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Primera parte » Línea Marunouchi (destino a Ogikubo) » «Tenía la impresión de estar viendo un programa de televisión»

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«Tenía la impresión de estar viendo un programa de televisión»

MITSUO ARIMA (41)

El señor Arima vive al sur de Tokio, en la vecina ciudad de Yokohama. Su aspecto cuidado, su ropa elegante y su porte, le dan un aspecto juvenil. Se define a sí mismo como un optimista amante de la diversión. Es elocuente y a primera vista destaca su poca predisposición a la seriedad. Hasta que uno se sienta a hablar con él, no resulta sencillo darse cuenta de que ya tiene un pie en la madurez. Después de todo, los cuarenta son un punto de inflexión, una edad en la que la gente empieza a preguntarse por el sentido de las cosas.

Casado y con dos hijos, el señor Arima trabaja para una empresa de cosméticos. Toca la guitarra por pura diversión en una banda formada por amigos. Debido a unos compromisos laborales, tuvo la mala fortuna de tomar la línea Marunouchi, que normalmente nunca utiliza, el día del atentado y resultó afectado por el gas. ¿Cómo cambió su vida y su conciencia ese giro imprevisto del destino?

La semana anterior al atentado estuve de baja por una gripe. Fue la primera vez en mi vida adulta que me vi obligado a guardar cama. Normalmente nunca caigo enfermo.

Allí estaba yo aquel día. Volvía al trabajo después de una larga ausencia, razón por la cual quería llegar a la oficina un poco antes y disimular así el tiempo perdido. (Risas.) Salí de casa diez minutos antes de lo normal.

En el tren de Yokohama que se dirige hacia el oeste, a Hachioiji, donde está la empresa, procuro sentarme y aprovechar para leer tranquilamente el periódico. Sin embargo, aquel día tenía que ir a la oficina de Shinjuku, en el centro, para una reunión con gerentes regionales. Tenía previsto pasar allí la mañana y regresar luego a Hachioiji.

La reunión empezaba a las 9:30 de la mañana. Salí de casa antes de las 7; tomé la línea de Yokosuka hasta Shimbashi. Allí cambié al metro, a la línea Ginza hasta Akasaka-mitsuke. Por último, tomé la línea Marunouchi hasta la estación de Shinjuku-gyoenmae. En total es un trayecto de hora y media. En la línea Marunouchi hay menos gente después de Akasaka-mitsuke, por lo que tenía asegurado un asiento libre. Efectivamente, me senté y, nada más hacerlo, noté un olor ácido. Es verdad que a veces los trenes huelen raro, pero déjeme que le diga que aquél no era un olor corriente. Recuerdo que la señora que estaba sentada frente a mí se tapaba la nariz con un pañuelo, pero aparte de eso, no había nada extraño. No tenía ni idea de que ese olor era de gas sarín. Más tarde relacioné las cosas y me dije: «Sí, claro. Era eso».

Me bajé en Shinjuku-gyoenmae y me dirigí a la oficina. Estaba todo muy oscuro. Era como si alguien hubiera apagado las luces. Cuando salí de casa aquella mañana, amanecía un día espléndido, pero al volver a salir a la calle todo estaba sumido en la penumbra. Pensé que el tiempo se había estropeado de repente durante el trayecto. Miré hacia arriba y, para mi sorpresa, me di cuenta de que no había una sola nube en el cielo.

En aquella época tomaba un antihistamínico para la alergia al polen. Pensé que se trataba de una reacción adversa, un efecto secundario o algo así. No era el mismo que había tomado en otras ocasiones. Sí, quizá fuera eso, me repetí: un efecto secundario.

Llegué a la oficina y todo seguía sumido en la penumbra. Estaba como aletargado, desfallecido. Me desplomé en la silla. Miré por la ventana. Al finalizar la reunión, salimos todos juntos a comer algo. Mi vista no mejoraba. Todo seguía oscuro, no tenía hambre, no quería hablar con nadie. Comí en silencio sin dejar de sudar. Había pedido ramen, esa sopa de fideos con salsa de soja que tanto nos gusta en Tokio. En la tele del restaurante tenían sintonizada una de esas cadenas de información continua. Hablaban de un atentado con gas. Mis compañeros bromearon: «¡Vaya! Parece que te han envenenado con sarín». Me había convencido de que era culpa del antihistamínico, así que también me lo tomé a broma.

Después del almuerzo retomamos la reunión. No me sentía bien. Decidí ir al médico. Me disculpé con mis compañeros. Salí de la oficina sobre las dos de la tarde. Para entonces ya me preguntaba seriamente si mi malestar no se debería en realidad al sarín.

Para estar más tranquilo acudí a la consulta del médico que me había recetado la medicina para la gripe. Aún dudaba sobre la causa de mi malestar, no sabía si se debía a ese medicamento o al gas. Regresé a Yokohama. Le expliqué al doctor lo que me pasaba, que en el momento del atentado viajaba en metro. Me examinó las pupilas y determinó que tenía que ser hospitalizado de urgencia.

