Vita

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Segunda parte - El camino de casa » Good for father

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GOOD FOR FATHER

Después de la muerte de mi padre, mientras reordenábamos su correspondencia, llegó hasta mis manos un paquete de cartas enviadas por correo aéreo desde Nueva York. Comoquiera que el remitente era la compañía THE ELECTREX CO. —MANUFACTURERS’ EXPORT MANAGERS, 114 Liberty Street. New York 6, N.Y.— no me parecieron significativas y las dejé de lado. Ignoraba qué podía empujar a una compañía que comercializaba material eléctrico a contactar con mi padre. Cuando empecé a escribir esta historia, sin embargo, me acordé de que las cartas habían sido enviadas en un lapso comprendido entre octubre de 1947 y la primavera de 1951. Comoquiera que ese período —la arqueología de un padre como joven— me era completamente desconocido, las desenterré del mar de papeles en el que había naufragado mientras tanto el intento de construir un archivo a su nombre, y las abrí. El propietario de la Electrex escribía en un italiano incierto, voluntarioso. Se llamaba Diamante Mazzucco —pero firmaba como Dy. Su nombre me sorprendió, reactivando preguntas e interrogantes a los que ya nadie podía dar respuesta. ¿Quién era? ¿Qué relación tenía con mi Diamante? ¿Tenía algo que ver con la rica «americana» que nos había colmado de paquetes de víveres? ¿Era aquella señora la chiquilla del piróscafo? Abrí las cartas enviadas desde Liberty Street. Ahora sé que, en el otro andén de la historia, el capitán Dy —Diamante II— podría haber sido mi padre.

Mis dos padres no se encontraron, ni siquiera fugazmente, cuando Dy peinó Roma en busca del hombre cuyo nombre llevaba. En octubre de 1947, Diamante tenía veintisiete años; Roberto, veinte. Diamante II era un ingeniero, un capitán del Ejército de Estados Unidos, que había hecho la campaña de Alemania y combatido en el Frente Sur con el 5.0 ejército; Roberto había vivido la guerra como estudiante del Instituto Mamiani, como espectador y víctima —del mercado negro y de las restricciones que había devaluado el ya mísero sueldo de su padre. Había nacido en Roma —se sentía romano. Como su madre, sus abuelos matemos, sus bisabuelos y demás. De lo que había pasado en el pueblo de su padre sólo había podido leer algún artículo sugestivo en la prensa de la época. El Messaggero había empezado 1944 con el artículo Fracasa desembarco americano en Minturno. El 20 de enero el titular decía Sangrientos combates en Tufo. Por primera y única vez, la aldea sin pasado, que no aparecía siquiera mencionada en los mapas geográficos, acababa en primera página. Acababa ahí al morir asesinada —como les ocurre a todos los hombres y mujeres sin historia. El 3 de mano, el Popolo di Roma publicó un epicedio por el final de Minturno firmado por la pluma arcádica de Américo Cara— vacci. Cántico sobre un pueblo destruido, el artículo de la tercera página no aludía ni por casualidad a la guerra, sino que lloraba el alcor «ceñido por un aire luminoso» y la patria perdida de la ninfa Marica, «diosa marina y terrestre, mediadora entre las ondas y nuestras montañas». En 1947, Roberto ya estaba matriculado en el tercer curso de universidad, en la Facultad de Historia. Se sentía obligado a licenciarse antes que los demás, y mejor que los demás. En la familia, nada había tan mal considerado como la mediocridad —nada más esperado que la perfección. Le habría gustado llegar a ser profesor. Empezaba a colaborar en algún periódico —el primero fue Il Minuto— y buscaba un trabajo para ganarse la vida y pagarse los estudios.

Roberto y Diamante II parecían distintos —antitéticos. Y, a pesar de todo, compartieron un sueño. Hacerse ricos. Pero ricos de verdad, aprovechándose del trastorno mundial que siguió al final de la guerra. ¿Cómo? ¿Qué tienen en común un ingeniero americano y un estudiante romano? Precisamente lo que son. Venderán Italia a los americanos y América a los italianos. Con la matemática simplicidad que lo distingue, Diamante-Dy aclara en el punto 3 de la memoria fechada en enero de 1949: «Tú ofreces productos americanos en el mercado italiano y yo productos italianos en el mercado americano».

