Veritas

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Quinta Jornada

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—Dios mío, este hombre está blasfemando —exclamó, sofocado, el abate Melani, que se persignó.

Mientras Cloridia le alcanzaba un vaso de agua a Atto para que se apaciguase, dimos de nuevo las espaldas al lunático orador e intentamos retomar la conversación entre nosotros. Pero a nadie se le ocurría qué decir. Busqué con los ojos otra mesa libre, pero el café estaba completamente lleno.

Había cuatro

Tekuphoth al año, según continuó explicando el viejecito, impertérrito, una cada tres meses. La primera en el mes de Tischri, cuando Abraham, en el monte Moria, debía sacrificar a su hijo Isaac por voluntad de Dios. Ya tenía el cuchillo en su mano y estaba a punto de degollar a Isaac. Cuando Dios vio que Abraham estaba dispuesto a todo para obedecerle, bajó veloz del Cielo el ángel del Señor y dijo: «No toques al niño ni le hagas nada». Abraham no mató a su hijo, aunque ya le había hecho un tajo en el cuello del que cayeron algunas gotas de sangre.

—Por este motivo cada año, en este mes, se difunden en todo el mundo las gotas de la sangre caída del cuello de Isaac, y cada uno debe cuidarse de beber agua si antes no ha sumergido en ella un clavo de hierro.

La otra

Tekuphah era en el mes en que Jephthah debía sacrificar a su única hija, y por ello cada año en esta época todas las aguas se transmutan en sangre. Pero si antes se echa en ellas un clavo de hierro, la

Tekuphah no acarreará ningún daño. La tercera

Tekuphah era, en cambio, en el mes de Nissan, cuando, según la Escritura, las aguas de Egipto se transformaron en sangre. Por ello, cada año en esta época se cree que todas las aguas se vuelven sangre, pero si se echa un clavo de hierro, nada malo podrá ocurrir. La cuarta

Tekuphah era en el mes de Tammus. En este tiempo, Dios ordenó a Moisés que hablase con una roca con el fin de que ella comenzase a manar agua. La roca no obedeció y Moisés la golpeó con su bastón. Como entonces la roca hizo salir sólo algunas gotas de sangre, Moisés la golpeó otra vez y finalmente salió el agua.

—Por ello cada año en esta época todas las aguas se transforman en sangre —concluyó el viejo—. Ésta es la

Tekuphah más peligrosa, hasta tal punto que, según opinan algunos, contra ella no tiene poder ni siquiera el clavo de hierro.

—¡Basta ya! —dije, observando al octogenario abate Melani, con el rostro lívido, y las miradas preocupadas de Cloridia.

Busqué de nuevo con la mirada a la camarera que nos había servido unos días antes, pero fue inútil. Me detuve, sin embargo, en el cafetero, le hice una seña para indicarle que el viejo nos estaba importunando; pero fingía no verme y continuó atendiendo las otras mesas.

—¡No os olvidéis nunca de poner un clavo de hierro entre las provisiones y en los platos que usáis para comer! —nos advertía mientras tanto el loco—. De otro modo, la sangre de la

Tekuphah aparecerá de improviso de variadas maneras: en cacharros con manteca, como les ocurrió en Praga a mis padres, que aterrados tiraron el cacharro entero al agua; en ollas para el agua o bien en orzas con mantequilla. ¡Y de allí se derramará sobre vosotros y después se irá, pasando antes por vuestras asentaderas!

—De maldición, nada. Las hemorroides son una enfermedad natural —jadeaba mientras tanto Atto, que nos miraba con una sonrisa abatida mientras un temor difuso invadía sus manos—: se debe, lo reconozco, a los alimentos demasiado sustanciosos que comí en mi juventud.

—¡Estáis vagando en las tinieblas del error! —tronó el viejo—. Los judíos no comen alimentos insanos, tienen prohibidos los manjares de los que puede provenir la pérdida de sangre. Por ello prohíben, con la fuerza de la Ley Divina, el cerdo y la liebre, cuya carne perjudica la salud, atasca el corazón y oscurece el intelecto. Pero son precisamente éstos los más afectados por la

Tekuphah, porque crucificaron al hijo de Dios y su sangre ha recaído sobre ellos. Mi padre perdía sangre cada cuatro semanas. Yo no, pero sólo porque me he convertido a la verdadera fe y llevo siempre conmigo un clavo de hierro.

