Vita

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Segunda parte - El camino de casa » El hijo de la Mujer Árbol

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EL HIJO DE LA MUJER ÁRBOL

Y dale que dale, acabado que hubo las lanzas, las tenazas, los zuecos y todas las herramientas que los Nart necesitaban, el dios Lhepsch empezó a aburrirse. Entonces fue a pedirle consejo a la mujer que todo lo sabe. Y Satanay dijo: Ahora ve y camina por la tierra. Observa cómo viven los otros pueblos y trae a tu regreso nuevos conocimientos y nuevos saberes. Si Dios no te abandona, podrás encontrar cosas interesantes y alguna historia. Y el dios de los herreros preguntó: ¿Qué necesito para este viaje? La profetisa dijo: No necesitas muchas cosas. Prepárate una vestimenta cómoda, y luego parte para tu búsqueda. Lhepsch fabricó un par de botas del acero más resistente, se las calzó y partió. Era tan veloz que recorrió en una hora la distancia que los hombres recorren en un día; en un mes, la que hubiera requerido un año. Con un solo paso superaba la montaña más alta, con un salto atravesaba el río más ancho. Caminando y saltando, brincando y volando, cruzó los siete mares y llegó a la costa. Arrancó de raíz cientos de árboles, cortó las ramas y ató los troncos para fabricarse una balsa, luego la puso en el agua y zarpó. El mar era infinito, y Lhepsch navegó durante semanas. Cuando llegó a la orilla, vio a un grupo de muchachas que jugaban. Eran tan hermosas que se enamoró de ellas al instante. Intentó aferrarías, pero no consiguió coger ni a una sola, porque le resbalaban entre sus dedos. Las siguió y las persiguió, pero no logró retenerlas. Entonces les suplicó: «Por el amor de Dios, decidme quiénes sois. Nunca he visto a nadie como vosotras en toda mi vida. Nadie me ha rechazado nunca». «Somos las siervas de la Mujer Árbol», dijeron las muchachas. «Nuestra señora te recibirá y escuchará tus peticiones.»

Las siguió. Lo condujeron ante el ser más extraño que había visto en su vida. No era un árbol, ni tenía forma humana. Sus raíces se hundían en la tierra, sus cabellos flotaban en el cielo como una nube. Tenía manos humanas. Su rostro era maravilloso. Era de oro y de plata. La Mujer árbol sonrió a Lhepsch y le dio la bienvenida. Lo hospedó con magnificencia y luego lo mandó a la cama. Lhepsch se despertó en el corazón de la noche. Encontró a la Mujer árbol, la aferró e intentó estuprarla.

«Esto es muy descortés», protestó la Mujer Árbol. «Ningún hombre me ha puesto las manos encima antes de ahora.»

«Pero yo soy un dios», respondió Lhepsch. Se puso en pie e hizo el amor con ella.

A ella le gustó tanto que se enamoró de Lhepsch. Le pidió que se quedara. Lhepsch declinó su oferta. «No es posible», contestó, «tengo que seguir mi camino. Tengo que encontrar los límites del mundo y regresar con mis conocimientos junto a los Nart.»

«Lhepsch», dijo la Mujer Árbol, «si me abandonas cometerás un gran error. Te daré todos los conocimientos que los Nart puedan necesitar. Mis raíces se hunden en las profundidades de la tierra. Puedo confiarte todos los secretos encerrados en su seno. Mis cabellos alcanzan hasta el ojo del cielo. Podría decírtelo todo sobre los planetas y los mil soles. No tienes necesidad de vagabundear por el mundo.»

Lhepsch no se dejaba convencer.

«Todo tiene un final, pero la tierra no. Quédate conmigo. Te mostraré todas las estrellas del cielo. Te ofreceré todos los tesoros de la tierra.»

Pero sus plegarias cayeron en oídos sordos. Lhepsch escogió no creer a la Mujer Árbol y partió. Sus botas de acero se desfondaron, su bastón de caminante llegó a ser más pequeño que el meñique de su mano. Su sombrero desgastado se le cayó como un anillo sobre el cuello. Viajó y viajó, pero no pudo encontrar el final de la tierra.

Entonces regresó junto a la Mujer Árbol.

«“¿Has encontrado los límites del mundo?”, preguntó la Mujer Árbol.»

«No.»

«¿Qué has encontrado?»

«Nada.»

«¿Qué has aprendido, entonces?»

«Ahora sé que la tierra no tiene límites.»

«¿Y qué más?»

«Que el cuerpo humano es más duro que el acero.»

«¿Algo más?»

«Que no hay nada más cansado y desolador que viajar solo.»

«Todo esto es verdad», dijo la Mujer Árbol. «Pero ¿has descubierto algo para que los Nart vivan mejor? ¿Qué nuevos conocimientos y qué nuevos saberes les llevarás a tu regreso?»

