Viral

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2. Dragones del Edén

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Dragones del Edén

Se dejó llevar por su asombro y admiración a pesar de saber que él era su presa.

RICHARD PRESTON

Los datos actuales no pueden ser más horribles: el terror microcósmico tiene una magnitud infinita. Los virus pueblan la Tierra con una dominancia nunca vista e influyen en la evolución de la vida en el planeta. El examen y la cuantificación de los virus en los principales hábitats —océanos, tierra, atmósfera—, así como en los ambientes más extremos, muestran que el mundo biológico, que creemos nuestro, es sobre todo viral, tanto en la infinidad numérica como en su pluralidad y diversidad.

Los virus son los agentes infecciosos más abundantes del planeta. Hay más virus en la Tierra que estrellas en el cielo. Un millón de virus en cada mililitro del agua de mar. En España, cerca de Granada, los científicos han calculado que hay cientos de millones de virus por metro cuadrado. Hay más virus en una persona que hombres en la Tierra. Si no éramos conscientes de que respirábamos inmersos en la virosfera, ahora las pandemias no paran de recordárnoslo. Somos una especie frágil de solo ocho mil millones de individuos viviendo en lo que Carl Zimmer llama «el planeta de los virus».[4] Si no lo remediamos, uno de ellos acabará con nosotros.

La mayoría de los virus son inocuos y una minoría tiene el terrible potencial de erradicar a la humanidad. Llevan milenios intentándolo. Podrían ser responsables incluso de extinciones de animales y de homínidos en la prehistoria. Desde que sabemos de su potencia para infectar y matar, lo habíamos sospechado. Ahora, por primera vez en el campo de la paleovirología, las técnicas avanzadas de secuenciación de ADN nos proporcionan pruebas de ello.

Ocurrió hace siete mil años, en lo que hoy es el centro de Alemania: un joven granjero de veinticinco años supo que le había llegado el momento y se tumbó en el suelo. Durante semanas la fatiga había ido apoderándose de él y no le permitía hacer los trabajos de la granja, había perdido el apetito y mucho peso, y tenía un dolor intenso debajo de las costillas que no mejoraba ni de día ni de noche. Lo último que oyó fue el balido de una oveja y el ladrido de uno de los perros.

Esta reconstrucción histórica de la muerte de un granjero en el Neolítico sería difícil de demostrar si no fuese porque los arqueólogos encontraron la granja, los paleontólogos determinaron sexo y edad por los huesos, y además de uno de los dientes del granjero Krause y Krause-Kyora extrajeron el ADN del virus de la hepatitis.

Han pasado siete mil años desde aquella muerte y seguimos completamente indefensos frente a ellos. Hay pacientes que mueren de hepatitis cada día. Los virus nos acechan desde la oscuridad de la ignorancia, como las fieras husmeaban al hombre prehistórico antes del descubrimiento del fuego: en nuestra indefensión, los virus son nuestros depredadores más letales. El avance de la civilización puede detenerlo una pandemia. Fantaseamos, ajenos al peligro real, sobre la revolución de las máquinas y la esclavitud del hombre por la inteligencia artificial, tenemos pesadillas con la singularidad tecnológica. Y, no obstante, es posible que muy pronto un virus asesine al setenta y cinco por ciento de la población mundial.

Las extinciones aparecen de forma periódica y cada varios millones de años se produce una masiva. ¿Qué es una extinción? El proceso ha de cumplir tres criterios: mundial, rápido —cientos de años— y debe desaparecer un tercio de las especies. Los científicos aceptan cinco extinciones mayores. La primera durante el Paleozoico; la segunda durante el Ordovícico, cuando desaparece el ochenta por ciento de las especies; en la tercera, durante el Devónico, hace más de trescientos millones de años, se extinguió el setenta y cinco por ciento de los animales. Pero la mayor extinción fue en el Pérmico, cuando desapareció más del noventa por ciento. La quinta, durante el período Cretácico, es la más famosa y culminó con la desaparición de los dinosaurios, un acontecimiento radical que allanó el camino para la ascensión al poder de los mamíferos, hasta entonces animales mayormente nocturnos que sentían terror por los gigantescos depredadores diurnos.

La futura y más que posible sexta extinción es el tema central del ensayo La sexta extinción, de Elizabeth Kolbert; no la ocasionará el choque con un meteorito. Tendrá un origen más local. Serán los desmanes de la civilización que han convertido la atmósfera en un basurero y que promueven un destructivo cambio climático. Este fenómeno afecta también a los mosquitos y a los virus que llevan consigo, que están extendiéndose rápidamente más allá de la limitada zona geográfica donde actuaban alcanzando cada vez más países en todo mundo.

Elizabeth Kolbert advierte de los peligros de una extinción como la que acabó con los mastodontes, que ocurrió al final de la Edad del Hielo, durante el Pleistoceno. Comenzó hace trece mil años y duró probablemente cuatrocientos. Si algunas de las extinciones mayores pueden justificarse por el choque de meteoros o cometas con la Tierra, no está claro que esa sea la causa de la extinción de la megafauna que dominaba América. Existen, al menos, cuatro teorías principales para justificar la extinción de los mamuts, tigres de dientes de sable, el arce irlandés y también los caballos.

Paul Martin fue un influyente geocientífico estadounidense que sugirió que el desarrollo del hombre cazador acabó con los animales más grandes. Esta hipótesis se basa en la capacidad del hombre para fabricar armas y cazar en equipo. Sabemos que nuestros antepasados eran inteligentes, habilidosos y cazadores, pero es difícil aceptar que la extinción de toda la megafauna se deba exclusivamente a un puñado de hombres armados con lanzas primitivas. No se han encontrado pruebas arqueológicas que apoyen esta teoría como, por ejemplo, fósiles que muestren los traumatismos óseos de la violencia de la caza; no hay pruebas de grupos de animales asesinados en serie por el hombre, que sugieran que los cazadores causaran la extinción de gran parte de la fauna.

