Veritas

Veritas


Quinta Jornada

Página 40 de 80

Cuando el sultán Solimán se dispuso a atacar Viena y lo derrotaron, contó Janitzki, a las dos horas cayó un famoso hidalgote de nombre Kasim Beg. Era de Voivodina, una tierra cercana a Hungría, pero, como muchos rebeldes de esa zona, no había encontrado mejor sistema para descargar su odio contra el Imperio que hacerse fiel de la religión de Alá. Kasim se encargó de distraer al ejército cristiano, que estaba persiguiendo al sultán. La orden de Solimán era someter a sangre y fuego a todos los territorios más allá del Danubio, exterminando e incendiando todas las aldeas. El truco surtió efecto. Para defender al menos las vidas de mujeres y niños, que los soldados de Kasim con saña bestial aplastaban como a salchichas, las tropas cristianas perdieron de vista a Solimán, el cual pudo escapar así con el resto del ejército. A Kasim, en cambio, le salió cara la estratagema. Los soldados cristianos, furiosos por su salvaje ensañamiento con las víctimas inermes, lo mataron a él y a los cuarenta mil hombres que lo acompañaban. Desde entonces, los musulmanes consideran a los Cuarenta Mil hombres de Kasim mártires de la fe.

—Se dice que los viernes por la noche, en el lugar del enfrentamiento, aún se puede escuchar su grito de guerra: «¡Ay de vosotros! ¡Alá! ¡Alá!» —concluyó Opalinski—. Aún hoy se pueden ver por aquellas tierras los restos de las estatuas que representan a jóvenes soldados y que se hicieron esculpir en homenaje a los Cuarenta Mil Mártires.

—Así que las últimas palabras de Dànilo Danilovic se refieren a esta historia —dije desilusionado.

—Ya —repuso Opalinski—. Me temo que nuestro pobre compañero repitió en la agonía lo que acababa de aprender en sus últimos momentos: Kasim, Eyyub y todo lo demás. Nada secreto, al menos en apariencia. Pero mis investigaciones no han terminado, más bien…

—No, Jan, te lo agradezco —lo interrumpí—. Déjalo. Esta historia del Pomo Áureo se está volviendo demasiado peligrosa.

—¿Peligrosa? —repitió él con expresión vagamente escéptica.

Le hablé entonces de las inquietantes intrigas del derviche, pero el polaco no parecía impresionado.

—He aquí el dinero que te corresponde como recompensa por tus servicios —le dije, entregándole una bolsita—. Quiero avisar lo más pronto posible también a los otros: ¿sabes dónde encontrarlos?

—Esta noche, Koloman tenía que prestar servicio como camarero, pero no sé en cuál de los lugares en los que trabaja —respondió Opalinski, sopesando la bolsita con satisfacción—. Dragomir se ha ido casi enseguida.

—¿Y el plumífero? —preguntó Simonis.

—No lo he visto.

• • •

No nos quedaba otra salida que ir a buscar a Populescu, en el

Andacht sobre el Kalvarienberg, donde nos había dicho que se había citado con su morena. Después buscaríamos a Koloman Szupán.

Simonis y yo nos saludamos. Quedamos de acuerdo en encontrarnos a las nueve en un lugar que ya fijaríamos. El griego me haría saber dónde tenía que encontrar a Penicek, para ordenarle que nos llevase en su calesa.

Aun en la agitación de las últimas horas, no había dejado de pensar en los hechos de la jornada. Las imágenes del vuelo sobre Viena a bordo de la Nave Voladora volvían a mi mente sin tregua. Y aún más me rondaba en la cabeza la idea de Cloridia: intentar sacarle partido a los poderes del casco alado. Si aprendiésemos a pilotar la nave, podríamos hacer de él, tal vez, un imbatible instrumento a nuestro favor. Espiaríamos a los turcos desde las ventanas del palacete en el que se alojaban, en la isla Leopoldina, como había propuesto mi batalladora esposa; pero también podríamos sobrevolar la Hofburg, donde el Emperador yacía enfermo, víctima de una oscura maquinación y, quizá, también detenernos a echar un vistazo por las ventanas… No, no, me dije, estaba corriendo demasiado con la fantasía.

