V.

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1. En el que Benny Profane, un desgraciado y un yoyó humano, alcanza su apoquiro

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Más tarde, después del verano, había habido cartas. Las de él, desabridas y llenas de palabras equívocas; las de ella, alternativamente ingeniosas, desesperadas, apasionadas. Un año más tarde se había graduado en Bennington y se había ido a Nueva York a trabajar de recepcionista en una agencia de empleo, y así la había visto en Nueva York, una o dos veces, yendo de paso; y aunque sólo pensaban el uno en el otro casualmente, aunque su mano de yoyó solía estar ocupada en otras cosas, de vez en cuando se producía el invisible tirón umbilical, como la visita némica de esta noche, incitadora, y Profane se preguntaba hasta qué punto era dueño de sí mismo. Había una cosa que tenía que reconocer a favor de ella: nunca había llamado a aquello una relación.

—¿Qué es entonces, eh?

—Un secreto —con su sonrisa de niña que, como Rodgers y Hammerstein en tiempo de tres por cuatro, dejaba a Profane temblando como un flan.

Le visitaba alguna vez, como ahora, por la noche, como un súcubo que entrara con la nieve. No había modo, que él supiera, de impedir la entrada a una ni a otra.

4

La fiesta de final de año, tal como se desarrolló, había de terminar en un nuevo deambular de arriba abajo, en plan yoyó, al menos durante algún tiempo. La asamblea descendió sobre el

Susanna Squaducci, liaron al vigilante nocturno con una botella de vino y permitieron (después de un poco de follón preliminar) que subiera a bordo un grupo procedente de un destructor que estaba en dique seco.

Paola se pegó al principio a Profane, que tenía los ojos puestos en una voluptuosa dama —que decía ser la esposa de un almirante— con un abrigo de algún tipo de piel. Había una radio portátil, meterruidos, vino y más vino. Dewey Gland decidió trepar a un mástil. El mástil estaba recién pintado, pero Dewey siguió subiendo por él, poniéndose rayas como una cebra cuanto más alto llegaba, la guitarra bamboleante por debajo de él. Cuando llegó a las crucetas se sentó, cogió la guitarra y comenzó a cantar en

hillbilly, el dialecto de los montañeses del sur:

Depuis que je suis né

J’ai vu mourir des pères,

J’ai vu partir des frères,

Et des enfants pleurer…[8]

—Otra vez el paracaidista. —Le perseguía esta semana—. Desde que nací —decía— he visto morir padres, he visto hermanos que partían y niños que lloraban…

—¿Cuál era el problema del chaval aerotransportado? —le preguntó a Paola la primera vez que se lo tradujo—. ¿Quién no ha visto esas cosas? Ocurren debido a otras razones, además de la guerra. ¿Por qué echarle la culpa a la guerra? Yo nací en Hooverville, antes de la guerra.

—Ahí está —dijo Paola—.

Je suis né. Nacer. Eso es todo lo que tienes que hacer.

La voz de Dewey sonaba como parte del viento inanimado, allá tan arriba. ¿Qué les había ocurrido a Guy Lombardo y al

Auld Lang Syne?

A las cero horas y un minuto de 1956, Dewey había vuelto a cubierta y Profane se había subido arriba y estaba sentado a horcajadas sobre una verga y miraba a Pig y a la mujer del almirante que estaban copulando exactamente debajo de él. Una gaviota salió del cielo de nieve, describió círculos, se encontró con la verga, a un palmo de la mano de Profane.

—You, gaviota —dijo Profane.

La gaviota no contestó.

—Vaya, vaya —siguió Profane como hablándole a la noche—. Me gusta ver juntarse a la gente joven.

Recorrió con la vista la cubierta principal. Paola había desaparecido. De repente, la cosa entró en erupción. Se oyó una sirena, dos, en la calle. Rugiendo llegaron coches hasta el muelle, Chevrolets grises con el

U.S. Navy escrito en los costados. Se encendieron focos; hombrecillos con gorros blancos y brazaletes SP amarillo y negro se arremolinaban sobre el muelle. Tres juerguistas espabilados corrieron por el costado de babor arrojando al agua tres pasarelas. Un camión con megafonía se unió a los vehículos del muelle, que iban aumentando hasta parecer ya casi todo un parque móvil.

—Está bien, muchachos —comenzaron a berrear cincuenta vatios de voz despersonalizada— está bien, muchachos.