«Distinguido señor Diamante, el que le escribe es Roberto, hijo de Diamante, respecto a su propuesta. Papá está muy atareado y no puede dedicarse con libertad a otro trabajo, pero si usted no tiene nada en contra, yo estaría dispuesto a brindarle mi ayuda. Naturalmente, es necesaria una mayor clarificación de la que sería mi actividad. No he comprendido del todo si lo que necesita es una lista de sociedades y fábricas o bien una relación de tiendas. ¿Busca usted, en suma, productores a los que abastecer o bien comerciantes que quieran vender productos ya preparados? En cuanto me llegue su propuesta sabré satisfacerla. Serían necesarios ulteriores detalles, artículo por artículo, a ser posible algún tipo de catálogo con explicaciones anexas sobre funcionamientos, precios, etcétera. Y espero que esté al corriente de todas las formalidades requeridas en Italia para la importación y la aduana, formalidades que no siempre resultan fáciles. Estoy muy satisfecho de poder colaborar con usted. A la espera de sus noticias, reciba mis saludos y respetos.

Roberto Mazzucco.»

Levantarán una sociedad, de la que Dy será el propietario y Roberto el único representante. Importarán, exportarán. ¿Qué? Aquello a lo que unos tienen acceso y de lo que los otros tienen escasez. Material eléctrico, espaguetis, maquinillas de afeitar de plástico, cemento, exprimidores, astrágalos, paraguas. Pero también palabras. Dy, seguro de que «en todas mis cartas errores de gramática son manifiestos por eso no pienses que me ofendo si tienes la amabilidad de corregirme al contrario mi gustará mucho», se dispone humildemente a aprender el italiano; Roberto le enseña. Curiosamente, la historia de sus padres se repite —al revés. De todos modos, más allá de la gramática y del registro mercantil, sus funciones son paritarias. Por desgracia, cada uno de ellos está destinado a desmantelar los sueños del otro. ¿Ofrece material eléctrico Diamante II? Roberto le explica que el material eléctrico no se puede exportar porque el gobierno lo prohíbe. ¿Descubre Roberto que en Italia van muy buscados los medicamentos, como la penicilina, estreptomicina, cloromicetina, aureomicina? Diamante II comprueba que no está permitida su libre entrada en Italia. Diamante II propone maquinillas de afeitar de plástico. En América son un artículo muy popular. Remite el catálogo completo:

PRECIOS REF.

ESTILO O MODELO

DESCRIPCIÓN

PRECIO

B-2

Plástico negro

12 $

S-2

Plástico negro Mango color

12 $

AA1

Plástico oscuro

9

D-2

Plástico negro

Mango metal

13

D-3

Plástico marfil

Mango metal

13,50

C*5

Níquel

Mango metal

19

CAJA MONTADA

Plástico con paquete de 5 cuchillas

14,50

Urea y un plástico especial más duro que el metal ordinario empleado en el mango y una aleación de aluminio que no puede oxidarse.

El PRECIO es al POR MAYOR, consiste en 144 juegos completos.

Roberto responde el 27 de julio de 1950 a la esperanzada precisión de Diamante II que «las maquinillas de baquelita tuvieron mucha salida en tiempo de guerra, pero ahora ya no se venden y los comerciantes no las quieren. En cuanto a la maquinilla de afeitar de níquel metálico C5 te la han ofrecido a 80 liras por unidad, más o menos. Añade a ello el arancel aduanero, que es alto, y el transporte; tú mismo comprobarás que el precio es muy superior a las 120 liras por unidad, que es el precio medio al que las fábricas italianas las venden a los comerciantes. Eso sin contar con que la fabricación italiana es mejor. He visto maquinillas de afeitar muy bonitas a 300 y 350 liras, precio de venta al público, un precio que no sería posible lograr con las propuestas de tu último informe. Y todavía no lo he dicho todo. Y es que para las cuchillas y para casi todos los tipos de máquinas de afeitar existe la prohibición de importación al tratarse de productos manufacturados. Por tanto, si no hay una nueva propuesta, el asunto está destinado a fracasar. El paquete se lo entregaré a tu madre cuando regrese».

Entretanto, mientras el proyecto —entre una dilación burocrática y otra— no despega, ha estallado la guerra de Corea. Roberto se inflama de política, como es tradición en la familia de su madre, sale a la calle a manifestarse contra Eisenhower, contra el imperialismo de Estados Unidos, recibe porrazos en la cabeza y es llevado a la comisaría como muchos de sus coetáneos: descubre que no ama lo que América representa precisamente en los mismos días en que América llama a su puerta —proponiéndole el sueño imperecedero de una felicidad terrenal, material, posible. Sin embargo, aunque debilitada por la crisis ideológica de Roberto, la correspondencia prosigue. Dy pide acero, del que hay escasez. Roberto propone cemento. Sacrificando su tiempo, se agita, se informa: «Estas son las noticias. La fábrica BPD, con instalaciones cerca de Roma, produce cementos especiales de estos tipos:

cemento extrablanco a 36 dólares la tonelada; resistencia 680 kg

cemento blanco 30 $ x t; res. 500 kg

cemento Ari 36 $ x t; res. tipo especial resistentísimo».