La segunda teoría propone que la causa de la extinción fue la caída de meteoritos en América y Groenlandia hace trece mil años. Esta hipótesis se formuló en el año 2019 y mientras escribo se están reuniendo pruebas para intentar confirmarla o refutarla. Una de las mayores debilidades de esta propuesta es la ausencia de cráteres que aporten pruebas robustas de varios impactos. Sabemos que los cometas pueden chocar contra la Tierra sin dejar la cicatriz de un cráter, como quizá ocurrió en el caso de la explosión de Tunguska, en Siberia —donde las hipótesis de cometa y meteoro han ido alternándose con el paso de los años—, pero en aquel caso hubo testigos de la explosión, pudo examinarse la destrucción masiva de los árboles y la muerte de los renos, y no se produjo ninguna extinción ni de animales ni de plantas.

La tercera teoría propone que la causa de la extinción fue el cambio climático. La Edad de Hielo y el final de esta supusieron cambios drásticos en los paisajes y la flora. Tal vez los grandes mamíferos no se adaptaron a los nuevos ecosistemas a pesar de que estos aparecieron de un modo gradual. Con todo, la mayoría de la megafauna había sobrevivido con éxito otras edades de hielo anteriores, ¿qué fue distinto en esta? La mayor diferencia con las anteriores fue que esta vez el retroceso de los glaciares coincidió con la expansión de un nuevo personaje: el hombre.

La cuarta teoría, propuesta por dos autores, MacPhee, experto en mamíferos, y Marx, un virólogo, sugiere que una pandemia aniquiló la megafauna. La exposición de una o varias especies a un nuevo patógeno puede resultar en una extinción. Tenemos muchos ejemplos de este fenómeno y algunos, como el de los conejos de Australia, muy bien documentados. Un colono inglés transportó conejos a Australia y desencadenó una plaga de estos animales. Durante más de un siglo, Australia sufrió las tropelías de miles de millones de conejos. Los granjeros, colonos, cazadores y biólogos fracasaron al intentar detenerlos con cacerías, trampas y venenos. En 1950, la infección con un mixomavirus condujo a una reducción drástica de la población de conejos, pero el control del número de individuos por el virus disminuyó con el tiempo. En 1995, otro virus se escapó de un laboratorio situado en una isla de la costa sur de Australia e infectó a las moscas. Cuando estas llegaron al continente, el virus erradicó el sesenta por ciento de los conejos. La propuesta de una infección como mecanismo de la evolución no molestaría a Darwin, quien en El origen del hombre reconoce que las infecciones contagiosas —dicho esto antes de los trabajos de Pasteur y Koch— son fuerzas poderosas en la selección natural de las especies superiores.

La teoría de MacPhee y Marx propone que el hombre primitivo y sus animales domésticos, como perros y pájaros, transportaron con ellos microbios a los que no habían estado expuestos la mayoría de los animales. La exposición a estos nuevos patógenos podría ser letal. Un virus que se transmitiese por el aire podría eliminar una cantidad enorme de animales en semanas y causar una pandemia en cuestión de meses o años. Si el virus circuló alrededor de la Tierra durante cuatrocientos años, infectando a las nuevas generaciones que no se habían expuesto, pueden haber exterminado un alto porcentaje de los animales de especies susceptibles de infección. Recordemos cómo afectó la viruela llevada por los conquistadores a las civilizaciones precolombinas. Esta enfermedad mató más que las armas de acero.

De hecho, la extinción de la megafauna se sigue de los primeros contactos de los hombres nómadas con los animales salvajes en diferentes partes del mundo. La hipótesis de que el hombre llevaba consigo patógenos letales para los animales y quizá otros homínidos explicaría que a donde llega el hombre primitivo le sigue como una sombra una extinción. Las nuevas tecnologías de secuenciación tal vez permitirán detectar patógenos en los fósiles de la megafauna americana.

No todo son acontecimientos espectaculares. Situadas entre las grandes, masivas desapariciones de especies, se esconden las extinciones de fondo, que constituyen ocasos de especies individuales. En estos casos, una especie desaparece mientras que a las otras no les afecta el proceso, sea cual fuese este. Cesare Emiliani propuso en una serie de artículos que la causa de las extinciones de fondo son las infecciones por virus. En este caso, por un virus que tiene especificidad por una especie, lo que causa la extinción de esta y mantiene intactas las demás. Para Emiliani, este proceso de extinción de fondo está relacionado con la evolución de las especies y favorece la supervivencia de unas y disminuye la preponderancia de otras.

A estas epidemias o extinciones de una especie puede favorecerles el cambio climático. La deforestación, por ejemplo, acerca a los animales salvajes al hombre propiciando la exposición a nuevos virus. El calentamiento global ha abierto caminos de contacto normalmente bloqueados entre animales. Un caso bien estudiado es una epidemia viral transmitida entre focas árticas y subárticas cuando el hielo que separaba a las dos poblaciones se derritió.

Las focas del sur estaban infectadas por un virus similar al que causa el moquillo en los perros (un virus ARN de la familia de los paramixovirus); el desbloqueo de la comunicación entre las dos colonias de focas permitió la infección de las colonias del norte. Las que no habían estado expuestas a este virus sufrieron una epidemia mortal de la que ya se han registrado varios brotes. Otros ejemplos de extinciones mediadas por virus incluyen la extinción del tigre de Tasmania, también debida a infecciones por el virus del moquillo de los perros; la extinción de un tipo de ave de Hawái infectada por un poxvirus, y la epidemia causada por parvovirus que sufren las estrellas de mar.