Era todo lo que tenía que decir. La esposa del almirante comenzó a chillar a los cuatro vientos que era su marido, al que por fin habían pescado con ella. Dos o tres de los reflectores les habían clavado allí donde yacían (en flagrante pecado), Pig tratando de abrocharse los trece botones de sus vaqueros en los ojales correspondientes, cosa casi imposible cuando se tiene prisa. Vivas y risas desde el muelle. Algunos de los SS PP cruzaban al estilo de las ratas sobre las estachas de amarre. Ex marineros del

Scaffold, sobresaltados en su sueño bajo cubierta, subían dando traspiés por las escalerillas mientras Dewey gritaba:

—Atención, listos para repeler el abordaje —y blandía la guitarra cual machete.

Profane lo observaba todo y se sintió semipreocupado por Paola. Trató de descubrirla, pero los reflectores no dejaban de moverse y hacían oscilar la iluminación de la cubierta principal. Empezó de nuevo a nevar.

—Supón —le dijo Profane a la gaviota, que le miraba con los párpados entornados—, supón que yo fuera Dios.

Trepó hasta la plataforma y se tumbó sobre el estómago, con la nariz, los ojos y el sombrero de

cowboy sobresaliendo del borde, como un Kilroy[9] horizontal.

—Si yo fuera Dios… —apuntó a un SP—; Zap, SP, ya estás jodido.

El SP siguió con lo que estaba haciendo: golpear en la tripa con una porra de madera a un controlador de incendios llamado Patsy Pagano que pesaba ciento diez kilos.

El parque automovilístico del muelle se incrementó con un vagón de ganado o Negra María, que es como llaman en el argot de la Armada al coche celular.

—Zap —dijo Profane—, vagón de ganado, sigue adelante y cáete por la punta del muelle —lo que estuvo a punto de hacer, pero frenó a tiempo—. Patsy Pagano, que te crezcan alas y sal volando de aquí.

Pero una última pasada de porrazos derribó definitivamente a Patsy. El SP le dejó donde había caído. Se necesitaron seis hombres para moverlo.

—¿Qué es lo que ocurre? —se preguntó Profane.

El ave marina, aburrida con todo eso, despegó con rumbo no especificado. «Quizás», pensó Profane, «Dios debería ser más positivo en vez de andar lanzando rayos todo el tiempo». Señaló con un dedo cuidadosamente.

—Dewey Gland, cántales aquella canción pacifista argelina.

Dewey, a horcajadas ahora de una cuerda de salvamento sobre el puente, rasgueó una introducción en los bordones y comenzó a cantar

Blue Suede Shoes, imitando a Elvis Presley. Profane se dio la vuelta sobre la espalda y se quedó escrutando la nieve con los ojos entornados.

—Bueno, casi —dijo al ave lejana y a la nieve.

Se colocó el sombrero encima de la cara, cerró los ojos y pronto se quedó dormido.

Disminuyó el ruido de abajo. Se transportaban cuerpos y se amontonaban en el vagón de ganado. El camión de la megafonía, después de varias explosiones de ruidos de acoplamiento reactivo, fue desconectado y se lo llevaron. Se apagaron las luces de los reflectores. El efecto Doppler de las sirenas indicaba su alejamiento en dirección al cuartel general de la Patrulla de Costa.

Profane se despertó de madrugada, cubierto con una delgada capa de nieve y sintiendo los síntomas iniciales de un buen catarro. Bajó por los peldaños cubiertos de hielo de la escalerilla, resbalándose un paso sí y otro no. El barco aparecía desierto. Se dirigió bajo cubierta para reaccionar del frío.

Otra vez tenía en las tripas algo inanimado. Ruido unas cubiertas más abajo: el vigilante nocturno, con toda probabilidad.

—Nunca puedes estar solo —murmuró Profane recorriendo de puntillas un pasadizo.

Descubrió una trampa para ratones sobre la cubierta, la cogió con cuidado y la lanzó por el pasadizo. Fue a dar contra un mamparo y saltó con un ruidoso ¡plaf! El ruido de los pasos se interrumpió de manera abrupta. Luego comenzó de nuevo, más cauto, avanzando por debajo de Profane y subiendo por una escalera, hacia donde yacía la ratonera.

—¡Ja, ja! —rió Profane.

Se escurrió por una esquina, encontró otro cepo y lo arrojó por una escalera de la cámara. ¡Plaf! Los pasos retrocedieron bajando la escalera.