«No tengo nada para llevarles.»

«Entonces tu búsqueda ha sido en vano», dijo la Mujer Árbol. «Si me hubieras escuchado, le habría dado a tu gente un saber que los habría ayudado para siempre. Vosotros, los Nart, sois una raza arrogante y testaruda. Ese carácter, al final, os llevará a la aniquilación. Pero deja que así sea. Te doy esto», dijo, y le ofreció a Lhepsch un niño hermosísimo. «Llévate a mi hijo. Le he enseñado todo lo que sé.»

Lhepsch regresó a casa con el niño.

Un día, el niño preguntó a los Nart:

«¿Veis en el cielo el camino blanco —la Vía Láctea?».

«La vemos.»

«Cuando estéis lejos, miradla siempre, y nunca perderéis el camino de casa», dijo.

«Por Dios, qué sabio es», comentaron los Nart. «Cuando sea mayor, nos dará ideas fantásticas. Tenemos que criarlo con esmero.»

Le fueron asignadas siete mujeres para que cuidaran de él y para que nunca lo dejaran solo.

Pero un día, mientras el niño jugaba con las mujeres, se perdió y desapareció.

Las mujeres lo buscaron por todas partes, pero no lo encontraron.

Cuando los Nart fueron informados de lo ocurrido, montaron en sus caballos y empezaron a buscar al niño. Encontraron a gente que lo había visto, encontraron a gente que se había encontrado con él, pero a él no lo pudieron encontrar.

La gente decía: «A lo mejor ha vuelto con su madre».

Entonces los Nart enviaron a Lhepsch donde se hallaba la Mujer Árbol. Pero el niño no había vuelto con ella.

«¿Qué podemos hacer? ¿Qué esperanzas tenemos de encontrarlo?», preguntó Lhepsch a la Mujer Árbol.

«No hay esperanza para vosotros», respondió. «Cuando llegue el momento, regresará por sí mismo. Pero sólo Dios sabe cuándo ocurrirá eso. Si estás vivo cuando regrese, entonces la fortuna volverá a sonreíros. Pero si no lo hace, entonces que el llanto esté contigo, porque esto significará vuestra ruina.»

Lhepsch regresó a casa envuelto por la melancolía.

Después de tantos años, mientras el camión daba tumbos debido a los baches, arrancándolo de una desmemoriada somnolencia, el capitán Dy volvió a pensar en esa historia. La última vez que su madre se la había contado él tenía siete, tal vez ocho años, y ella le hablaba en italiano. Al final siempre le preguntaba: «¿Y el niño regresó?». Su madre se encogía de hombros. No se acordaba. Esa fábula circasiana se la había contado la mujer de su padre —muchos años antes— y se había olvidado de preguntarle ese detalle. No le parecía importante. Dy había imaginado dos finales. En el primero, Lhepsch forjaba unos zuecos mágicos para el caballo de un joven extranjero, y sólo cuando el joven se alejaba, cabalgando hacia las colinas, se daba cuenta de que era el niño que estaba esperando. En el segundo, la tierra de los Nart era devastada por la escasez. El trigo no crecía, los ríos se desecaban, los frutos no maduraban. Los dioses los habían abandonado. Pero justo en el momento más triste de la historia, el niño regresaba, descolgaba del cielo la hoz de la luna y les enseñaba a segar el trigo, de manera que los Nart nunca más volvieran a pasar hambre.

«Baja», le dijeron. El camión estaba parado delante de un depósito. Una fila indisciplinada de chiquillos, mujeres mal vestidas y hombres sin afeitar esperaba su turno para el reparto gratuito de pan. Dy agarró su macuto y comprobó que en el bolsillo de la chaqueta estuvieran todavía los documentos que necesitaba. El permiso de diez días con todos los sellos de sus superiores, y la hojita garabateada por el cartero de Minturno. Después de treinta meses de guerra, después de mil doscientos kilómetros, una herida en la pierna, el ascenso, el funeral de muchos compañeros suyos y de todas sus ilusiones, había llegado a Roma.

El capitán se acercó para descifrar el número de la casa, completamente borroso, y comprobó la hojita garabateada que llevaba en el bolsillo. Ya estaba oscuro y en toda la calle no había ni siquiera un rótulo encendido. Además, la hojita había permanecido en su bolsillo demasiado tiempo, y el garabato estampado por la mano artrítica del cartero de Minturno ya casi no se leía. Prendió el encendedor: el ejército proporcionaba a los soldados un modelo infalible, con una llama que ni el viento ni la lluvia podían apagar. Dy los había regalado a docenas, y vendido alguno. Sí, la dirección era aquélla: calle Ferruccio, 30.

