Trueno

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SEGUNDA PARTE » 19 Islote de Soledad

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Islote de Soledad

Faraday no quería volver a tener nada que ver con Kwajalein. En el horizonte veía surgir estructuras; los barcos llegaban todas las semanas cargados de provisiones y de obreros que trabajaban como drones para convertir el atolón en algo que no era. ¿Qué tramaba el Nimbo en aquel lugar?

Kwajalein era su descubrimiento. Su descubrimiento triunfal. El Nimbo se había abalanzado sin pudor alguno sobre lo que era de Faraday. Aunque sentía curiosidad, no cedió a ella. Era un segador, y se negaba en redondo a tener nada que ver con una obra del Nimbo.

Podría haberlo desterrado del atolón de haber querido; al fin y al cabo, como segador estaba por encima de la ley y podía exigir cualquier cosa, y el Nimbo tendría que haber obedecido. Podría haber proclamado que el ente no podía acercarse a más de cien millas náuticas de Kwajalein, y el Nimbo no habría tenido más remedio que retirarse hasta la distancia justa que él le hubiera ordenado, y llevarse con él todo su equipo de construcción y a todos sus trabajadores.

Pero Faraday no reclamó su descubrimiento. Ni desterró al Nimbo.

Porque, en el fondo, confiaba más en los instintos del Nimbo que en los propios. Así que Faraday decidió ser él el desterrado.

Había noventa y siete islas en el atolón de Kwajalein, los puntos rotos del borde del cráter volcánico. No había nada que le impidiera reclamar una para él. Dejó a un lado su misión de los primeros días y se apropió de una pequeña balsa que había llegado con los primeros barcos de provisiones. Después la llevó a una de las islas del extremo más alejado del atolón. El Nimbo respetó su decisión y lo dejó en paz. Mantuvo la diminuta isla fuera de sus planes.

Pero no las demás.

En algunos de los islotes apenas cabía una persona, pero, en todos los que se podía construir, se estaba construyendo algo.

Faraday hizo todo lo que pudo por no prestar atención. Improvisó una cabaña con las herramientas que le había quitado antes de marcharse a la cuadrilla de construcción. No era gran cosa, pero no necesitaba mucho. Era un lugar tranquilo en el que pasar la eternidad. Y sería una eternidad (o una buena parte de ella), dado que había decidido que no se cribaría, por mucho que la idea lo tentara sobremanera. Juró vivir tanto como Goddard, como mínimo, aunque sólo fuera para fastidiarle en secreto.

Como segador, tenía una responsabilidad con el mundo, pero eso se había acabado. No se sentía culpable por desafiar el primer mandamiento de «Matarás». Antes, sí. Nunca más. Como conocía a Goddard, sabía que había gente matando más que de sobra.

¿Estaba mal alejarse de un mundo que había llegado a despreciar? Lo había intentado antes, en Playa Pintada, en la serena costa septentrional de Amazonia. Por aquel entonces sólo estaba hastiado; todavía no odiaba el mundo, sólo le desagradaba un poco. Fue Citra la que lo sacó de golpe de su complacencia. Sí, Citra…, y mira lo que había sucedido con toda su valentía y sus buenas intenciones. Faraday había pasado del hastío a la más absoluta misantropía. ¿Qué sentido tenía ser segador si detestabas el mundo y a todos los que vivían en él? No, esta vez no conseguirían devolverlo a la lucha. Por mucho que Munira lo intentara, fracasaría y, al final, se rendiría.

No se rendía, por supuesto, pero él seguía conservando la esperanza de que lo hiciera. Munira iba a verlo una vez a la semana para llevarle comida, agua y semillas para plantar, aunque la islita de Faraday era demasiado pequeña y el suelo, demasiado rocoso para cultivar gran cosa. Le llevaba fruta y otras sorpresas que él disfrutaba en secreto, pero jamás le daba las gracias. Por nada. Esperaba que con su falta de gratitud acabara por enfadarla y la joven regresara a Israebia y la Biblioteca de Alejandría. Aquel era su sitio. No debería haberla apartado de su camino. Otra vida arruinada por culpa de su intervención.

