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2. Dragones del Edén

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Rock Hudson, prototipo del personaje varón heterosexual en la pantalla, rico y admirado, fue el primer famoso en declarar que era homosexual y sufría la enfermedad. Una noticia inesperada que causó una gran conmoción en la sociedad americana y mundial, y que dejaba claro que no sufrían la enfermedad marginados y parias, sino millonarias estrellas de cine y potentados. Rock Hudson abrió los ojos del mundo a una pandemia que el statu quo no deseaba, no quería aceptar. Y consiguió que el mundo diese un paso de gigante hacia el control de la enfermedad.

El virus del sida pasó de los animales al hombre en África, donde varias decenas de especies viven infectadas por el virus de la inmunodeficiencia de los simios desde hace diez millones de años. La variante del virus que infecta al chimpancé y el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH) tienen un origen relativamente más reciente. El virus del chimpancé apareció hace aproximadamente veinte mil años y el miembro más joven del grupo, el VIH, lo hizo hace aproximadamente un siglo.

El análisis de las mutaciones en el genoma del VIH ha permitido rastrear al virus y viajar hacia atrás en su historia: es un virus originado por mutaciones del que infecta a los chimpancés, que pasó al hombre, probablemente a un cazador —la hipótesis del cazador se maneja también para explicar el origen del coronavirus; en este caso, un cazador de murciélagos—, a través del contacto con sangre infectada mientras manipulaba la carne del simio.

El hombre entra en contacto con nuevos virus al invadir la jungla, al rozarse con la vida salvaje. Un hábito atávico de aquel primate carnívoro que abandonó los bosques hace tres millones de años y que, como nos recuerda Morris en El mono desnudo, sigue latente bajo la fina capa de barniz del reciente refinamiento cultural. La genética del cazador aún puede con la cultura. Modificar esos hábitos, incluyendo la reforma de los mercados húmedos de China, donde el cazador vende sus trofeos vivos, cubiertos con sangre fresca, evitaría futuras pandemias. Erradicaríamos el MERS si el hombre del desierto dejase de interactuar con el camello.

Como era de prever, el salto del mono al hombre no ocurrió solo en un lugar. Hay un grupo O del VIH, por ejemplo, que saltó al hombre en Camerún, donde aún hoy afecta a decenas de miles de personas. Existen otros dos grupos, N y P, pero causan infección con poca frecuencia. El grupo M, del virus del Congo, es el culpable de la pandemia.

El origen de la pandemia del sida puede encontrarse en la vibrante Kinshasa de la década de los veinte, capital de la República Democrática del Congo. Kinshasa en 1920 era una ciudad palpitante, comunicada por redes de ferrocarril construidas por la industria y el Gobierno belga, que experimentaba un crecimiento exponencial de la población. Con la civilización llegaron sus males, incluyendo las enfermedades de transmisión sexual promovidas por una boyante prostitución y unos servicios de salud para los que esterilizar las agujas no era la prioridad máxima. Pronto el virus del sida viajaría por el semen, las agujas y el ferrocarril a ciudades vecinas, y desde allí al resto del mundo. Hoy la pandemia persiste debido a la falta de una vacuna eficaz. Treinta y siete millones de personas padecían sida en 2018. Por fortuna, muchos de ellos reciben tratamiento y pueden hacer una vida normal.

El tratamiento del sida ha sido posible gracias al extraordinario descubrimiento de dos científicos que aceptaron lo imposible y decidieron que el dogma central de la biología molecular, tal y como lo habían descrito Watson y Crick, tenía excepciones. Importantes excepciones. Pensar más allá de lo que se acepta como una norma, ver más allá, es una de las características de los genios. Se necesita valor para aceptar como posible lo que parece, a todas luces, una locura, y una gran inteligencia para poder destruir y volver a construir, con las nuevas pruebas, el marco racional de la realidad. A su actividad se la denomina «ciencia disruptiva», y al efecto de esta, «cambios de paradigma».

En La estructura de las revoluciones científicas —el inigualable ensayo de Kuhn—, se definen los cambios de paradigma. Según este autor, la ciencia experimenta fases alternas de calma y revolución. En los períodos de calma, la matriz disciplinaria se mantiene fija y se producen soluciones a los problemas planteados en ese paradigma. Durante una revolución científica se revisa la esencia de la matriz disciplinaria buscando la solución de problemas profundos que existían sin ser percibidos, antes del período de calma. La solución de uno de esos problemas es suficiente para destruir un dogma.

Durante la calma aparecen los paradigmas; por ejemplo, los cálculos de Ptolomeo sobre el universo: la Tierra ocupa el centro del sistema solar y el Sol gira alrededor de ella. Como paradigma también sería válido lo que se denominaba el «dogma central de la biología molecular», que marcaba una dirección obligatoria de los principales acontecimientos en la vida de una célula: ADN se convierte en ARN y después el ARN codifica las proteínas. Las aplicaciones de las teorías de Ptolomeo y el dogma central proponen explicaciones importantes que son válidas para muchas situaciones y así generan avances en las respectivas disciplinas.

Para Kuhn, uno de los más notables cambios de paradigma ocurrió cuando Copérnico colocó el Sol en el centro del sistema solar y desbancó el modelo erróneo de Ptolomeo. El Vaticano prohibió De revolutionibus orbium coelestium, el libro de Copérnico. En el caso del dogma central de la biología molecular —no analizado por Kuhn—, dos científicos demostraron que el orden de acontecimientos de una célula tenía dos direcciones: el ADN producía ARN, pero el ARN podía también revertir a ADN. Un pecado mortal de la biología molecular. ¡Herejía! ¡Herejía! Muchos se llevaron las manos a la cabeza. Pero era verdad: la autopista que conducía del núcleo al citoplasma era de ida y vuelta. Con el descubrimiento de Temin y Baltimore, el dogma dejó de serlo.