El edificio tenía seis pisos, cientos de ventanas y ni un solo balcón. El revestimiento le pareció de un tétrico color patata. Dy habría querido preguntarle las señas a algún portero, hacerse anunciar, porque quería que el momento fuera solemne, pero no encontró a nadie. Se metió en un zaguán tenebroso, con el techo bajo, alumbrado apenas por una lucecita tenue, parecida a la de los cementerios. La lámpara perpetua ardía bajo una virgencita de cera azul. Al fondo, había un almacén de telas al por mayor, con el cierre metálico manchado de óxido. Estaba cerrado desde hacía tiempo. Probablemente quebró durante la guerra. Una escalera empinadísima trepaba hacia el primer piso —pero los escalones, sobre los que aleteaban rizos de polvo, desaparecían en la oscuridad. Oyó cerrarse una puerta y decenas de voces persiguiéndose. Había una radio encendida, en alguna parte. Sonaba una música sincopada que le pareció reconocer.

Se asomó al patio. En la pared había una fuente, con una máscara roja de terracota. La pila estaba recubierta de musgo. Le goteó agua por el cuello. Pero no llovía. Levantando la cabeza se dio cuenta de que el patio parecía un puerto de mar, infestado de velas blancas. Docenas de sábanas hinchadas por el viento colgaban de las telarañas de alambres suspendidos en el vacío. Calzoncillos, fundas, calcetines, delantales: el edificio estaba abarrotado. Los apartamentos eran pequeños, agolpados a razón de ocho por piso. El único espacio que los constructores habían dejado libre era la galería. En efecto, en cada rellano, se abría un vasto pórtico, adornado con dos macizas columnas cuadradas y una balaustrada de madera pintada de blanco. Pero la pintura parecía ya descascarillada. Este edificio se parecía a Italia —había tenido una dignidad propia y la había perdido.

En el primer piso, detrás de la balaustrada, había una selva de plantas. Albahaca, salvia, romero, geranios. En el segundo piso, una nube de niños acuclillados alrededor de un campo de fútbol pintado con tiza en las baldosas. En la penumbra, Dy consiguió ver que utilizaban como jugadores tapones de corcho, y como pelota un tapón de Coca-Cola. Chutaban con un capirotazo de sus dedos. Los tapones de un equipo estaban pintados de rojo; los del otro, de azul. Los niños habían dejado de jugar y lo miraban fijamente. Sus ojos brillaban. No le pidieron nada, pero Dy revolvió en sus bolsillos en busca de chicles y tabletas de chocolate. No los encontró, porque ya era de noche y, en Roma, había muchos niños hambrientos. En el tercer piso, un hombre en camiseta sin mangas fumaba, sentado delante de la puerta de su casa. Le dedicó una mirada de indiferencia, tal vez hostil. Dy se asomó al zaguán y miró hacia abajo. Las sábanas colgadas ya no le parecían velas —el patio, sólo un pozo desprovisto de luz.

En el cuarto piso, apoyada en la madera descascarillada de la balaustrada, una mujer lo escudriñaba. Valoró con competente avidez su uniforme, pareció estar contando las estrellitas de las hombreras y le dirigió una sonrisa. Dy conocía esa sonrisa, porque todas las italianas estaban en venta. Ni siquiera en venta —de rebajas. Fingió no haberla visto. En ninguna de las cuatro etiquetas que había a la derecha de las escaleras estaba el nombre que buscaba. Para leer las otras tuvo que pasar por delante de ella, y la mujer se acarició ostentosamente el pelo con la mano. Era joven, veinte años, tal vez. Delgada, con las manos agrietadas y la piel opaca —apagada. De las puertas cerradas se filtraba un intenso olor a brécol. Dy le daba la espalda obstinadamente, pero sabía que la muchacha seguía mirándolo. Estaba maquillada y pintada, pero no era una puta. En cierto sentido, en Roma ya no había putas. ¿Buscas a alguien, Joe?, le preguntó. Tenía una voz dulce y tentadora. Pero Dy tuvo un escalofrío porque sintió miedo de que la muchacha fuera la hija de aquel hombre. Los nombres de las etiquetas rezaban: Moriconi, Di Cola, Feliciani, Scarabozzi. A un hombre, respondió Dy, que vive aquí. En el cuarto piso.

Cuando estaba a punto de abandonar Tufo con sus soldados, se le había acercado un viejo sin dientes, con el rostro tostado como un torrezno. Había sido el cartero de Minturno, treinta años atrás. La dirección la recordaba todavía porque durante la guerra —la Primera Guerra, capitán, contra Cecco Peppe[11], el emperador Guillermo y el Gran Turco— con esa dirección de Roma salía una carta cada día desde Tufo. Vivía allí una «distinguida señorita», se llamaba Emma. A lo mejor era una poetisa: ella también escribía una carta al día. El cartero no sabía dónde estaba la calle Ferruccio —era una calle detrás de la estación de Termini, en el barrio de los trenes. La habían construido los piamonteses y por eso mismo debía de ser elegante, señorial.

