Underworld

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Capítulo 19

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Capítulo 19

Cuando por fin logró salir a trancas y barrancas de la cripta, Kraven se sentía como si un aquelarre entero de vampiresas voraces lo hubiera dejado seco. ¡Gracias a la Providencia!, pensó temblando, a un tiempo aliviado y sorprendido por haber sobrevivido al encuentro con Viktor. Había olvidado lo amenazante que podía llegar a ser su sire.

Al final, el autocrático Antiguo se había limitado a expulsar a Kraven de su presencia para poder ponderar las cosas en privado. Kraven lo había obedecido con sumo gusto y se había marchado con cierto alivio a sabiendas de que, al menos durante algún tiempo, el recién despertado Antiguo estaba confinado en los límites de la cámara de recuperación. No obstante, no era tan necio como para creer que Viktor languidecería demasiado tiempo en las tenebrosas entrañas de la mansión. Muy pronto Viktor saldría de la cripta en posesión de toda la fuerza y majestad de antaño.

Debo prepararme, pensó Kraven, antes de que sea demasiado tarde.

Para su asombro, se encontró con la sirvienta —Erika—, que lo esperaba en la cámara de observación que había al otro lado de la cripta. El resto de las chismosas doncellas había abandonado el lugar, sobresaltadas sin duda por la inquietante resurrección de Viktor, y sin embargo Erika se había quedado a esperarlo, apoyada con aire tenso sobre el borde de un banco de mármol tallado. En cuanto Kraven salió de la cripta se puso en pie de un salto.

—¡Mi señor!

Tras haber tenido que mantener a raya todos sus miedos y resentimientos durante su espantosa audiencia con Viktor, Kraven dio las gracias a la oportunidad de dar rienda suelta a sus emociones con alguien considerablemente menos imponente que el Antiguo. Aquella criada miserable era tan insignificante en el esquema de las cosas que podía permitirse el lujo de hablar con libertad delante de ella. En realidad era como hablarle a una habitación vacía.

—¡Esa zorra me ha traicionado! —gritó, aventando lo más amargo de su bilis para Selene y su compañero licano. Se apartó de las paredes insonorizadas de la cripta y puso una considerable distancia entre el horripilante espectro que residía ahora al otro lado y él mismo—. ¡Y ahora Viktor sabe todo lo que la ha estado obsesionando este tiempo!

Pero, ¿cuánto sabía o sospechaba Selene en realidad?

Erika, que se había acercado a él, se encogió al oír el acaloramiento con el que denunciaba a Selene. Estaba claro que no le gustaba que la pasión de su señor se dirigiera a otra vampiresa, por muy amarga que fuera su disposición. Seductora e insegura, alargó el brazo hacia él para tratar de reconfortarlo. Sus pequeñas manos se posaron con suavidad sobre su brazo.

Irritado, Kraven la apartó sin miramientos. ¡Zorra estúpida! Estaba furioso. Lo último que necesitaba en aquel momento era que una lacaya enamorada se le echara encima. ¡Su vida eterna corría peligro!

Erika se tragó un sollozo y se apartó de él, al tiempo que su rostro vampírico enrojecía de vergüenza y desconcierto. La evidente profundidad de su congoja se abrió camino entre las obsesivas preocupaciones de Kraven y lo invitó a reconsiderar la devoción de la criada. Puede que no fuera inteligente desechar con tanta rapidez a una devota tan ferviente.

—¡Espera! —le gritó.

Erika se detuvo como si acabara de caer un rayo sobre ella. Sus ojos violetas estaban inundados de lágrimas cuando se volvió hacia él. Un reguero carmesí manchaba sus mejillas.

Por vez primera en casi treinta años, Kraven miró a Erika de verdad e inspeccionó su cabello rubicundo, su piel sedosa y su preciosa figura. Los hombros blancos y desnudos y la garganta tentadora ofrecían la perspectiva de unos deleites cremosos bajo el negro y sugerente vestido. Aunque no fuera una diosa irresistible como Selene, era una auténtica preciosidad, había que admitirlo.