Vista desde el espacio, la Tierra, con sus tonos azules y blancos, es un mundo de una belleza insuperable. Y vivir aquí en medio de una naturaleza tan fastuosa cuando los demás planetas son tan hostiles para la vida es un privilegio asombroso. Vivimos, a pesar del esfuerzo de la civilización por acabar con él, en un auténtico edén. Y aquí, con nosotros, para recordarnos nuestra mortalidad, están los virus. En el presente los virus son los aterradores dragones del edén. Llevan merodeándonos varios milenios y ya hace unos siglos que venimos documentando pandemias producidas por enfermedades infecciosas.

Durante la peste negra, los aterrados ciudadanos, buscando esperanza y certeza, se refugiaron en la astrología y la Biblia. Los charlatanes se enriquecieron con profecías, promesas de protección y buenos augurios. El miedo nublaba el sentido común y la gente no se hartaba del pánico. Daniel Defoe, en Un diario del año de la peste, cuenta que durante la peste negra los Gobiernos intentaron suprimir la literatura de ficción si hablaba de la epidemia. La restricción de la publicación de libros terroríficos resultó inútil: la realidad de la calle, sin necesidad de añadir ficción o imaginación enfermiza, era la causa del terror.

Hoy en día, los libros clásicos sobre pandemias siguen activos y algunos son auténticos superventas. En el siglo XX se han escrito novelas de epidemias que probablemente resistirán el examen del tiempo y lo mismo ocurrirá en el XXI. Durante la COVID-19 se agotaron las ediciones de La peste, de Albert Camus. El atractivo de estos libros es indudable, pero las causas del atractivo no están tan claras. Ingmar Bergman, director sueco, trató este tema en un diálogo de El séptimo sello, la película sueca que transcurre durante la peste negra.[5] Un caballero que regresa de las Cruzadas le pregunta a un artista por qué pinta La danza de la muerte:

—¿Cuál es la razón para pintar tales cuadros?

—Recordarles que morirán.

—No los hará más felices.

—¿Y por qué debemos hacerlos felices siempre? ¿Por qué no podemos asustarlos un poco?

—Porque cerrarán los ojos.

—Oh, créeme, mirarán.

La peste negra fue una pandemia. Es decir, una epidemia extendida por varios continentes y en la que los contagios no se deben solo a extranjeros, sino que son locales o domésticos. Las pandemias de las que hablaremos aquí se caracterizaron por una gran mortalidad. La peste bubónica no fue la primera en intentar destruir la humanidad, pero es la mejor documentada y lleva tatuado en su nombre el de la pestilencia: Yersinia pestis. De la peste negra o bubónica tenemos archivos históricos de varias fuentes y juntos proporcionan una descripción minuciosa de cuanto ocurrió.

Los antiguos griegos creían que Apolo y Ártemis disparaban flechas que producían epidemias. Implorar a Apolo podía salvarte de morir de una infección. Conocemos más detalles por la Biblia. Las plagas, de origen supernatural, diezmaban cosechas y mataban sin restricciones: «La muerte ha entrado por nuestras ventanas, ha entrado en nuestros palacios, para asesinar a los niños de las calles y a los jóvenes de las plazas» (Jeremías 9:21).

Durante la quinta plaga de Egipto se produjo una epidemia muy parecida a la viruela, prevalente en ese país desde hacía dos mil años, así que tenemos detalles, indicios de descripciones de epidemias, pero no poseemos datos históricos o geográficos verificados para ampliar esas afirmaciones. Esto cambió durante la peste negra.

Justiniano mandaba en el mundo desde Constantinopla y durante su mandato florecieron las artes, incluyendo la arquitectura. Justiniano nos ha dejado en herencia el templo de Sofía como un máximo exponente de la grandiosidad y la riqueza del momento. Grandeza y miseria juntas: en las tumbas de ese templo se encuentran enterradas víctimas de la peste.

Además de la arquitectura floreció la historia. A los historiadores, dedicados en gran medida a contar las batallas y los triunfos del Imperio romano, les sorprendieron las mareas de la peste. Un historiador y testigo presencial, Procopio, nos dejó reportajes detallados del origen, la extensión local de la enfermedad y hasta de los síntomas. Otros historiadores, como Juan de Éfeso, también contemporáneos, han corroborado sus escritos y ampliado los detalles.

La peste comenzó en Egipto en el año 541. Una historia de ratas y pulgas se originó probablemente en un puerto de mar y desde allí se extendió en varias direcciones, hacia Alejandría y Gaza, Jerusalén y Antioquía. Pronto llegaría a Constantinopla, sede de la corte de Justiniano. La pérdida de vidas sería tan grande que Procopio escribiría: «Sufrimos una plaga y la vida humana casi se extinguió». Una exageración basada en un dato escalofriante: la mortalidad pudo ser de miles por día.

Los enfermos comenzaban con fiebre baja, que no anunciaba lo que se avecinaba. Pronto aparecería la inflamación de los ganglios en las ingles y las axilas; los bubones, que dieron nombre a la enfermedad; seguían los vómitos negros —muerte negra—, el delirio, el coma y la muerte. La mortalidad superaba el cincuenta por ciento. Algunos ciudadanos salían de su casa con el nombre escrito en la ropa, por si morían en la calle, antes de regresar.

Durante la plaga, el papa Gregorio ordenó que se rezase sin tregua para conseguir la intercesión divina —el vicepresidente estadounidense Pence también pidió rezar durante la COVID-19—. Parte de sus órdenes fueron bendecir a cualquier persona que estornudara. «¡Jesús te bendiga!» Se pensaba que un estornudo era el primer síntoma de la plaga y la expresión ganó popularidad durante ese tiempo. «¡Jesús te bendiga!» Se ha mantenido hasta hoy. A pesar de la intercesión papal, ni rezos ni bendiciones surtieron el efecto deseado.

La plaga terminaría llegando a Roma y luego a las islas Británicas. Y regresaría ciclo tras ciclo a Constantinopla, al menos tres veces más en un período de cuarenta años. Y en Europa mantuvo en circulación su macabra danza durante más de un siglo.