Dicho lo cual, con una mueca desencajada sacó de la taza de café que estaba bebiendo un clavo, y lo mostró a nuestro auditorio estupefacto.

Finalmente, como un salvador que cayera del Cielo, vimos llegar a Penicek.

—La tremenda

Tekuphah está a punto de derramarse sobre vosotros, y vuestros ojos quedarán embadurnados de sangre —nos musitó el viejo mientras pagábamos y nos levantábamos.

• • •

La imagen del santo patrono estaba en un ángulo del patio, sentado en el trono. Lo iluminaban innumerables velas y estaba adornado con ramitos verdes. A su alrededor, se congregaban muchos fieles: en general empleados, madres de familia y ancianos; los habitantes de las cercanías. Algunos entonaban cantos a voz en cuello, otros farfullaban mecánicamente el santo rosario. Echamos un vistazo. Ningún rastro de Dragomir ni de Koloman.

Encontramos unos sitios para que se sentaran Cloridia y el abate Melani, que aún no se había recuperado del todo del espantoso discurso del viejo loco y no quiso saber nada de volver al convento; luego nos alejamos un poco de la estatua del santo. En el resto del espacio del gran patio, allí adonde casi no llegaba el resplandor de las velas, estaban los otros fieles, los más jóvenes y más numerosos, que celebraban de otro modo la fiesta del santo. Los gemidos, y no los cantos litúrgicos, resonaban en el aire; y, en lugar del murmullo de las letanías, breves gruñidos.

—Aquí deberíamos encontrar a esos dos —comentó, riendo maliciosamente Simonis.

En cada rincón del patio ocurrían bajo nuestros ojos cosas indecibles que —si bien bastante fervorosas— poco tenían que ver con la fe, y mucho menos con el oficio divino.

Ya había oído hablar de tal ceremonia. La zona alrededor de la iglesia del Kalvarienberg, o sea, del monte Calvario, en el suburbio de Hernals, era el lugar preferido donde hombres y mujeres, bajo la máscara de las

Andachten serótinas, practicaban las recíprocas operaciones de conquista, tanto que llamaban a la propia iglesia «el Saloncillo», como los saloncillos de los teatros, donde entre las parejas jóvenes ocurre de todo. Se decía que en el Kalvarienberg ocurría en Cuaresma lo mismo que en verano en el Augarten, el conocido lugar de los usos lascivos a orillas del Danubio.

—Oh, perdón —se disculpó en aquel ínterin el griego, que, buscando a sus compañeros en un rincón, acabó sorprendiendo sin querer los juegos de manos de una parejita semidesnuda.

—Populescu ha dicho que vendría aquí con su chica, la morenita —dije—, pero Koloman Szupán no. ¿No deberíamos tal vez buscarlo fuera? Tal vez nos está esperando en la calle.

—Quien tiene las dotes de Koloman no renuncia a una

Andacht —respondió con sonrisa cómplice mi ayudante.

Tenía razón. Poco después encontramos al estudiante húngaro, atareado en un barranco entre dos matojos:

—¡Aaaahhhh! Sí, así, más… Eres un animal, una bestia… ¡Otra vez, anda, te lo ruego! —gemía una voz de muchacha teutónica.

—Es él —avanzó Simonis, absolutamente seguro—. No sé cómo lo hace, pero Koloman consigue que todas disfruten de manera idéntica. Cuando has oído a una, las has oído a todas.

—Los verdaderos amigos siempre acaban encontrándose —ironicé un poco perplejo.

—No, a Dragomir no lo encontraremos aquí dentro —dijo Koloman, ajustándose la camisa bajo los pantalones—, sino en una de las capillas de la Vía Crucis, a lo largo de la calle principal. Sólo allí hay oscuridad suficiente para disimular su caramillo demasiado pequeño, ¡ja, ja!

Nos reunimos, pues, con Cloridia y el abate Melani, y salimos de nuevo a la calle, la Kalvarienbergstrasse, o sea, calle del Monte Calvario. Diseminadas a los lados había unas pequeñas capillas que representaban los misterios de la Pasión. También ellas daban ocasión a que los dos sexos desahogasen sus bajos instintos. Para sacar provecho de tal costumbre profanadora, se arracimaban junto al Kalvarienberg innúmeros quioscos de salchichas humeantes, figurillas de azúcar, medialunas de Hernals con nata caliente. Después de las

Andachten, las parejitas confluían en los figones del lugar o hacia el sur, en el suburbio de Neulerchenfeld.

