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Primera parte » Línea Marunouchi (destino a Ogikubo) » «Al echar la vista atrás, me doy cuenta de que todo ocurrió porque el autobús llegó dos minutos antes»

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«Al echar la vista atrás, me doy cuenta de que todo ocurrió porque el autobús llegó dos minutos antes»

KENJI OHASHI (41)

El señor Ohashi ha trabajado en un importante concesionario de coches durante veintidós años. En la actualidad es director del centro de servicio técnico que está situado en el municipio de Ohta, al sudeste de Tokio. Anteriormente era jefe del servicio mecánico del concesionario de la localidad de Oko, pero a partir del día de Año Nuevo de 1995, lo trasladaron al nuevo centro.

Cuando tuvo lugar el atentado, aún no habían finalizado las obras de su nueva oficina y trabajaba en un despacho temporal situado en Honacho, en Suginami. El atentado lo sorprendió en la línea Marunouchi cuando se dirigía allí.

El señor Ohashi forma parte de la vieja guardia del negocio de coches. Le gusta estar al frente para tratar personalmente con los clientes. Es un técnico experimentado, un trabajador entregado. «Nuestro trabajo es como el de la recepción de un hotel», asegura. Tiene el pelo corto y una constitución fuerte. Siempre parece dispuesto a darlo todo de sí en el trabajo. Sin embargo, no es muy hablador. Cuando recuerda el atentado, habla despacio, de manera reflexiva.

Su casa se encuentra en el distrito de Edogawa. Se casó hace diez años y tiene tres hijos. El mayor cursa cuarto de primaria. Compró la casa justo un año antes del atentado. En ese tiempo tuvo que mudarse, cambiar de oficina y, por si fuera poco, se produjo el atentado. Una época de muchas preocupaciones, un periodo desgraciado como demuestra su amarga sonrisa. No se queja, no lo expresa abiertamente, pero todo aquello no es algo que pueda borrar con una simple sonrisa por muy amarga que sea. Tal vez sea una forma un tanto banal de expresarlo, pero la suya es una familia feliz, como muchas otras, que fue arrastrada hasta un punto difícil de imaginar por una violencia desconocida. Y todo por un autobús que llegó antes de lo previsto, por un capricho de la fortuna que lo metió directo en el vagón del gas sarín.

Aún padece graves efectos secundarios. Se ha unido a un grupo de apoyo a las víctimas y participa activamente en sus campañas. En la actualidad trata de organizar una red de ayuda que conecte a todas las personas que sufren las secuelas del atentado. Cuando habla más de una hora, asegura que le duele mucho la cabeza. Conmigo, sin embargo, tuvo la amabilidad de conversar al menos durante hora y media en la primera de nuestras dos entrevistas. Supongo que el esfuerzo debió de provocarle una jaqueca insoportable. Le ofrezco mis más sentidas disculpas y le agradezco sinceramente su cooperación.

Cuando el trabajo estaba en Nakano, solía ir en autobús o en bici hasta la estación de Koiwa y desde allí tomaba el tren de cercanías hasta Yotsuya. Bueno, la verdad es que utilizaba más el autobús que la bicicleta.

Por la mañana temprano, el tren de cercanías no está tan lleno. Eso no quiere decir que resulte fácil encontrar un sitio libre, pero nunca va hasta arriba. No es un trayecto tan duro como el que tiene que hacer otra mucha gente. Lo que ocurre es que durante veinte años he trabajado en la sucursal de Sumida, que me quedaba muy cerca, así que me ha costado acostumbrarme a ese desplazamiento.

El día del atentado salí de casa a la hora de costumbre, poco después de las 7 de la mañana. El destino quiso que el autobús llegase con dos minutos de antelación. Normalmente, siempre venía con retraso, pero por primera vez lo hizo antes de tiempo. A pesar de que corrí con todas mis fuerzas hasta la parada, no lo alcancé. No me quedó más remedio que esperar al de las 7:30. Llegué a la estación de Yotsuya y ya había perdido dos trenes. Al echar la vista atrás, comprendo que todo ocurrió porque el autobús llegó dos minutos antes. Nunca me había retrasado tanto. Hasta aquel día, siempre había llegado al trabajo puntual como un reloj.

