Trump

Trump


1. ¿De quién fue la culpa? » La egolatría y la cena de los corresponsales

Página 6 de 157

LA EGOLATRÍA Y LA CENA DE LOS CORRESPONSALES

Donald Trump «es una persona tan ególatra que siente más necesidad de atención que un recién nacido», según descripción de David Remnick, editor de la prestigiosa revista New Yorker. Es el mismo hombre que está cómodo definiendo a su exmujer como «buenas tetas, cero sesos». Pero ¿por qué alguien como él quisiera ser presidente de los Estados Unidos? Y, ¿cuándo decidió que quería vivir en la Casa Blanca? Remnick lo confirma. Sí, fue por el menoscabo que sintió en aquella (fucking) cena de corresponsales.

En efecto, cada último sábado de abril desde 1920 se presenta la ocasión a la que todos quieren ser invitados, aunque solo los hombres podían participar hasta 1962. Aquel año, la famosa y eterna corresponsal Helen Thomas pisó fuerte. Cubrió la Casa Blanca durante cincuenta años y diez presidentes, casi como Fidel Castro. El primero, Kennedy. Días antes de la cena de corresponsales de aquel año, Hellen Thomas se plantó ante JFK y le presionó para que forzase a la Asociación de Corresponsales y se invitara también a las periodistas. Kennedy se dirigió entonces a la Asociación y amenazó con no asistir a la cena si aquel seguía siendo un evento solo para hombres. La presión tuvo su efecto. Estados Unidos vivía en la era de los derechos civiles. Camelot en la Casa Blanca.

Solo guerras, la muerte del presidente o situaciones similares han obligado a suspender la cena de corresponsales, la cena de los insiders dispuestos a competir por establecer quién cuenta el mejor chiste de la noche, empezando por el presidente. Demasiado colegueo entre políticos y periodistas, según una corriente de opinión creciente, que ha llevado a algunos medios a optar por ausentarse de estos actos. Pero siguen siendo un gran acontecimiento político-mediático, que se emite en directo por televisión.

Aquella noche de abril de 2011, la cena de los corresponsales fue presentada por Seth Meyers, un brillante y chisposo humorista del famoso programa Saturday Night Live. La sala del hotel Hilton de Washington estaba repleta de periodistas, famosos y políticos. Entre los famosos destacaba uno en especial: Donald Trump, sentado en la mesa asignada al diario The Washington Post.

Por aquellos días, Trump era el magnate dicharachero, engreído, amante de sí mismo y petulante que llevaba tiempo enredando con la teoría conspirativa de que Barack Obama no había nacido en territorio de Estados Unidos y, por tanto, no podía ser presidente del país porque incumplía la Constitución. La nada inocente travesura de Trump había alcanzado tal eco que el estado de Hawái se sintió en la obligación de intervenir haciendo pública la partida de nacimiento de Obama, firmada por el hospital de Honolulu en el que vino al mundo el presidente. Se daba por hecho que aquella «herramienta», publicada de forma tan oportuna, sería utilizaba vivamente por Obama durante su discurso ante los corresponsales. Y lo hizo. Muy vivamente. Quizá más de lo conveniente.

Después de los saludos iniciales, de que los invitados mostrasen su mejor pajarita (los hombres) y sus mejores vestidos (las mujeres), y de que un discreto agente del Servicio Secreto revisara el atril (por las dudas), una profunda voz de barítono anunció la presencia del presidente de los Estados Unidos. Pero no apareció él. Con las luces apagadas se emitió un vídeo carente de la más mínima inocencia política. Empezaba con un intenso rock, cargado de guitarra eléctrica y batería ardiente. La canción decía así: «Soy un verdadero americano», mientras mostraba el certificado de nacimiento de Obama. Se encendieron las luces y allí estaba Obama en el atril, dando permiso a la concurrencia para que tomara asiento. Para remarcar el mensaje, el presidente empezó su intervención con un saludo a sus «compatriotas americanos», haciendo especial énfasis con su voz en la palabra «compatriota», como queriendo dejar claro que él también lo era. Risas en el auditorio. Y dio las gracias, pero no en inglés, sino en la lengua original de su tierra natal Hawái: mahalo. Más risas en el auditorio.

El espectáculo de Obama versus Trump no había hecho sino empezar a calentar los motores, y aún tenía que coger velocidad. «Mi certificado de nacimiento acabará con las dudas. Pero, por si acaso, iré más allá. Esta noche, por primera vez, voy a hacer público el vídeo oficial de mi nacimiento». El realizador televisivo del evento, buen conocedor de quién era el destinatario último de la ironía, ordenó a uno de sus cámaras que hiciera un zoom sobre la mesa de The Washington Post, y captara la imagen de Donald Trump mientras escuchaba a Obama. Todos reían a su alrededor menos él, que mantenía un gesto hierático, campanudo y desafiante ante el presidente de los Estados Unidos. Obama dio entonces paso al vídeo, y en las pantallas del hotel Hilton aparecieron las escenas del nacimiento del Rey León, en la famosa película de dibujos animados. El revuelo se hizo en la sala, mientras se encendían de nuevo las luces.