Trabajando de manera independiente, los dos científicos descubrieron la transcriptasa inversa, una enzima que, desafiando la imaginación del biólogo más audaz, sintetiza el ADN a partir del ARN. Ese descubrimiento surge de la observación de células infectadas por virus y, en particular, durante el estudio del proceso seguido por ciertos virus de ARN, llamados «retrovirus», que causan cáncer.

Temin fue el primero en entender que ese fenómeno era posible y Baltimore, el primero en demostrarlo. La aventura comenzó con un fracaso. Temin presentó su teoría sin datos suficientes y la comunidad científica la rechazó, como suele ocurrir con las propuestas que desafían descaradamente la sabiduría convencional sin reunir las pruebas que las apoyen. Como dice el cliché: afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias. Luego llegó lo que podía haber sido un triunfo en solitario: Baltimore tenía las pruebas e iba a publicarlas en un artículo, pero tuvo la enorme gentileza de comunicárselo antes a Temin.

Según cuenta la leyenda, Baltimore le explicó específicamente cómo había hecho los experimentos, abriendo la puerta a Temin para que resolviese él mismo el asunto a nivel experimental. Dicen que Temin, por una vez en su vida, no perdió mucho tiempo filosofando y se puso inmediatamente manos a la obra. Al final, Baltimore y Temin publicaron casi a la vez los artículos que demuestran la existencia de la increíble enzima: la transcriptasa inversa. Esta enzima transgresora de dogmas y tradiciones retrocopia ADN usando una plantilla de ARN. Por ello, los virus que usan esta estrategia se llaman retrovirus.

Si es verdad que los modelos están ahí para que alguien los refute, no lo es menos que los virus son grandes iconoclastas. El ADN viral retroformado de esta extraña manera completa su truco biológico integrándose en el genoma de la célula infectada. La transcriptasa inversa no es solo una herramienta para entender el mecanismo usado por los retrovirus, sino que tuvo aplicaciones prácticas: su descubrimiento permitió identificar el VIH, un virus adicto a la transcriptasa.

La inmensa creatividad de Temin y el talento intelectual y la extraordinaria generosidad de Baltimore recibieron el Premio Nobel de Medicina de 1975. Renato Dulbecco, un científico pionero de las investigaciones sobre las interacciones de virus y células, compartió el premio con los dos. Este Nobel se les concedió a los tres por sus descubrimientos sobre la interacción entre los virus tumorales y el material genético de la célula.

Cuando Baltimore y Temin imaginaron la transcriptasa inversa, sabían que sus teorías iban contra lo establecido. Y por si no lo sabían, muchos colegas no dudaron en recordárselo, sobre todo a Temin. La estructura científica es, después de todo, conservadora, enamorada de teoremas y conclusiones lapidarias. Y cuando esa tozudez no es contumacia, mantiene la ciencia en pie. Pero el avance supone remover los cimientos. Esto se conoce como «ciencia disruptiva».

En la mayoría de las ocasiones, no hay por qué llevarse a engaño, se ataca sin fundamento el paradigma. Los científicos que piensan más allá de lo demostrado caen con frecuencia en el error. Y es que las ideas, las que están de acuerdo y las que están en contra de los volátiles dogmas, deben someterse al fuego de los experimentos y las matemáticas. Y si los datos, repetidamente y de un modo reproducible, dan la razón al hereje, no hay que dudar entre preferir los humildes resultados de los experimentos a las letras doradas de los dogmas. La actitud de Temin y Baltimore constituye el núcleo, el corazón de la auténtica actividad científica, y es el genuino motor del avance de la ciencia. Porque la ciencia en estado puro es un proceso que se autocorrige constantemente, que lucha contra la inercia del reposo y el movimiento uniforme. La crítica, el escepticismo y la capacidad de soportar el dolor de aceptar las verdades más duras, aun cuando contradigan nuestra imaginación y nuestras ideas, son parte ineludible del proceso. Esa fluidez de las teorías, esos cambios de paradigma son los que producen avances del conocimiento como los descritos en La estructura de las revoluciones científicas.

El descubrimiento de la transcriptasa inversa dio lugar a un nuevo campo científico: la retrovirología, que estudia la influencia de los retrovirus en la evolución de las especies, intenta generar nuevos tratamientos contra enfermedades como el sida y facilita el estudio de vectores que se usan en otros campos de la biología y la medicina, como la terapia génica o la ingeniería de animales transgénicos. La transcriptasa inversa, a nivel más fundamental, borró la línea de separación entre virus y genes, porque una vez que el retrovirus se integra en el genoma de la célula huésped, el virus se convierte en genes. Un concepto profundo: en nuestro genoma, virus y genes son lo mismo.

La transcriptasa inversa se identificó en los setenta y el VIH se descubrió en los ochenta. En esa década, se habían optimizado las condiciones de cultivo de glóbulos blancos humanos y se sabía cómo infectarlos con retrovirus, metodologías imprescindibles para detectar la transcriptasa inversa. También habíamos aprendido a identificar virus, entre ellos los retrovirus, usando el microscopio electrónico. En conjunto, esos descubrimientos y adelantos metodológicos hicieron posible que, en 1983, Luc Montagnier, un virólogo francés, descubriese el VIH en un cultivo de glóbulos blancos de un homosexual de treinta y tres años de edad.

La presencia de la actividad de una transcriptasa inversa y el examen con el microscopio electrónico mostraron que Montagnier había aislado el retrovirus que causaba el sida. La fama potencial de este científico —era uno de los mayores avances médicos del siglo— la interrumpió inmediatamente Robert Gallo, quien intentó robarle los créditos del descubrimiento.

Gallo aisló el VIH de un grupo de pacientes y sugirió que podía ser la causa del sida. En esos estudios, el cuarenta y siete por ciento de los pacientes con presida o sida estaban infectados por el VIH, pero no se detectó infección por el virus en un grupo de cien heterosexuales que no tenían síntomas. Gallo y Montagnier compitieron en las siguientes publicaciones sobre VIH y sida; el científico estadounidense fue mucho más productivo e influyente.