La chica sacudió la cabeza y dijo con desinterés que en aquella casa no había ningún hombre y ninguna «señorita Emma», porque ahora estaba ella —que se llamaba Margherita. Dy apoyó el petate en la balaustrada, incómodo. No recordaba siquiera cuánto tiempo hacía que lo estaba buscando. Desde que desembarcara. O antes todavía. Era el hombre misterioso, un fantasma recurrente en las charlas de los padres, que bajaban la voz cuando se daban cuenta de que los estaba escuchando. Era una figura real y, al mismo tiempo, fabulosa, como el Guerrin Meschino, que se enamoraba perdidamente de la princesa de Persépolis, pero la abandonaba prometiéndole que regresaría al cabo de diez años —como el dios Lhepsch. No quería y no debía partir sin haberlo encontrado. Todo habría sido inútil —las bombas, los escombros. La destrucción. La guerra misma. El sol se estaba poniendo. Por encima del zaguán, de las macetas de geranios y de las sábanas colgadas de los alambres, los tejados dorados del barrio del Esquilmo se incendiaban en una fuga infinita, hasta confundirse con el azul de las colinas lejanas.

Comprendió que tenía que pagarle. Comprendió que no le iban a regalar nada y que era justo que así fuera. Abrió el petate. Con vistas al encuentro había llevado hojas y navajas de afeitar, medias y jabón, cosméticos y un montgomery. Tal vez no fueran tan útiles como la hoz de la luna, pero no había encontrado nada mejor. Le ofreció a la muchacha las medias y una crema suavizante para las manos. En el mercado negro valían bastante. Margherita no tardó mucho en recordar que los inquilinos del apartamento se habían marchado de allí en el 31. Los habían desahuciado. Dy debió de mostrarse preocupado porque la muchacha se rió. No es ninguna desgracia que te desahucien en este edificio que se cae a trozos, Joe. Es más, te diré que es una suerte. No me llamo Joe, protestó Dy, pero la muchacha dijo que todos los americanos se llaman Joe. No sabía adónde se habían trasladado —quizás a las casas populares. ¿Qué casas populares? ¿Y yo qué sé? Las casas populares son todas iguales. ¿Por qué los estás buscando, Joe? Dy no tenía ganas de contestarle. Además, no habría sabido decírselo. Tenía que encontrarlo y eso era todo. ¿No es una señal del destino que en vez de encontrar a ese tipo me hayas encontrado a mí? ¿Por qué no pasas dentro y me cuentas de dónde vienes? ¿Ya te han dicho que te pareces a ese actor…, cómo se llama, Dana Andrews? Qué guapo eres. ¿Por qué no te quedas, Joe? Dy se colocó el petate al hombro y respondió que su nombre no era Joe.

En la aldea, los viejos casi no se acordaban de él. Sentados entre los cascotes, fumaban las colillas aromáticas americanas e intentaban comprender qué quería de ellos. No podían creer que ese capitán del Ejército de Estados Unidos hubiera ido hasta Tufo porque quería encontrar a un viejo zapatero remendón y a una escribiente ciega, muertos y sepultados —y al hijo del hombre más desgraciado del pueblo, Mantu. ¿El chiquillo que murió por la picadura de un mosquito? ¿El carabinero? No, hombre, no, el otro —el que se marchó a América. Los viejos miraban la llanura, señalando en el campo de abajo un amasijo brillante de metal, que recordaba la existencia, en un tiempo no muy lejano, de vías, traviesas, trenes. Le dijeron algo que lo sorprendió. Excepto durante la convalecencia, no había vuelto a Tufo. Se había marchado a Roma.

A Dy le causó una extraña sensación oírles hablar de Roma como de un lugar remoto, incluso más remoto que América, en la que muchos habían estado —o donde habían estado sus hermanos, padres o hijos. Roma en cambio les parecía a aquellos viejos algo ajeno, desconocido y potente. Quien estaba en Roma por fuerza tenía que ser importante. Y así era ahora para el hijo de Mantu. Importante, ajeno —desconocido. Mientras estuvieron vivos su padre y su madre, en verano volvía a Tufo. Siempre bien vestido, perfumado y con un clavel rojo en el ojal de la chaqueta —un verdadero señor. Había llegado a jefe de sección. La gente del pueblo se moría de envidia. Se había casado con una mujer romana, de la cual los viejos tan sólo recordaban su pelo —cuánto pelo tenía esa mujer— y el hecho, para ellos ofensivo, de que caminaba por el campo con los zapatos elegantes de ciudad. Dy no supo explicarse por qué, pero le molestó saber que tenía esposa. Le habría gustado regresar a América y decirle a su madre que no se había casado nunca. Luego Mantu murió, y él no había vuelto a Tufo nunca más. ¿Cómo puedo encontrarlo?, preguntaba Dy. Ya ves, y cómo vas a encontrarlo, paisà, Roma es grande.