Las primeras capillas donde echamos un vistazo, intentando vencer la densa oscuridad, estaban, de más está decirlo, todas ocupadas. Sin embargo, en ninguna encontramos a Dragomir.

—Vuestro amigo debe de tener un temperamento muy religioso —comentó Atto, oyendo que buscábamos de capilla en capilla, sin tener idea de lo que en ellas estaba ocurriendo.

Cloridia lo guio un poco más arriba (la calle era empinada), donde no pudiese oír los gemidos de las parejitas. Los vi entrar e instalarse en una capilla, una de las pocas no ocupadas.

—¡Aquí está, por fin! —exclamó Koloman, que aguzó la vista en la oscuridad del enésimo edículo, después de haber pasado por algunos que estaban vacíos.

Habíamos encontrado a Populescu o, mejor dicho, lo habíamos pillado en el mejor momento. Por suerte, Cloridia no estaba presente: Dragomir estaba de espaldas y de pie, con los calzoncillos caídos, el pecho curvo hacia delante. Debajo de él, en la oscuridad, era posible imaginar a su conquista amorosa.

—Se ha escondido allí para que no se vea lo pequeño que es su pajarillo. ¡No hay nada que hacer, Dragomir, tu amiga se dará cuenta de todos modos! —se burló Koloman.

Fue entonces cuando oímos los gritos. Era Cloridia clamando ayuda.

Nos precipitamos todos. El abate Melani había caído de mala manera sobre el pequeño escalón de la capilla donde poco antes había entrado con mi esposa, y yacía en medio de un charco negruzco.

—¡Señor Atto, señor Atto! —grité, cogiéndolo por las axilas.

—La

Tekuphah, la maldición… —dijo jadeante de pronto, llevándose la mano al pecho.

Estaba vivo, afortunadamente. Pero, en la oscuridad a la que poco antes se habían acostumbrado nuestros ojos, reparamos en que tenía la cabeza y la cara empapadas en negra sangre.

Los segundos siguientes fueron, por no decir más, convulsos. ¿Qué había ocurrido, quién lo había atacado, cómo había podido suceder delante de Cloridia? Mientras Simonis y Koloman me ayudaban a extender a Atto Melani en el suelo de la capillita, miraba a mi mujer, paralizada por el miedo.

En los ojos y en el recuerdo ambos teníamos la predicción del viejo loco de la cafetería.

Advertí de repente que un estremecimiento me bajaba desde la frente hasta los hombros, como un cálido hormigueo de horror. ¿Me estaba desvaneciendo tal vez por el miedo? Me pasé la mano por el pelo. Estaba pegajoso y emplastado. Me miré las palmas: otra sangre. Me sentí desfallecer.

—Un momento —intervino el griego.

Me arrastró con decisión y extendió las manos hacia el lugar donde yo estaba antes, como para ver si llovía. Llovía de verdad: gotas espesas de negra melaza caían sobre nosotros del techo de la capilla.

—Es la sangre. Viene de aquí —dijo Simonis, mirándose las palmas de las manos, cubiertas de horrendas gotas.

Después le hizo una seña a Koloman, más delgado que él, para que montase sobre sus hombros.

—Hay algo apoyado aquí arriba —dijo el húngaro, que tanteó en la oscuridad la cornisa ornamental que se extendía sobre nuestras cabezas, a lo largo del perímetro interno del pequeño templo—. Como… una pequeña jaula.

Sacó por fin de la cornisa una especie de caja de hierro perforado. La abrimos.

En el interior, sumergido en un inmundo venero de lavajo sanguinolento, estaba aquel pobre pene flácido, reducido a un estado en el que nadie habría querido jamás mostrárselo a una mujer. Sólo los dos testículos, que Dios había concebido para la procreación, parecían conservar un poco de dignidad. El resto era piel y carne esponjosa y desangrada, pelos y pobres jirones de carne, seccionados de mala manera por un arma rudimentaria, deformados e irreconocibles como una máscara mortuoria.

Koloman se volvió inmediatamente, conteniendo a duras penas el disgusto. Simonis y yo, en cambio, nos quedamos casi hipnotizados por aquel espectáculo de inútil ferocidad. ¿A quién se le podía ocurrir machacar tan absurdamente un miembro viril?

El abate Melani, mientras tanto, a quien Cloridia le repetía de continuo que aquélla no era su sangre y que, por tanto, él se encontraba muy bien, se estaba recuperando poco a poco del susto.