Informarnos más sobre la cuestión, de todos modos, no nos vendría mal. Decidí, pues, aprovechar la autoridad que Simonis tenía sobre el plumífero e hice que le confiase una pequeña misión: recoger con celeridad información sobre la historia de los intentos de vuelo por parte de los seres humanos.

No podríamos, sin embargo, revelarle al estudiante bohemio el motivo del encargo: si le contábamos lo que había ocurrido en el Lugar Sin Nombre, cualquiera nos tomaría por locos.

—De acuerdo, señor maestro —asintió Simonis al final—. No le contaré nada y le ordenaré que nos acerque los resultados de la investigación mañana mismo, por la mañana.

Nos separamos. Ahora me esperaba otra cosa con urgencia.

A las ocho de la tarde,

casas de comida y cervecerías

cierran sus puertas.

Tañidos de trompas y repicar de tambores llenaban la bóveda de la capilla cesárea, mientras la voz del bajo entonaba versos melodiosos:

Sonori concenti

quell’aure animate.

Spiegate, narrate

le gioie del cor[21].

Camilla de’Rossi dirigía la orquesta con expresión grave, absorbida por quién sabe qué inquietudes. Yo asistía al ensayo del

Sant’Alessio sentado en mi sitio habitual, y ya me asaltaban el corazón y el recuerdo los acontecimientos de las últimas horas: la correría nocturna tras las huellas de Populescu, el conmovedor relato que Simonis me hiciera sobre la muerte de Maximiliano, el increíble viaje a bordo de la Nave Voladora…

Pero no tuve tiempo de seguir pensando. Estaba a punto de sentarse a mi lado el que se encargaría de arruinar la breve pausa de descanso. Conducido del brazo por Cloridia, se había acercado el abate Melani.

Fulminé a mi mujer con la mirada, y ella me respondió alzando los ojos al cielo como diciendo: «No podía hacer otra cosa».

Desde que Cloridia comenzó a ocuparse de la atención de Atto, éste se había vuelto quejicoso y lleno de caprichos como si fuese un chiquillo. En lugar de quedarse en el convento de Porta Coeli en compañía del pobre Domenico, aún enfermo, pretendió y consiguió venir a los ensayos del oratorio. Yo imaginaba su verdadero motivo: después de haberle plantado cara la noche anterior, quería hablar conmigo a toda costa. Como de costumbre, el viejo castrato pretendía acudir a cualquier patraña para rebatir mis acusaciones y desvanecerlas. Conocía bien su modo de actuar. Siempre había ocurrido así en el pasado: todas las veces había logrado aplacar mis contundentes sospechas sobre él y, de esa manera, manipularme como un títere y dejarme al final con un palmo de narices. ¡Quién sabe qué cara habría puesto si hubiese sabido que había sido testigo de su conciliábulo con el armenio! ¡Y que había encontrado a Hugonio! ¿Qué enredos habría inventado para justificarse?

El taimado abate Melani era una sirena; yo, Ulises. Esta vez, por esta razón, no quería escuchar ni una siquiera de sus palabras encantadoras. Sólo así estaré seguro de no acabar como un papanatas a merced de sus mentiras.

—En el fondo, también el señor abate es un músico —dijo Cloridia para justificar su llegada, en alusión a la antigua carrera como cantante de Atto Melani.

Logrando orientarse quién sabe cómo, con una hábil pirueta el abate logró desprenderse de Cloridia y sentarse a mi lado.

—Hace unos días que vengo perdiendo mucha sangre por la hemorroides —me susurró Atto con tono de víctima.

No me volví.

