Victoria

Victoria


Primera parte » Capítulo 15

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15

La orquesta ya había comenzado a tocar y la música del salón de baile se dejaba sentir en la alcoba de la reina, en la planta de arriba. Victoria no pudo evitar dar golpecitos con los pies cuando empezó a sonar una de sus polcas favoritas. Monsieur Philippe, el peluquero al que llamaban en ocasiones especiales, rezongó para sus adentros. Estaba haciendo algo muy complicado con las tenacillas para los tirabuzones, y el repentino movimiento de Victoria había hecho que se quemara los dedos.

—Disculpadme, monsieur Philippe; es que me cuesta quedarme quieta al oír música. ¿Os queda mucho?

Non, votre majesté.

Monsieur Philippe hablaba francés con un acento con el que Victoria no estaba familiarizada, pero como su discurso prácticamente se limitaba a «oui», «non» y «et voilà», no le costaba entenderle. Esa noche le había pedido que la peinara à l’impériale. Era un estilo de peinado recogido en un moño con dos cascadas de tirabuzones que caían sobre las orejas. Harriet Sutherland había empezado a peinarse así y Victoria había oído el cumplido de lord Melbourne por lo elegante que estaba.

Et voilà, votre majesté.

Victoria se dio la vuelta para mirarse al espejo; monsieur Philippe permaneció detrás de ella con gesto orgulloso. Pero al verse reflejada en el espejo se quedó petrificada. Mientras que la alta duquesa lucía el elaborado peinado con todo su esplendor, en Victoria parecía ridículo, más de perrito faldero que de dama de alcurnia.

—Oh, tengo un aspecto ridículo. —Notó una molesta sensación de escozor en los ojos por las lágrimas—. Tenía tantas ganas de estar elegante… ¡Pero con estos tirabuzones me parezco a Dash! —dijo haciendo pucheros.

Lehzen salió de la penumbra.

—En mi opinión estáis magnífica, majestad.

—¡No! Estoy ridícula y seré el hazmerreír de todo el mundo.

—Nadie se burla de la reina, majestad.

Victoria se llevó las manos a la cara y se mordió el labio para reprimir el llanto.

Alguien hizo un movimiento y cuchicheó detrás de ella. Finalmente una voz tenue preguntó:

—¿Os gustaría que os peinara con el pelo recogido en una trenza, majestad? Creo que ese estilo quedaría bien a un rostro como el vuestro. —Al darse la vuelta, Victoria vio a una muchacha de aproximadamente su misma edad que llevaba el pelo recogido en dos trenzas alrededor de las orejas—. Soy Skerrett, majestad. La ayudante de la señora Jenkins.

La señora Jenkins dio un paso al frente, en una muestra de ira galesa.

—Os ruego que disculpéis a Skerrett, majestad, por hablar sin pedir permiso. Es nueva en palacio y desconoce vuestras reglas.

Victoria vio el bochorno reflejado en el rostro de monsieur Philippe y la indignación en el de Jenkins, pero le llamó la atención el impecable peinado que se había hecho Skerrett.

—Creo, monsieur Philippe, que habéis ejecutado el peinado de manera admirable, pero no me favorece. Podéis retiraros.

Monsieur Philippe abandonó la sala caminando de espaldas; el ultraje a su orgullo se reflejaba en cada músculo de su cuerpo.

Victoria miró a la nueva ayuda de cámara.

—Creo que me gustaría probar el estilo que sugieres. ¿Puedes peinarme rápido? No quiero llegar tarde a mi propio baile.

—Oh, sí, majestad. Yo me lo hago en cinco minutos. —Skerrett se tapó la boca con la mano al caer en la cuenta de que se había tomado demasiadas confianzas.

Jenkins frunció el ceño.

—¿Estáis segura de que es conveniente, majestad? Skerrett nunca os ha peinado y no querréis que haya más demoras.

Victoria levantó la barbilla; se le habían pasado las ganas de llorar y se sentía más segura.

—Con que Skerrett me arregle el pelo la mitad de bien que el suyo, me doy por satisfecha.

Justo cuando Skerrett acababa de apretar la segunda trenza alrededor de la oreja izquierda de Victoria, la puerta se abrió y entró Emma Portman.