Gallo se desmarcó de esta competición honesta y anunció en una rueda de prensa que había descubierto el virus que causaba el sida. Después, usando su influencia, consiguió infligirle una serie de humillaciones científicas y personales a su rival francés. Pero Montagnier no se vino abajo. Ya advierte el refranero que se coge antes a un mentiroso que a un cojo, y en uno de esos raros casos de justicia poética, unos análisis del virus de Gallo demostraron que el virus del VIH usado por él y el virus de Montagnier eran el mismo. Había gato encerrado.

Gallo había hecho trampa al obtener el virus del francés de un modo opaco, sin que su homólogo lo supiera, y lo había «redescubierto». El único virus de su laboratorio provenía de Francia. Un error en una publicación científica confirmó la felonía. El mundo científico se rasgó las vestiduras.

Montagnier, aun así, tenía las de perder. Era un pequeño pez luchando con un tiburón blanco de la virología. Cuando se comprendió que el desarrollo de un test para detectar el VIH iba a tener unas consideraciones económicas enormes, Montagnier sintió la mano poderosa de Francia posándosele suavemente sobre el hombro. No estaba solo, su país iba a sacar pecho por él. El Gobierno francés presentó una queja oficial al Gobierno estadounidense y ante la abundancia de pruebas, lo escucharon. En abril de 1984, el Centro de Control de Enfermedades de Estados Unidos indicó que el agente que causaba el sida era un virus descubierto por Montagnier. Abandonado por su país primero, Gallo fue también dado de lado por el mundo, y cuando el Premio Nobel de Medicina recayó en el descubrimiento del VIH, el estadounidense se quedó sin billete para Estocolmo.

Gallo, que sigue activo —lo estoy viendo ahora mismo en la televisión hablar sobre coronavirus—, pasará a la historia como un gran virólogo. Fue el primero en identificar el HTLV, uno de los virus que causan cáncer, y su grupo descubrió un nuevo virus del herpes humano, además de hacer otros muchos y grandes descubrimientos. Su historial no pasará limpio. Algunos lo verán como un ejemplo del científico egoísta y tramposo que recurre a cualquier método para vencer a un competidor, y que, para más inri, lo hace con un endiosamiento impropio de un hombre de ciencia.

El Premio Nobel del VIH fue una decisión correcta de la fundación sueca. No siempre ha sido así. La Academia sueca le otorgó el Premio Nobel a Selman Waksman, un influyente científico —acuñó el término «antibiótico»—, por descubrir la estreptomicina, el primer antibiótico útil contra la tuberculosis. Sin embargo, había sido Albert Schatz, un científico no conocido, quien había hecho el descubrimiento. Quizá la Fundación Nobel aprendió de aquello y no cayó de nuevo en la tentación con el caso del virus del sida, donde el pez grande no pudo comerse al chico.

El plagio, la apropiación indebida de créditos y la falsificación de datos están entre los mayores problemas de la actividad científica. No son frecuentes, pero deberían serlo menos aún. Aunque en algunos países constituyen delitos penales, en la mayoría estas acciones se convierten simplemente en anécdotas. Es enervante que en la mayoría de los casos los tramposos sigan ejerciendo su actividad como si nada hubiese pasado. Y muchas veces sin reconocer a las víctimas del plagio o a quienes robaron los créditos.

Últimamente, con la competición entre las naciones se dan más casos de «científico compensado». Ha ocurrido en mi institución, donde investigadores extranjeros mantenían, al mismo tiempo, un laboratorio abierto en su país, al que nutrían de información confidencial. Nada más ser despedidos, se mudaron a su patria, donde ocupan un puesto de relevancia en instituciones científicas de primera línea. En un caso reciente de espionaje, dos estudiantes chinos en Estados Unidos han intentado hackear compañías de biotecnología para obtener información confidencial sobre vacunas de la COVID-19 de forma fraudulenta. Su deportación a China probablemente resultará en puestos de trabajo bien remunerados. No es verdad que Roma no pague a traidores.

El VIH evoluciona con muchísima más velocidad que las células responsables de mantener la inmunidad. Esa discrepancia dificulta que el sistema inmune lo combata. Estas mutaciones son también un impedimento para el diseño de tratamientos que permanezcan efectivos frente a las nuevas «generaciones» del virus. La gran facilidad para mutar dificulta también la creación de una vacuna contra el sida.

En 1981 se describió la enfermedad; en 1983, Montagnier descubrió el virus; en 1985, Rock Hudson inició la recogida de fondos para luchar contra el sida; en 1987, se aprobó el primer fármaco para tratar el VIH, y en 1989, Susan Sontag publica El sida y sus metáforas, advirtiendo del riesgo de estigmatización; para entonces la enfermedad ya se había cobrado cuarenta mil vidas en Estados Unidos y no había alcanzado su pico.

Los medicamentos son bastante eficaces y han convertido el sida en una enfermedad crónica. El tratamiento mantiene la carga viral indetectable y los enfermos pueden vivir una vida normal sin que exista riesgo de transmisión sexual. En los últimos años, algunos pacientes, muy pocos, se han curado del virus.

Desgraciadamente, y a pesar de todos los progresos, aún siguen muriendo pacientes de sida, aunque el número de víctimas mortales se ha reducido a más de la mitad desde el pico de la pandemia en 2004. Aun así, tres cuartos de millón de personas padecerán sida este año y la mayoría vivirá en países de economías emergentes en África. En 2018, cuando había cerca de treinta y ocho millones de enfermos de sida en el mundo solo el setenta y nueve por ciento de ellos sabía que sufrían la enfermedad, el veintiuno por ciento restante no tenía acceso a los tests.