Se acercó a la paralizada doncella que lo miraba temblando, con las manos delante de los labios, como si temiera ponerle voz a las tumultuosas emociones que atormentaban su alma. Estuvo a punto de fundirse cuando Kraven le puso las dos manos sobre los hombros desnudos y le miró los ojos.

—¿Puedo confiar en ti? —le preguntó.

Ella asintió y sonrió. Sus ojos adoradores y su expresión radiante le dijeron todo lo que necesitaba saber. Sus deseos eran órdenes para ella.

El viejo y derruido edificio, situado en uno de los rincones menos atractivos del centro de Pest, era un montón de ladrillos feo y nada atractivo, a todas luces construido después de la guerra, cuando la ciudad estaba en manos de los soviéticos. Décadas de contaminación habían ennegrecido la fachada en su totalidad y las ventanas cegadas con planchas de acero y cubiertas de pintadas y graffiti evidenciaban que llevaba algún tiempo abandonado.

O eso parecía.

—Éste es uno de los lugares que utilizamos para realizar interrogatorios —le explicó Selene mientras subía el coche al bordillo. La lluvia había parado por fin pero las calles y callejones seguían mojados. La luna gibosa que asomaba entre los chatos edificios del vecindario se reflejaba en los grasientos charcos.

Tras aparcar el sedán en un cercano y discreto callejón, salió y subió con Michael los resbaladizos escalones del edificio. Acto seguido, abrió el candado que mantenía cerrada la puerta principal. Entraron en un vestíbulo sombrío y Michael oyó ratas que escapaban, sorprendidas por la aparición de aquellos visitantes tardíos. Selene encendió una lámpara, quizá como concesión a la visión meramente humana de Michael, y recorrió el vestíbulo cubierto de basura con su haz frío y blanco. Una escalera ruinosa conducía a los pisos superiores y Selene empezó a subir los crujientes peldaños mientras iluminaba el camino con el foco.

Michael la siguió en silencio, mientras su cerebro a punto de estalla seguía tratando de asumir las revelaciones asombrosas que Selene le había hecho antes. O, más bien, decidir qué parte de la historia debía creer, si es que debía creer alguna. Hombres-lobo y vampiros… oh, Dios mío, pensó.

Lo más espeluznante de todo era que, en contra de todas las fibras de su mente racional y moderna del siglo XXI, estaba empezando a considerar la idea absurda de que era posible, sólo posible, que Selene estuviera diciendo la verdad. En cuyo caso él estaba metido en la peor de las mierdas imaginables.

—Bueno, ¿y qué es lo que haces? —preguntó cautelosamente mientras subían las escaleras, un fatigoso piso tras otro. Su cuerpo maltrecho y agotado protestaba contra la gravedad a cada paso que daba—. ¿Matar gente y beber su sangre?

Selene sacudió la cabeza.

—Hace cientos de años que no nos alimentamos de seres humanos. —A diferencia de Michael, a ella no parecía haberle afectado la agotadora subida—. Llama demasiado la atención.

Llegaron al final de las escaleras y abrió una gruesa puerta de madera en el sexto piso. Entró, encendió una luz y a continuación indicó a Michael que la siguiera. A falta de una idea mejor, éste lo hizo.

Entre libremente y por propia voluntad, pensó, recordando una línea de Drácula. Había leído el libro hacía años, en el instituto, pero nunca había creído que fuera a vivirlo en carne viva. Pase a mi guarida…

Unos fluorescentes que se fueron encendiendo en sucesión mostraron una sala pequeña y espartana equipada con escaso mobiliario. No había camas ni sofás, sólo varias sillas de metal, unos pocos armeros en las paredes y cajas de munición pulcramente apiladas en el suelo. Las paredes y el suelo estaban desnudas de toda ornamentación, excepción hecha de un viejo calendario pasado de fecha clavado en una de aquellas. Una especie de piso franco, comprendió Michael, a pesar de que hasta el día presente su conocimiento de tales cosas se debía simplemente a las novelas y películas de espías.