—He venido a deciros lo espléndido que está todo en el salón de baile, majestad. No he visto nada tan suntuoso desde la época de vuestro tío Jorge. Estoy deseando ver al gran duque. Tengo entendido que es de lo más apuesto.

—Ah, sí, tenía intención de preguntar a lord M cómo debería dirigirme a él. Me pregunto si será alteza real o imperial. ¿Y habla inglés? Yo desde luego no hablo nada de ruso. ¿Dónde está lord M? Seguro que sabe la respuesta; siempre la sabe.

El semblante de Emma Portman se alteró por un fugaz instante.

—Estoy segura de que vendrá enseguida, majestad.

—Pero ya debería estar aquí. Seguramente sabe que no puedo entrar sin él.

Emma bajó la vista al suelo.

—Tal vez, majestad, sería mejor que no lo esperarais. Si se demora, no querréis hacer esperar a vuestros invitados.

Skerrett le puso el último pasador a la reina en el pelo.

—Espero que sea de vuestro agrado, majestad.

Victoria se miró al espejo.

—Sí. Así está mucho mejor. Gracias. —Se volvió hacia Emma—. ¿De verdad pensáis que lord M vendrá pronto?

—Sí, majestad, como os he dicho. Pero opino que sería un error aguardar. El baile no puede comenzar hasta que no lo inauguréis.

Victoria observó a Skerrett mientras le ponía la diadema.

—Supongo que tenéis razón. Lord M siempre dice que la puntualidad es la cortesía de los príncipes. ¿Tendríais la gentileza de decirle al lord chambelán que llegaré enseguida?

Emma abandonó la sala con premura.

Victoria se miró de nuevo al espejo y se alisó el brocado de los faldones. Le daba la sensación de que el resplandeciente vestido de hilo de oro, de manga larga, escote a los hombros y cola prominente, la hacía más madura que ningún otro que hubiera llevado hasta entonces.

—Parecéis salida de un cuento de hadas, majestad —señaló Skerrett en voz baja.

—No hay necesidad de que la reina escuche tus opiniones, Skerrett —dijo Jenkins en tono acre.

Victoria sonrió.

—Solo espero que no haya una bruja malvada que me hechice.

Skerrett le correspondió a la sonrisa.

Al abrirse la puerta de nuevo, Victoria se dio la vuelta esperando ver a Emma, pero en vez de eso se encontró a su madre apostada en el umbral con Conroy y Flora a la zaga.

—Oh, Drina, he venido a acompañarte hasta el salón.

Entró en la estancia y observó detenidamente a Victoria.

—Estás realmente encantadora. —La duquesa se acercó a su hija y le ajustó el collar de diamantes para que el colgante descansara justo entre sus clavículas.

—Mi niñita, toda una mujer. Estoy muy orgullosa.

—Ha llegado el momento de que hagáis vuestra entrada, majestad —dijo Conroy—. Por supuesto, es la primera vez que os verán muchos de los invitados, de modo que no es necesario advertiros de que os comportéis con decoro. No os aconsejaría que bebierais champán, por ejemplo.

—Recuerda que no debes bailar más de dos piezas con el mismo hombre —apuntó la duquesa—. La gente repara en esas cosas.

—Y, por supuesto, inauguraréis el baile con el gran duque, majestad, pues es el invitado de mayor estatus —añadió lady Flora, deseosa como siempre de hacer gala de su conocimiento del protocolo.

Victoria permaneció callada. Caminaron por el pasillo hasta la gran escalinata; al ver cómo brillaban las arañas de cristal a la luz de las velas, Victoria contuvo el aliento.

El murmullo y la cháchara del salón de baile se apagaron cuando la gente se volvió para ver a la reina. Victoria comenzó a bajar las escaleras con la cabeza alta, pero dio un traspié y a punto estuvo de caer rodando. Lehzen estaba justo detrás de ella y la agarró del codo.

—Os tengo, majestad.

—Ahora me figuro que entenderéis, majestad, por qué no considerábamos seguro que bajaseis sola las escaleras, con vuestro precario equilibrio —dijo Conroy—. Menos mal que no os habéis caído delante de toda esta gente.