No todos morían; Justiniano se contagió y se curó. Aun así, la importancia social de la plaga fue enorme y es probable que influyera en la caída de los reinos predominantes y el avance del imperio del islam, que acabó apoderándose de gran parte de los territorios que dominaba Justiniano y así exponiéndose a la plaga. Sultanes y sus familias víctimas de la peste yacen enterrados en la mezquita de Sofía, junto a aquellos a los que habían asesinado para arrebatarles su puesto.

Sabemos que la peste bubónica es una enfermedad causada por la bacteria Yersinia pestis y que nos contagiamos por la picadura de una pulga que antes parasitó una rata infectada. Los antibióticos modernos son eficaces para tratar la peste, sobre todo en etapas tempranas de la enfermedad. La peste no está erradicada por completo y persiste en regiones de Asia Central, el norte de China y países de América del Sur, donde se detectan brotes menores cada año. Una mala higiene y salud pública, y la falta de acceso a antibióticos son, en parte, responsables de la prevalencia de la enfermedad en esas áreas. Un equilibrio mayor de las economías en el mundo acabaría con ella.

La novela de la peste negra por excelencia es el Decamerón, de Boccaccio. Siete mujeres y tres hombres se turnan para contar historias durante diez días mientras se esconden de la plaga. La estructura original y divertida de esta narración se ha imitado, por ejemplo, en Los cuentos de Canterbury, de Chaucer. Otra novela posterior que es mucho menos conocida por los lectores de hoy narra una pandemia imaginaria que acaba eliminado a toda la humanidad con la excepción de un hombre, se titula El último hombre y su autora es la creadora de Frankenstein, Mary Shelley.

El último hombre es la primera descripción de una pandemia donde toda la humanidad está bajo el ataque de lo que podría ser un virus. Nunca se había llevado una enfermedad imaginaria al grado de pandemia en la literatura universal. La epidemia dura varios años, desaparece en invierno y vuelve en primavera; cada ciclo aumenta la virulencia del virus. Ciudades en Asia, África y Europa se infectan. La civilización, incluyendo la cultura, el arte, la democracia, se destruye y los apetitos culturales desaparecen en los pocos supervivientes, preocupados solo por seguir respirando al día siguiente. El narrador, que se da cuenta de que es el último hombre vivo, decide escribir un libro, esa será La historia del último hombre. Es un libro inútil. No queda nadie que pueda leerlo. La cultura se ha hundido, el virus ha triunfado. Hay quien piensa que la plaga en El último hombre es la política...

El virus de la viruela ha tenido el potencial de eliminar a toda la población y puede que aún lo tenga. Este terrible virus ha estado con nosotros desde el principio de la historia y tal vez antes. Es probable que el primer hombre que sufrió la viruela se contagiara durante la conversión del primate carnívoro, aquel inicial simio desnudo, en el hombre granjero, hace diez mil años, porque el virus pudo haber saltado de animales de granja al hombre. El médico romano Galeno hizo una descripción de la enfermedad, que en aquellos tiempos llegó a conocerse como «la plaga de Galeno». La viruela se ceba en los niños con una tasa de mortalidad que puede llegar al noventa por ciento. En la Antigüedad, los padres esperaban a que los niños pasasen la viruela antes de ponerles un nombre.

Las hondas raíces en el pasado de la enfermedad justifican su vasta extensión geográfica. Originada probablemente en Egipto, la viruela se propagó a la India y otras regiones de Asia. Hasta el mundo occidental la hicieron llegar las expediciones bélicas romanas y tanto faraones como emperadores romanos murieron de viruela. Hay papiros que describen la enfermedad; se han detectado momias de pacientes que la sufrieron. Ramsés V es uno de los más estudiados, como lo fue el emperador y filósofo romano Marco Aurelio, autor de Meditaciones. En el siglo XX, la viruela mató a quinientos millones de personas.

Uno de los libros que mejor ha contado la historia de la viruela en América —y muchas otras— es Armas, gérmenes y acero, de Jared Diamond. Leerlo ayuda a entender cómo está compuesto el mundo actual. Para Diamond la cosa está clara:

Debido a que las enfermedades han sido las principales causas de muerte de los seres humanos, ellas han sido determinantes decisivos de la historia. Hasta la Segunda Guerra Mundial, más víctimas de la guerra murieron por microbios que por heridas de batalla. Todas esas historias militares que glorifican a los grandes generales simplifican en exceso una verdad que desinfla el ego: los ganadores de guerras pasadas no siempre fueron los ejércitos con los mejores generales y armamento, sino que a menudo fueron simplemente aquellos que contagiaban a sus enemigos con los gérmenes más virulentos.

La viruela, llevada por los españoles al continente americano, fue la primera pandemia documentada del Nuevo Mundo. El virus desembarcó en la isla de La Española durante el reinado de Carlos I y de allí navegó a Puerto Rico y luego al Imperio azteca, donde la enfermedad se hizo epidemia. El virus, que se acompañaba del sarampión y la difteria, viajaba con mayor velocidad que los barcos y los caballos, y llegó antes al Imperio inca que los conquistadores. Los microbios exportados por los españoles —más resistentes a la viruela al haber sufrido la viruela de las vacas; Pizarro había sido granjero en Extremadura— asesinaron a decenas de millones de nativos.

Los viajes internacionales, desde las expediciones de las legiones romanas, al comercio de Egipto con Asia y la conquista de las Américas, son imprescindibles para las pandemias. La COVID-19 salió de China hacia Tailandia primero y luego hacia Estados Unidos y Europa. Después viajó de Alemania a España, de Europa a Nueva York y a Corea del Sur, de Italia a la India. Los virus tienen pasaporte internacional. Cielos y mares extranjeros no los detienen. No juran bandera.

En ocasiones viajan con el conquistador y en otras se ponen del lado del oprimido. Cuando la fiebre amarilla masacró a cincuenta mil soldados franceses en Haití, Napoleón se retiró sin poder aplastar ni la revolución ni la abolición de la esclavitud ni la declaración de independencia de Francia.