—Diantre —comentó Koloman, recobrando su espíritu—, sabía que con las teutónicas no se debe bromear. Esto debe verlo Dragomir —dijo, y volvió atrás, hacia la capilla donde Populescu, como también las otras parejas, había estado demasiado ocupado como para apartarse de lo suyo ante el nervioso clamor de Cloridia.

Nos quedamos junto a la pequeña jaula y a su repugnante contenido. Todos estaban excesivamente conmovidos como para hablar. Cloridia no lograba apartar la mirada del macabro receptáculo de aquel miembro extirpado; se quedó pensativa. De repente, ante la sorpresa de todos, palpó la jaula, encontró la portezuela, la abrió. Después la elevó un poco y le acarició el fondo, como para hacerse decir por las yemas de los dedos lo que la oscuridad ocultaba a los ojos.

El húngaro reapareció casi enseguida, con el semblante invadido por una palidez cadavérica, los ojos desorbitados.

—Debemos irnos de aquí ahora mismo. Todos —dijo con la voz ahogada.

—¿Qué te ocurre, Koloman? —le pregunté.

—Dragomir no estaba… Creíamos que estaba… Y allí con él no hay ninguna chica, nadie, nadie… —dijo mientras las primeras lágrimas se escurrían por su rostro.

• • •

La inspección ocular duró pocos minutos.

Cloridia había limpiado lo mejor posible la cabeza del abate Melani, que, apoyado en el bastón y en el brazo de mi mujer, miraba el cadáver sin pronunciar palabra. Observé con suspicacia al viejo castrato. No podía evitar presentir que sabía más de lo que nos hacía ver.

—Fuera, fuera de aquí —dije finalmente, mirando alrededor y cogiendo de la mano a Cloridia y bajo la axila al abate Melani, mientras Simonis aferraba a Koloman por el brazo pidiéndole que no llorase más, pues de otro modo llamaríamos la atención.

Comenzamos el descenso por la calle del Monte Calvario conteniendo la rapidez del paso para no ceder a la tentación de correr; intentábamos no mostrar la cara cuando nos cruzábamos con los ya raros transeúntes.

Mientras alguna parejita ardiente no lo descubriese, el cadáver de Dragomir Populescu se quedaría allí, como lo habíamos visto poco antes: los calzoncillos bajados, el pecho vuelto hacia delante. Bajo su cuerpo afanoso, sin embargo, no había ninguna concubina, sino tres puntiagudos candeleros, de los que se usan para colocar los cirios pascuales. Una mano robusta los había clavado en el pecho y en el corazón del pobre estudiante rumano venido del mar Negro.

Otra negra sangre le empapaba lentamente muslos y calzoncillos, chorreando del muñón de carnes desgarradas donde una vez había estado su sexo.

• • •

Nos reunimos con Penicek, que se había quedado esperándonos al borde de la calle. Mientras la calesa se disponía a partir, Simonis le contó brevemente lo ocurrido.

—¡Semi-Asia! —farfulló el griego a modo de conclusión.

—¿Y si en cambio hubiesen sido los turcos? —pregunté.

—Asia o Semi-Asia, es lo mismo.

—Señor barbero, si me permite, debemos hacer desaparecer el cuerpo de Populescu —intervino Penicek—. De otro modo, los guardias encontrarán toda esta historia demasiado sospechosa. Un

Bettelstudent no la diña así porque sí. Podrían emprender alguna investigación seria.

—Tienes razón, plumífero —asintió Simonis—, no podemos correr el riesgo de acabar implicados. Conocíamos también a Dànilo. Lo hemos visto morir.

—Estáis hablando como si fueseis vosotros los asesinos —objetó Cloridia.

Simonis respondió con el silencio, mirándonos con sus ojos un poco necios. ¿No había sido él quien había incitado a sus amigos a seguir las huellas del Pomo Áureo? ¿Y no habíamos estado Cloridia y yo, pensé, dando pie a toda la historia, alarmados por la extraña embajada del agá? Además no les habíamos dicho nada a los compañeros de Simonis acerca del complot de Ciezeber. Si hubiesen sabido a tiempo que los turcos querían la cabeza de alguien, y sobre todo que éste era, con toda probabilidad, el Emperador en persona, a esta hora tal vez seguirían vivos.