Cuatro cepos después, Profane se encontró en la cocina del barco, en la que el vigilante había establecido una primitiva cafetería. Figurándose que el vigilante estaría sumido en confusión durante algunos minutos, Profane puso un cazo de agua a hervir sobre la placa.

—¡Eh! —gritó el vigilante, dos cubiertas más arriba.

—¡Oh, oh! —exclamó Profane.

Salió furtivamente de la cocina y fue en busca de más cepos. Encontró uno en la cubierta inmediata superior, se asomó fuera de la cubierta, lanzó el cepo hacia arriba trazando un arco invisible. Por lo menos estaba salvando ratones. De arriba llegó un ¡plaf! amortiguado y un grito.

—Mi café —musitó Profane y bajó los escalones de dos en dos.

Echó un puñado de granos en el agua hirviendo, se escurrió por el otro lado y por poco se dio de bruces con el vigilante nocturno, que se acercaba al acecho con una ratonera colgando de su manga izquierda. Estaba bastante cerca y Profane pudo ver la expresión paciente y martirizada del rostro del vigilante. El vigilante entró en la cocina cuando Profane acababa de salir. Subió tres cubiertas, antes de escuchar las voces procedentes de la cocina.

—¿Y ahora qué?

Se metió por un pasillo en el que se alineaban camarotes vacíos. Encontró un trozo de tiza abandonado por un soldador y escribió sobre el mamparo: QUE SE JODA EL SUSANNA SQUADUCCI y ABAJO TODOS LOS RICOS HIJOS DE PUTA, lo firmó

El Hombre Enmascarado y se sintió mejor. ¿Quiénes partirían para Italia en este cacharro? Presidentes de consejos de administración, estrellas de cine, mafiosos deportados, probablemente.

—Esta noche —dijo zumbón—, esta noche,

Susanna, me perteneces a mí.

Suya para escribir en ella, para hacer saltar los cepos en ella. Más de lo que jamás haría por ella ningún pasajero de pago. Deambuló por los pasillos recogiendo cepos.

Desde fuera de la cocina comenzó a arrojarlos de nuevo en todas direcciones.

—¡Ja, ja! —rió el vigilante nocturno—. Sigue, sigue haciendo ruido. Yo me estoy tomando tu café.

Y así era. Distraídamente Profane levantó el último cepo. El muelle saltó aprisionando tres dedos entre el primero y el segundo nudillo.

—¿Qué hago? —se preguntó—, ¿gritar?

No. Ya se estaba riendo bastante el vigilante nocturno. Utilizando los dientes consiguió liberar la mano del cepo, lo volvió a montar, lo arrojó por la portilla a la cocina y salió huyendo. Alcanzó el muelle y una bola de nieve le pegó en la nuca, arrancándole de la cabeza el sombrero de

cowboy. Se paró para recoger el sombrero y pensó en devolver el pelotazo. No. Siguió corriendo.

Paola estaba en el

ferry, esperando. Se cogió a su brazo mientras subían a bordo. Todo lo que él dijo fue:

—¿Vamos a salir alguna vez de este

ferry?

—Estás lleno de nieve.

Se puso de puntillas para sacudirle la nieve de encima y él estuvo a punto de besarla. El frío entumecía el magullamiento del cepo. Se había levantado viento, procedente del Norfolk. Esta travesía se quedaron dentro.

Rachel le alcanzó en la estación de autobuses de Norfolk. Se sentaba desmadejado junto a Paola en un banco de madera, descolorido y grasiento por el roce desgastador de una generación de culos de mal asiento, dos billetes de ida para Nueva York, metidos en la tirilla del sombrero. Tenía los ojos cerrados, tratando de dormir. Acababa de soltar amarras sobre el mundo líquido del sueño cuando el sistema de búsqueda dijo su nombre por los altavoces.

Supo inmediatamente, incluso antes de estar del todo despierto, quién debía de ser. Sólo una corazonada. Había estado pensando en ella.

—Querido Benny —dijo Rachel—, he llamado a todas las estaciones de autobuses del país.

Podía oír el ruido de fondo de una fiesta. La noche de final de año. Donde él estaba no había más que un viejo reloj para saber la hora y una docena de individuos sin hogar, aplastados sobre el banco de madera, tratando de dormir. Esperando un autobús de larga distancia que no pertenecía ni a la Greyhound ni a la Trailways,[10] los observaba y la dejaba hablar. Estaba diciendo:

—Vente a casa.

La única voz a la que él permitiría decirle esto, con la excepción de una voz interna que repudiaba por pródiga antes que escucharla.