Perdió el tiempo peinando las «casas populares». En los años treinta, muchos romanos habían sido echados de sus viejas casas —por las autoridades o por los propietarios— y desperdigados en mil direcciones —transferidos, deportados o, simplemente, «desplazados». La mayor parte había acabado en barriadas de la periferia, cuando no, incluso, en el campo. Pero resultó que Dy se estaba equivocando de camino. Al hijo de Mantu, es cierto, se le había asignado una casa popular, pero la rechazó. Era un tipo obstinado, colérico y condenadamente orgulloso. Parece que los fascistas le gustaban tanto como una espina atravesada en la garganta, y por ello había rehusado recibir cualquier cosa que viniera del Duce. Purgas y bastonazos eran todo lo que podía aceptar de él. Dy intentó evocar la vivida pintada rojo sangre sobre las paredes de la oficina de su padre —FASCISTS, MOBFIA, FASCISTAS, MAFIA— y no consiguió recordar las paredes blancas, ni la pintura, ni las palabras exactas. La pintada había perdido el color y ya no lo ofendía. Dy sabía desde siempre que él se habría comportado así, y eso le puso contento. De pequeño, mientras observaba el cuerpo salvajemente peludo de su padre, su oreja mordisqueada por el fuego y el brazo muerto colgado del cuello como el cadáver de su pasado, se imaginaba que tan sólo se lo habían prestado —porque en realidad tenía otro padre. Un héroe seductor e invencible, un viajero —un dios. El hombre misterioso que un día iría a recogerlo.

Lo buscó en las casas del pueblo socialistas, en las agrupaciones del partido. Le dijeron que sí, que se acordaban de él, pero que no asistía regularmente, no se había sacado el carnet —ni en los años de clandestinidad ni después de la liberación. Era un solitario. Alguien recordaba haberlo visto pedir información sobre los procesos. ¿Los procesos?, preguntó Dy. Tal vez el capitán, que era americano, no sabía nada de los procesos, y no sabía siquiera lo que quería decir la palabra depuración, pero para los italianos era un asunto importante. Las víctimas se sientan delante de los perseguidores, los oprimidos delante de los opresores. Los hombres son responsables de sus conductas, y tienen que asumir esa carga. ¿Comprende, capitán? Me terno que no —sonrió Dy. No sé lo que ha ocurrido en Italia en todos estos años. Sé lo que sucede ahora. Los escombros. El polvo. La miseria. La música. Las chicas. No puede terminarse todo con una amnistía, ¿comprendes, Joe? No hay perdón sin justicia. Porque si no, sería como si cualquier cosa —cualquier conducta, vileza, violencia, horror— fuera lícita. En cuanto se haga justicia, este país podrá empezar de nuevo. Y renacerá. Si esto no ocurriera, habrá vendido su alma —estará perdido para siempre.

A lo mejor, concluyó el viejo, su hombre ha sido llamado a declarar contra su superior ante la Comisión de Depuraciones. Podría tener derecho a reclamar una compensación por los atropellos sufridos. Por los sueldos atrasados, los ascensos no concedidos, las vacaciones negadas, la degradación a los trabajos menos cualificados y peor retribuidos. Sin duda podrá sacar dinero con ello. Pero si testifica no será por eso. Mire, se trata de obtener alguna compensación sobre todo por las persecuciones morales. Algo —aunque sea simbólico— que pueda curar el resentimiento. Cicatrizar las heridas, las ofensas. Las injusticias. Las humillaciones. Era el jefe de sección, objetó Dy, perplejo. ¿Por qué clase de humillaciones podría ser compensado?

Su estancia en Roma duró demasiado poco. Le habían comunicado ya la fecha de su partida. Tenía que colgar el uniforme, al que había regalado cuatro años de su vida y sus sueños de una carrera fulgurante, y volver a casa. Al trabajo de ingeniero para el que había estudiado duramente y no había podido ni siquiera buscarse, a su familia. Y, pese a todo, cuando le llegó la noticia, se entristeció por ello. Debía dejar Italia, Roma y todo lo que no había podido —o sabido— encontrar. Ese hombre había desaparecido. Por lo que sabía al respecto, no había escrito nunca, ni siquiera una postal. Había pasado demasiado tiempo. Probablemente no se acordaba ya ni de su madre. Para entones el capitán Dy ya sabía que pocas cosas resisten a la usura de la vida. Las cosas parecen que vayan a durar para siempre, y en cambio el tiempo las disgrega poco a poco, hasta que si uno mira atrás, se da cuenta de que del pasado ya no queda nada. Pero, a pesar de todo, el último día quiso ir al barrio Prati delle Vittorie y comprobar la información que tenía. Un carabinero, que había sido compañero del hermano, le había aconsejado que se diera una vuelta por la zona de la calle Giuliana.