Obama ironizó entonces con los periodistas de Fox News, poco cercanos políticamente, a los que indicó con notable mala intención (sería más preciso decir mala leche) que aquel vídeo era una broma, no la imagen real de su nacimiento. Hacía tal aclaración por si eran tan estúpidos como para no haber entendido la obviedad del chiste. Tampoco hubo risas en la mesa de Fox News. No parecía que la ironía presidencial les hiciera ni pizca de gracia. Y llegaba el turno de Trump, como Trump esperaba (y, probablemente, deseaba por aquello de la atención modelo bebé que aspira a tener), en un ejemplo de actitud entre sádica y masoquista.

«Nadie estará más feliz que Donald de que se hayan despejado las dudas sobre el certificado de nacimiento, porque por fin podrá volver a ocuparse de asuntos de mayor trascendencia como, por ejemplo, si el alunizaje fue un simulacro, o qué ocurrió en realidad en Roswell (famoso supuesto episodio de un encuentro con extraterrestres que se produjo en Estados Unidos en los años sesenta)». Trump, enfocado en primer plano por la cámara, apenas se movía. Ni quería darle a Obama el gusto de reírle sus gracias, ni tampoco quería dar la sensación de que le estuvieran dejando en ridículo. ¿Qué cara hay que poner para que no parezca ni lo uno ni lo otro? Trump optó por una media sonrisa, apenas perceptible, y por hacer ligerísimos movimientos de cabeza, como dando contestación a Obama, pero sin dársela. Para interpretaciones libres.

Pero el presidente no había terminado: «Todos conocemos tus credenciales y tu amplia experiencia». Y lanzó una andanada, en medio de las carcajadas de la concurrencia, sobre la «difícil» decisión que Trump había tenido que tomar al despedir a un concursante del reality show televisivo que presentaba, El aprendiz. «Ese es el tipo de decisiones que no me dejan dormir por las noches», le espetó Obama con un sarcasmo hiriente. «Buena gestión, sí señor. Buena gestión». Traducción: yo soy el presidente y, por tanto, soy el hombre más poderoso del mundo, y tú presentas un programa de televisión.

Era un misil con cabeza nuclear. Trump estaba siendo ridiculizado por el presidente de los Estados Unidos de América ante toda la prensa nacional, y delante de millones de personas en su país y en el mundo, en directo por televisión, mientras el auditorio del hotel Hilton se desternillaba de la risa. Trump apenas se movía, pero todas las miradas estaban puestas en él… hasta que trató de rebajar la tensión que sufría levantando la mano para saludar a Obama y poner una mueca que solo con mucha imaginación podía parecer una sonrisa.

Pero había más. Las entrañas del presidente llevaban tiempo removiéndose por las acusaciones de Trump, y aquel era el día del desquite. Y se desquitó con lo que, a la vuelta de cinco años, se pudo comprobar que había sido todo un ejercicio de futurología presidencial.

«Vean —dijo Obama— los cambios que el señor Trump traerá a la Casa Blanca»… Barack Obama ubicaba el nombre de Trump y la Casa Blanca en una misma frase por primera vez. Abril de 2011. De inmediato, apareció en las pantallas la imagen de la fachada de la residencia presidencial, con rótulos propios de una sala de espectáculos, el nombre de Trump en lo alto, y el anuncio de que aquello era un hotel con casino y un campo de golf; uno más de los negocios inmobiliarios y recreativos del magnate. Más carcajadas. ¡Qué chiste, presi! ¡Decir que Trump va a ocupar la Casa Blanca! Jajaja, por aquí; jajaja, por allá. ¡El idiota de Trump en la Casa Blanca! ¡Me parto, presidente! Jajaja. Y mientras, Trump se tragaba la bilis, quizá prometiéndose a sí mismo que algún día ocurriría justo eso con lo que Obama se burlaba de él. Algún día, Barack, me entregarás tú, personalmente, las llaves de la Casa Blanca, la maleta con el botón nuclear y todas las herramientas de poder de las que goza el presidente de los Estados Unidos. Porque algún día, más pronto que tarde, todos estos que hoy se burlan de mí me rendirán pleitesía, y me llamarán presidente. Y ese seré yo, no tú, Barack. Ríete mientras puedas, porque llegará el momento en el que me tendrás que recibir en el Despacho Oval para traspasarme la gloria política más deseada del mundo. Y ya no harás chistecitos facilones sobre los casinos o sobre mi reality show. Te reto a este duelo, Barack, y lo voy a ganar. Porque siempre gano y lo sabes.

Llegados a ese punto, en la cena de los corresponsales se acabaron las bromas. Obama hizo algunas alusiones serias sobre asuntos del momento, y cerró su intervención. Minutos después, el humorista Seth Meyers tomó la palabra y volvió a burlarse de Donald Trump. Al día siguiente, Trump llamó «tartamudo» a Meyers, lo que provocó la protesta airada de la Asociación de Tartamudos de Estados Unidos.

Había sido una noche dura para el hombre que decía haber construido un imperio económico; para quien se ufanaba de no confiar en nadie que no fuera él mismo (un imitador de la NBC puso en su boca que solo había un vicepresidente posible para un eventual presidente Donald Trump: el propio Trump, que habría creado un clon para ir juntos a las elecciones); para quien había querido poner su nombre en grandes rótulos en lo alto de los rascacielos que construyó. Trump se consideraba a sí mismo invencible, y nadie podía cuestionar sus capacidades ni ridiculizarle de manera impune. Ni siquiera el presidente de los Estados Unidos. Y menos aún si se trataba de Barack Obama.

Ir a la siguiente página

Report Page