Debido a esa epidemia, harto del virus del otro lado del ignorante Atlántico, Napoleón decidió deshacerse de Luisiana, que vendió a los americanos por menos de tres céntimos el acre. El miedo al virus es un mal negocio.

Hoy podemos definir la viruela en pasado: se trataba de una enfermedad antigua causada por un virus. Los primeros síntomas incluían fiebre alta y un síndrome viral acompañado de cansancio. Luego, el virus producía una erupción típica que se veía, sobre todo, en la cara, los brazos y las piernas. Las ampollas o vesículas resultantes se llenaban de líquido transparente y pus. Muchas terminaban secándose para formar una costra, que al final se secaba y se caía, dejando cicatriz permanente. El virus de la viruela es de los más letales: moría hasta el treinta por ciento de los infectados. La erradicación de la enfermedad se declaró oficialmente en 1980 gracias a un programa de vacunación global dirigido por la OMS.

Una característica de la enfermedad son las horribles cicatrices, que desfiguran con frecuencia el rostro; en ocasiones, de modo espeluznante. Los escritores de fantasía, entre ellos un pionero del género, Edgar Allan Poe, han empleado estos cambios físicos producidos por los virus como un elemento de terror. Creo que estaremos de acuerdo en pensar que Poe escribiría un cuento de horror sobre una epidemia con desfiguración de rostro incluida.

El relato tiene un título muy Poe: «La máscara de la muerte roja». Durante una cruel epidemia en la Edad Media, las víctimas fallecen con un sangrado ubicuo a través de los poros, más intenso en la cara, lo que da a los enfermos el aspecto de llevar puesta una horrible máscara roja. Mientras los pobres mueren sin remedio, los ricos buscan escaparse de la plaga. Un grupo de aristócratas se encierra a cal y canto en un refugio amurallado, donde viven rodeados de lujo y vicio. Durante un baile de disfraces, una noche cerrada, se presenta un invitado cuya máscara es indistinguible del aspecto de una víctima de la muerte roja. De hecho, pronto sabremos que el visitante es la mismísima muerte roja. Ha encontrado a los ricos. Ninguno de los nobles vive para terminar la noche.

Esta idea clasista de que la pandemia afecta solo a los pobres tiene componentes de realidad. Durante la COVID-19, en Estados Unidos el número de casos y las muertes entre los negros e hispanos está siendo, en agosto de 2020, desproporcionadamente más alta que la de los blancos. La población negra tiene más enfermedades debilitantes, vive en peores condiciones y carece de seguro médico. Mientras tanto, los superricos escaparon de América hacia paraísos del hemisferio sur, como las islas Fiyi o Tahití, libres de coronavirus. Las minorías son los nuevos parias, por más que le pesen a Francis Fukuyama, afamado profesor de la Universidad de Stanford, las políticas identitarias.

Después de miles de años en la oscuridad, la ciencia explica cada día mejor el origen y la expansión de las pandemias. En el pasado, los astrólogos y su pseudociencia eran los «sabios» de las epidemias y su legado persiste en el lenguaje moderno. El virus de la gripe se llama influenza porque hace trescientos años el origen de la enfermedad se atribuyó a la «influencia» de las estrellas, y como al principio se pensó que podía ser una bacteria, esta también se llama influenza (Haemophilus influenza). La astrología ha infectado nuestro lenguaje con términos como considerar (con-sideral) o «consultar con las estrellas» y desastre (des-astro) o «mala estrella».

Otro caso de perversa nomenclatura, relacionado con el uso de fake news durante las pandemias, es el de la mal llamada «gripe española», que en 1918 arrasó el planeta. La gravísima enfermedad no se originó en la península Ibérica. Su nombre se debe a las circunstancias de la Primera Guerra Mundial. España no participaba en el conflicto y publicaba el número de fallecimientos durante la pandemia. Los países combatientes, mientras tanto, censuraban las cifras de las muertes por razones de estrategia. Si las noticias solo venían de España era porque se trataba de una gripe española. La desinformación no es un invento de la posverdad; ahora solo sufrimos otra epidemia de ella.

En el volumen The Years of insight, de la biografía de Franz Kafka, Reiner Stach cuenta la historia de los últimos años de la vida del genio. Stach se imagina a un Kafka con tuberculosis sufriendo la gripe y escupiendo sangre en la cama mientras la sociedad al otro lado de la ventana exige la independencia de Checoslovaquia del obsoleto Imperio austrohúngaro: «Hundirse en la fiebre como sujeto de la monarquía de los Habsburgo y despertarse de nuevo como ciudadano de una democracia checa: fue aterrador, pero también extraño». Kafka, que escribía en alemán, sobreviviría a la fiebre, pero no se adaptaría a Praga.

¡Una pena que Kafka nunca escribiera sobre la gripe española! Y no solo él, pocos escritores han cubierto esta pandemia; ningún miembro de lo que Hemingway llamó la Generación Perdida —Ernest Hemingway, Gertrude Stein, F. Scott Fitzgerald y T. S. Eliot— lo hizo. Una de las mejores obras de ficción al respecto es el cuento «Pálido caballo, pálido jinete», de Katherine Anne Porter, y para los que se enganchan a series de televisión la gripe española tiene su momento de protagonismo en el drama histórico inglés Downton Abbey, de Julian Fellowes. No voy a dar el nombre de los que enferman y los que mueren, pero me complació ver que la serie tuvo en cuenta un dato epidemiológico importante: durante la gripe morían los jóvenes.

La lucha contra la gripe de 1918 terminó años después con la producción de una vacuna eficaz. La historia de esa vacuna está repleta de aventuras intrépidas y sostenida perseverancia por parte de varios científicos. Y son también dos capítulos de la biografía de un hombre que, en su juventud y en su vejez, se enfrentó cara a cara con un virus que llevaba muerto más de treinta años. Su tesón consiguió que se «resucitase» el temible virus. Esta historia comienza en tierra de esquimales, en las remotas aldeas de Alaska, la patria de los inuit.