El carabinero lo había conocido en su juventud, luego lo había perdido de vista. No obstante, se acordaba del funeral en Verano. Él no estaba ahí. No le habían dado ni un día de permiso para acompañar al cementerio a su mujer. ¿La mujer?, lo interrumpió Dy. ¿La romana, la «poetisa» —la «señorita» Emma? Murió joven, la pobrecita, dijo el carabinero. La enfermedad se la llevó en una semana. Había ocurrido hacía bastante tiempo, tal vez en 1936, o en 1937. Dy apretó los puños y se mordió los labios. Un confuso alivio intentaba abrirse camino en su interior. El carabinero dijo que había sido una historia sórdida y triste. Su jefe lo había acusado de estar especulando con la muerte de su mujer, porque los compañeros habían hecho una colecta para pagarle el funeral. Habían tenido que sujetarlo entre cuatro, porque él, un hombre de más de cuarenta años, se había liado a puñetazos, como un chiquillo.

Le había roto la nariz y arrancado la perilla luciferina con los dientes, pero el día de permiso no se lo habían concedido y había sido suspendido de empleo por seis meses. ¿Una colecta?, lo interrumpió Dy. ¿Por qué un hombre tan importante como él iba a necesitar una colecta? Comprendió que el carabinero se equivocaba. Lo confundía con otra persona.

De todos modos, quiso ir a la calle Giuliana. Cruzó el Tíber, penetró en un barrio con plátanos y avenidas espaciosas y desiertas, en medio de las cuales los chiquillos perseguían pelotas de trapo, utilizando los troncos como porterías, los transeúntes como árbitros y las chicas como blancos. En la fachada de un bloque construido en 1930 alguien había grabado el lema DULCE POST LABOREM DOMI MANERE. Se detuvo ante un altísimo edificio. Siete, tal vez ocho pisos encastrados en una pared de color amarillo canario. Y sin embargo la información del carabinero se reveló exacta. El vinatero le confirmó que efectivamente vivía allí. Dy se quitó las gafas oscuras y miró las ventanas del segundo piso. Te he encontrado, pensó. Y tú no sabes ni que existo.

Pero las persianas estaban bajadas y en casa no había nadie. Eran las nueve de la mañana: tenía que haberse imaginado que a esa hora la gente trabaja. Pero no podía volver por la noche. Tenía que presentarse en el cuartel antes de la puesta de sol para la ceremonia del adiós. Tres chiquillos le señalaron una figura menudita que se alejaba con prisas en dirección al paseo delle Milizie, y le dijeron que ella podía ayudarle. La persiguieron. Formaban un curioso cortejo: Dy, alto, estrujado por su uniforme impecablemente planchado, con el pelo recién cortado y los botines brillantes; los chiquillos, descalzos, con los pies roñosos y el pelo polvoriento. Dy no se volvió para mirarlos porque, de otro modo, sus ojos esperanzados y sus estridentes peticiones —pluma, libreta, dólares, llévame contigo, llévame contigo a América, Joe— lo habrían obsesionado durante días. Llevaba ya en Italia dos años y medio, y se había acostumbrado a olvidarse de todo lo que no podía remediar.

La muchacha era morena, menuda e iba con prisas. Cuando la alcanzó no se detuvo. Lo examinó con detenimiento, como si fuera un cromo —o un actor de uniforme. ¿Era de verdad un oficial de la US Army? No había visto a ninguno de cerca. Su padre no la dejaba salir: para las muchachas los americanos resultan más peligrosos que la rubéola. Se disculpó por no poder pararse, pero tenía una prisa espantosa porque a las nueve tenía que meter su tarjeta en el casillero de su oficina. ¿La oficina?, exclamó Dy, sorprendido. ¿A los catorce años? En la escuela tendrías que estar. La muchacha se rió. Ay de mí, pero si ya tenía veintiún años. Si aparentaba menos era porque el tiempo se había olvidado de ella. Había llamado a su puerta y ella no le había abierto. Dy sonrió. Le hubiera gustado añadir algo, pero su italiano rudimentario no se lo permitía. Por primera vez, le disgustó haber olvidado. La muchacha caminaba con pasos apresurados, casi de marcha. Cuando le preguntó dónde podría encontrarlo, quiso saber por qué lo buscaba —y Dy respondió que tenía que darle una carta que le habían entregado en América. Mentía. No había ninguna carta. Y nadie sabía que estaba buscándolo. La muchacha dijo que podía encontrarlo en la Caja Nacional de Infortunios, plaza Cavour, número 3. Dy se quitó la chaqueta, pero la muchacha marchaba como un soldado y no se paró para esperarlo. Dy intentó llamarla, pero no sabía quién era, ni siquiera le había preguntado su nombre.