Con el paso de los años, pocas instituciones han entonado el mea culpa. Ni Gobiernos ni Iglesias han reconocido su desastrosa actitud frente al sida. La madre Teresa viajó a Nueva York en 1985 para inaugurar un hospital para enfermos de sida, una visita que inspiró el libro Más grandes que el amor, de Dominique Lapierre. Antes y después de este acto simbólico, el Vaticano cuestionó los consejos dados por las autoridades sanitarias sobre la necesidad de protegerse durante las relaciones sexuales. La palabra «condón», que probablemente salvó tantas vidas cuando no existía tratamiento del sida, revolvía las tripas a puritanos y beatos. El Vaticano, que no aceptaba la homosexualidad, se negó a recomendarlo públicamente: el sida era malo, pero los condones eran peores. Mientras tanto, las filas de clérigos ocultaban sus relaciones homosexuales y desplegaban una cobertura bien orquestada y defendida desde las más altas esferas sobre la rampante pedofilia, esa pandemia de las iglesias católicas. Ahora, la niebla creada por la religión y los políticos se ha ido y podemos ver con claridad qué ocurrió. La administración Reagan y el Vaticano acentuaron la discriminación y marginación de los enfermos de sida y fueron partícipes, cuando no artífices, de una actuación irresponsable que según algunos podría rayar en lo criminal.

Mientras luchábamos contra el sida y esperábamos una pandemia por el virus de la gripe, han sido otros tres virus los que han puesto en peligro a la humanidad: Zika, ébola y coronavirus. Estas tres infecciones tienen características propias, muy diferentes de las de la gripe, y demuestran el pleomorfismo de las pandemias virales, un factor que aumenta la dificultad de una detección precoz; por ejemplo, el virus del Zika se transmite por mosquitos; el ébola, por contacto directo con fluidos de los pacientes, y el coronavirus, por las gotas de saliva en el aire o depositadas sobre objetos.

El virus del Zika se encontró por primera vez en la década de los cuarenta en África y veinte años más tarde se observó su presencia en Asia, pero alcanzó la primera página de los periódicos en 2015, durante una epidemia de microcefalia en Brasil. La microcefalia, una enfermedad de los bebés, que nacen con un cerebro reducido cuando se infecta una mujer embarazada, es un signo característico de la infección del virus del Zika. La epidemia de Brasil cedió, pero siguen detectándose casos, a veces en forma de brotes, en la India y el sudeste de Asia.

Peter Piot, el científico belga que participó en la identificación del virus, cuenta en No hay tiempo que perder: una vida en busca de virus mortales cómo el ébola obtuvo su nombre en la década de los setenta. Una noche tranquila, el equipo de virólogos decidió bautizar al virus mientras compartía un bourbon de Kentucky y examinaban un pequeño mapa de la región del Congo Belga. Al principio pensaron en Yambuku, la pequeña ciudad donde se había aislado; pero temiendo que eso tal vez llevase a su estigmatización, lo rechazaron. Había otros virus cuyo nombre era el del río que recorría el territorio infectado, así que buscaron un río cerca de Yambuku. Encontraron el río Negro y decidieron ponerle ese nombre, «Río Negro» o Ébola en lingala, la lengua que hablaban los nativos.

El reservorio animal del ébola son los murciélagos. Estos activos animales pueden infectar a otros, entre ellos los simios. La mejor hipótesis que tenemos sobre cómo se infectó por primera vez el hombre es la hipótesis del cazador —también propuesta para el VIH y para el SARSCoV-2—. Según esta teoría, pendiente de confirmación, los nativos africanos se infectaron cazando simios. El cazador infectó a la familia y, si fue hospitalizado, al personal médico y otros pacientes. Los casos iniciales del brote africano de ébola, el mayor y más aterrador de la historia, se detectaron en el sudeste de Guinea en marzo de 2014. En los meses de verano del año 2014, el virus del Ébola se extendió por Guinea, Liberia y Sierra Leona a una velocidad exponencial. Dos años y medio después del descubrimiento del primer caso, el brote terminó con más de veintiocho mil casos y once mil víctimas mortales. En Estados Unidos se detectaron once pacientes de ébola —¡con once pacientes se pidió la dimisión del entonces presidente, Barack Obama! Hoy Estados Unidos tiene millones de casos de coronavirus y va camino de las doscientas mil muertes—. El 30 de septiembre de 2014 se diagnosticó el primer caso en América. Un varón que viajó desde África occidental a Dallas, Texas, y falleció el 8 de octubre de 2014. El ébola se detectó en otros países, entre ellos Nigeria, Senegal, la República de Malí, y en Europa: el Reino Unido, Italia y España. En Europa el número total de casos no llegó a diez.

En estos momentos persiste en la República Democrática del Congo un brote de ébola que comenzó en 2018. El control de la OMS de la enfermedad se enfrenta a enormes dificultades para su actuación en una región dominada por diferentes grupos armados. No obstante, el brote ha podido contenerse en esa área. Además de las medidas epidemiológicas comunes a cualquier enfermedad contagiosa, incluyendo tests y seguimiento a los contactos, se promocionaron ceremonias y entierros seguros, y vacunación a personas de alto riesgo, más de cien mil vacunados —la agencia reguladora de medicamentos americana ha aprobado una vacuna en diciembre de 2019—, y tratamiento experimental. Mientras tanto, los grupos armados han atacado a los equipos médicos, ha aumentado la desconfianza de la población con respecto a los epidemiólogos, ha habido contagios en hospitales y persisten los retrasos en la detección y la notificación. La única manera de detener ese brote sería contando con el apoyo total de fuerzas políticas y militares enfrentadas, algo prácticamente imposible. Mientras el brote persista, existirá la posibilidad de que se extienda como una epidemia hacia otras regiones. La OMS es un mundo de héroes generosos y valientes. Un tesoro mundial.

El ébola es un demonio conocido, pero la siguiente pandemia se debió a un agente mucho menos nocivo, al menos en apariencia. Una infección por un virus que causa normalmente una enfermedad leve: el catarro invernal o resfriado. En 1964, June Almeida, hija de un conductor de autobuses escocés, identificó y microfotografió el primer coronavirus humano con el microscopio electrónico del hospital St. Thomas de Londres. La COVID-19 está causada por un coronavirus, el SARS-CoV-2, un virus de los murciélagos que a finales de 2019 infectó con éxito a los seres humanos.