Añade: «Punto 5. He sabido que en América buscáis paraguas de seda para caballero y pañuelos de seda. Si me dices que se podría intentar algo te envío los precios enseguida». Por desgracia, deslumbrado por la fragilidad inmaterial de la seda, deja caer la propuesta —lucrativa— de exportar astrágalos y chapas de metal. Y cuando, por fin, a finales de 1950, Diamante II anuncia que ha conseguido el permiso para exportar penicilina, en Italia la penicilina la distribuyen ya los principales laboratorios farmacéuticos.

Durante cierto tiempo, Dy desaparece. Emerge de nuevo en febrero de 1951. Se intuye que en su vida se han verificado algunos cambios. «Me fui de casa el último día de agosto, en este tiempo no he escrito a nadie. De ahí mi silencio.» No proporciona su nueva dirección. Le indica a Roberto que envíe las cartas a una empresa de Sanborn, N. Y., «porque no puedo decir qué tipo de trabajo hago —sólo puedo decir que soy jefe de construcción de la empresa indicada en el sobre y que fabrica para el gobierno». ¿Qué fabrica con tanto secretismo una empresa constructora para el gobierno de Estados Unidos de América? ¿Una cárcel? ¿Refugios antiatómicos? ¿Arsenales? ¿Bombas? Lo cierto es que, como si nada hubiera pasado, Diamante II retoma el hilo de su sueño para pedirle a Roberto, de nuevo: «¿Qué mercancía actual podría interesar en Italia?».

Mi padre, con el primer y único golpe de genio comercial de toda su vida, responde: TELEVISORES. «Dentro de no muchos meses en Italia se empezará a utilizar la televisión. ¿Por que no intentas hacerte con la exclusiva de exportación para Italia de los mejores aparatos? Sería, cuando llegue el momento, un gran business.» Por desgracia, como siempre, los visionarios llegan con antelación. Y hacen de todo para no llevar a cabo lo que intuyen. Porque no hay nada más desesperante que un sueño satisfecho. Algunos meses después añade: «Para la televisión todavía es todo prematuro. Los primeros experimentos empiezan a hacerse ahora. Los sigo con atención y en cuanto se decida algo te lo haré saber».

Pero no le hará saber nada. Diamante II y Roberto no se enriquecieron juntos. Y tampoco por separado. Roberto, que entretanto se había licenciado en Historia, ha renunciado a su sueño de ser profesor: se ha sacado una oposición para los Ferrocarriles del Estado, donde descubrirá la infamia moderna de la vida de los empleados. Diamante II ha cerrado la Electrex, y se ha dejado engullir por las misteriosas actividades de la empresa Venneri. Desaparece, se volatiliza. ¿Por qué? ¿Qué le ha ocurrido? ¿Qué quiere decir para un ingeniero —ex capitán del 5.0 ejército— construir para el gobierno? ¿Ha recibido una oferta irresistible? ¿Ha entrado en la CIA? Cuando dejaron de escribirse, a finales de 1951, en todo caso, sus caminos ya se habían separado. Dy trabajaba en algún proyecto secreto para el gobierno de Estados Unidos. Roberto inventariaba locomotoras en un despacho colgante que daba a la terminal ferroviaria de la estación de Termini. Miraba —como su padre antes que él— pasar los trenes. Suspendido sobre un dédalo de raíles. De cambios, semáforos y traviesas. Los ferrocarriles que habían devorado el futuro de su padre también se habían adueñado de él. Y como a Diamante I, el sueño americano de buscar la felicidad terrenal se le había hecho odioso. Roberto no volverá a intentar ganar dinero. Tendrá una idea peor que distribuir maquinillas de afeitar de baquelita en 1950. Se pondrá a escribir.

La historia de la Electrex había sido —como para su padre América cincuenta años antes— el aprendizaje de una vocación por el fracaso. De ahora en adelante, y durante los treinta y nueve años sucesivos que le quedan por vivir, le interesará sólo lo que no funciona, lo que está destinado a desaparecer. Lo que se revela obsoleto, pasado de moda, perdedor. Las naciones condenadas a la derrota. Los pueblos confinados en las reservas de la historia. Las razas en extinción como la suya. Las voces de gentes enmudecidas. Las causas perdidas, las empresas fallidas, los sueños no realizados. En el despacho, desguaza locomotoras —archiva los modelos superados. En casa, escribe textos teatrales en un país que cree vanguardista proclamar la muerte de la dramaturgia (y del dramaturgo). Los periódicos en los que consigue ser aceptado como colaborador no alcanzan una difusión suficiente como para permitirles sobrevivir al pionerismo de la posguerra y son aniquilados por la competencia; la extirpación del bazo y el enfisema pulmonar provocados por un conductor malvado, en vez de proporcionarle una indemnización que lo resarciera de la invalidez sufrida, le cuestan una compensación considerable para el que lo atropellara, a causa de su abogado corrupto. La cooperativa en la que se inscribe en los años sesenta nunca construirá la casa en que soñaba instalarse porque quiebra, tragándose el anticipo; el cabaret político que abre a principios de los años setenta en un sótano del Trastevere, frente a San Francesco a Ripa, y que por fin parece conducirlo hacia la fama gracias a un trabajo ofensivo titulado Vilipendio y otras ridículas injurias, perderá el permiso por falta de una salida de emergencia; la colina gibosa infestada de culebras y jabalíes que compra en la Toscana no será nunca declarada edificable; la tierra de Tufo con la que soñaran su abuelo y su padre pertenece a una mujer que prefiere mantenerla sin cultivar antes que cedérsela al hijo de uno que se marchó; las novelas que escribe en los años ochenta tropiezan con su edad, no idónea para un novel (se buscan jóvenes).