Victoria apartó el brazo de Lehzen y, sin mirar atrás, reanudó el paso al tiempo que escudriñaba a la multitud buscando a la única persona que deseaba ver.

El emisario de palacio subió las escaleras de Dover House. El mayordomo abrió la puerta.

—Tengo un mensaje de lady Portman para lord Melbourne.

—Su señoría no se encuentra en la residencia a todos los efectos.

Lady Portman me dijo que le transmitiese que sabe qué día es, pero que la reina le requiere.

El mayordomo asintió.

—Espera aquí.

El mayordomo sabía que su señor estaba sentado en la biblioteca, mirando el estuche que guardaba en el tercer cajón de su buró. El decantador de jerez que había dejado allí por la mañana estaría prácticamente vacío a esas alturas. Por mucho que no quisiera molestar a su señoría ese día, el mayordomo era consciente de que no podía ignorar el aviso.

Al abrir la puerta de la biblioteca encontró a Melbourne en el mismo sitio donde lo había dejado a primera hora de la mañana. Carraspeó y Melbourne se dio la vuelta, irritado.

—Te dije que no se me molestase.

—Lo sé, señoría, pero se trata de un mensaje de palacio. De lady Portman. Dice que la reina os requiere.

—Emma debería ser más perspicaz.

Lady Portman dice que sabe qué día es hoy, señoría, pero que el mensaje no puede esperar. —Melbourne dio un suspiro—. Os he preparado vuestra ropa, señoría.

Melbourne agitó la mano para despacharlo y el mayordomo se retiró. El emisario aguardaba en el vestíbulo. Levantó la vista.

—¿Y bien?

El mayordomo asintió.

—Puedes decirle a lady Portman que su señoría no tardará.

Victoria se acomodó en el trono. Al menos ahora los pies le llegaban al suelo. Hizo una señal al lacayo para que le llevase una copa de champán. La apuró de un trago y miró a Emma Portman, que estaba de pie a su derecha.

—¿Tenéis noticias de lord M?

Emma esbozó una sonrisa forzada.

—William está de camino, estoy casi segura.

Justo entonces el mayordomo anunció:

—Su alteza imperial el gran duque Alejandro de Rusia.

Los invitados se derritieron ante el gran duque, que avanzó por la alfombra roja en dirección a Victoria. Era alto, con un magnífico mostacho rubio que le hizo cosquillas en la mano cuando este la rozó con sus labios.

Bienvenue en Angleterre, votre grande Altesse Impériale. —Lehzen había insistido en que la familia real rusa hablaba francés en la corte.

—Estoy encantado de estar aquí, majestad. —El gran duque sonrió con aire malévolo.

Victoria le correspondió a la sonrisa.

—Habláis mi idioma.

—Tuve una niñera británica. Mi padre es un gran admirador de vuestro país.

—Debo decir que es un alivio. Veréis, no hablo ruso.

—Tal vez algún día, cuando visitéis mi país, me permitáis enseñaros unas cuantas palabras.

—Nada me complacería más.

El gran duque le tendió la mano.

—Y ahora, majestad, ¿me haréis el honor?

Victoria se incorporó y posó la mano sobre la del duque ruso. Lucía un aspecto espléndido de uniforme, con su chacó apoyado contra el hombro y una tira de galón dorado que descendía por la pernera del pantalón. Se dio cuenta de que todas las mujeres de la sala lo miraban con admiración. Pero, por apuesto que fuera, había algo ligeramente inquietante en esos labios rojos que ocultaba su mostacho.

Al hacer una señal el lord chambelán, la orquesta comenzó a tocar una gavota y el gran duque condujo a Victoria al frente de los bailarines. Durante unos minutos, el puro placer de bailar disipó todos sus pensamientos. Era el primer baile de salón donde no estaba bajo la molesta tutela de su madre y Conroy. A medida que el champán le hacía efecto, le dio por sonreír alegremente.

El gran duque bajó la vista hacia ella al cruzarse en el baile.

—Nunca imaginé que una reina pudiera bailar tan bien.

—¿Con tantas habéis bailado?