Forzó el paso. La muchacha se detuvo bruscamente. Si quería ir a la plaza Cavour, le convenía bajar por la calle Lepanto. Ella, en cambio, seguía recto. Buena suerte, capitán, le dijo. Si por casualidad lo encuentras, no le digas que hemos hablado. Está chapado a la antigua. Llevándose los dedos a los labios, Dy le prometió guardar el secreto. Pero luego la aferró por la muñeca y dijo: ¿El secreto de quién? ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?

Permaneció quieto en mitad del paseo. Embobado, con el sudor cayéndole por las sienes y el corazón que había perdido el ritmo —y martilleaba ruidosamente contra sus costillas. La muchacha se alejaba con pasos rápidos. Tenía los hombros estrechos y la cabeza pequeña. Llevaba una falda gris y una blusa blanca, como una estudiante. Ni pizca de maquillaje. Probablemente, nunca había ido al peluquero y nunca había tenido novio. Por un instante, Dy pensó que podría enamorarse de ella. Muchos amigos suyos volvían a América con una novia italiana. Él volvería con ella. Como si hubiera combatido en el fango de la llanura, entre los escombros de Tufo, en los campos de Italia, como si hubiera batido las calles de Roma por ella —para reencontrarla.

Aquella mañana de primavera, sentado tras un feo mostrador completamente rayado, el ujier estaba de guardia en la entrada de la Caja Nacional de Infortunios. A las diez de la mañana, los empleados habían ocupado su lugar en los escritorios, las secretarias repiqueteaban en las máquinas de escribir, los visitantes afluían hacia él, cada uno con su consternación, con su problema. Diligencias de Infortunios, en un año como 1946, la oficina tenía que despachar a miles. En el recuadro del portón, apenas podía entrever las palmeras de la plaza Cavour que flotaban al viento. Intuir al jovencísimo mozo que barría la entrada del Teatro Adriano, y a la camarera somnolienta que levantaba la persiana metálica del restaurante. Envió distraídamente a un mutilado hacia el tercer piso y a una viuda al segundo. Luego se encontró con un uniforme frente a él. Un uniforme de la US Army, con las estrellitas y los galones de capitán. Uno de los muchos oficiales del 5.0 ejército que, tras el final de la guerra, parecían haberse embarrancado en Roma, e incapaces de abandonarla. Se paseaban entre los escombros morales de un país derrotado con la alegría y la prepotencia de quien siempre ha tenido la razón. El ujier los admiraba —pero también, sin llegar a comprender el porqué, los odiaba. «¿Es ésta la Caja Nacional de Infortunios?», había preguntado el desconocido, con una fuerte cadencia extranjera y todos los acentos en el lugar equivocado. El ujier levantó la mirada y chocó contra un par de impenetrables gafas oscuras —del modelo Ray-Ban con que estaban equipados los oficiales americanos. Respondió de mala gana que sí. ¿Qué desea, tiene usted una cita?

Dy apenas lo miró. Escrutaba, nervioso, hacia las escaleras. La multitud que vagaba desorientada entre las oficinas le causaba temor. De nuevo, se sintió perdido. Se preguntó qué le diría. De qué forma, con qué palabras, se lo explicaría. «Estoy buscando a una persona», silabeó, esforzándose para hacerse entender por el hombrecito escondido en la penumbra de la entrada. Un pequeño italiano con el bigote moteado de gris y un par de formidables ojos azul cielo. «Por favor, dígame a quién está buscando, veré si puedo ayudarlo.» El ujier hablaba automáticamente, porque mil veces al día, miles de días, se veía en la situación de responder a preguntas similares. Sus jornadas, durante veintiséis años, se habían ido así. Estar de guardia en el edificio durante ocho horas consecutivas, repetir cien veces al día frases insensatas —buenos días, señor, ¿tiene usted una cita?, tercer piso, el ascensor está al fondo a la derecha, la cuarta puerta, gracias, perdone, ¿adónde va?, ¿tiene cita?—, orientar a los visitantes, sacar brillo a los escritorios, vaciar las papeleras, recoger las colillas de los ceniceros —y luego, cuando todo el mundo estaba en casa desde hacía rato, dar una última vuelta por las oficinas siniestramente vacías y, mientras sus pasos resonaban en el edificio desierto, apagar todas las luces y caminar a oscuras hasta el contador. El último gesto consciente de su jornada era tan insignificante —y sin embargo lo llenaba indefectiblemente de angustia: desconectar la luz. «¿Puede repetirme la pregunta?», inquirió, porque le parecía no haber entendido. El oficial americano repitió, silabeando bien las palabras: «Estoy buscando a Diamante Mazzucco».