Brevig Mission es una pequeña aldea de Alaska que ha pasado a la historia de la medicina como el santuario donde se preservó el virus asesino de la gripe española, que infectó a un veinte por ciento de la población mundial, quinientos millones de personas, y mató a cincuenta millones de pacientes. En el otoño de 1918, ochenta nativos inuit vivían en Brevig Mission y en cinco días de aquel frío noviembre el monstruo entró a saco en la aldea y mató a setenta y dos vecinos. Los cadáveres se enterraron en una fosa común. La fosa se preservó en permafrost.

Treinta y tres años después, en 1951, Johan Hultin, que seguía cursos de doctorado en microbiología en Estados Unidos, sospechó que el permafrost había criopreservado cadáveres y virus en la fosa común de Brevig Mission. Peregrinó hasta allí con la intención de exhumar cadáveres, tomar tejido pulmonar y llevarlo de vuelta a la universidad, donde estaban preparados para extraer y cultivar el terrible virus.

Johan desenterró primero a una niña con un vestido azul y cintas rojas en el pelo. Más tarde consiguió tejido pulmonar de cuatro cadáveres más. Y se dispuso a volver a Iowa. En los comienzos de la década de los cincuenta, aquel no iba a ser un viaje rápido o fácil. Cada vez que terminaba una etapa y mientras esperaba el siguiente avión, Johan trataba de mantener congelados los tejidos cadavéricos rociándolos con el producto de un extintor de incendios. Sus intentos, aunque ingeniosos, fracasaron. Los tejidos llegaron en mal estado y las técnicas para aislar el germen eran bastante primitivas, así que no pudieron recuperar el virus.

Casi medio siglo después, en el año 1997, Johan leyó un artículo en Science que le causó un tremendo shock. El informe se titulaba Caracterización genética preliminar del virus de la «gripe española» de 1918 y contaba cómo un patólogo molecular había «resucitado» una parte del ARN del virus de los pulmones de un soldado. El militar había muerto de la gripe en un hospital en septiembre de 1918. Para sorpresa de Johan, una muestra de los pulmones del soldado se había congelado y, según decía la nota del archivo, preservado para futuros estudios.

La deslumbrante investigación iluminó el virus con una luz poderosa. Nadie lo había visto antes así. El asesino era un nuevo tipo de virus de influenza A y pertenecía, según este estudio, a un subgrupo de virus que curiosamente no provenían directamente de las aves: era un virus de humanos y cerdos. Una anomalía. El estudio parcial no proporcionaba datos suficientes para fabricar una vacuna.

Después de leer y releer el informe, Johan se decidió a escribir al patólogo. Quería preguntarle si estaría interesado en analizar muestras de los pulmones de los cadáveres de la tumba de Brevig Mission. El patólogo contestó rápidamente que sí y Johan decidió volver a viajar a Alaska. Acababa de cumplir setenta y dos años, pero aún tenía energía o recordaba la que había tenido en el pasado. Se pagó el viaje con su dinero y llevó consigo, como herramienta ideal para realizar las excavaciones, las tijeras de jardín de su mujer.

Los ancianos y las autoridades de la tribu recibieron bien a Johan; entendieron la importancia de lo que el explorador científico quería hacer. Johan desenterró el cuerpo conservado por el hielo de una mujer obesa y muy joven, de apenas veinte años, a la que llamó Lucy.[6] Esta vez iba mejor preparado que en el viaje anterior, conservó los tejidos en líquidos apropiados y se los envió sin perder ni un segundo a su colaborador. El patólogo tardó solo diez días en comunicarle que había virus preservado en las muestras de los pulmones de Lucy.

La secuencia del virus, ahora sí, fue capaz de identificar el gen HA, que más tarde sería clave para desarrollar una vacuna eficaz. El estudio volvió a mostrar otro dato importante: el virus de 1918 era un virus de mamíferos, diferente del de las gripes actuales, que es más parecido al de las aves.

En un estudio posterior, realizado también con las muestras de Lucy, se secuenció otro gen del virus, el NA. El virus era ahora Influenza A H1N1. Filogenéticamente, este NA conectaba el virus de los mamíferos con cepas de virus de las aves. Parecía que este virus de la gripe, como ocurre con los otros, se habría originado en aves y saltado a los mamíferos poco antes de la pandemia. El puzle de la cadena interespecie se resolvió. Todo tenía sentido.

La secuencia total se completó en el año 2005, después de una década de sorprendentes descubrimientos. De inmediato, los científicos decidieron intentar algo extremadamente peligroso, pero que podría salvar millones de vidas en el futuro: «resucitar» el virus. No olvidemos que este era el monstruo que había asesinado a cincuenta millones de personas.

Una vez que el genoma del virus se secuenció, se obtuvo la información para poder reconstruir una versión del virus de 1918. Pero hacía falta que alguien pudiese crear plásmidos para cada uno de los ocho segmentos del virus. Esta tarea la realizaron Palese y Adolfo García-Sastre en la Facultad de Medicina Mount Sinai de Nueva York. Una vez terminada la construcción de los plásmidos que contenían la secuencia completa del virus, se pudo comenzar el proceso de resurrección.

La decisión de reconstruir el virus de la gripe pandémica más mortal del siglo XX podía suponer graves riesgos de salud para la humanidad, así que se tomaron precauciones extraordinarias. Los accidentes en los laboratorios de virus existen. Un accidente que ocasionase una fuga del virus tendría graves consecuencias. Las precauciones se llevaron al máximo: un único científico tendría permiso para reconstruirlo; este trabajaría solo y cuando los demás equipos hubiesen terminado su turno. La entrada requería huellas dactilares y los frigoríficos estaban protegidos por entradas de seguridad que solo se abrían con el escáner correcto del iris de sus ojos.