En una de las visitas, Munira le llevó, precisamente, una bolsa de alcachofas.

—Aquí no crecen, pero supongo que el Nimbo percibió que alguien las necesitaba; llegaron en el último barco de provisiones.

Aunque a Munira no se lo pareciera, era un progreso importante. Un instante digno de mención. Porque las alcachofas eran la comida favorita de Faraday, lo que significaba que no habían llegado a la isla por accidente. Aunque el Nimbo no interactuase con los segadores, estaba claro que los conocía. Que lo conocía. Era una forma de intentar conectar con él de un modo indirecto. Bueno, si era una especie de gesto oblicuo de buena voluntad, estaba dirigido al segador incorrecto. Aun así, aceptó las alcachofas que le traía Munira junto con el resto de alimentos de la caja.

—Me las comeré si me apetece —dijo sin más.

Munira no permitió que su grosería la desalentara. Nunca lo hacía. Ya la daba por sentado. Dependía de ella, incluso. En cuanto a su vida en la isla principal de Kwajalein, no distaba tanto de su vida antes de entrar al servicio del segador Faraday. Era una persona solitaria, a pesar de estar rodeada de gente en la Biblioteca de Alejandría. Ahora vivía sola en el viejo búnker de una isla, también rodeada de gente, aunque sólo se relacionaba con ella cuando le convenía. Ya no tenía acceso a los diarios de los segadores que abarrotaban los pasillos de piedra de la gran biblioteca, pero sí contaba con material de sobra para leer. Los mortales que habían dirigido aquel lugar antes del ascenso del Nimbo y la Guadaña dejaron muchos libros. A pesar de encontrarse en penosas condiciones, había volúmenes sobre los hechos y las ficciones de esas personas que padecían cada día de sus vidas los estragos de la edad y el implacable acecho de la muerte. Las frágiles páginas estaban llenas de intrigas melodramáticas y una apasionada cortedad de miras que, en el presente, resultaba ridícula. Gente que creía que hasta la más insignificante de sus acciones importaba y que podrían conseguir sentirse realizados antes de la inevitable muerte, que también se llevaría a todas las personas que habían conocido y amado. Al principio era una lectura entretenida, aunque a Munira le costara sentirse identificada… Pero, cuanto más leía, más comprendía los miedos y los sueños de los mortales. Lo mucho que les costaba vivir en el momento, a pesar de que el momento era lo único que tenían.

También había grabaciones y diarios, abandonados allí por los militares que habían usado los atolones de las Islas Marshall, como antes se llamaban, para pruebas armamentísticas a gran escala. Bombas de radiación balística y demás. Aquellas actividades también tenían su origen en el miedo, pero se ocultaban tras la fachada de la ciencia y la profesionalidad. Se lo leyó todo, y lo que a otros les habría parecido árido e informativo para Munira era un tapiz en el que se representaba la historia oculta. Le daba la impresión de haberse convertido en una experta en lo que suponía ser mortal en un mundo anterior a la benevolente protección del Nimbo y la sabia criba de los segadores.

Bueno, ya no tan sabia.

Los obreros traían consigo rumores sobre cribas en masa… y no sólo en Midmérica, sino en una región tras otra. Se preguntaba si el mundo exterior había empezado a parecerse en ciertos aspectos al mortal. Pero, en vez de atemorizados, los obreros parecían indiferentes.

«Nunca nos pasa a nosotros ni a nadie que conozcamos», le decían.

Porque, a fin de cuentas, mil personas cribadas en un único acontecimiento era una pequeña gota de agua en el océano, apenas perceptible. Lo perceptible era que la gente empezaba a mantenerse apartada de cines y clubes, además de desvincularse de los grupos sociales sin protección. «¿Para qué tentar a la guadaña?» se había convertido en una expresión común. Así que, desde la imposición del nuevo orden de Goddard y el silencio del Nimbo, las vidas de todos eran más pequeñas. Una especie de feudalismo posmortal en el que la gente se aislaba y no se inmiscuía en los convulsos asuntos de los ricos y poderosos, ni tampoco en lo que afectaba a otras personas en otros sitios.