Cuando cambio a la línea Marunouchi, siempre me subo al tercer vagón del tren que para en la estación de Yotsuya. Como es abierta, al salir se ve el campo de fútbol de la Universidad Sofía. Es como una bocanada de aire fresco en pleno trayecto. Aquel día, el vagón iba extrañamente vacío, diez personas como mucho. Todas sentadas, algo que no sucede nunca. En la estación de Yotsuya siempre sube y baja tanta gente que resulta imposible encontrar un sitio libre. Hay que subir al tren y esperar a que alguien se baje. Por eso me di cuenta enseguida de que pasaba algo.

Tan pronto como subí al vagón me fijé en dos personas a mi espalda que estaban en una postura muy extraña. Parecían a punto de desplomarse. Me fijé también en una mujer que se acurrucaba con la cabeza hacia abajo, como si se retorciera de dolor. Noté ese extraño olor. Pensé que era un borracho que lo había apestado todo con sus vómitos. No era un olor penetrante, más bien un poco dulce, picante, como de algo podrido, distinto al del disolvente. En el trabajo pintamos con cierta frecuencia, por eso conozco bien ese olor. No ataca la nariz de esa manera.

En fin, había conseguido un sitio libre, así que estaba dispuesto a soportar un poco de mal olor. Me senté, cerré los ojos y me quedé dormido. Tengo la costumbre de leer un libro, pero era lunes y aún estaba amodorrado. No me dormí profundamente, tan sólo cerré los ojos. Seguí atento a los sonidos hasta que oí que anunciaban la estación de Nakano-sakaue. Pegué un brinco, fue un acto reflejo. Salí del tren.

Fuera estaba todo muy oscuro. Las luces del andén eran tenues. Tenía la garganta reseca y no podía dejar de toser. Era una tos de pecho. Había una máquina de bebidas junto a un banco situado al final del andén. Fui hasta allí para comprar una botella de agua y aclararme la garganta. De pronto oí un grito: «¡Alguien se ha caído!». Se trataba de un hombre joven. Miré hacia atrás y lo vi tirado en el suelo del vagón junto a los asientos.

Yo tampoco me sentía bien. Bebí agua e hice gárgaras. Mi nariz moqueaba, las piernas me temblaban, me costaba trabajo respirar… Me dejé caer en el banco. Más o menos cinco minutos después se llevaron en camilla a todas las personas que se habían desmayado. El tren continuó su camino.

Un empleado de la estación se acercó y me preguntó: «Dígame a quién puedo llamar para avisarle de lo que le pasa». Le di mi tarjeta. «Hable con X», le contesté. Me llevaron a la oficina de la estación que estaba en la planta de arriba, me sentaron y me dijeron que esperase.

No tenía la más mínima idea de lo que me pasaba. Simplemente, todo se había oscurecido ante mis ojos. Notaba los pulmones fatigados, como si hubiera corrido una maratón. La parte inferior de mi cuerpo estaba fría, no dejaba de temblar.

En total debieron de llevar a unos cinco o seis pasajeros a la oficina de la estación, dos de ellos en camilla. Unos empleados del metro preguntaban a los pasajeros qué había ocurrido. La policía llegó media hora más tarde. Como era de suponer, también ellos empezaron a hacernos preguntas. Yo estaba dolorido, pero, a pesar de todo, me esforcé por explicarme lo mejor posible. Había visto a una persona inconsciente y me daba pánico desmayarme. Precisamente por eso nos forzaban a seguir hablando. Me obligué a hacerlo tanto como pude.

Los empleados de la estación que nos atendían también empezaron a sentirse mal; su vista se nubló como la de los demás. En total estuvimos alrededor de cuarenta minutos en la oficina de la estación, respirando todos el mismo aire. En lugar de eso tendríamos que haber salido a la calle cuanto antes, pero no lo hicimos.