El experimento tuvo éxito. El virus se reconstruyó y revivió en cultivos celulares donde rápidamente demostró su capacidad para multiplicarse y convertirse en un asesino en serie. De hecho, los científicos comentaron que la constelación de los ocho genes juntos formaba un virus excepcionalmente virulento. Ningún otro virus de la gripe humana es tan letal.

Desde 1918, han existido tres pandemias ocasionadas por el virus de la gripe. Fueron en los años 1957, 1968 y 2009. La pandemia de H2N2 de 1957 y la pandemia de H3N2 de 1968 causaron aproximadamente un millón de muertes globales, mientras que la pandemia de H1N1 de 2009 sumó medio millón de muertes durante el primer año. La pandemia de 1918 sigue siendo una advertencia a la humanidad: si no se toman las medidas adecuadas, un virus puede borrar a la humanidad de la superficie de la Tierra. La gripe de las aves producida por el H5N5 ha infectado a seres humanos, pero no ha conseguido adaptarse y no se ha observado contagio entre personas. Mientras la H1N1 infecta las vías respiratorias altas, la H5N5 ataca los pulmones y es mucho más letal. Una pandemia de este virus sería una tragedia planetaria.

La gripe de 1911 tuvo su origen probablemente en Estados Unidos, pero una pandemia actual podría comenzar en Asia. Un ejemplo del origen y evolución de una pandemia del virus de la gripe podría resumirse en las siguientes cinco etapas:

1. El acontecimiento desencadenante sería la infección de un cerdo en una granja en Tailandia por un virus de las aves de corral (gallinas, patos). Hay granjas en el este de Asia donde el virus de la gripe durante un brote puede matar al cien por cien de las aves de corral en millones de granjas, y en la estación del año con menos casos los granjeros encuentran cada mañana, al menos, un animal muerto. El virus de las aves infecta a un cerdo; primer paso.

2. Muchos de estos intentos de salto entre especies fracasan. El virus no «engancha» en las células del nuevo animal. Esto lleva a la destrucción del virus. Pero en este ejemplo, el virus adquiere la mutación necesaria —el virus de la gripe contiene ARN, es muy inestable y muta con facilidad—. Esa mutación permite al virus «asirse» a las células del cerdo. Ahora el cerdo es un animal que amplifica el nuevo virus. Este es el segundo paso.

3. El tercer paso requiere una combinación que es mucho más fácil de lo que parece: el granjero, que sufre la gripe humana, infecta al cerdo que tiene el virus procedente de las aves. Ahora el cerdo está infectado por el virus de las gallinas y por el virus del hombre. En su organismo, los dos virus se entremezclan (el ARN se recombina) y forman otro virus que es capaz de infectar al hombre. Este es el tercer paso.

4. En el cuarto paso, el granjero se infectará con el nuevo virus del cerdo e infectará a sus compañeros de trabajo y familiares. El virus se contagia muy rápidamente. Ninguno tiene defensas contra el nuevo virus. Una mañana, el campesino descubre decenas de pollos o patos muertos y él inicia fiebre alta y dificultad para respirar. Lo llevan al hospital local y allí muere de una neumonía de causa desconocida. El personal sanitario que lo trata también enferma, pero no conectan su fiebre con la neumonía del paciente al que han visitado hace dos semanas.

5. El granjero es el paciente cero de la pandemia, pero su muerte no dispara las señales de alarma. Pocos días después, un miembro de la familia, a pesar de no sentirse del todo bien, toma un avión y viaja a Tokio, donde se reúne con otros hombres de negocios en salas de conferencias y celebra el progreso del negocio en restaurantes y bares. Desde Tokio, sus socios viajan a Dubái y los socios de los socios, a Moscú. Se sospecha que se ha producido una pandemia por primera vez en un hospital de Vietnam. El médico que da la alerta muere de esta nueva enfermedad. El virus se transmite de hombre a hombre y por el aire, quinientos millones de personas se infectan en pocas semanas. Hay millones de víctimas mientras se lucha por tener una vacuna eficaz.

Cuando escribo estas líneas (agosto de 2020), Johan sigue activo con noventa y seis años de edad. Durante décadas ha dedicado su labor científica a detectar causas naturales de pandemias y actos de bioterrorismo. Sus estudios del permafrost tienen gran relevancia en estos dos campos. Una pandemia puede originarse también en regiones casi desiertas, que hasta hace poco parecían inocuas. En Siberia, la descongelación del permafrost debida al cambio climático está dejando expuestos los cadáveres de enfermos de viruela, que contienen como mínimo fragmentos de este virus letal. Los cadáveres de ganado y animales salvajes que estaban enterrados en permafrost contienen esporas de ántrax. Johan nos avisa de esta posibilidad: el cambio climático puede iniciar una pandemia. Él sabe que los virus son monstruos que pueden matar a cientos de millones de personas. También sabe que estar cerca de ellos nos da miedo. Su mensaje es claro: «No debemos vivir con miedo a secas, sino vivir con miedo y hacer todo lo posible para utilizarlo como el impulso necesario para protegernos».

En 1918, la población mundial era de mil ochocientos millones. Cien años después, la población mundial ha crecido hasta alcanzar casi los ocho mil millones. Las granjas también se han multiplicado. Un mayor número de huéspedes brinda mayores oportunidades para que los nuevos virus de la gripe aviar y porcina se propaguen, evolucionen y nos infecten. La globalización y el incremento exponencial de viajes internacionales han conseguido que incluso patógenos exóticos, como los virus del Ébola o el Zika, que antes afectaban a las aldeas remotas de África o Brasil, ahora hayan causado brotes en las zonas urbanas y que sean capaces de viajar de un continente a otro.