El ujier le clavó en la cara sus ojos claros. El americano era alto, moreno, bronceado. Debía de tener unos veinticinco años. ¿Por qué buscaba a Diamante? ¿Qué puñetas quería de él? La visita de un desconocido —uno que te cae encima sin previo aviso, sin presentación— nunca es una buena señal. La prudente desconfianza cultivada durante los años sórdidos de la dictadura lo empujó a no bajar la guardia. «Está de vacaciones», explicó. «¿Cuándo volverá?», se apresuró a preguntar Dy. Apremiante. Inquisitivo. «Bueno… de momento no va a volver», se escabulló el ujier, con desinterés. El americano emitió un lamento, se apoyó con todo su peso en el escritorio y se quitó las Ray-Ban. Tenía los ojos negrísimos, las pestañas largas y la nariz recta y perentoria. Un rostro regular, de facciones pronunciadas —refractario a la melancolía y a la introspección. Y, pese a todo, ese rostro no mostraba contrariedad ni rabia, sino algo más profundo —incluso violento. Una desilusión ilimitada. «¡Usted no sabe cuánto lo he buscado! Lo he seguido por todas las casas en las que ha vivido…, pero Roma es grande. He encontrado a alguien que lo ha visto, que ha hablado con él, pero a él no he conseguido encontrarlo. Y ahora tengo que volver a América…» Un joven americano de veinticinco años. El ujier se preguntó si lo había visto en algún sitio. Qué va. Su cara no le decía nada. «¿Usted conoce al señor Diamante?», le preguntó Dy, angustiado. «De vista», respondió el ujier, quien ahora desearía echar a la calle al americano, también porque tras él se había formado una cola de tullidos en busca de información. «Lástima, es un hombre extraordinario, ¿sabe? Un héroe. No hay muchos como él.» Picado por la curiosidad, e incluso alarmado, el ujier se rió. «¡No me diga!», exclamó. «No me había dado ni cuenta.»

«Piense que se fue a América él solo», dijo Dy, a quien le parecía estar contando algo inconcebible —una leyenda. Como Hércules, que estrangula a las serpientes en la cuna, o Billy el Niño, que comete el primer homicidio a los doce años. «A los doce años. Para mantener a sus padres, tan pobres que vestían a sus hijos por turnos, porque sólo tenían un par de pantalones. Piense que tuvo la valentía de enfrentarse a los bandidos de la Mano Negra, él solo, un chiquillo, cuando todo el barrio callaba, aterrorizado, y obedecía. Era tan valiente que le robó los zapatos a un muerto, entrando en su tumba; desafió a los boss de los ferrocarriles, atravesó toda América sin un dólar en el bolsillo, pagó la casa de sus padres desriñonándose en el empeño y, enfermo como estaba, fue a la guerra como voluntario.» El ujier pensó que nunca había contemplado a Diamante desde esa perspectiva. El Diamante que él conocía era un hombrecito testarudo y orgulloso, violento y mentiroso. Un tipo cualquiera, del que nadie estaba orgulloso —y que, a buen seguro, no estaba orgulloso de sí mismo. «Es una verdadera pity que esté de vacaciones», prosiguió Dy. «Tenía muchas ganas de conocerlo. Era importante, para mí. Si lo ve, ¿podría decirle por favor que lo he buscado?» Dy se puso las Ray-Ban y se dirigió a la salida. Su figura espigada, atlética, proyectó sobre el ujier una sombra oscura. «Si me deja su nombre», farfulló, confuso, «haré lo posible para localizarlo. Espérese, que lo escribo.» «No es necesario que lo escriba», sonrió el joven, encogiéndose de hombros. «Me llamo como él. Mi nombre es Diamante Mazzucco.»

Al ujier le habría gustado decir algo, pero la sorpresa le había secado la garganta. Aquel oficial, que ya no era un niño, hablaba de él, un completo desconocido, con familiaridad, admiración, afecto, como si lo conociera desde siempre, y sabía cosas, hechos, episodios que nunca le había contado a nadie, y de los cuales ni él mismo se acordaba. Cuando se recobró, el otro Diamante atravesaba ya a grandes pasos el zaguán. Se puso en pie e hizo amago de seguirlo, pero luego se volvió a quedar sentado. El capitán había ido a buscar a un héroe, no a un ujier. Mientras el americano que llevaba su nombre se alejaba por la plaza deslumbrante por el sol y se desvanecía entre la multitud que asediaba los tribunales, Diamante comprendió que era el hijo de Vita.

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