Incluso el vagón de mercancías que escogemos en un depósito de la terminal de San Lorenzo, excitados por la audacia del proyecto, nunca será transportado a la cima de nuestra inedificable colina. De vez en cuando hablamos de cómo lo equiparemos, de cómo cambiaremos las viguetas para colocar las ventanas, de cómo camparemos por nuestra colina gibosa —conquistando nuestra salvaje soledad. Nuestra tierra, nosotros que nunca tuvimos una y que nos sentimos unidos sólo al asfalto de Roma y al canto estridente de las gaviotas que revolotean sobre el Tíber como buitres. Tendremos una casa con ruedas, la única que sentimos apropiada para ti y para mí. A los sesenta años me dirá, serenamente: «Lo mejor en esta vida es un moderado fracaso». Me preguntaré si tiene razón. Tal vez sí. Es una persona a la que se quiere —rodeado de amigos y respetado por sus enemigos. Tal vez porque en el moderado fracaso cualquiera puede reconocer el resultado de sus propias ilusiones y la traición que la vida le ha infligido. Sin embargo, su moderado fracaso lo mata poco después. En un cuento suyo, «El verdadero motivo de las dimisiones del comisario Sperio De Baldi», publicado póstumamente en 1991, había escrito: «Yo ignoraba la psicología del derrotado. Parecen convertirse en extraños a sí mismos».

En 1978, cuando Roberto fue, por primera vez, y casi de mala gana, a Nueva York, en el periódico Diamante II leyó su nombre entre los «hombres de teatro italianos» invitados a un congreso y fue a buscarlo al hotel. Comoquiera que por entonces yo no sabía quién era ese Diamante homónimo nuestro que vivía en Nueva York, no me preocupé de preguntarle a Roberto si tuvo tiempo para encontrar a su «hermano» —su gemelo o el hombre que él no fue. Podía reparar mi error sólo de una forma. Cuando regresé a Nueva York, en 2000, busqué en la guía telefónica. Estaba Daniel, Diana, Donato —la habitual abundancia plebeya de Mazzucco. Sin embargo, no estaba Diamante. Esa primavera tendría ochenta años. Me lo imaginé sereno, feliz —en alguna casa suburbana de Nueva Jersey, con garaje y césped a la inglesa. No me equivocaba. Hace poco tiempo descubrí que vivía efectivamente en Nueva Jersey, en Clarksburg, Monmouth. Pero no hubiera podido encontrarlo. Diamante II murió en octubre de 1996. Estoy segura de que nunca se arrepintió de no haber vendido televisores.

De sus cartas, apasionadamente burocráticas, pragmáticamente triunfantes, ingenuamente optimistas, se me ha quedado grabada en la mente una frase con la que incluye a mi padre en el sueño americano. Era ésta, me imagino, la lección que me habría transmitido. «Creo», afirma Dy, «que nosotros dos nos embarcamos en una empresa que dará mucho provecho, siempre con la ayuda de Dios y con LAS FUERZAS Y ENERGÍAS PROPIAS. Porque quien algo quiere, lo busca.»

Con esta frase en la mente, hojeo de nuevo la correspondencia. 1948.1949.1950. Roberto quiere devolver las maquinillas de baquelita a la madre de Dy. ¿Qué significa? ¿Dónde está, ese verano de 1950, Vita? Y entonces mi mirada se posa sobre la apostilla del 30 de mayo. Esas palabras —pocas, pero íntimas y afectuosas— son la señal que buscaba. Sabía que Vita mantendría su promesa. Como quería, había seguido buscando. Treinta y ocho años después de haberse despedido pensando que se verían al cabo de treinta y seis meses, Vita ha atravesado el océano y ha venido hasta casa de Diamante. Escribe Roberto: «Tu madre ha estado con nosotros sólo un día, pero deseamos que vuelva pronto de Tufo y esté en Roma una temporada».

CHICA ITALIANA DESAPARECIDA

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