Hay libros que se reeditan y se venden como superventas durante las pandemias. Durante el coronavirus, La peste, de Camus, fue uno de los libros más leídos, así que tenía razón el pintor de El séptimo sello: miraron y querían más. En la obra maestra de Camus,[7] los ciudadanos de una ciudad del norte de África afrontan dos peligros: un microbio y los otros seres humanos; unos te contagian y otros te despojan de lo necesario para vivir.

Los hechos se producen en lenta avalancha, al principio alguna rata aparece muerta en las calles, luego aparecen más y después de que aparezcan los cadáveres de cientos de ratas muere el primer hombre; tras esto, en solo un día, mueren varias decenas de personas. En ese momento —como ocurrió en Wuhan—, las autoridades cierran la ciudad; sus habitantes no podrán escapar de la muerte.

En La peste, las ratas representan el fascismo, un acierto para muchos, porque supone una buena analogía del nacimiento y la expansión del racismo y la xenofobia. A pesar de ello, algunos no apreciaron la elegancia de la alegoría. Para Simone de Beauvoir, compañera de Sartre y con el paso del tiempo enemiga política de Camus, a quien no podía tolerar su falta de compromiso con el Partido Comunista, representar el fascismo con un animal o un germen deshumaniza el fatídico movimiento social. El fascismo deja de ser un producto netamente humano para convertirse en algo que nos es ajeno y sucede de manera natural. Los nazis no eran bichos o virus; eran hombres. El fascismo es un producto del hombre. Una crítica brillante de una intelectual profunda —su obra maestra, el ensayo El segundo sexo, es un ensayo pionero del feminismo moderno, que ha retomado merecido reconocimiento recientemente—, pero no impide aceptar la genial alegoría de Camus: el fascismo es una plaga y puede prevenirse cuando las primeras ratas aparecen en las calles. El fascismo, al que atacaba Camus, y el comunismo, que defendía Beauvoir, son pestes. Como advierte Camus: nadie será libre mientras haya plagas. El virus de la mente más prevalente y extendido en la humanidad del siglo XXI es el del odio.

Nuestra falta de prevención nos trajo la pandemia de la COVID-19. No estábamos lo bastante alertas. En 2016, los científicos avisaron de que habían aislado un coronavirus de un murciélago que se parecía al que produjo el SARS. Pero nunca hicimos lo suficiente para desarrollar una vacuna. Debimos tomarnos más seriamente los dos avisos previos; tendríamos que haber sabido que el siguiente coronavirus causaría un desastre mayor que el SARS y el MERS juntos.

Descubrimos el origen animal de los coronavirus durante la epidemia del SARS, a principios de la década de 2000. Después llegó el MERS, causado por otro coronavirus que salta de los camellos al hombre. Tras la epidemia del SARS, un equipo de investigación internacional viajó a la provincia china de Guangdong, donde se suponía que había comenzado el primer brote, para averiguar el origen de la zoonosis. Allí parece que saltó desde un «mercado húmedo» a los hombres. En los mercados húmedos, animales domésticos y salvajes, vivos y muertos se amontonan, a veces formando pilas de jaulas o de carne, lo que genera las condiciones para lo que se ha dado en llamar un «contagio gravitacional imparable», donde las heces y la orina de los animales salvajes mojan constantemente otros animales domésticos y salvajes que se encuentran a su lado o bajo ellos. Esos mercados introducen los peligros de la naturaleza salvaje en el corazón de las ciudades.

En muchas regiones de Asia, incluyendo China y países vecinos, la prevalencia de coronavirus en animales salvajes es muy alta. Al principio, los detectives de virus creían que las civetas de las palmas eran el reservorio del virus. La civeta es un animal parecido a una marta o un tejón, parte de la fauna del sudeste de Asia, donde la cazan para comerla. Las civetas eran carne común en los mercados de Guangdong, donde atraían a muchos compradores; además, habían dado positivo para coronavirus.

En contra de esta teoría había un dato: las civetas no tenían anticuerpos contra el virus, lo que sugería que estos animales eran solo un intermediario, un animal de paso, eso sí, muy contagioso. En esos mismos mercados también se vendían murciélagos, que son ubicuos en las colinas rurales y agrícolas de la zona, donde sus habitantes cazan y comen murciélagos a diario; en ese momento, también se vendían en las jaulas en los mercados húmedos de Guangdong. Los murciélagos son un reservorio natural de los coronavirus.

¿Son tan importantes los murciélagos? Su número es apabullante. Hay mil cuatrocientas especies de murciélagos. Uno de cada cinco mamíferos es un murciélago. No sé si podemos darnos cuenta de lo que esto significa. Son rurales y urbanos, y sus mayores colonias predominan en las zonas donde se originan las pandemias. No nos lo parece porque permanecen invisibles, pero están en todos lados. En Texas, donde vivo, abundan los murciélagos de varios tipos. En San Antonio hay una cueva que está habitada por la mayor colonia de murciélagos del mundo. Cuando salen juntos al atardecer, las cadenas de televisión usan los radares de los meteorólogos para seguir la «nube». Parece que Austin cuenta con una de las mayores colonias urbanas de murciélagos.

Turistas y visitantes se colocan sobre el puente Ann W. Richards, en Austin, para esperar el atardecer. Llegado el momento, como si se tratase de un volcán, sucede una erupción de un millón y medio de murciélagos. Cuando los vi salir, grité con admiración y no fui el único. La cinética del espectáculo es asombrosa. Una avalancha voladora que emerge bajo tus pies y enseguida forma en el cielo una nube negra y de geometría cambiante. En Houston viven varias colonias repartidas por los puentes construidos sobre los canales de la ciudad. En España existen más de veinte tipos de murciélagos, que son muy frecuentes en pueblos, aldeas y también en las zonas urbanas, como Madrid y Barcelona. En Cataluña se han encontrado fósiles del murciélago más grande de Europa, que vivió allí hace diez mil años.