Cuando al fin salimos, nos encontramos con que los bomberos habían instalado un dispositivo de emergencia temporal en plena calle. Nos pidieron que nos quedásemos allí, pero hacía mucho frío y yo era incapaz de estarme quieto, allí sentado, sobre una fina sábana de plástico. Tenía la impresión de que si me tumbaba me congelaría. Después de todo, aún estábamos en el mes de marzo. Vi una bicicleta aparcada. Me apoyé en ella. No dejaba de repetirme: «No te desmayes». Sólo dos personas se tumbaron en el suelo, el resto hizo lo mismo que yo. Le digo la verdad, hacía un frío horroroso. Estuvimos cuarenta minutos dentro de la estación y veinte fuera. Una hora entera durante la que nadie recibió atención médica.

Obviamente, no cabíamos todos en una sola ambulancia. La policía tuvo que hacerse cargo y nos llevaron al Hospital General de Nakano. Una vez allí me tumbaron en una camilla para examinarme. El diagnóstico no fue muy halagüeño. Me pusieron suero de inmediato. En la radio del coche patrulla había oído algo sobre los efectos del envenenamiento. Fue entonces cuando comprendí lo que había ocurrido.

En el hospital debían de saber de qué se trataba, pero seguíamos todos con la ropa impregnada de gas. Al poco tiempo, el personal sanitario empezó a sufrir los mismos síntomas en la visión que las víctimas. Yo me pasé toda la mañana congelado de frío. Me cubrieron con una manta eléctrica, pero no conseguí entrar en calor. Tenía la presión sanguínea por encima de ciento ochenta. En condiciones normales, nunca me sube a más de ciento cincuenta. Sin embargo, no estaba preocupado, sólo confuso.

Permanecí doce días en el hospital. Durante todo ese tiempo padecí horribles jaquecas. Me dieron analgésicos, me colocaron una bolsa con hielo en la frente, pero ninguno de los remedios funcionó. El dolor me martirizaba, venía en oleadas. No me abandonaba en todo el día. Me daba un descanso y al poco rato volvía a aumentar. La fiebre no me bajó de cuarenta grados durante dos días enteros; tenía calambres en las piernas, dificultades para respirar. Sentía como si algo se me hubiera atravesado en la garganta, una molestia insoportable. Tenía los ojos tan mal, que miraba por la ventana y ni siquiera veía la luz de la calle. Todo me parecía borroso, era incapaz de enfocar de lejos.

Estuve con suero durante cinco días, hasta que el nivel de colinesterasa recuperó los valores normales. Recuperé la vista poco a poco, pero cada vez que enfocaba algo, sentía un dolor punzante en la parte posterior de los ojos, como si me pincharan con algo afilado.

Me dieron el alta el 31 de marzo. Tuve que quedarme en casa un mes más antes de poder reincorporarme al trabajo. Las jaquecas no me daban tregua, sentía las piernas tan débiles que me daba miedo subir al metro, caerme y hacerme daño. Me había convertido en lo que llamaban una «víctima secundaria».

Me dolía la cabeza desde por la mañana, un dolor parecido al de una fuerte resaca. Notaba los latidos en cada pulsación, con una regularidad implacable, pero no tomé ningún medicamento. Simplemente me propuse soportar el dolor. Después de haber inhalado gas sarín, tomar una medicina inadecuada podía resultar aún peor que no tomar nada. Por eso rechacé todos los analgésicos que me ofrecieron.

Me llevó todo el mes de abril recuperarme. Después de la Golden Week, la semana de vacaciones del mes de mayo, terminaron las obras del nuevo concesionario y volví al trabajo. Había que colocar las mesas nuevas, conectar los ordenadores; trabajé día y noche… Sinceramente, me esforcé demasiado. La cabeza no dejaba de dolerme y, cuando llegó la estación de lluvias en el mes de junio, empeoré. Sentía como si tuviera que soportar un enorme peso sobre la cabeza todo el día. Por si eso no fuera suficiente, cada vez que trataba de enfocar algo me atacaban esos terribles pinchazos en los ojos.

Todos los miércoles iba a consulta en el Hospital General de Nakano. Me examinaban los ojos y me hacían electroencefalogramas. Al cabo de cierto tiempo dijeron que ya estaba recuperado, pero los médicos seguían sin saber por qué me dolían tanto al enfocar. Tampoco conocían la causa de las jaquecas. Les hice muchas preguntas y nunca me dieron una respuesta convincente. Quizá no sabían cómo tratarme ya que hasta ese momento nunca se habían enfrentado a un caso de envenenamiento por gas sarín. Me examinaban la vista, me tomaban la tensión; nada. Lo único que decían era que volviese a la semana siguiente.