Selene pulsó un interruptor en la pared y se produjo un zumbido electrónico. Una serie de paneles de metal oxidado se deslizaron hacia abajo y apareció una ventana que daba a la calle. Se aproximó con cautela a la ventana y a continuación se arriesgó a echar un vistazo al exterior y asintió para sí con aire sombrío.

Todo despejado, supuso Michael. Trató de no pensar demasiado en que, si Selene había dicho la verdad, estaba buscando hombres-lobo.

En un rincón del cuarto, junto a una caja de munición de madera, zumbaba un pequeño refrigerador portátil. Selene se apartó de la ventana y abrió la nevera. Michael vio en su interior lo que parecían varias docenas de bolsas de plasma. ¿Suministros médicos de emergencia, se preguntó, incómodo, o la cena?

Selene sacó un paquete del frigorífico y se lo arrojó a Michael. Para su propio asombro y a pesar de que estaba tan frío como la muerte éste lo cogió.

La sangre helada estaba fría al tacto, como un carámbano. Michael se resistió al impulso de pegársela a la dolorida frente y en su lugar inspeccionó el logotipo de la etiqueta.

—Industrias Ziodex —leyó en voz alta.

Reconoció el nombre. Ziodex era una de las compañías más importantes de la industria biofarmacéutica. El Hospital Karolyi utilizaba asiduamente sus productos.

—Es nuestra —afirmó Selene, lo que explicaba, entre otras cosas, quién pagaba el mantenimiento de la opulenta mansión—. Primero fue el plasma sintético. Ahora esto. Cuando sea aprobado, nos hará ricos.

Michael dio la vuelta a la bolsa y leyó la etiqueta. Sus ojos inyectados en sangre estuvieron a punto de salírsele de las órbitas al comprender lo que tenía entre las manos.

—Sangre clonada —susurró, sin saber muy bien si debía sentirse impresionado u horrorizado. Como estudiante de medicina, sabía que se habían hecho investigaciones en aquel campo pero ignoraba que Ziodex estuviera tan avanzada.

—Espera —protestó. Se acababa de percatar de una contradicción—. Antes has dicho que los… vampiros —pasó con torpeza sobre la palabra— llevan siglos sin alimentarse de sangre humana. No creo que existiera la sangre clonada hace cien años.

—Por supuesto que no —dijo Selene. Para gran alivio de Michael, no se sirvió una refrescante pinta de plasma. Probablemente hubiera sido más de lo que podía soportar en aquel momento—. Por orden de los Antiguos, nos alimentamos de sangre de ganado. Hacerlo con los seres humanos era inmoral, además de peligroso. No teníamos ganas de atraer las horcas… y las estacas de madera, de la población enfurecida. —Le quitó a Michael la bolsa, que empezaba a deshelarse, y volvió a guardarla en la nevera—. El plasma sintético y la sangre humana clonada son innovaciones relativamente recientes.

Michael no tuvo valor para preguntar si la sangre clonada tenía el mismo sabor que la normal.

—Entonces, ¿los vampiros ya no beben sangre de verdad?

En cierto modo espeluznante, era casi una desilusión, algo así como descubrir que Lizzie Borden no había despedazado a sus padres en realidad.

Selene titubeó antes de responder y entonces se puso un poco a la defensiva.

—Bueno, no necesitamos beber sangre humana para sobrevivir, pero a algunos vampiros les gusta beber sangre real en ocasiones, por placer. —Evitó su mirada. Estaba claro que el tema le resultaba incómodo—. De otros vampiros, quiero decir, y de ciertos… donantes humanos.

—¿Donantes voluntarios? —preguntó Michael.

—En teoría —respondió ella con voz sombría. Michael tuvo la impresión de que algunos vampiros eran más escrupulosos que otros en lo referente a su alimentación. Creía que sabía a qué clase pertenecía Selene pero a pesar de ello se llevó la mano a la garganta. Al mismo tiempo, una parte de él seguía sin poder creer que estuviera participando en una discusión seria sobre los hábitos alimenticios de los vampiros.