El gran duque rio y la cogió de la mano para cruzar entre los bailarines.

A la gavota le sucedió una polca; en el giro el gran duque la cogió en volandas como si fuese una pluma. Victoria se sentía azorada y exultante; el gran duque era muy diferente a los lores Alfred y George, sus parejas de baile habituales. Quizá fuera porque también era de sangre real, pero no tenía ningún reparo en agarrarla con firmeza de la cintura o la mano, una licencia que bajo ningún concepto se tomarían sus súbditos. Y seguidamente se preguntó cómo sería bailar con lord M.

Cuando terminó el baile, Victoria se sirvió otra copa de champán y le agradó ver que Conroy la observaba. Apuró la copa. El gran duque hizo lo mismo.

—Bebéis champán como una rusa, majestad.

—Creo que podéis llamarme Victoria.

—Y vos debéis llamarme Alejandro.

—Muy bien, Alejandro. —Alzó la vista hacia él y sonrió. Alcanzó a verle fugazmente la punta de la lengua cuando este le correspondió a la sonrisa. Se sentía ligeramente achispada, pero en cuanto la música comenzó a sonar de nuevo Alejandro la cogió para bailar otra pieza. Mientras la hacía dar vueltas, le pareció ver una espalda que le resultaba familiar, pero el hombre se giró y ella se dio cuenta de su error.

—Qué cara, Victoria. ¿Os he pisado?

—Oh, no. Es que me había parecido ver a alguien, nada más.

—¿A alguien que deseáis ver? —Victoria asintió—. Entonces envidio a ese hombre.

Victoria, incómoda, notó que se ruborizaba.

—Oh, me habéis malinterpretado.

—Entonces debéis de haberos sonrojado por mí.

Victoria se sintió aliviada cuando la pieza tocó a su fin. Hizo una reverencia al gran duque y se dio la vuelta para mirar a la baronesa, que estaba de pie detrás de ella.

—Creo que necesito ir al excusado, Lehzen.

—Acompañadme, majestad.

El excusado se hallaba en una antesala que daba a la pinacoteca. La señora Jenkins y Skerrett se encontraban allí, pertrechadas de costureros para arreglar los estragos que el frenesí y la falta de práctica estaban haciendo en los trajes de las invitadas durante el baile. Al fondo de la sala había un biombo detrás del cual se encontraban los orinales.

Justo cuando Victoria y Lehzen se disponían a entrar, lady Flora salió de detrás del biombo. Por un momento permaneció de lado con una mano apoyada en la cintura, y Lehzen contuvo una exclamación.

—¿Qué ocurre, Lehzen? —preguntó Victoria—. ¿Has visto un fantasma?

—Un fantasma no, majestad. —Lehzen se acercó a Victoria y susurró—: Si observáis a lady Flora de perfil, majestad, lo comprobaréis. —Victoria volvió la cabeza—. Creo que está encinta.

Victoria se sobresaltó.

—¡Pero si no está casada!

—No, desde luego que no. —Lehzen entrecerró los ojos con excitación—. Pero cuando volvió de Escocia hace seis meses, creo que compartió carruaje con sir John Conroy. —Hizo una pausa y enarcó las cejas—. A solas.

Victoria se llevó la mano a la boca.

—Parece increíble. Es muy beata.

—A pesar de eso. Las señales son inequívocas.

Victoria se volvió hacia Lehzen con el rostro sonrojado por el champán y la emoción.

—¿Crees que mi madre está al corriente?

—Lo dudo.

A Victoria le brillaron los ojos.

Al fondo de la antesala había una galería que conducía a los aposentos privados. Victoria entró para despejarse. Al apoyarse contra el muro que había frente al retrato de su abuelo Jorge III de joven, oyó pasos por detrás. Conroy se internó en la galería. Posiblemente saliera de los aposentos de la duquesa.

Al ver a Victoria hizo una leve inclinación de cabeza con aire estirado.

—Majestad.

Por un segundo, Victoria sopesó la idea de dejarle pasar, pero el champán hizo que diera rienda suelta a la rabia que la corroía.

—¿Cómo no estáis bailando con lady Flora, sir John? Tengo entendido que es vuestra pareja de baile predilecta.