Decidí que había llegado el momento de hablar con Koloman sobre el derviche. Omití obviamente especificar que lo sabía desde hacía unos días y que había callado. El húngaro se quedó aterrorizado. Conocía bien, a causa de las tierras de las que provenía, de qué eran capaces los infieles.

Nos interrumpió Penicek, que se ofreció para hacer desaparecer los restos de Populescu con la ayuda de dos cocheros, intrusos como él, de quienes se podía fiar.

—No os dará tiempo. Cualquier pareja se enterará antes y dará la alarma —dije, meneando la cabeza.

—Pero viven justamente aquí, a dos pasos —insistió Penicek—. Confiad en mí.

Dicho esto, sin esperar siquiera una señal de asentimiento de mi parte ni de su barbero, detuvo la calesa y bajó, para enfilar enseguida hacia un portón con toda la rapidez que su pierna coja le permitía. Cuando volvió, junto a él salieron del portón dos sombras, que se dirigieron velozmente hacia el monte Calvario.

—¡No te sulfures, Dragomir, quédate tranquilo! ¡Tranquilo y… sangre fría! —bromeó Penicek con un macabro humor del todo fuera de lugar, mientras sus compañeros se disponían a cumplir el triste oficio que les tocaba.

—¡Cállate, plumífero, bestia! —se indignó Simonis, asestándole un sonoro capirotazo en la nuca.

Una vez que reiniciaron la marcha, guiados por Penicek, ahora enmudecido y sentado en el pescante, se desataron las hipótesis.

—Me parece claro —dijo mi ayudante—: ha sido fatal el encuentro con la chica con la que Populescu se había citado.

—Es la misma a la que Dragomir le había pedido información sobre el Pomo Áureo. Pero no puede haber sido ella —objetó Koloman—. No habría tenido fuerzas para ensartarlo en las puntas de las palmatorias.

Yo miraba a Atto Melani. Estaba sentado a mi lado con la cabeza echada hacia atrás y bien protegido por Cloridia, que le hablaba en voz baja dándole ánimo, preguntándole cómo se sentía, sin que, no obstante, recibiese respuesta. El abate mantenía los ojos entreabiertos; parecía estar en duermevela, pero yo conocía a ese zorro castrato: sabía que estaba pensando sin dejar de escuchar todo lo que se decía.

—Decidlo, si os atrevéis: ¿también esta muerte os parece una coincidencia? —le susurré al oído.

Atto tuvo un leve sobresalto, pero se mantuvo callado.

Koloman, mientras tanto, continuaba:

—Diría que ha sido obra de al menos dos hombres, tal vez parientes de ella: de otro modo, no hubiese sido posible esconder en un sitio tan alto esa jaula con…

—Es un

tandur —lo interrumpió Cloridia.

—¿Cómo? —pregunté, sin recordar dónde había oído ya esa palabra.

—Lo he examinado bien. El recipiente con el pene cortado de vuestro compañero es un

tandur armenio.

—¿Armenio? —pregunté sobresaltado.

—Sí, es una especie de hornillo para calentarse.

Ahora recordaba. Cloridia me había hablado de ello al regresar de la audiencia del agá. Se trataba de un hornillo lleno de brasas y de carbón encendido, que se colocaba debajo de una mesa cubierta con paños de lana que llegaban hasta el suelo. Los armenios solían tirar de los paños para cubrirse y mantener templados los brazos y las manos.

—¡Entonces han sido los otomanos! —exclamé—. Tú misma me has dicho, Cloridia, que algunos armenios del séquito del agá pretendían encender un

tandur en torno al cual sentarse, con el riesgo de un incendio en el palacio.

Al oír de nuevo el nombre del agá, Koloman Szupán palideció de terror y, retorciéndose las manos, le preguntó balbuciendo a Cloridia si estaba totalmente segura de lo que decía y qué demonios era exactamente un

tandur.

Mientras mi esposa le respondía, yo volvía a pensar en el armenio que se había encontrado con el abate Melani, en el oscuro trato cumplido entre los dos y en la bolsita con monedas que el castrato le había entregado.

—Han sido los armenios, señor Atto —le repetí en voz baja para que no me oyesen los demás, mirándolo lleno de fastidio—: los armenios del agá, para ser exactos. ¿Esto no os dice nada? Tal vez tienen un cómplice: alguien que les ha dado dinero, mucho dinero, para este asesinato.

El viejo abate callaba.