—También en París, hace unos años —añadió—, el cambio de tiempo y el deshielo me causaron un gran trastorno en los humores del cuerpo. Había salido por la mañana a hacer mi visita de cortesía al señor marqués de Torcy y me vi obligado a volver muy pronto a casa sin llegar a verlo.

Seguí impasible.

—¿Sabes?: como ya estoy habituado, no me produce tanto fastidio. Y además siempre llevo en el dedo este anillito: dicen que es bueno para las almorranas. Me lo envió el gran duque de la Toscana.

Atto pasó por delante de mi nariz el anillo que llevaba puesto en el meñique.

—Pero después de perder sangre, me cuesta hacer de vientre y ésos son los dolores más terribles. Son un tormento y me debilitan.

Quería provocarme compasión. Seguí fingiendo que no lo oía.

—He sufrido muchísimo —insistió—, hacía cinco meses que las varices no me sangraban. Entonces me he hecho una fomentación con hojas de Juno, que han ablandado las varices y, gracias al Cielo, las han reventado. Para detener la sangre, he usado polvo de Thalictrum.

El bajo, con un fondo de metales y percusiones, continuaba con sus gorjeos:

Con gare innocenti

di voci erudite…[22]

—¡Están ensayando, señor Atto, es mejor que os calléis! —le susurré al oído con expresión de fastidio, con miedo a atraer la atención de alguno de los músicos.

—De todos modos, ya acabo —prosiguió Melani, impertérrito—. Los franceses lo llaman

argentine. ¿Crees que podrías conseguirme un poco? No es urgente, ay de mí: en cuanto me siento para hacer de vientre, las varices salen fuera en racimo, dos o tres a la vez, como ciruelas, no sé si lo sabes.

… Caritate, ridete

le glorie d’Amor[23].

El contraste entre las descripciones anatómicas de Atto Melani y la dulzura de la música de Camilla de’Rossi era insoportable. Por suerte llegó pronto el momento de la pausa. Aproveché para levantarme y evitar la compañía del abate. Él intento incoporarse; le ordené secamente, lanzando una mirada de entendimiento a Cloridia, que no se moviese de su sitio. Después, me alejé de inmediato.

Me topé casi enseguida con Gaetano Orsini, que saludó con su acostumbrada jovialidad:

—¿Cómo van las cosas, mi estimado amigo? ¿La familia está bien? Me alegra verlo.

—Le presento mis respetos —le dije con deferencia.

—Un amigo mío tiene algunos problemas con el conducto de humos. ¿Puedo prometerle que pasaréis en estos días a hacerle una visita?

—Naturalmente, estoy a vuestro servicio y al de vuestro amigo. ¿Tal vez algún cofrade mío no ha hecho bien su trabajo?

—¿Y cómo saberlo? Por lo que yo sé, todas las veces que llegaba estaba borracho como una cuba, ni siquiera él recuerda nada, ¡ja, ja, ja! —se burló Orsini.

Después me dio la dirección, un palacete cerca de la cuesta de los Caldereros. Le prometí que me ocuparía del asunto lo antes posible.

—Haced lo mejor que sabéis —recomendó—. Mi amigo ha sido gentilhombre de cámara del difunto cardenal Collonitz, el héroe del asedio de Viena.

—¿Héroe?

—Sí, en 1683, en los días de la batalla final contra los turcos, Collonitz siempre conseguía el dinero para dar alimentos a la población y para pagarles a los soldados. Cómo lo hacía, no se sabe. Pero siempre estaba en primera línea para asistir a las almas y poner a salvo a los huérfanos. Lo nombraron cardenal en 1686 por su heroísmo. Murió hace cuatro años.

En 1686, Collonitz fue nombrado cardenal del papa Inocencio XI, es decir, aquel Benedetto Odescalchi cuyas oscuras tramas conocía muy bien. Mi difunto suegro había trabajado para los Odescalchi. Ahora lo recordaba: precisamente por boca de mi suegro me había llegado el nombre de Collonitz. Era uno de sus hombres de confianza junto al emperador Leopoldo.