Me daba miedo volver a subir al metro. Cuando finalmente lo hice y las puertas se cerraron delante de mí, sentí como si fuera a estallarme la cabeza. Llegué a mi parada, me bajé y caminé hacia la salida. No dejé de pensar: «Estoy bien, estoy bien», pero el dolor no desaparecía, me aplastaba. No podía concentrarme en nada. Si hablaba durante más de una hora, se convertía en una tortura insoportable. Aún hoy me pasa. Recuerdo que a mediados de abril tuve que rellenar un informe para la policía. El esfuerzo que me supuso me dejó exhausto. Tardé cinco horas en terminarlo.

Después de la semana de vacaciones que me tomé en el mes de agosto aprecié una notable mejoría. Podía viajar en metro sin problemas, los dolores de cabeza disminuyeron. Es probable que gracias a esos días alejado del trabajo hubiera podido rebajar la tensión. Cuando me incorporé de nuevo, todo fue bien al principio, pero una semana más tarde volvía a encontrarme en la misma situación y me atacaban las jaquecas cada vez que subía al metro.

El 28 de agosto tardé tres horas en llegar al trabajo. Me tuve que bajar a mitad de camino y esperar a que disminuyera el dolor. Cuando me sentía algo aliviado, volvía a subir al tren, pero el dolor me atacaba de nuevo. Vuelta a empezar. Así una y otra vez. Llegué a la oficina a las 10:30. Pensé que debía hacer algo. Un compañero me recomendó al doctor Nakano, del Hospital San Lucas. El 30 de agosto fui a su consulta por primera vez. Le expliqué mi caso, los síntomas, todo. «No hay ninguna esperanza», fue su diagnóstico. «Es un suicidio que siga usted trabajando.» No se tomó la molestia de suavizar sus palabras. Me preguntó si tomaba algún medicamento. «No, nada», le contesté. Le pareció mal. No hacerlo podía empeorar las cosas. Desde entonces voy a su consulta todas las semanas. Hablamos de lo que ha sucedido durante ese tiempo, de cómo transcurre mi vida ordinaria, de cómo me siento cuando subo al metro. Dependiendo de cómo esté, me receta unas medicinas u otras. Si me duele la cabeza tomo aspirina, tranquilizantes para los nervios, somníferos para dormir. Desde que tomo somníferos duermo muy bien.

Pedí una baja por tres meses. Durante todo ese tiempo continué con las consultas y la medicación. Padecía eso que llaman trastorno por estrés postraumático. Los afectados por esa enfermedad abarcan un espectro que va desde los veteranos de la guerra de Vietnam, hasta las víctimas del terremoto de Kobe. La causa es un fuerte trauma. En mi caso, fueron los cuatro meses posteriores al atentado, puesto que me presioné en exceso para cumplir con mis responsabilidades en el trabajo. Abusé de mi capacidad física y la consecuencia fue un agravamiento del estrés que ya padecía. Sólo sentí cierto alivio cuando pude disfrutar de unas breves vacaciones en verano.

Al principio el doctor Nakano se enfadó mucho conmigo. Tanto esfuerzo sólo podía tener efectos negativos en la salud. «No le dé muchas vueltas a las cosas, no se preocupe por nada. Tiene que aprender a tomarse la vida más a la ligera», me recomendó.

La recuperación total y completa de ese tipo de trastorno es poco frecuente. A menos que se eliminen los recuerdos que lo motivan, las cicatrices psicológicas permanecen, son difíciles de eliminar. Lo máximo a lo que se puede aspirar es a tratar de reducir el nivel de estrés, y para ello conviene no trabajar demasiado.

Desplazarme en transporte público me sigue resultando muy duro: una hora en tren desde Koiwa, después cambio al monorraíl de Hamamatsucho… Poco a poco siento cómo el peso invade mi cabeza. Llego a la oficina, me tomo una pastilla y media hora después el dolor empieza a remitir. Es cierto, quizá mi aspecto sea normal, pero nadie comprende mi sufrimiento, es muy duro. Mi jefe es un tipo decente, bastante comprensivo: «De haber llegado al otro tren…», dice, «podría haberme pasado a mí». En el hospital me entregaron un informe sobre mi estado de salud y se lo mostré. «Pues que te ingresen otra vez. Haz lo que sea para curarte lo antes posible.»