Los murciélagos transportan cantidades enormes de virus asesinos como el ébola, la rabia o el coronavirus sin sufrir ninguna enfermedad. Se piensa que ser un mamífero volador, el único, lo ha dotado con un sistema inmune diferente y muy potente que los protege contra los virus sin generar inflamaciones nocivas.

Los equipos internacionales de detectives de virus que viajaron a Guangdong recogieron muestras de sangre, orina y heces de los murciélagos que viven en las cuevas de la región y las analizaron. Descubrieron cuatro especies que portaban coronavirus similares a los que producían el SARS, y en uno de los grupos se aisló un coronavirus cuya genética era noventa por ciento similar al virus aislado de los pacientes con SARS. Como hubo diferentes brotes, se investigaron distintos lugares y en todos ellos se encontró el murciélago como transporte del coronavirus.

Ahora sabemos que los coronavirus han evolucionado junto con los murciélagos. Los murciélagos constituyen un laboratorio volante de coronavirus. En su cuerpo, los virus mutan, evolucionan, se recombinan; es decir, mezclan su ARN unos con otros creando nuevos virus constantemente. Cuando los virus del murciélago mutan, pueden adquirir propiedades diferentes, como la capacidad para infectar a otras especies, entre ellas los seres humanos. Y en esos otros animales el sistema inmune no puede hacerles frente y pueden generar enfermedades mortales.

Zheng-Li Shi, la viróloga que dirige un laboratorio en el recientemente construido Instituto de Virología de la ciudad de Wuhan, en China, ha publicado durante los últimos diez años varios artículos científicos que establecen la conexión entre coronavirus, murciélagos y hombres. Shi se dedica a investigar los murciélagos de las cuevas y minas abandonadas de la región de Yunnan, muy alejada de Wuhan. Llevó muestras de heces y sangre a su laboratorio, donde se detectó la infección por coronavirus. Una cepa tenía una homología, es decir, similitud del genoma del 96,2 por ciento con el SARS-CoV-2. Eso quiere decir que son dos virus diferentes y también que se parecen mucho.

Shi advirtió al mundo, hace tres años, de que era posible que se produjera una nueva pandemia similar al SARS. Su trabajo en este campo era muy apreciado por virólogos y expertos en pandemias, incluyendo la OMS. Durante la COVID-19 las cosas podrían haber dado un giro inesperado. El hecho de que la pandemia se iniciase en Wuhan, donde se encuentra el Instituto de Virología y el laboratorio donde Shi trabajaba con coronavirus, ha dado pie para especular que la epidemia puede tener su origen en un accidente de laboratorio. Apoya esta teoría el hecho de que los ciudadanos de Wuhan no comen murciélagos, así que los mamíferos voladores no estaban presentes en los mercados, y que de los primeros pacientes diagnosticados, solo la mitad había estado en contacto con el mercado. Algunos expertos, mientras descartan la idea de una guerra biológica o malicia, comentan que la investigación también conlleva un riesgo implícito: la posibilidad de que el propio laboratorio pueda facilitar la propagación de las mismas enfermedades que los científicos intentaban prevenir.

Los accidentes en laboratorios donde se investiga con virus no son imposibles. Se han publicado muchos casos de personal que, aun trabajando con las máximas medidas de seguridad, se han contagiado, con casos de múltiples infecciones involuntarias y exposiciones a microbios tan letales como las bacterias que producen el ántrax y la peste, y virus como el ébola, la polio y la viruela. Y en otro capítulo comentamos la fuga de un laboratorio de un virus que mató a más del sesenta por ciento de los conejos en Australia.

Cuando a Shi se le notificó que había una neumonía por virus en Wuhan, ella misma pensó que su laboratorio podía ser el origen del virus. Su laboratorio aisló y secuenció el SARS-CoV-2 y determinó que ese virus no se había estudiado en el Instituto de Virología. Para entonces, el virus había circulado en Wuhan durante siete semanas.

Los primeros cuarenta y un pacientes ofrecen claves sobre el origen del virus. Más de la mitad no tenían conexiones con el mercado. Uno de ellos mostró signos de enfermedad el 1 de diciembre; teniendo en cuenta un período de incubación de dos semanas, se podía haber contagiado dos semanas antes lejos del mercado. Quizá el virus lo llevó al mercado un humano ya infectado —hipótesis del cazador— y desde allí se propagó a otros dentro del mercado. Un brote de coronavirus que se produjo en junio de 2020 en un mercado de carne y pescado de Pekín sugiere que esta teoría es posible.

El nuevo coronavirus era un asesino clandestino y desconocido hasta que comenzó la pandemia. Al comienzo de la epidemia en Wuhan, una serie de aportaciones interdisciplinarias trazaron un retrato robot rápido y real. El virus comenzó a rastrearse por todo el mundo, se secuenciaron cientos y cientos de secuencias del coronavirus, se decodificaron y se colgaron en portales públicos de internet. El mundo pronto supo de la genética del virus. La generosidad propulsa la ciencia. Lo que no se comparte no es ciencia.

Los científicos, en mayo de 2020, mantienen que existen pocas pruebas de que el virus se originase en el laboratorio de Wuhan. La cepa aislada por Shi y el SARSCoV-2 tienen, probablemente, un ancestro común, pero son escépticos respecto a que se haya identificado el lugar de origen de la pandemia. Pero en ciencia la ausencia de pruebas, sin embargo, no es prueba de ausencia. La administración americana ha presionado a la OMS para que reconozca el origen de la pandemia en el laboratorio chino de Wuhan. El secretario de Estado ha manifestado que hay pruebas de que así fue. Si China reconoce un origen accidental, podría tener que compensar daños a muchas naciones del mundo, así que nunca lo hará. El presidente Trump ha decidido cortar la financiación a la OMS, determinación que será efectiva en 2021. Esto supone un golpe económico terrible para esta estructura supranacional y para la sanidad del mundo en general. En resumen, China no aclara qué pasó en Wuhan, la administración Trump hace un papel paupérrimo en la lucha contra la pandemia —hay estadounidenses que aún no creen que el virus exista— y la OMS se ha escogido como chivo expiatorio.

