Revisa el baño y varias de las habitaciones y baja al piso inferior. Se encuentra al Toño y compañía. Se abrazan. Les pregunta por Saúl. Toño le informa que lo vio hace un rato con una tipa con

piercings. Le coge el resto de las bolsitas para unos colegas y le pregunta si tiene más.

Le dice que sí pero que las tiene el Saúl, que a él ya no le queda nada. Se mete en el bar, echa un vistazo. El ambiente es repulsivo, en vez de un dedo de agua hay dos o tres. Incluso así, varios tipos están tirados en el suelo, sin sentido o de bajón, empapados en esa sospechosa agua turbia. Sale de allí, el olor es insoportable. Va al baño, dónde se encuentra a Saúl visiblemente borracho y colocado.

—¡Saúl! —le grita—, ¿qué coño haces?

—¡Menudo fiestón! —Se fija que lleva un vaso de tubo lleno de whisky hasta arriba.

—¡Tío, no bebas! Menudo colocón llevas.

—Solo tres copas. Tres copas.

—Ni una deberías beber, mamonazo. Mucho menos de garrafón. ¡Vas hasta arriba de farla!

—Un par de rayas nada más.

—Una mierda. Pásame el resto, que ya no tengo nada. ¿Cuánto queda?

—Te he movido unas cuantas. No recuerdo. Tengo la pasta aquí, eso sí.

—Dámelas. Vamos arriba. Esta planta apesta.

—No, espera, que vendrá un nota. Quiere cinco gramos. Es legal, tío.

—Aquí solo hay como quince bolsas.

—Es que he movido muchas. El Toño, unos notas de Santa Coloma, una tipa, cuatro

heavys, esos seguro quieren más.

—Pues no quedará casi nada.

—He dejado diez más por si acaso en la moto.

—¿En la moto? No jodas.

—Tengo un escondite de puta madreee — afirma con un deje causado por el alcohol.

—¡Estás como una regadera!

—Espera, que aquel es el colega. Ahora se los paso.

—No, se los daré yo —decide Esteve.

Se mete en un retrete y realiza el trapicheo. Comprueba que solo quedan cuatro bolsas. Se hubiera ido si no estuviesen las otras diez en la moto. Habla con Saúl que sale un momento a buscarlas. Cuando su amigo vuelve ya ha vendido las que le quedaban. Sube al piso de arriba y se encuentra de frente con Eduard en las escaleras, que se gira al verlo pasar con cara de hiena famélica. Le pega un grito y lo señala:

—¡La has cagado!

Problemas.

Esteve corre escaleras arriba. Debe desaparecer de su vista cuanto antes y largarse. Saúl se interpone entre los matones, dándole unos valiosos segundos, y acaba rodando por el suelo, de un empujón. El Eduard y sus secuaces salen a la carrera tras Esteve, que corre como un gamo y en tiempo record alcanza el cuarto piso. Los ve subiendo por las escaleras dos pisos más abajo donde el resplandeciente filo de un cuchillo emite un brillo amenazador.

Tiene que desaparecer.

Sigue subiendo hasta la sexta planta buscando un sitio donde escabullirse. Oye como se meten en el piso inferior, pensando que está allí. Con eso ganará unos segundos. Avanza por un largo pasillo, tuerce y se encuentra a un tipo de unos treinta años, con rastas, frente a una puerta doble que tiene una cadena cortando el paso. El tipo lleva un bate de béisbol en la mano y se pone de pie al verlo. Se quedan mirándose el uno al otro.

—No se puede pasar. Esta es mi casa — informa el centinela.

—No jodas, menudo fin de semana te espera.

—Lo sé. Son unos hijos de perra.

—Me persiguen los porteros, ¿cómo salgo de aquí? Van armados. ¡Ayúdame!

El rastafari se lo queda mirando y le abre la puerta.

—Espera aquí detrás, escondido. No toques nada.

—Gracias.

Esteve pasa al otro lado de la puerta y permanece parado de pie y en silencio. El corazón bombea a toda velocidad. Al rato oye voces que se acercan por el pasillo.

—Tú, pringao. ¿Has visto un calvorota que corría como una niña? — reconoce la voz de Eduard.

—No, aquí no ha subido nadie desde hace un buen rato. Os dije que bloqueaseis la escalera y habéis pasado de todo. Mira cómo tengo que estar.

—¡Que te jodan!

Se van, y el guardián abre la puerta.