—Sabes… —intentó decir.

—Te enviaré el dinero para el billete.

Lo haría.

Un sonido hueco y vibrante se arrastraba por el suelo hacia él. Dewey Gland, hosco y huesudo, arrastraba su guitarra detrás de él. Profane la interrumpió con suavidad.

—Está aquí mi amigo Dewey Gland —dijo casi bisbiseando—. Le gustaría cantarte una cancioncita.

Dewey le cantó la vieja canción de la Depresión,

Wanderin: Eels in the ocean, eels in the sea, a redheaded woman made a fool of me… (Anguilas en el océano, anguilas en el mar, una pelirroja me hizo perder la cabeza…). Rachel tenía el pelo rojo, veteado de un gris prematuro; hasta ahora podía recogérselo atrás con una mano, levantarlo sobre la cabeza y dejarlo caer hacia adelante sobre sus ojos rasgados. Lo que para una chica de 1,47 metros y en medias resulta, o debería resultar, un gesto ridículo.

Sintió aquel tirón invisible de cordón umbilical en su sección media. Pensó en unos dedos largos, a través de los cuales, tal vez, podría, de vez en cuando, captar un atisbo del cielo azul.

Y parece como si nunca fuera a interrumpirse.

—Te necesita —dijo Dewey.

La muchacha del mostrador de Información fruncía el ceño. Huesuda, cutis abigarrado: muchacha de algún sitio fuera de la ciudad, cuyos ojos soñaban con risueñas rejas de Buick, precipitado y promiscuo hospedaje de viernes por la noche en cualquier parador de carretera.

—Te necesito —dijo Rachel.

Raspó la barbilla contra el micro del teléfono, haciendo sonidos rechinantes con la barba de tres días. Pensó que en todo el camino hacia el norte, a lo largo de los ochocientos kilómetros de longitud del cable telefónico subterráneo, tenía que haber lombrices de tierra, ciegos gnomos y seres por el estilo, que estarían escuchando. Los gnomos saben un montón de magia: ¿podrían cambiar las palabras, hacer imitaciones vocales?

—¿No te pones en camino? —dijo ella. Detrás se oía a alguien que vomitaba y reía histéricamente a los que miraban. Jazz en el tocadiscos.

Tenía ganas de decir: «¡Dios, todo lo que necesitamos y queremos!». Dijo:

—¿Qué tal la fiesta?

—Es en casa de Raoul —dijo ella.

Raoul, Slab y Melvin formaban parte de una basca de descontentos a la que alguien había bautizado «La dotación enferma». Vivían la mitad de su vida en un bar del bajo West Side llamado Rusty Spoon (La cuchara roñosa). Pensó Profane en el Sailor’s Grave y no hallaba gran diferencia.

—Benny —nunca había llorado, nunca que él recordara. Le preocupó. Pero podía estar fingiendo—.

Ciao.

Esa rara manía de la gente de Greenwich Village de evitar decir adiós. Colgó.

—Hay una pelea cojonuda —dijo Dewey Gland, malhumorado y con los ojos enrojecidos—. El viejo Ploy tiene tal curda que le ha mordido en el culo a un infante de marina.

Si se mira de lado a un planeta dando vueltas en su órbita, se divide el Sol con un espejo y se imagina una cuerda, todo ello parece un yoyó. El punto más alejado del Sol se llama afelio (de

apó y

helios). El punto más distante de la mano del yoyó se denomina, por analogía,

apoquiro.

Profane y Paola partieron aquella noche para Nueva York. Dewey Gland volvió al barco y Profane no le volvió a ver jamás. Pig se había largado en la Harley con destino desconocido. En el Greyhound iba una pareja joven que, en cuanto se durmieran los demás pasajeros, lo harían en el asiento de atrás; un vendedor de sacapuntas que había visto todas las regiones del país y que podía darle a uno información interesante sobre cualquier ciudad, no importaba a cuál se dirigiera uno; y cuatro niños, cada uno de ellos con una madre incompetente, distribuidos estratégicamente por todo el autobús, que producían balbuceos, arrullos, vómitos, practicaban la autoasfixia, babeaban. Por lo menos uno de ellos consiguió no dejar de chillar ni un solo instante durante las doce horas del trayecto.

Cuando entraron en Maryland, Profane decidió ir al toro.

—No es que quiera librarme de ti —entregándole el sobre de un billete con las señas de Rachel escritas a lápiz—, pero no sé cuánto tiempo voy a estar en la ciudad.

No lo sabía.