Las combinaciones de las informaciones obtenidas con estudios genéticos, las imágenes de microscopio electrónico, los modelos de computadora y todo el cúmulo de estudios previos realizados con los otros coronavirus, incluyendo los que causan el constipado, el SARS y el MERS (Síndrome Respiratorio del Oriente Próximo), pusieron las bases para el desarrollo de medidas epidemiológicas de control, la búsqueda de nuevos fármacos o la extrapolación de fármacos diseñados para otras enfermedades como el ébola, la utilización de antiinflamatorios como los corticoides en los casos de enfermedad grave y la solución última: el diseño y la producción de una vacuna eficaz.

Las primeras fotos de un coronavirus humano las hizo y las publicó June Almeida poco después que otra revista científica las rechazase: «Solo son malas fotos del virus de la gripe». Nacida en Glasgow en 1930, June Almeida dejó el instituto a los dieciséis años y como su familia no tenía dinero para pagarle estudios universitarios, encontró trabajo en un laboratorio. Allí se enamoró de la vida de las científicas.

Poco después de casarse con un artista venezolano, emigró al Canadá y consiguió trabajo en un laboratorio de microscopía electrónica. Toronto era ideal para sus aspiraciones de convertirse en científica: el título universitario no era necesario para trabajar o para ser autora de artículos científicos sobre sus observaciones. Aprendió a fotografiar virus con el microscopio electrónico, una técnica todavía no muy popular. June fue la primera en fotografiar el virus de la rubeola, de cuya existencia se sabía, aunque nadie conocía cómo era en realidad.

Con el tiempo, un profesor del hospital universitario St. Thomas de Londres, que visitaba Toronto, la convenció para que volviese al Reino Unido. De vuelta a Europa, encontró que un virólogo llamado David Tyrrell, que había centrado sus investigaciones en encontrar la causa del constipado común, había puesto en marcha un departamento para diseñar nuevas técnicas con las que aislar, identificar y cultivar virus, sobre todo los que producían infecciones de vías respiratorias altas.

Cuando Tyrrell se topó con un virus difícil de mantener en cultivos en el laboratorio, solicitó la ayuda de June para fotografiarlo. June había mejorado la técnica microscópica al combinarla con la identificación del virus mediante anticuerpos, y en pocos días detectó y fotografió el virus. Ella fue la primera persona en ver la aureola que rodea la esfera; por esas imágenes Tyrrell y June pensaron que el virus poseía un halo similar al del sol, a la corona solar. Aunque publicaron juntos sus datos en la revista Journal of General Virology en el año 1967, no mencionaron el nombre «coronavirus»; eso requería un consenso entre los especialistas en el tema. June acabó con éxito su doctorado.

Tyrrell tardó un tiempo en convencer a los demás académicos de que se trataba de un nuevo tipo de virus. Pero pasados tres años, con la unanimidad de los máximos expertos, June y Tyrrell, junto a seis especialistas, publicaron en Nature el nuevo tipo de virus al que, basándose en las fotos de June, llamaron coronavirus.

La sociedad nunca le ofreció un podio a June Almeida y no solo porque fuera una mujer y sufriese las consecuencias del efecto Matilda.[8] Los coronavirus en las aves se habían descubierto previamente y pocos estaban interesados en un virus, otro más, que producía resfriado común. Después de todo, ¿qué importa un virus más? Sabemos que hay más estrellas en el cielo que granos de arena en las playas de la Tierra y que hay más virus en nuestro planeta que estrellas en el firmamento. El constipado no suele considerarse una enfermedad relevante, ni siquiera los más hipocondríacos lo hacen. No requiere ni diagnóstico ni cura urgente; no representa un problema grave para la sociedad y menos aún para la humanidad; al menos en apariencia. Después de todo, se cura solo y el resultado de un test diagnóstico convencional llegaría cuando el paciente ya estuviese curado.

Una cosa curiosa del coronavirus es que tiene uno de los ARN más largos de los virus, y eso atrajo la curiosidad de los biólogos moleculares, que sintieron curiosidad por su estructura, pero nunca con fines medicinales o epidemiológicos.

Mientras pasaban las décadas, June Almeida permanecía tranquila en ese mágico salón, prestigioso y etéreo, donde muchas científicas duermen el Sueño Eterno. En el año 2003, una conferencia para coronavirus estuvo a punto de cancelarse por falta de interés y audiencia. Y entonces llegó el SARS. Y las sirenas del SARS despertaron a los científicos. Se terminaron los bostezos de aburrimiento; había comenzado una pesadilla a gran escala. Los congresos de coronavirus anunciaron llenos hasta la bandera. Incluso grupos de investigación ajenos al tema se volcaron a trabajar en ello. El virus identificado por June Almeida, comentaban, podía erradicar nuestra especie. Esa vez gritaban desesperados: podría ser que fuese verdad que se acercaba el fin del mundo.

June Almeida, que hizo su descubrimiento hace más de cincuenta años, es un prototipo de investigadora en ciencia básica. Estudiaba la naturaleza sin pensar si sus observaciones podían tener repercusiones prácticas. La investigación básica produce resultados que tarde o temprano suelen tener aplicaciones médicas. Por eso, la ciencia básica nunca dejará de ser importante. Y porque existe ese lapso de tiempo entre el descubrimiento del científico y su aplicación, la ciencia básica es la cenicienta en los presupuestos de Estado. Esperemos que los políticos, sobre todo a quienes les gusta paralizar o reducir el gasto público, que invariablemente conlleva recortes a universidades, lo entiendan. Señores políticos: sin ciencia no hay futuro.