Después del atentado tuve pesadillas horribles. La que recuerdo más intensamente es una en la que alguien me sacaba de la cama. Me arrastraba por la habitación, trataba de tirarme por la ventana. En otra, me despertaba de repente y veía frente a mí a una persona muerta. Sí, a menudo veo muertos en mis sueños. Antes del atentado soñaba a veces que era un pájaro; volaba libre por el cielo. Después soñé otra vez lo mismo, pero en esa ocasión alguien me disparaba, no sé si con una flecha o con una bala. Lo que en su día fue un sueño alegre se transformó después en un horror.

Mis sentimientos hacia los criminales de Aum sobrepasan la rabia o el odio. Sentir rabia me resulta demasiado fácil. En realidad, sólo deseo que los juzguen lo antes posible. Eso es lo único que tengo que decir sobre ellos.

La primera entrevista con el señor Ohashi fue en enero de 1996; ese mismo año, nos encontramos de nuevo a finales de octubre. Sentía curiosidad por conocer la evolución de su estado de ánimo y de su salud. Aún padecía fuertes jaquecas, no conseguía deshacerse de cierta sensación de letargo. Al mismo tiempo, su problema más inmediato era que le habían relevado de la mayor parte de sus responsabilidades en el trabajo. La semana anterior a nuestra segunda entrevista, su jefe le llamó a su despacho y le dijo: «¿Por qué no se relaja un poco por el momento y se dedica a algo menos exigente? Seguro que así su salud mejora». Después de discutirlo, acordaron que un compañero suyo del mismo departamento le sustituiría en su puesto.

A pesar de todo, el aspecto del señor Ohashi era mucho más saludable. Iba en moto desde su casa, en el distrito de Edogawa, hasta la clínica del doctor Nakano, en el centro de Tokio. (El tren y el metro aún le provocan dolor de cabeza.) De hecho, vino en moto a la entrevista. Parecía más contento, más joven que en la ocasión anterior en que nos vimos. Me dio la impresión de que todo le iba bien. Incluso sonreía, pero como él mismo asegura, el dolor es invisible, sólo lo conoce quien lo sufre. Sólo espero que se recupere lo antes posible y que pueda volver al trabajo.

A partir del mes de febrero llegaba a la oficina a las 8:30 de la mañana y volvía a casa a eso de las tres de la tarde. Me dolía la cabeza durante todo el día, era un dolor intermitente, que aumentaba y disminuía. Ahora, por ejemplo, me duele y estoy seguro de que va a durar. Siento como si me aplastara un enorme peso. Es algo parecido a una fuerte resaca. Así todo el día, todos los días. Cuando estoy concentrado en algo, me olvido, pero en caso contrario me duele constantemente. Me acuesto y no dejo de pensar en ello hasta que me quedo dormido.

Cuando llego a la oficina, lo primero que hago es tomarme dos aspirinas. Si se calma el dolor me despreocupo, pero cuando tengo que hablar tanto rato como hoy…

¿Se encuentra usted bien? Siento mucho causarle tantas molestias.

No se preocupe. Es un malestar crónico. Estoy acostumbrado.

Entre finales de agosto y principios de septiembre hubo un par de semanas en las que el dolor fue especialmente intenso. Me despertaba en mitad de la noche y lo único que podía hacer era tomar unos analgésicos y ponerme hielo para tratar de aliviarme un poco. Fue entonces cuando mi jefe me propuso que hiciese jornada de mañana. A pesar de todo, la cosa no mejoró. Es algo crónico, ya me he acostumbrado. Ahora mismo el dolor está justo aquí, localizado en el lado izquierdo. Otros días se pasa al lado derecho o se distribuye por toda la cabeza…

Durante este tiempo me he dedicado a desarrollar un sistema de procesamiento de datos basado en mis veinte años de experiencia laboral, con el fin de realizar estimaciones relacionadas con la reparación de coches. Si al menos la pantalla del ordenador fuera de color verde monocromo… Me he dado cuenta de que cuando hay tres o cuatro colores, me duelen los ojos y me cuesta trabajo enfocar. Si tengo la vista fija en un punto concreto y alguien me llama, al volverme es como si recibiera un mazazo. Me pasa con frecuencia: es un dolor agudo en el fondo de los ojos, como si me hubieran clavado algo. Cuando me resulta especialmente insoportable, pienso en el suicidio. En esos momentos creo que estaría mejor muerto.

