V.

V.


1. En el que Benny Profane, un desgraciado y un yoyó humano, alcanza su apoquiro

Página 6 de 60

Entre la gente que se apretujaba para entrar, esta vez había una chica joven que llevaba un abrigo negro; el pelo largo le caía por fuera. Miró en cuatro vagones antes de dar con Kook, que estaba sentado al lado de Profane, observándole.

—Quiere ayudar a Angel a matar caimanes —le dijo el niño.

Profane dormía, recostado en diagonal en el asiento.

En su sueño estaba, como de costumbre, totalmente solo. Caminaba de noche por una calle en la que no había nada con vida, salvo su campo de visión. Tenía que ser de noche en aquella calle. Las luces brillaban sin oscilación sobre bocas de agua y tapas de alcantarilla que yacían esparcidas por la calle. Acá y allá aparecían señales de neón, formando palabras que no recordaría al despertar.

De algún modo se relacionaba todo con un cuento que había oído contar una vez, sobre un niño que nació con un tornillo dorado donde debería tener el ombligo. A lo largo de veinte años consulta con médicos y especialistas de todo el mundo, tratando de deshacerse del tornillo, pero sin éxito. Por último, en Haití, va a ver a un médico vudú que le administra una pócima de olor nauseabundo. Se la bebe, se echa a dormir y tiene un sueño. En este sueño se encuentra en una calle, iluminada con lámparas verdes. Siguiendo las instrucciones del hechicero, toma dos a la derecha y una a la izquierda desde su punto de origen, encuentra un árbol que crece junto a la séptima farola, del que cuelgan por todas partes globos de colores. En la cuarta rama desde la copa hay un globo rojo; lo rompe y en el interior encuentra un destornillador con un mango de plástico amarillo. Con el destornillador se extrae el tornillo del abdomen y tan pronto como esto ocurre se despierta del sueño. Es por la mañana. Se mira el ombligo y el tornillo ha desaparecido. Por fin se ha levantado aquella maldición que ha durado veinte años. Delirante de alegría salta de la cama y se le cae el culo.

A Profane, solo en medio de la calle, siempre le parecía que quizás estuviera buscando la manera de que su propio despiezamiento resultara plausible como el de cualquier máquina. Era siempre en este punto donde comenzaba el miedo: aquí donde se convertía en pesadilla. Porque en ese momento, si seguía andando por aquella calle, no sólo su culo, sino también sus brazos, piernas, la esponja que tenía por cerebro y el reloj que tenía por corazón, habrían de quedarse atrás rociando el pavimento, esparcidos entre tapas de alcantarilla.

¿Era el hogar, la calle iluminada con luz de mercurio? ¿Retornaba como el elefante a su cementerio, para tumbarse y convertirse pronto en mole de marfil en la que dormían, latentes, exquisitas formas de figuras de ajedrez, rascadores de espalda, huecas esferas chinas de obra calada contenidas unas dentro de otras?

Esto era lo único que tenía para soñar; lo único que jamás había tenido: la calle. Pronto se despertó, sin haber encontrado ningún destornillador, ninguna llave, ninguna clave. Se despertó delante del rostro de una muchacha cercano al suyo. Kook aparecía al fondo, los pies estirados hacia afuera, la cabeza colgando. De dos vagones más adelante, sobrepasando el ruido del metro, llegaba el ruido de sonajero metálico del bote de café de Tolito.

Era un rostro joven, suave. Tenía un lunar marrón en una mejilla. Le había estado hablando antes de que abriera los ojos. Quería que él fuera a su casa con ella. Su nombre era Josefina Mendoza, era hermana de Kook y vivía en la parte alta. Ella tenía que ayudarle. Profane no tenía la menor idea de lo que estaba ocurriendo.

—¿Qué, señorita? —preguntó—, ¿qué?

—¿Le gusta estar aquí? —gritó ella.

—No me gusta, señorita, no —dijo Profane.

El tren, lleno, se dirigía hacia Times Square. Dos señoras ancianas que habían estado de compras en Bloomingdale’s comenzaron a mirarles con hostilidad desde el fondo del vagón. Fina empezó a gritar. Los otros chavales volvieron abriéndose paso, cantando.

—¡Socorro! —gritó Profane.

No sabía a quién se lo pedía. Se había despertado amando a todas las mujeres de la ciudad, deseándolas a todas, y aquí había una que quería llevarle a su casa. El convoy entró en Times Square; se abrieron las puertas. En un arrebato, sólo a medias consciente de lo que hacía, echó un brazo por encima de Kook y salió a toda prisa del vagón. Fina, con atisbos de pájaros tropicales saliendo de su vestido verde cada vez que se le abría el abrigo negro, le siguió, llevando de la mano, en línea, a Tolito y a José. Recorrieron la estación bajo una cadena de luces verdes, Profane tropezando en su galope corto y poco atlético con papeleras y máquinas de coca-cola. Kook se desasió y se adentró abriéndose paso por entre la multitud del mediodía.

—¡Luis Aparicio! ¡Luis Aparicio! —gritó, deslizándose hacia alguna placa particular, haciendo estragos al pasar entre una formación de Girl Scouts.

Al bajar las escaleras que daban a la línea local que sube a la parte norte, había un tren esperando; Fina y los niños entraron; cuando Profane hizo intención de meterse, se cerraron las puertas y le cogieron en medio. Fina y su hermano abrieron mucho los ojos. Lanzando un grito ahogado cogió la mano de Profane y tiró de él, y sucedió un milagro. Las puertas volvieron a abrirse. Fina le atrajo hacia el interior, hacia su tranquila zona de influencia. Lo supo repentinamente: aquí, por ahora, Profane el

schlemihl puede moverse ágil y seguro. Durante todo el trayecto hacia casa, Kook cantó una canción en castellano,

Tienes mi corazón, que había oído una vez en una película.