Boris Johnson, primer ministro del Reino Unido, despreció públicamente la gravedad de la COVID-19 contra la que, básicamente, no iban a hacer nada más que esperar a que se desarrollase una inmunidad de grupo, ha visto que su país se ha colocado entre los primeros en número de casos y de muertes. «Creo que no es momento para hacer comparaciones», contestó en el Parlamento cuando le preguntaron cómo era posible que el país con una de las mejores redes sanitarias del planeta estuviese sufriendo más que muchos otros, más pobres y pequeños. Boris Johnson tuvo mala suerte y lo ingresaron con pulmonía por SARS-CoV-2 en la UCI del hospital St. Thomas, donde June Almeida, cuarenta años antes, había microfotografiado el coronavirus. En el hospital, la ciencia, el cuidado y la dedicación de los emigrantes que lo atendieron salvaron la vida del defensor del Brexit, que acabó bautizando a su hija con el nombre de la doctora que llevó su caso. ¿Es esperar mucho que la caída del caballo de la política lo convierta ahora en un defensor a ultranza de la ciencia en su país y en la comunidad internacional?

Los coronavirus que causan el resfriado interactuaron con el hombre hace mucho tiempo. Son virus estacionales que nos hacen enfermar levemente en invierno y desaparecen con la primavera. Nos hemos convertido en su reservorio natural; somos, de alguna manera, sus nuevos murciélagos.

El virus del SARS está estrechamente relacionado con el nuevo SARS-CoV-2. Pero el del SARS no infecta las vías aéreas superiores, boca, nariz, faringe, como hace el SARS-CoV-2, sino que infecta los bronquios y los pulmones, y causa con frecuencia una neumonía muy grave, en un porcentaje alto de casos, mortal. La expansión de la epidemia de SARS se autolimitó porque junto a la gran mortalidad no existían enfermos asintomáticos o con síntomas que mantuviesen constantemente vías de contagio activas y difíciles de detectar. El coronavirus que causa el MERS, que saltó de los murciélagos a los camellos en los países árabes y que de los camellos saltó a los seres humanos en 2012, causa también una enfermedad grave, con una mortalidad más elevada incluso que el SARS; la presencia de camellos hace que los brotes se limiten a una región determinada. No parece que podamos llegar a la solución total del MERS: sin camellos como en los países árabes, no hay MERS.

El comportamiento de SARS-CoV-2 es una mezcla entre los coronavirus que causan el constipado y los que causan SARS y MERS, así que infecta la nariz, la boca y la faringe, y puede transmitirse con mucha facilidad. En algunos casos infecta los bronquios y los pulmones produciendo neumonías que a veces son graves y en ocasiones fatales. El SARS-CoV-2 contagia como el virus del resfriado y mata como los virus que producen neumonías. En Estados Unidos muere el cuatro por ciento de las personas ingresadas.

El receptor, es decir, el anclaje en la célula del coronavirus, es una proteína humana llamada ACE-2. Las células que tiene esta proteína permiten la entrada al SARSCoV-2. Esta proteína está presente en muchas células del cuerpo y con más frecuencia en las de los pulmones y los riñones. Viniendo de fuera, es más fácil llegar a los pulmones que a ningún otro órgano, así que las infecciones más frecuentes son pulmonares.

El coronavirus es tan contagioso porque la saliva y el esputo de los pacientes contienen mucha carga viral, incluso antes de que se manifieste la enfermedad. Hay informes que sugieren que el contagio puede ser directamente a través del aire. El contagio producido por los infectados asintomáticos es un modo silencioso de extenderse rápidamente y dificulta mucho su control. Es un enemigo invisible que traspasa nuestras barreras sociales con gran facilidad y sin hacer ruido. Otro problema es que el virus se adapta a nuestro cuerpo y permanece en él durante semanas. Los pacientes que requieren hospitalización por una enfermedad grave pueden secretar virus por las vías respiratorias durante más de un mes. Otro aspecto importante para su alta contagiosidad es la capacidad para permanecer activo durante más de un día en muchos materiales, como el cartón, el plástico y el acero inoxidable.

En los casos graves de COVID-19, la enfermedad puede deberse a una reacción anómala del sistema inmunitario. La inmunidad inicial disparada contra el virus acaba encontrando otras dianas en tejidos normales o quizá la inflamación de la respuesta contra el virus es tan exagerada que acaba enfermando el pulmón y participando en la causa de la muerte del paciente. Un tipo de estas reacciones se llama «tormentas de interleucinas» y se las conoce por su gravedad. Por esta razón, los medicamentos antivirales tendrían más efecto en las fases iniciales, cuando todo el daño está causado exclusivamente por el virus. El remdesivir, que tiene un efecto contra el virus, aunque no sea curativo, es más potente cuando se les administra en las fases iniciales a los enfermos más graves. Este fármaco se había desarrollado contra el virus del Ébola, pero no funcionó, y ahora se ha reciclado con un cierto grado de éxito para tratar a enfermos de la COVID-19.

En cambio, en pacientes con neumonías graves, los fármacos con efecto antiinflamatorio, que disminuirían la tormenta de interleucinas, son más eficaces. El uso de dexametasona, un potente antiinflamatorio, disminuye la mortalidad en los casos de pulmonía de COVID-19 en un treinta por ciento. Lo interesante es que tanto el remdesivir como la dexametasona, aunque tienen diferentes efectos, están indicados en la misma población de pacientes (graves, con neumonía u otras complicaciones), así que sus efectos beneficiosos podrían sumar en el rescate a pacientes de las UCI o en la prevención de los ingresos.

La extravagante longitud del ARN del coronavirus podría llegar a ser una ventaja para producir fármacos antivirales. Los virus más pequeños no ofrecen dianas moleculares para los medicamentos, pero este no sería el caso del coronavirus. Otra debilidad de este virus, desde un punto de vista farmacológico, es que no parece mutar demasiado rápido. Sería fantástico que se mantuviese así, porque eso aumentaría las posibilidades de que una vacuna fuese eficaz para la mayoría de los individuos y de que se mantuviese útil en las siguientes vueltas del virus.

Los anticuerpos monoclonales generados contra el virus, llamados «inmunoglobulinas», probablemente estarán disponibles antes de que acabe 2020 y quizá sean los medicamentos más útiles para tratar a la población general.

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