—Por favor, transmitidle a mi amigo mis saludos más afectuosos. Se llama Anton de’Rossi.

Noté la coincidencia, pero me callé.

Una vez que se alejó Orsini, vi que el abate Melani se acercaba prestamente del brazo de Cloridia.

—Nada que hacer, no quiere quedarse sentado —susurró mi mujer, que alzó la mirada al cielo.

Maldije silenciosamente al abate y a mi propia esposa.

—Señor Atto, llegáis en el momento justo. Precisamente quería presentaros a Gaetano Orsini, el soprano que canta en el papel de Alessio. Venid conmigo —dije.

Intentaba desembarazarme de él haciéndolo entrar en conversación con el buen Orsini, que era un castrato como el abate y tal vez lo distraería de su propósito de quedarse pegado a mí durante toda la velada.

—¡No, por favor! —se sobresaltó el abate.

—Os presentaré como Milani, intendente de los correos imperiales, obviamente —lo tranquilicé en un susurro—. No será, ciertamente, nuestra querida Chormaisterin quien lo desmienta, ¿verdad? Además, Orsini no es exactamente un lince…

—¡Veo que en treinta años no he logrado enseñarte nada de nada! ¿Es posible que aún te dejes engañar tanto por las apariencias? —musitó Atto, impacientado—. Más que regodearte con tus infames sospechas sobre mí —añadió con acritud—, harías un papel más sensato observando mejor lo que te rodea.

Seguro que Camilla mantendría el secreto, explicó Atto, pero ¿no me había ya indicado, muchos años atrás, que entre los músicos se esconden siempre los peores espías? ¿Lidiar con notas y pentagramas no era tal vez casi sinónimo de espionaje y mensajes secretos? El nombre de Melani era archiconocido entre los músicos: en su tiempo fue uno de los más célebres

castrati de Europa. Mentir presentándolo como Milani, estaba convencido, no lo habría puesto a salvo de las sospechas de quien está habituado a la mentira como al pan cotidiano.

¿Acaso no me había hablado ya, cuando lo conocí, del guitarrista Francesco Corbetta, que con la excusa de los conciertos hacía de correo secreto entre París y Londres? En aquel entonces nos habíamos enfrentado también con los secretos de la criptografía musical, de la que se había servido con suprema sapiencia el célebre científico jesuita Athanasius Kircher, que había ocultado en partituras y pentagramas secretos de Estado de tremenda gravedad. Yo debía saber, además, que el famoso Giovanni Battista della Porta, en su

De furtivis litterarum notis, había ilustrado gran cantidad de sistemas con los que esconder, en la grafía musical, mensajes de todo tipo y longitud.

Tenía razón. Yo no había reflexionado aún sobre eso, pero lo recordaba bien. El abate me había descrito el talento y la habilidad en el espionaje que tienen los músicos, como el famoso John Dowland, tocador de laúd de la reina Isabel de Inglaterra, que ocultaba mensajes cifrados en los manuscritos de sus composiciones. ¿No se había dedicado al mismo oficio, y en toda Europa, el joven castrato Atto Melani?

Siempre había considerado a la orquesta de Camilla de’Rossi con una mezcla de simpatía e inocencia. Pensándolo bien, debía observarla con otros ojos: detrás de cada violín, de cada flauta, de cada tambor, podía esconderse un espía.

—¿Qué diantre habéis venido a hacer entonces a los ensayos del oratorio? —le dije en voz baja, mirando alrededor, de improviso acuciado por un terrible temor a ser escuchado.

—Si no abro la boca, no ocurrirá nada. Por lo demás, ya lo has comprendido: debo hablarte. Seriamente. Después de lo que ocurrió la otra noche, cuando me atacaste con todas esas acusaciones horribles, tú y yo debemos aclarar las cosas. Si me das de una buena vez la posibilidad.

—Ahora no tengo tiempo —respondí secamente.