«Soy una albañil en el paraíso —le dijo una de las obreras de la isla principal—. A mi marido le gusta el sol y a mis hijos les encanta la playa. ¿Por qué estresar a mis nanobots emocionales pensando en cosas horribles?».

Era una buena filosofía, hasta que las cosas horribles te tocaban a ti.

El día que Munira le llevó las alcachofas a Faraday, se quedó a cenar con él en una mesita que él mismo había fabricado y colocado en la playa, justo por encima de la marea alta. Eso le permitía contemplar las estructuras que se alzaban en la distancia. Y, a pesar de lo que dijera, asó las alcachofas para compartirlas con ella.

—¿Quién lo dirige todo? —preguntó Faraday mientras miraba las islas del otro lado de la enorme laguna. No solía preguntar por lo que sucedía en el resto del atolón, pero esa noche lo hizo. Munira lo interpretó como una buena señal.

—Los agentes del Cúmulo toman todas las decisiones de las que no se haya encargado el Nimbo —respondió—. Los obreros los llamaban Nimborroides porque son un grano en el culo. —Hizo una pausa porque creía que Faraday se reiría, pero no fue así—. En fin, que Sykora se pavonea como si mandara, pero es Loriana la que se encarga de las cosas.

—¿Qué cosas? —preguntó Faraday—. No, no me lo digas; no quiero saberlo.

Aun así, Munira siguió con la conversación para intentar picarle la curiosidad:

—No reconocerías la isla. Se ha convertido… en una especie de puesto fronterizo de la civilización. Una colonia.

—Me sorprende que Goddard no haya enviado a sus emisarios para averiguar de qué va todo este lío.

—El mundo exterior todavía desconoce la existencia de este sitio. Al parecer, el Nimbo ha mantenido el punto ciego para los demás.

Faraday la miró, escéptico.

—¿Me estás diciendo que esos barcos de provisiones no han regresado contando historias sobre un lugar que supuestamente no existe?

Munira se encogió de hombros.

—El Nimbo siempre ha desarrollado proyectos en lugares remotos. Todavía no se ha ido nadie, y la gente de aquí no tiene ni idea de qué lugar es este y mucho menos de lo que están construyendo.

—¿Y qué están construyendo?

Munira se tomó su tiempo para responder.

—No lo sé. Pero tengo mis sospechas. Te las contaré cuando me parezcan un poco menos tontas… y cuando dejes de hacer pucheros.

—Hacer pucheros es algo temporal —afirmó él con desdén—. Lo mío es una actitud. No volveré a soportar este mundo. No me ha hecho ningún bien.

—Pero tú sí le has hecho mucho bien al mundo —le recordó ella.

—Y no he recibido ninguna recompensa por mi esfuerzo, nada más que dolor.

—Creía que no lo hacías por la recompensa.

Faraday se levantó de la mesa para dar a entender que la comida y la conversación se habían acabado.

—Cuando vuelvas la semana que viene, trae tomates. Hace mucho tiempo que no como un tomate en condiciones.

Instrucciones sencillas para el paquete de seguridad

Caja 1: Confirmación de apellido (firme con la inicial, por favor

Caja 2: Confirmación de primer nombre y segundo nombre, si procede (firme con las iniciales, por favor).

Caja 3: Por favor, coloque la punta del dedo índice aquí y no la mueva hasta que el espacio se ponga verde.

Caja 4: Consulte las instrucciones de la lanceta.

Instrucciones de uso de la lanceta

Lávese las manos con agua y jabón. Séqueselas bien.

Seleccione una zona de la punta del dedo que esté ligeramente descentrada.

Introduzca la lanceta en el dispositivo, quite la tapa y úsela.

Coloque la gota de sangre en el espacio indicado en la caja 3 del formulario de seguridad. Tape de nuevo la lanceta; deséchela de la forma más apropiada.

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