—Se han ido. Pero te andan buscando, yo de ti me abriría rápido.

—Es que me la tiene jurada el mamón ese. Viejas historias. ¿Cómo puedo salir sin que me vean?

El otro se queda pensando.

—Hay otra escalera, hecha trizas, eso sí, tapiada en la mayor parte. Por algún lado supongo podrás salir. La única entrada abierta está en el tejado.

Le llega un mensaje.

Lagartija: ¿Dónde estás tío? Yo me he dado el piro.

Esteve: Estoy bien, me he escaqueado, pero a ver cómo salgo de aquí. Estarán controlando la escalera, ese me la tiene jurada.

Lagartija: ¿Aviso al Toño y su peña? Igual nos echan una mano.

Esteve: No, no quiero montar aquí una bronca. Además, estarán pasadísimos. Lo mejor es que me escabulla como pueda. Espérame afuera.

Esteve se acerca silencioso a la escalera. No ve a nadie y sube hasta el último tramo de peldaños que lleva al tejado. La puerta se encuentra entornada. Sale a la terraza y se ve sorprendido por el aire frío y limpio de la noche, que contrasta con el enrarecido ambiente de abajo. La luna se encuentra semioculta tras unos nubarrones, destaca el perfil de la ciudad de Cornellá y al fondo Barcelona y un vigilante Tibidabo. En una esquina advierte la entrada a las otras escaleras y se acerca. Asoma la cabeza. No se ve un carajo. Ilumina con el móvil. Son unas escaleras de emergencia, en mal estado pero practicables. No entra nada de luz, parece una ratonera.

Una sombra aparece al otro lado del tejado; Eduard. Ve a Esteve al instante y le sonríe satisfecho.

—Hombre, mira a quién tenemos aquí. ¿Vas a algún lado, gallina? ¿Ahora qué? ¿Te parece bonito venir a mi fiesta sin ser invitado? ¡Menuda manera de cagarla!

El Eduard da un grito para avisar a sus compinches y saca una navaja automática. Se ríe con su cara de payaso. Esteve se acerca a él, tiene que actuar rápido; a él le puede hacer frente, pero no a cuatro o cinco compinches con navajas. Lo tendrá jodido. No va armado, él mismo es el arma.

El otro, al ver a Esteve acercándose a paso rápido y decidido, retrocede dos pasos timoratos, falto del coraje y del valor suficiente. Le amenaza con la navaja y Esteve no se lo piensa y se lanza a por él, dándole una certera patada que la hace volar de su mano y caer a sus espaldas.

Eduard se envalentona y va a por él, pero el calvorota le hunde el puño en la cara y le pega una patada en la entrepierna que lo lanza contra la pared. Un codazo reservado para la ocasión deja a Eduard totalmente aturdido. Va a necesitar más que unos minutos para recuperarse. Ese ya no le molesta más. Oye gente que sube por las escaleras y corre al otro lado del terrado.

Se mete en la boca oscura y comienza a bajar rápido las escaleras. Un golpe fétido como a carne putrefacta le inunda las fosas nasales, enseguida sabe el porqué. El cadáver de un gato muerto con el que a punto está de tropezar. Gritos a su espalda:

—¡Te vamos a matar, calvorotas!

Corre más rápido. A punto está de tropezar y caerse, va bajando y encuentra todas las ventanas tapiadas. No hay salida. Aquello expele un olor a muerte que es un mal presagio.

¡Ostias me he metido en una trampa!

Baja al último piso. Las puertas y ventanas también están condenadas. No puede acceder a las plantas. Arriba se oyen voces y algunos empiezan a descender: ve luces que se aproximan. Tiene que retroceder y buscar algún lugar por donde salir. Sube un piso y advierte una ventana tapada por placas de metal. Las empuja pero no se mueven. Con esfuerzo consigue desplazar una hacia arriba y al fin entra algo de claridad del exterior. Arranca otra de las placas, que arroja con gran estruendo, las luces cada vez más cerca. Se sube al alféizar. Se agarra a una tubería, baja un poco y se deja caer los últimos metros según ve aparecer a dos de los matones, cuchillo en mano, por la ventana.

Corre, tiene que fugarse. Se pierde por las calles del polígono. Oye una moto en su dirección, ve venir a Saúl en la vespa; se sube y desaparecen ambos entre las fábricas semiabandonadas. Esteve sonríe, sus ojos brillan. Lo ha hecho, y encima le ha atizado de lo lindo al Eduard en su propio terreno.

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