—Finalmente tenemos la prueba de que han sido esos malditos otomanos. Y si han liquidado a Dragomir, también ellos han matado a Dànilo y a Hristo —insistí.

Melani no movió un músculo. Parecía amodorrado. Yo continué:

—Queríais hablarme para proclamar vuestra inocencia: me habéis estado persiguiendo toda la noche. Ahora estoy aquí y os escucho, ¡adelante! ¿Cómo es que ahora no tenéis nada que decir?

Atto se volvió hacia mí y desde detrás de las gafas negras, lo vi fruncir el ceño como si quisiese fulminarme con su mirada ciega. Apretó los labios, tal vez para contener palabras que le bullían en la garganta.

Era francamente testarudo el viejo castrato. Se obstinaba en no rendirse a la evidencia: yo no era ya el imbécil que había dejado once años antes y que estaba seguro de que reencontraría en Viena. Pero, sobre todo, no se resignaba al hecho de haber perdido aquel empacho, aquella agilidad dialéctica y aquella prontitud en la respuesta que todas las veces le había permitido engañarme. Y así prefería ahora encerrarse en un porfiado mutismo.

—Ese tal Populescu era rumano —susurró al fin—. Si tú no fueses tan ignorante de lo que ocurre en aquellas tierras, sabrías que también Rumanía está bajo el dominio de la Sublime Puerta. De todos modos, entre turcos, armenios o rumanos, para mí no hay diferencia: no me interesa.

—Estamos muertos, estamos todos muertos.

Mientras tanto, acallado de mala manera por la respuesta del abate Melani, reflexionaba sobre mi ignorancia y sobre el inesperado escenario que se abría delante de mí; Koloman repetía con los ojos cerrados siempre las mismas palabras de terror, manteniendo sus manos cruzadas entre los muslos, como si temiese que, por un maléfico artificio, también su sexo pudiese acabar arrancado en un

tandur.

—Un momento —lo detuvo Cloridia—, no ha dicho que hayan sido justamente los armenios del agá. La chica de Populescu también era armenia.

La afirmación de mi mujer, pronunciada en tono despojado de dudas, me sacó de mis meditaciones y nos sumió a todos en una actitud de estupor.

—¿Cómo puedes decirlo con tanta seguridad? —le pregunté.

—Porque Populescu se jactaba de conocer los harenes turcos.

—Ya, y tú bromeando lo tachaste de eunuco —recordé, pensando con un estremecimiento que Cloridia se había revelado profética: habían castrado a Dragomir en el monte Calvario.

Pensándolo bien, continuó ella, el discurso de Dragomir Populescu sobre los harenes sólo podía venir de una mujer otomana, pero no turca.

—Ante todo, Dragomir no podía haber visto un harén porque, como ya he dicho, no se admite la entrada a los hombres, salvo que sean eunucos; además, porque el discurso revela un conocimiento de los harenes que posee solamente quien ha vivido allí, no basta con visitarlos.

Por otra parte, según añadió Cloridia, los armenios eran un pueblo sojuzgado por los turcos y, por tanto, solían ser siervos, y decían la cruda verdad sobre los harenes porque odiaban a sus amos. También por los detalles sobre los afeites se comprendía que la fuente de Dragomir era una mujer, y por el desprecio de las criadas negras resultaba manifiesto que era armenia. Los armenios, en efecto, desprecian a los negros, no los consideran del todo humanos, y detestan tenerlos como compañeros de trabajo.

—Es posible —concluyó Cloridia— que las partes pudendas de Populescu se hayan colocado en el

tandur como una advertencia para que nadie moleste a las mujeres armenias.

—No es posible —protesté—: Dànilo, Hristo y ahora Dragomir. Eran amigos y los tres han muerto a muy poca distancia el uno del otro. No es sólo una coincidencia.

—Pero es un hecho —objetó Simonis— que Dragomir nos había anunciado que quería hacer algunas pruebas para ver si su chica era virgen o no.

—¿Y? —preguntó Cloridia.

—Le haría beber agua con sal

armoniacum e inhalar raíces de Ephen en polvo. Si no era virgen, se mearía encima.

—¡Vuestro amigo se la ha buscado! —exclamó mi mujer, indignada—. ¡No me extraña que su hermosa chica lo haya castrado!

—Prueba evidente, además, de que la chica ya no era virgen —comentó Penicek.

—¡Cállate, plumífero! —lo reprendió Simonis, irritado.

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