Miré a Cloridia. En su semblante no capté ni aprobación ni censura, sino sólo una sonrisa irónica.

Después de dejar plantado una vez más al abate Melani del brazo de mi esposa, me acerqué a Camilla. El rostro de la Chormaisterin se veía cansado y abatido.

—Buenas noches, amigo —saludó afablemente.

Después de una charla de poca importancia, decidí preguntarle:

—Me han dado el nombre de un tal Anton de’Rossi, gentilhombre de cámara del difunto cardenal Collonitz. ¿Por casualidad es pariente de vuestro difunto marido?

—Qué va, mi nombre es uno de los más difundidos en Italia. De Rossi está lleno el mundo —dijo con tono amable, antes de anunciarles a los músicos, con tres palmas, que el descanso había terminado.

Tenía razón, pensé volviendo a mi sitio, de Rossi está lleno el mundo.

Qué extraña combinación, sin embargo.

• • •

Terminados los ensayos del oratorio, fui a despedirme de Cloridia. Había recibido un mensaje de Simonis en el que me citaba en la cafetería de la Botella Azul. Le expliqué que debía ir a Kalvarienberg en busca de Populescu.

—¿Quién, el rumano que se jactaba de conocer los harenes turcos? —preguntó mi mujer, que recordó las fanfarronerías de Dragomir, que ella había interrumpido tachándolo de eunuco.

—Exacto. Quiero decirle que…

—¿Vas a la Botella Azul, muchacho? Está aquí a dos pasos, bien. Doña Cloridia, me acompañaréis, ¿verdad? Un buen café repondrá mis fuerzas.

Era el abate Melani. Había abandonado su lugar y volvía a ponerse a mis espaldas. Renuncié a protestar. Solamente noté que, cuando algo lo acuciaba, no se dejaba frenar en absoluto por la ceguera.

Cloridia le confió el niño a la Chormaisterin, pidiéndole que lo acompañase a la cama, y nos pusimos en marcha.

Durante el breve trayecto, le expliqué por qué estaba buscando a Populescu: temía por la vida de los compañeros de Simonis y quería que dejasen de lado las investigaciones sobre el Pomo Áureo.

—Pero ¿tú crees de verdad —se entrometió Atto, riendo cuando ya estábamos entrando en el local— que esos calaveras eslavos están en peligro a causa de leyendas turcas sin pies ni cabeza?

Simonis ya estaba sentado a una pequeña mesa de la cafetería esperando a Penicek. Se sorprendió un poco al ver que estaba acompañado. Le expliqué que el abate sólo había venido a tomar un café y que luego volvería al convento, junto con Cloridia. Atto no protestó.

—En Kalvarienberg encontraremos también a Koloman Szupán —me informó el griego—. Lo he encontrado cuando salía del trabajo, he aprovechado para decirle que queríais hablar con él y pagarle. Ha respondido que vendrá sin falta.

Al contrario de cuando, unos días atrás, entré junto con el abate Melani, recién llegado, ahora el local estaba lleno de gente. Pequeños corrillos de caballeros conversaban amablemente, algún anciano gentilhombre con un libro en la mano, y demás el trajín de los camareros que servían a las mesas, aprovisionaban la cocina, limpiaban y ordenaban cuando los clientes se marchaban.

—Feliz de vos, que sois joven y fuerte. Quiero decir, al menos a juzgar por vuestra voz —comenzó a decir Atto, instalado junto al griego—. Mi salud, en cambio, siempre está vacilante por el cambio de estación.

—Lo siento mucho, pero confío en que os recuperaréis muy pronto —respondió lacónicamente mi ayudante.

—Aún más me pesa la edad —añadió Atto—, y las varices me torturan sin descanso. Especialmente la otra noche, cuando creí que me moría.

Pobre Simonis, pensé, ahora le tocaba a él tragarse los lamentos de Atto sobre sus achaques. Confié en que Penicek llegase pronto.