Conroy la miró e hizo una mueca.

—Me dispongo a bailar con vuestra madre.

Victoria echó la cabeza hacia atrás.

—¡Si mi madre supiera cómo sois en realidad, jamás volvería a bailar con vos!

Conroy meneó la cabeza con aire indulgente.

—Nunca tolerasteis el champán —y, tras una pausa, añadió—: majestad.

Se dio la vuelta y se alejó por el corredor.

Melbourne bajó la gran escalinata despacio. Penge, el mayordomo, alzó la vista y abrió la boca para anunciarlo, pero Melbourne negó con la cabeza. No quería llamar la atención por su retraso.

Por sus largos años de experiencia se dio cuenta de que el baile se encontraba en todo su apogeo: el champán había corrido lo bastante para acentuar todas las emociones, para animar el ambiente y achispar al cortesano más taciturno. En unos minutos los ánimos se trastocarían y, como rosas al perder su lozanía, las flores del salón de baile se marchitarían hasta quedar mustias.

Echó un vistazo a su alrededor. Cumberland estaba bailando con su espantosa esposa alemana con una gracia inaudita. Conroy estrechaba entre sus brazos a la duquesa de Kent; Melbourne siempre había sospechado que estaba enamorada de él, pero su expresión lo confirmó. No obstante, era una lástima; Conroy era un charlatán, pero en vista de que la duquesa difícilmente se encontraba en posición de volver a contraer matrimonio, cómo iba a culparla por buscar consuelo.

Localizó a la reina. Estaba bailando un vals con el gran duque ruso. Al cruzarse con él, se miraron y él sonrió. Victoria le devolvió la sonrisa, pero a juzgar por la manera en la que abrió los ojos Melbourne se preguntó cuánto habría bebido. Mientras el ruso y ella daban vueltas por la sala, Melbourne se dio cuenta de que sus pasos, aunque gráciles, eran algo vacilantes; tampoco le agradó el modo en el que el gran duque la asía por la cintura.

—Se te ha echado de menos. —Emma Portman lo miró enarcando una ceja con aire de reproche.

—La reina parece bastante contenta —dijo Melbourne mientras la pareja real continuaba bailando el vals.

—¿Crees que el gran duque es un posible candidato?

—¿Para pedir la mano de la reina? Eso está descartado. Es el heredero al trono. No podría vivir aquí, y cómo va a trasladarse la reina a San Petersburgo.

—Lástima. No sabía que los rusos eran tan apuestos.

Melbourne no dijo nada. Reparó en el intenso rubor de las mejillas de Victoria. Cuando el gran duque le susurró algo al oído, ella apartó la vista de Melbourne.

—¿Vas a pasarte la noche observándola, William? —preguntó Emma en tono mordaz.

Melbourne negó con la cabeza.

—Es tan joven e ingenua… Expresa abiertamente lo primero que le viene a la cabeza. A veces me estremece su candidez. Y sin embargo…

Se quedó a medias. Emma lo miró y terminó la frase.

—Y sin embargo, no puedes apartar los ojos de ella.

Melbourne se encogió de hombros y acto seguido se adelantó al percatarse de algo en la pista de baile.

—¿Ves dónde tiene la mano el gran duque?

Emma entrecerró los ojos.

—Creo que podrían mandarle a la torre por menos.

Melbourne echó un vistazo a su alrededor y llamó la atención de lord Alfred Paget, uno de los ayudantes de campo de la reina. Le hizo una seña.

—Creo, lord Alfred, que puede que haya llegado el momento de que el gran duque se busque otra pareja de baile. Tal vez podríais distraerle, con tacto, por supuesto, pero cercioraos de que se aparte de ella. Me da la impresión de que se está tomando ciertas libertades.

Alfred Paget parecía indignado.

—Qué atropello. Me ocuparé de ello inmediatamente.

Se acercó al gran duque y le dio un toquecito en el hombro. Alejandro lo ignoró en un primer momento, pero Alfred, el benjamín de seis hermanos varones, estaba acostumbrado a reclamar la atención.

—Alteza imperial, hay un mensaje de San Petersburgo.

—Que espere. Estoy bailando con la reina.