El modelo de la gripe no sirve para explicar otra pandemia: el sida. El virus del sida no se transmite por el aire o la saliva. La historia de su pandemia, de todos modos, comenzó también con una neumonía. En 1981, Michael Stuart Gottlieb contaba treinta y cuatro años de edad y, como muchos, tenía la sana ambición de ser alguien en su vida profesional, un sueño que pocos cumplen. La profesión de médico es tan exigente que la mayoría de los profesionales apenas puede levantar la cabeza de la rutina. Pero él no tardó mucho en conseguirlo: Gottlieb diagnosticó los primeros casos de neumonía en homosexuales que sufrían un síndrome de inmunodeficiencia que no era hereditario. Era una nueva enfermedad.

Las primeras descripciones de pacientes con sida muestran claramente la existencia de una enfermedad que deprime la inmunidad generando las condiciones ideales para que gérmenes inocuos en personas sanas se vuelvan virulentos. A continuación, incluyo un extracto del informe del Centro de Control de Enfermedades de Estados Unidos sobre los primeros cinco pacientes de sida, que he reducido y modificado para resaltar las características principales de los pacientes:

En el período de octubre de 1980 a mayo de 1981, cinco hombres, todos homosexuales activos, se trataron por neumonía por Pneumocystis carinii confirmada por biopsia en tres hospitales diferentes en Los Ángeles, California. Dos de los pacientes murieron. Los cinco pacientes tenían infección por citomegalovirus previa o actual, y candidiasis de mucosas.

Paciente 1: hombre, 33 años, previamente sano, neumonía por P. carinii. Murió el 3 de mayo 1980 y el examen post mortem mostró neumonía residual por P. carinii.

Paciente 2: hombre, 30 años, sano, neumonía por P. carinii en abril de 1981. Respondió al tratamiento, pero persistió la fiebre.

Paciente 3: hombre, 30 años, hospitalizado en febrero de 1981 por neumonía por P. carinii. Respondió al tratamiento.

Paciente 4: hombre de 29 años, neumonía por P. carinii en febrero de 1981. No respondió al tratamiento y murió en marzo.

Paciente 5: hombre, 36 años, visitado en abril de 1981 por fiebre, disnea y tos de 4 meses. Al ingreso se le diagnosticó neumonía por P. carinii.

Dos de los cinco informaron tener contactos homosexuales frecuentes con varias parejas. Los cinco informaron haber usado drogas inhalantes y uno declaró abuso de drogas por vía parenteral. Estas observaciones sugieren una disfunción inmune que predispone a los pacientes a infecciones oportunistas como la neumonía por P. carinii. El diagnóstico de infección por P. carinii debe formar parte del diagnóstico diferencial en hombres homosexuales previamente sanos con disnea y neumonía.

Este informe fue la primera chispa de una enfermedad desconocida que iba a hacer arder el mundo, una dolencia que aterrorizaba y avergonzaba a los integrantes de los grupos de riesgo. La vergüenza y el silencio consiguieron que el virus se moviese sigilosamente, asesinando a plena luz del día. Era una pandemia escondida detrás de muchas metáforas que hablaban de grupos estigmatizados; de prácticas de sexo inconfesables; de consumir sustancias ilegales; de sufrir algo que, como describiría Susan Sontag, era mucho más que una enfermedad. Los pacientes debían soportar, además del diagnóstico, en aquellos momentos letal, un injusto juicio moral. Para las buenas gentes reaccionarias, sus representantes políticos y quienes impartían homilías los domingos, los enfermos eran culpables de serlo y bien merecido lo tenían.

De 1981 a 1985, la actitud de las instituciones políticas y religiosas frente a los casos de sida fue execrable y reprensible. En su libro And the Band Played On, un recuento de los cinco primeros años de la epidemia, Randy Shilts lo denuncia claramente: «La amarga verdad era que el sida no solo sucedió en Estados Unidos, sino que se permitió que sucediese. La historia de estos primeros cinco años de sida en Estados Unidos es un drama de fracaso nacional lleno de muertes innecesarias».

Ronald Reagan, presidente con actitudes rancias, se negó a hablar del sida y cuando lo hizo fue para preguntarse si se debería aceptar a los niños con sida en las escuelas. Consta en los archivos que su administración ignoró peticiones de muchos científicos para que se hiciese algo al respecto de la pandemia, que recortó los fondos destinados al sida sin piedad y que llegó a engañar a los comités del Congreso insistiendo en que los investigadores eran pedigüeños viciosos que ya disponían de lo que necesitaban y más. La historia del sida es la historia de una infamia.

Es difícil aceptar que una enfermedad viral no controlada pueda poner en riesgo a la mayoría de la población. Ni siquiera And the Band Played On, un libro de denuncia seria y crispada, llena de la indignación de quienes están cargados de razón y donde las conclusiones se sacan después de una investigación profunda —Shilts había hecho novecientas entrevistas en doce países—, hace justicia a la magnitud de la epidemia, porque el autor, centrado casi por completo en los homosexuales, deja fuera de los focos a los drogadictos, a sus parejas heterosexuales, a las prostitutas y a todos aquellos que enfermaron por transfusiones de sangre infectadas por el virus; por ejemplo, los hemofílicos. Susan Sontag criticó que el sida fuese una enfermedad de homosexuales: es solo una explicación que busca satisfacernos, ¿qué hacemos con todos los heterosexuales que sufren sida en África?

El silencio sobre la pandemia lo rompió, como si se tratase de un techo de cristal, Rock Hudson en julio de 1985. Con su valentía presentó al mundo la necesidad de mantenerse alerta no frente a una enfermedad que afectaba a los marginados, sino de una pandemia brutal que estaba poniendo en jaque a la humanidad. Su mensaje fue sencillo y claro: el virus había de salir a la luz. «No estoy contento de estar enfermo; no me siento contento de tener sida. Pero si eso está ayudando a otros, puedo al menos pensar que mi propia desgracia ha servido de algo».

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