Ella asintió.

—Entonces ¿estás enamorado?

—Es una buena mujer. Te buscará un trabajo; te buscará un sitio donde estar. No me preguntes si estamos enamorados. Esa palabra no significa nada. Aquí están sus señas. Puedes tomar directamente el IRT[11] de West Side cuando lleguemos.

—¿De qué tienes miedo?

—Duérmete.

Y se durmió. Se durmió tranquilamente sobre el hombro de Profane. En la estación de la calle Treinta y cuatro, en Nueva York, se despidió brevemente de ella.

—Quizás pase a veros. Pero espero que no. Es complicado.

—Le digo que…

—Lo sabrá. Ése es el lío. No hay nada que tú… yo… podamos decirle que ella no sepa.

—Ven a verme, ven. Por favor. Quizás.

—Está bien —le dijo—, quizás.

5

Así pues, en enero de 1956, Benny Profane apareció de nuevo en Nueva York. Entró en la ciudad con los últimos coletazos de unos días de falsa primavera, encontró un colchón en un refugio llamado Our Home (Nuestro Hogar) y un periódico en un quiosco del extremo norte; deambuló por las calles a altas horas de la noche, estudiando los anuncios clasificados a la luz de las farolas. Como de costumbre, nadie en particular le necesitaba.

Si hubiera habido alguien por allí que se acordara de él, habría notado al instante que Profane no había cambiado. Seguía siendo un muchacho ameboideo, blando y gordo, el pelo trasquilado corto, creciendo a retazos, los ojos pequeños como los de un cerdo y demasiado separados. El trabajo en las carreteras no había hecho nada para mejorar al Profane exterior, ni tampoco al interior. Aunque la calle había acaparado una importante fracción de los años de Profane, ella y él habían seguido siendo extraños en todos los sentidos. Calles (calzadas, glorietas, plazas, sitios, panoramas) no le habían enseñado nada: no sabía manejar una corrediza, grúa, tractor auxiliar de descarga; ni poner ladrillos, estirar bien una cinta de medir, mantener quieto un jalón; ni siquiera había aprendido a conducir. Andaba; andaba; pensaba a veces en las naves de un supermercado gigantesco, brillante, su única función deseable.

Una mañana se despertó temprano, no podía volver a dormirse y se le ocurrió el antojo de pasarse el día como un yoyó, yendo de un lado para otro en el metro por debajo de la calle Cuarenta y dos, de Times Square a Grand Central y viceversa. Se abrió paso hacia los lavabos de Our Home, tropezando en el camino con dos colchones vacíos. Se cortó afeitándose, no podía sacar la cuchilla y se hizo un corte en un dedo. Decidió ducharse para limpiarse la sangre. Las llaves de la ducha no querían girar. Cuando encontró por fin una ducha que funcionaba, el agua salía quemando o fría a intervalos imprevisibles. Bailoteó, aullando y tiritando, se resbaló al pisar una pastilla de jabón y casi se desnuca. Al secarse, la toalla deshilachada se le partió en dos y quedó inutilizada. Se puso al revés la camiseta marinera, se pasó diez minutos para conseguir subirse la cremallera de la bragueta y otros quince reparando el cordón de un zapato que se le rompió cuando intentaba atárselo. Todos los silencios de sus canciones mañaneras los ocupaban silenciosas maldiciones. No es que estuviera cansado ni que le fallara notablemente la coordinación de movimientos. Se trataba de algo que sabía desde hacía equis años, siendo como era lo que los judíos llamaban un

schlemihl, un desgraciado, un pobre diablo, a saber: que los objetos inanimados y él no podían convivir en paz.

Profane tomó un tren local de la Lexington Avenue hasta Grand Central. El vagón en el que subió resultó estar repleto de todo tipo de hombres despampanantes, arrebatadoras secretarias que iban al trabajo y chavalas que iban al colegio y estaban de un guapo subido. Era demasiado, demasiado. Débil, se agarró a la barra. A su contextura lunar le llegaban oleadas indefinibles de lubricidad que hacen que todas las mujeres comprendidas entre ciertas edades con una determinada envoltura carnal, se vuelvan inmediata e imposiblemente deseables. Salía de estos arrechuchos con los globos de los ojos todavía oscilantes y con el deseo de tener un cuello rotativo que girase totalmente trescientos sesenta grados.