—Creo que es urgente, señor.

Alfred, cuya grácil figura ocultaba una fuerza sorprendente, apoyó el brazo sobre el hombro del gran duque y, con firmeza, lo apartó del lado de Victoria para llevárselo de la sala. Melbourne fue al encuentro de Victoria.

—Por lo visto no tenéis pareja, majestad. ¿Me concederíais el honor?

Victoria se dio la vuelta al oír la voz de Melbourne. Se le iluminó el rostro con una sonrisa.

—Sería un placer.

La orquesta estaba tocando un vals y, cuando Melbourne posó la mano sobre su cintura, Victoria se sintió a salvo por primera vez en toda la noche.

—Me inquietaba que no asistieseis.

—Tenía que atender unos asuntos.

—Pensé que quizá estuvierais enojado conmigo.

—¿Con vos, majestad? Jamás. —Melbourne bajó la vista hacia ella con ternura.

—Bailáis muy bien, lord M.

—Me complace escuchar eso, majestad, pero creo que tratáis de ser amable. Me temo que estoy llegando al final de mis días de bailarín.

—Eso no es cierto. Esta noche sois mi pareja de baile favorita.

Melbourne suspiró teatralmente.

—De todas formas, soy demasiado mayor para bailar como antes.

—¡No sois mayor, lord M!

Melbourne miró por encima del hombro de Victoria hacia el trío que componían Conroy, la duquesa y lady Flora, que los observaban.

—A riesgo de que me recluyan en la torre, en eso he de contradeciros, majestad. No puedo negar que los años no pasan en balde, ni siquiera para complaceros.

Victoria se echó a reír.

—Bueno, no creo que en eso haya diferencia entre nosotros, lord M.

La música dejó de sonar; Melbourne soltó la mano de Victoria y le hizo una reverencia.

—Ah, aquí está lord Alfred para la siguiente pieza.

Victoria se mostró remisa.

—Pero quiero bailar con vos. Tengo muchas cosas que contaros.

—Será una gran decepción para él si lo rechazáis, majestad. Además, es el mejor bailarín de polca del país.

Melbourne se escabulló al aproximarse lord Alfred para reclamar a la reina.

Tocaron una polca tras otra y Victoria acabó sedienta y sin aliento. Lord Alfred le llevó una copa de champán; bebió con ansia y pidió otra.

Cuando estaba a punto de tomársela, oyó una voz desagradable.

—Disculpadme, majestad. —Victoria se giró en redondo y vio el semblante cetrino y reprobatorio de lady Flora Hastings—. La duquesa opina que tal vez ya hayáis tomado suficiente champán.

Balanceándose ligeramente, Victoria miró fijamente a lady Flora y dijo en un tono demasiado alto:

—¿¿Que mi madre os ha enviado a decirme lo que tengo que hacer??

La orquesta había dejado de tocar, de modo que sus palabras resonaron en todo el salón. El tiempo pareció congelarse durante unos instantes mientras lady Flora la miraba desconcertada; acto seguido se le torció el gesto ante la humillación pública. Se dio la vuelta y salió dando traspiés del salón de baile. Un profundo suspiro se dejó sentir entre los invitados; Victoria estaba petrificada, enojada y asustada. Por primera vez sintió una oleada de algo parecido a la desaprobación. Oyó una voz cerca de su oído.

—Hace mucho calor aquí —dijo Melbourne—. Tal vez tendríais a bien salir al balcón, majestad, a tomar el aire.

Notó su mano por debajo del codo y agradeció el apoyo. Le costaba mantener el equilibrio. Cuando salieron al balcón, sintió que el aire fresco de la noche le acariciaba el rostro como una bendición.

Melbourne se volvió hacia ella.

—Parecéis un tanto fatigada, majestad, si me permitís que os lo diga. Tal vez sea hora de que os retiréis.

—Es que no deseo retirarme. ¡Quiero seguir bailando, con vos!

Victoria se echó hacia delante. Melbourne extendió las manos como si temiera que se cayera y por un instante permanecieron casi abrazados. A continuación él se echó hacia atrás y dijo en voz baja:

—Esta noche no, majestad.

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