Vivían en la parte alta, en la zona de las calles Ochenta, entre Amsterdam Avenue y Broadway. Fina, Kook, la madre, el padre y otro hermano llamado Angel. A veces el amigo de Angel, Jerónimo, venía y se quedaba a dormir sobre el suelo de la cocina. El viejo recibía socorro de la beneficencia pública. La madre se enamoró enseguida de Profane. Le dieron la bañera para dormir.

Al día siguiente, Kook lo encontró durmiendo en ella y abrió el agua fría.

—¡Santo cielo! —aulló Profane resoplando y despertándose.

—Tío, tienes que ir a buscar trabajo —dijo Kook—. Lo dijo Fina.

Profane saltó fuera de la bañera y salió en persecución de Kook por el pequeño apartamento, dejando detrás de sí un rastro de agua. En el cuarto que daba a la calle tuvo que saltar por encima de Angel y de Jerónimo, que estaban allí tumbados bebiendo vino y charlando sobre las muchachas que irían a mirar aquel día en el Riverside Park. Kook escapó, riendo y gritando: «¡Luis Aparicio!». Profane se quedó tumbado allí con la nariz apretada contra el suelo.

—Toma vino —dijo Angel.

Unas horas más tarde bajaban todos ellos haciendo eses por los escalones de la vieja arenisca parda, tremendamente borrachos. Angel y Jerónimo discutían si era demasiado tarde para que las chicas estuvieran en el parque. En el centro de la calle tiraron en dirección oeste. El cielo estaba nublado y triste. Profane iba topándose con los coches. Al llegar a la esquina invadieron un puesto de salchichas y bebieron piña colada para despejarse. No les hizo ningún efecto. Se dirigieron al Riverside Drive, donde Jerónimo se desplomó. Profane y Angel lo levantaron y cruzaron corriendo la calle llevándole como un ariete, bajaron por una colina y se adentraron en el parque. Profane tropezó con una piedra y los tres fueron a parar al suelo. Yacían sobre el césped helado mientras un grupo de críos con abultados abrigos de lana correteaban por encima de ellos jugando a lanzar y coger un bolso amarillo brillante. Jerónimo empezó a cantar.

—Macho —dijo Angel—, ahí viene una.

Venía paseando un feo y raquítico perro de lanas. Joven, con una larga cabellera que bailaba y soltaba destellos contra el cuello del abrigo. Jerónimo interrumpió la canción para decir «coño» y sacudir los dedos. Luego continuó cantando, dedicándole la canción ahora a ella. La muchacha no les hizo caso sino que siguió andando en dirección a la parte alta de la ciudad, con expresión serena y sonriendo a los árboles desnudos. Los ojos de los muchachos la siguieron hasta que se perdió de vista. Se sentían tristes.

Angel suspiró.

—¡Hay tantas! ¡Tantos millones y millones de muchachas! Aquí en Nueva York, y en Boston, donde estuve una vez, y en otras mil ciudades… Es descorazonador.

—También en Jersey —dijo Profane—. He trabajado en Jersey.

—Un montón de género de primera, en Jersey —apuntó Angel.

—En la carretera —puntualizó Profane—. Iban todas en coches.

—Jerónimo y yo trabajamos en las alcantarillas. Bajo la calle. No se ve nada allí abajo.

—Bajo la calle —repitió Profane después de un minuto—, bajo la calle.

Jerónimo dejó de cantar y le contó a Profane cómo era la cosa. ¿Se acordaba de los caimancitos? El año pasado o el anterior, les dio a todos los críos de Nueva York por comprarse unos caimanes pequeñitos para tenerlos en casa. Los vendían en Macy’s a cincuenta centavos y no había niño que no quisiera tener su caimán. Pero enseguida se cansaron de ellos. Algunos los soltaron en la calle, pero la mayor parte se les escaparon por las alcantarillas. Y éstos habían crecido y se habían reproducido, alimentándose de ratas y de desperdicios, y ahora andaban ya grandes, ciegos, albinos, por todo el alcantarillado de la ciudad. Ni Dios sabía todos los que podía haber allí abajo. Algunos se habían vuelto caníbales porque en la zona donde vivían se habían comido ya a todas las ratas o éstas habían huido aterrorizadas.

A raíz del escándalo del año anterior a causa de las alcantarillas, el Departamento había tomado cartas en el asunto. Hicieron un llamamiento pidiendo voluntarios que bajaran con escopetas y terminaran con los caimanes. No se presentaron muchos. Y los que lo hicieron lo dejaron pronto. Angel y él, dijo Jerónimo con orgullo, llevaban tres meses más que todos los demás.

Profane, repentinamente, estaba sobrio.

—¿Siguen buscando voluntarios? —dijo despacio.

Angel comenzó a cantar. Profane giró sobre su cuerpo y miró a Jerónimo con los ojos encendidos.

—¿Eh?

—Seguro —dijo Jerónimo—. ¿Has usado ya una escopeta?

Profane dijo que sí. No la había utilizado nunca, ni lo haría jamás al nivel de la calle. Pero una escopeta debajo de la calle, bajo la calle, sería perfecto. A lo mejor se mataba con ella, pero quizás también eso fuera perfecto. Podía probar.

—Hablaré con míster Zeitsuss, el jefe —dijo Jerónimo.

El globo apareció un segundo suspendido, en el aire, alegre y brillante.

—Mira, mira —gritaban los muchachos—. ¡Mira cómo cae!

Ir a la siguiente página

Report Page