O sea, vamos… ¿vampiros?

Un silencio incómodo se apoderó de la habitación. Las piernas temblorosas de Michael le recordaron lo enfermo y cansado que estaba y se dejó caer sobre la más cercana de las sillas de titanio, que parecía muy dura y capaz de sostener a un gorila adulto… o quizá a un hombre-lobo de tamaño monstruo. Su mirada perpleja vagó ausente por la habitación hasta detenerse en una mesa de acero de grandes dimensiones que había cerca. Sobre la mesa descansaba una bandeja llena de instrumentos quirúrgicos, cubierta por una capa grisácea de polvo y telarañas.

—¿Para qué es eso? —preguntó. El médico de su interior estaba escandalizado por la falta de esterilidad de los escalpelos y bisturís y otras herramientas, muchas de las cuales mostraban restos de sangre seca, herrumbre o una horripilante combinación de ambas. ¿Es que los vampiros no tienen que preocuparse de las infecciones?, se preguntó, volviendo a emplear de mala gana la palabra con «v».

—Los licanos son alérgicos a la plata —le informó Selene. Sacó una de sus pistolas y la colocó sobre la mesa, junto a la bandeja del instrumental—. Tenemos que sacarles las balas deprisa o se mueren en medio del interrogatorio.

No había el menor remordimiento en su tono. Si acaso, parecía mucho más cómoda discutiendo técnicas de interrogatorio de lo que había estado al divulgar las interioridades del estilo de vida de los vampiros.

Michael la miró con horror. Trató de imaginar su exquisita belleza interrogando a un hombre-lobo prisionero y no lo consiguió.

—¿Y qué pasa después?

—Volvemos a meter las balas —dijo, y se encogió de hombros.

Lucian y Singe caminaban por un pasadizo en ruinas que discurría a gran profundidad bajo la ciudad dormida. Al científico licano le desagradaba abandonar su laboratorio subterráneo pero Lucian había insistido en que Singe lo acompañara para supervisar los preparativos de la histórica noche del día siguiente. En cualquier caso, reconoció Singe para sus adentros, no tenía mucho más que hacer hasta que el humano, Michael Corvin, no hubiera sido liberado. En esencia, el experimento principal estaba en espera.

—Sería conveniente —dijo Lucian— vigilar con más atención a nuestros sedientos primos.

Singe comprendió que Lucian se refería a los vampiros. A diferencia de los miembros menos instruidos de la manada, Singe era muy consciente de los profundos vínculos genéticos que unían a los licántropos con sus adversarios no-muertos. Ambas razas compartían un mismo origen, oculto ahora bajo siglos de conflicto y superstición.

—Enviaré a Raze inmediatamente —le aseguró a Lucian. Un poco de vigilancia adicional no podía hacer ningún mal, en especial ahora que todo estaba en juego y que Raze se había recobrado lo bastante de sus heridas para encargarse de semejante misión.

Lucian se detuvo y puso una mano sobre el flaco hombro de Singe. El colgante metálico que llevaba al cuello atrapaba la luz de los parpadeantes fluorescentes del techo. Singe nunca había visto a su líder sin el brillante talismán. Una curiosa manía, pensó el viejo científico, pero una manía que jamás se hubiera atrevido a cuestionar. Es raro que una criatura tan instruida y visionaria luzca sobre su persona una baratija tan arcaica.

—Me temo que voy a tener que recurrir otra vez a ti, amigo mío —dijo Lucian—. El tiempo se agota y necesito la ayuda de mis mejores colaboradores.

Singe reprimió un suspiro de impaciencia.

Soy un científico, protestó en silencio. ¡Debo estar en mi laboratorio! ¿Pero quién era él para cuestionar las instrucciones de su amo? De no haber sido por Lucian, habría muerto de leucemia hacía generaciones.

—Como desees —asintió.

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