—También hace algunos años —continuaba mientras tanto Melani—, el cambio del tiempo y el deshielo me provocaron una gran alteración en los humores del cuerpo. Había ido por la mañana a hacer una visita de cortesía a un querido amigo en el campo y me vi obligado a volver pronto a mi casa sin verlo.

Atto le repetía a Simonis cuanto ya me había dicho a mí poco antes, durante los ensayos del

Sant’Alessio, pero omitía esta vez el nombre del ministro Torcy y todo aquello que lo habría puesto en evidencia como un espía francés…

Vino a preguntar qué queríamos una mujer gorda y ceñuda, que solía sentarse junto a la caja.

—¡Qué lástima! —susurró Atto cuando ella se alejó—. Por la voz me pareció que era aquella camarera tan amable de la otra vez, aquella que me regaló aquel confite de chocolate con mazapán, ¿verdad, muchacho?

—No, señor Atto. No creo que hoy esté —respondí después de haber echado un vistazo alrededor buscando entre las mesas la negra melena de la jovencita.

Es verdad, pensé con una sonrisa, los viejos se vuelven como niños. Sólo unos diez años antes, Atto no se habría enternecido, sin duda, porque una camarera le regalase un confite de chocolate.

La ceñuda cajera volvió casi enseguida y, dirigiéndonos una mirada huraña, nos sirvió café, nata y los clásicos bollos vieneses.

—La pérdida de sangre de las varices me dejó pegado al inodoro durante todo el resto de aquel día —continuó Melani, sorbiendo el café caliente y mordiendo un rosado

lokum para endulzar la amarga bebida asiática—, y estaría ya casi sofocado si no hubiese llegado a tiempo para evacuar y, por tanto, no habría tenido la comodidad y la libertad de abandonarme al esfuerzo que hacía la naturaleza para curarme. Y cuando finalmente la naturaleza me hizo perder toda la sangre que creía necesaria, recuperé mi salud. El médico exclamó que era un milagro y también un efecto de mi buena constitución, porque vosotros no lo sabéis, pero, si bien ya no puedo leer ni escribir con mi propia mano, Dios me ha concedido una grandísima merced al conservar mi espíritu a la edad de ochenta y cinco años, que cumplí el 30 del mes pasado.

Mientras Atto peroraba sobre sus almorranas y sobre los milagros de la longevidad, me acerqué a Cloridia y le dije al oído:

—Te lo ruego, mi amor, intenta convencer al abate de irse a la cama lo más pronto posible. No lo quiero ver más aquí.

—¿Tienes miedo de caer de nuevo en su red? —sonrió ella—. Tranquilo, esta vez no te puede engañar: ¡estoy yo! A mí no me engatusa tu querido abad. Lo importante es que tú no te quedes nunca a solas con él.

Me sublevé. Vaya confianza que tenía mi mujer en mí. Aunque debía reconocer que tenía sus buenos motivos, jamás había soportado ese modo fastidiosamente maternal de soltarme a la cara mi apocamiento. Me retraje y ya no pronuncié ni una palabra más.

—¿Qué es esto, un cruasán? —preguntó Atto, apoyando los dedos en la pequeña bandeja junto a su taza y tocando el bollo caliente.

—Aquí, en el archiducado de Austria por encima y por debajo del Enss, se llama

Kipfel —comentó cortésmente Simonis—. Se dice que lo inventó, hace unos treinta años, un cafetero armenio, un tal Kolschitzki, justamente donde nos encontramos ahora, en la Botella Azul, para festejar la liberación de Viena de la Media Luna Otomana. Por ello tiene la forma de una media luna.

—¿Estamos en una cafetería de armenios? —preguntó el abate.

—Aquí todos los bares de café están en manos de los armenios —respondió el griego—. Fueron ellos quienes introdujeron ese servicio en las cafeterías. Tienen el privilegio imperial exclusivo.

—¿Los habéis visto alguna vez? Es un pueblo bastante singular —provoqué a Melani, recordando su encuentro secreto con el armenio.