Después de las horas punta de la mañana, la línea se queda casi vacía, como una playa abandonada después de haberse vuelto a casa los turistas. En las horas comprendidas entre las nueve y mediodía, los residentes permanentes se acercan vacilantes de nuevo hasta la playa, tímidos y al acecho. Desde la salida del sol toda clase de hijos de la abundancia llenan ese mundo hasta sus límites en medio de una atmósfera de verano y vitalidad; ahora vagabundos que duermen y ancianas que reposan, y han estado allí todo el tiempo inadvertidos, restablecen una especie de derecho de propiedad y anuncian la llegada de una temporada de decadencia.

En un undécimo o duodécimo tránsito, Profane cayó dormido y soñó. Le despertaron cerca del mediodía tres muchachos portorriqueños cuyos nombres eran Tolito, José y Kook, diminutivo anglosajonizado de Cucarachito. Hacían un número para sacar dinero, aunque sabían que las mañanas de los días laborables el metro «no es bueno para bailes y bongós». José portaba un bote de café que puesto boca abajo servía para acompañar el ritmo delirante de sus merengues y bayones, y destapado, boca arriba, para recibir de una audiencia comprensiva cospeles, chicles, salivazos.

Profane, despierto, entreabrió los ojos y se les quedó mirando cómo bailaban, cómo daban volteretas sobre las manos, cómo imitaban un galanteo. Se balanceaban colgados de las barras, trepaban abrazados a los tubos; Tolito zarandeando a Kook —el chaval de siete años— por todo el vagón como un tentetieso, poniendo un acompañamiento polirrítmico al ruido del convoy; José con su tambor de lata, antebrazos y manos vibrando más allá del alcance de la vista y con una sonrisa incansable cruzándole los dientes, ancha como el West Side.

Pasaron el bote cuando el tren estaba entrando en Times Square. Profane cerró los ojos antes de que llegaran hasta él. Se sentaron en el asiento de enfrente a contar la recaudación, los pies bailando en el aire. Entraron en el coche dos chicos adolescentes de su barrio: chinos negros, camisas negras, chaquetas de gang negras con la palabra PLAYBOYS pintada con letras de un rojo fuerte sobre el negro. De manera súbita se interrumpió todo movimiento entre los tres del asiento. Se asieron mutuamente y se quedaron mirando atentos, con los ojos muy abiertos.

Kook, el pequeñajo, no podía guardarse nada.

—¡Maricón! —gritó muy contento en español.

Los ojos de Profane se abrieron. El taconeo de los chicos mayores se desplazó, lejano y en

staccato, al vagón contiguo. Tolito puso una mano encima de la cabeza de Kook y se la empujó hacia abajo tratando de hacerla desaparecer de la vista a través del suelo. Kook se escabulló. Las puertas se cerraron y el convoy inició de nuevo la marcha en dirección a Grand Central. Los tres dirigieron su atención a Profane.

—¡Eh, señor! —dijo Kook. Profane le observó, con cierta cautela.

—¿Cómo es que…? —dijo José. Se colocó distraídamente el bote de café encima de la cabeza, desde donde se le resbalaba sobre las orejas.

—¿Cómo es que no se ha bajado en Times Square?

—¿Iba dormido? —preguntó Tolito.

—Es un yoyó —dijo José—. Espera y verás.

Se olvidaron de momento de Profane, se fueron al vagón de delante y repitieron su número. Volvieron cuando el tren arrancaba otra vez de Grand Central.

—¿Lo ves? —dijo José.

—¡Eh, señor! —dijo Kook—, ¿por qué no bajó?

—¿Está sin trabajo? —preguntó Tolito.

—¿Por qué no caza usted caimanes como mi hermano? —preguntó Kook.

—El hermano de Kook los mata con una escopeta de caza —dijo Tolito.

—Si le hace falta un trabajo, debe ir a cazar caimanes —añadió José.

Profane se rascó la tripa. Miró al suelo.

—¿Es fijo? —preguntó.

El metro entró en la estación de Times Square, regurgitó pasajeros, tomó otros nuevos, cerró sus puertas y se adentró chirriando túnel adelante. Otro convoy entró por una vía diferente. Los cuerpos se arremolinaban bajo la luz marrón; un altavoz anunciaba los trenes. Era la hora de comer. La estación del metro comenzó a hervir de ajetreo, a llenarse de ruido y movimiento humanos. Volvían las recuas de turistas. Llegó otro tren más, abrió, cerró, partió. Aumentaba la presión sobre las plataformas de madera, junto con una sensación de incomodidad, hambre, vejigas molestas, sofoco. Volvió el primer tren.

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