He ido a varios oculistas, pero no encuentran nada fuera de lo normal. Sólo hubo uno que me dijo: «De vez en cuando les ocurre algo parecido a los campesinos. Al tratar la mezcla de fertilizantes orgánicos que utilizan, ésta daña sus nervios y provoca esos mismos síntomas».

Para el obon de este verano, el día de difuntos, fui en moto a Iida, mi pueblo natal. Habrá unos trescientos kilómetros. Me dolía la cabeza y me preocupaba si sería capaz de llegar. Al final, resultó un viaje divertido. Respiré aire puro. Gracias a la moto lograba concentrarme en la conducción más que en el coche y eso me aliviaba.

El verano estaba a punto de acabar y la cabeza no dejaba de torturarme. A partir de cierto momento sólo era capaz de trabajar por la mañana y la empresa aceptó que hiciera media jornada, pero a cambio me quitaron todas las responsabilidades de gestión. Mi jefe está convencido de que un trabajo tan exigente como el mío no es bueno para mi salud, y lo cierto es que ahora mismo no rindo como los demás. Le estoy muy agradecido por su ayuda, por facilitarme las cosas, aunque yo me siento en la plenitud de mi vida laboral y eso hace las cosas aún más difíciles. Después del atentado trabajé más duro de lo que debía. No quería causarle problemas a la empresa, así que mantuve en secreto mis jaquecas. Hacía horas extras y esperaba al último monorraíl, el de las 11:30 de la noche. El psicólogo me dijo que eso me había perjudicado mucho. Al final me cambiaron de puesto a uno con menos responsabilidad, aunque no estoy muy de acuerdo con ello, la verdad.

Trato de no tomarme las cosas de forma negativa. Siento rabia, por supuesto, pero no me queda más remedio que pensar en positivo.

Para ser sincero, le diré que con mi actual trabajo muchas veces me quedo de brazos cruzados. Incluso me han cambiado la mesa de sitio. Aunque no tengo mucho que hacer, voy todos los días a la oficina. Me siento, tomo notas, organizo algunas cosas… Vamos, un trabajo que puede hacer cualquiera. Después de tantos años de trabajo soy incapaz de aprovechar mi experiencia y eso me resulta muy frustrante.

Es cierto, sus hijos aún son pequeños. Quizá lo mejor que puede hacer es aguantar y tratar de recuperar la salud. No puede hundirse en este momento.

A veces pienso que podría desarrollar otras posibilidades sin importarme si van a funcionar o no, pero, desde un punto de vista realista, el no saber exactamente cuándo desaparecerá este dolor o cuánto tiempo seguirá así, me hace muy difícil mirar hacia el futuro. Hoy, por ejemplo, sólo he trabajado hasta mediodía y estoy exhausto.

Como recibo una compensación económica por el atentado y trabajo menos horas, me han reducido las bonificaciones anuales en doscientos cincuenta mil yenes, lo cual supone un auténtico revés financiero. Esas bonificaciones son imprescindibles para cualquier asalariado. Es la única forma de llegar a fin de mes. Acabo de construirme una casa nueva y aún tengo que hacer frente a una hipoteca durante treinta años. Cuando termine de pagarla habré cumplido los setenta.

Sé que no doy la impresión de sufrir un dolor constante, pero imagínese lo que sería llevar un casco de piedra día y noche… Dudo mucho que la gente lo entienda. Me siento muy solo. Si hubiera perdido un brazo, si me hubiera quedado como un vegetal, probablemente me comprenderían mejor.

Si hubiese muerto, todo habría resultado más sencillo, no tendría que soportar este sinsentido… Pero pienso en mi familia y no me queda más remedio que seguir adelante.

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