—He oído algo de ellos —dijo presuroso, e inclinó la nariz sobre la cálida bebida.

Los armenios y el café: mientras observaba el perfil aguileño del abate Melani, coronado por las gafas oscuras que lo hacían semejante a una vieja lechuza con peluca, volvía a sumergirme en el pasado.

Una vez más, Viena me remitía a Roma. Una vez más partía, de la ciudad de los Habsburgo, una flecha que se clavaba en mi memoria, en los recuerdos de veintiocho años antes. Todo me volvía a llevar hasta mi juventud, a aquel figón cerca de la plaza Navona en el que, modesto camarero, conocí al abate Melani y a Cloridia. En aquel figón se alojaban a menudo pequeñas comitivas de armenios, que acompañaban a uno de los obispos de visita en la Ciudad Eterna. Tímido como era, observaba a aquellos exóticos prelados y su séquito sin atreverme a hacer preguntas, curioso y deferente, pero sabía que en el trayecto hacia Roma habían hecho una escala precisamente en Viena. Y recordaba bien sus largas vestimentas negras, el comportamiento circunspecto y devoto al mismo tiempo, la piel aceitunada, los ojos cenizos y el extraño perfume que los acompañaba, denso de especias y café.

En Viena, después descubrí que la negra bebida asiática y el pueblo armenio eran todo uno. Me gustaba de vez en cuando asomar las narices en aquellas fondas oscuras pero acogedoras, donde se leían gacetas, se fumaba, se jugaba al ajedrez o al billar. A veces también yo, agradecido al Señor por la holgura económica de la que disfrutaba en Viena, me concedí una buena taza caliente, leyendo distraídamente la gaceta (italiana) con la esperanza de que nadie me hablase y me obligara a hacer uso de mi penoso alemán. Y alzando de vez en cuando la mirada, observaba con simpatía a aquellos armenios, individuos de rasgos turquescos pero tan reservados, laboriosos y lacónicos, y me sentía feliz de que hubiesen inventado la cafetería, gloria única e inefable de la augusta ciudad de Viena.

Aún no había noticias de Penicek. La espera comenzaba a ser inquietante.

—Este anillito dicen que es bueno para las varices —oí decir a Melani al término de mis cavilaciones, mientras le mostraba a Simonis la mano en la que lo llevaba—, poniéndolo en el dedo meñique de la mano derecha y ajustándolo continuamente con la otra mano. Me lo ha enviado una sobrina…

Pero qué sobrina, pensé riendo para mis adentros; durante el

Sant’Alessio me dijo que se lo había regalado el gran duque de la Toscana. Cada vez más prudente el señor abate…

—Espero que funcione —continuaba Atto mientras tanto—. Es también bueno para el dolor de muelas y de cabeza, poniéndolo en el meñique de la mano izquierda.

Megalleh Tekuphot.

Nos volvimos. Quien hablaba era un viejecito menudo y encorvado, con los ojos asustados, sentado junto a una mesa cercana.

—Os ha afectado el

Megalleh Tekuphot, la sangre condenada de las hemorroides —repitió, dirigiéndose a Melani—. Sois un ser maldito.

Lo miramos consternados. Atto tuvo un sobresalto.

Tekuphah significa «rotación», como la de una bolita que gira, o como el Sol, que de la mañana a la noche completa un ciclo, hasta que vuelve por la mañana.

Nos miramos inquisitivamente el uno al otro, casi sublevados: a nuestro interlocutor debía de faltarle algún tornillo.

—«Su sangre recaerá sobre nosotros y sobre nuestros hijos», dice el evangelista Mateo. Jesucristo fue crucificado; para fijarlo a la cruz se usaron cuatro clavos, y la sangre de la

Tekuphah no es más que la sangre de nuestro Señor que brotó de sus santísimas heridas: brota, en efecto, cuatro veces al año.

Ir a la siguiente página

Report Page