Me llevaron en ambulancia al Hospital Universitario de Yokohama. Entré por mi propio pie, ya que mis síntomas aún eran leves. Las jaquecas empezaron más tarde. A medianoche sentí un fuerte dolor, sordo. Llamé a la enfermera. Me puso una inyección. No era un dolor especialmente agudo, sino que más bien me oprimía sin descanso. Así transcurrió una hora entera. Pensé que estaba en un buen lío. Al poco tiempo, el dolor empezó a remitir. «Sí, lo voy a superar», me dije para animarme.

Me echaron unas gotas para dilatar las pupilas que casi surtieron demasiado efecto; se me dilataron por completo. Cuando me desperté a la mañana siguiente, el resplandor era insoportable… Colocaron una especie de mosquitera alrededor de la cama para atenuar la intensidad de la luz, pero por culpa de las gotas me vi obligado a pasar otro día más en el hospital.

Mi familia vino a visitarme por la mañana. Aún no estaba en condiciones de leer el periódico, pero ya me había enterado de la gravedad del atentado. Había víctimas mortales. Yo mismo podía haber sido una de ellas. Por extraño que parezca, tomar conciencia de ello no me afectó especialmente. Mi única reacción fue: «Bueno, al menos he salido bien parado». Me había encontrado en el centro mismo del atentado y, en lugar de echarme a temblar ante la presencia real de la muerte, más bien tenía la impresión de estar viendo un programa de televisión. Me sentía como si observara el problema de otra persona.

Tuvo que pasar un tiempo hasta que llegué a preguntarme cómo era posible que hubiera demostrado tan poca sensibilidad ante el dolor ajeno. Debía haber reaccionado de otra forma desde el primer momento. En otoño, finalmente, me hundí.

¿Qué quiere decir exactamente con que se hundió?

Sucedió poco a poco. Me preguntaba cosas como, por ejemplo: si alguien se hubiera derrumbado justo frente a mí, ¿le habría ayudado? Quería responderme que sí, pero ¿y si hubiera caído cincuenta metros más allá? ¿Me habría desviado de mi camino para ir a ayudarle? En ese caso probablemente habría pensado que no era asunto mío, habría continuado mi camino sin más. De haberme parado habría llegado tarde al trabajo…

Desde que terminó la guerra, la economía japonesa ha crecido a toda velocidad, hasta el punto de que hemos perdido todo sentido espiritual y lo único que nos importa ahora son las cosas materiales. El principio básico de que uno no puede herir a los demás ha desaparecido. Es algo de lo que ya se ha hablado muchas veces, lo sé, pero el atentado me ayudó a darme cuenta de la realidad. ¿Qué sucede cuando se cría a los hijos con esa mentalidad? ¿Acaso existe excusa para hacer algo así?

Es extraño, sabe. Cuando estaba en el hospital con toda mi asustada familia a mi alrededor, yo no compartía en absoluto su miedo. Estaba tranquilo. Si alguien se hubiera puesto a bromear con el gas sarín, no me habría molestado en absoluto. Tan poco significaba para mí. Durante el verano llegué incluso a olvidarme del atentado. Leía algo de vez en cuando en el periódico sobre los juicios a los responsables y pensaba: «¡Vaya! Otra vez con esa monserga». Era como si no tuviera nada que ver conmigo.

Como ya le he explicado antes, a partir del otoño empecé a percatarme de que eso era algo que no iba a poder olvidar con facilidad. No creo que cambiase mi actitud de un día para otro, pero al menos fui capaz de pensar en ello de una manera más consciente.

En resumen, creo que a partir de ahora todos los individuos que conformamos la sociedad japonesa deberíamos ser más fuertes. He trabajado en la misma empresa durante doce años. Reconozco que una parte de mí se siente conforme y acomodada. De joven, si había algo con lo que no estaba de acuerdo lo decía sin más, pero, al parecer, con el tiempo he perdido esa espontaneidad.

La gente esa de Aum son un grupo de mentes brillantes que han terminado por cometer actos terroristas. Yo creo que se debe a la escasa fortaleza del individuo. Sin embargo, si me pregunta usted si yo me considero fuerte, no sabría qué contestarle. Por mucho que intente mostrarme fuerte para no sentirme perdido, de vez en cuando me supera el cansancio y la inquietud. Si en esos momentos de incertidumbre nos podemos apoyar en algo o en alguien sólido, supone un gran alivio, una enorme tranquilidad. Es lo que haría cualquiera en mayor o menor medida. Pero cuando se rompe ese equilibrio, cuando nos apoyamos demasiado en algo o en los demás, podemos llegar a actuar como niños mimados. Hace falta fortaleza individual para no perder de vista dónde está el límite de las cosas. Obviamente, es un razonamiento que también me aplico a mí mismo.

En ese sentido no me puedo considerar una «víctima pura».

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