Trueno

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SEGUNDA PARTE » 20 Razonamiento espiral

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Razonamiento espiral

Loriana Barchok nunca se había sentido tan aturdida, tan mareada. Intentó hacerse a la idea de lo que ahora sabía, pero descubrió que su mente no le daba ni para intentarlo. Tuvo que sentarse, aunque, en cuanto lo hizo, se levantó de nuevo y empezó a pasearse; después se quedó mirando la pared y volvió a sentarse.

Había llegado un paquete aquella mañana. Para abrirlo se necesitaba una identificación mediante huella dactilar, además de una muestra de sangre para comprobar su ADN. Loriana ni siquiera sabía que existieran paquetes así. ¿Quién necesitaba tanta seguridad?

La primera página era una lista de distribución con toda la gente que había recibido una copia de los documentos que contenía la caja. En cualquier otra obra de aquella envergadura se trataría de cientos de personas.

Pero la lista de distribución de aquel paquete se limitaba a ella.

¿En qué estaba pensando el Nimbo? Tenía que deberse a un fallo en su funcionamiento, porque no era normal que le enviara sólo a ella un documento secreto de alta prioridad como aquel. ¿Acaso no sabía que se le daba fatal guardar secretos? ¡Claro que lo sabía! Lo sabía todo de todos. Así que la pregunta era: ¿le había enviado el paquete a ella con la esperanza de que se lo contara a todos? ¿O de verdad confiaba en que ella fuera la única guardiana de esa llama oculta?

Se preguntó si así se sentiría el Trueno cuando se dio cuenta de que era el único con el que todavía hablaba el Nimbo. ¿Él también se había mareado? ¿También había alternado entre pasearse, sentarse y contemplar el vacío? ¿O acaso el Nimbo eligió a alguien más sabio y sofisticado para ser su voz en la Tierra? ¿A alguien capaz de aceptar tamaña responsabilidad sin alterarse ni un segundo?

Sólo sabían de la existencia del Trueno a través de los chismes de los obreros que llegaban a la isla. Algunos creían que el Nimbo hablaba a través de él; otros, que no y que no era más que la típica locura tonista.

«Oh, sí que es real —le había dicho Sykora—. Lo vi una vez, con Hilliard y Qian. —Lo que suponía que nada de lo que dijera era contrastable, puesto que él era el único de los tres que seguía vivo—. Él es el que nos envió aquí, el que nos dio las puñeteras coordenadas. Claro que eso fue antes de todo esto del “hombre santo”, eso vino después. En mi opinión, parecía un tipo bastante corrientucho».

«Y tú sabrías diferenciar a uno mejor que nadie», quiso decirle Loriana, pero se calló y dejó que Sykora siguiera con lo suyo.

A Loriana no le ofreció el trabajo de ayudante cuando empezaron a instalarse el año anterior. La tarea recayó sobre otro agente novato que no dejaba de hacerle la pelota a Sykora y lo adoraba como si fuera un entusiasta ayuda de cámara. Bueno, si le hubiera ofrecido el trabajo a Loriana, lo habría rechazado. Después de todo, lo que hacían no era más que la ilusión de un empleo. Nadie recibía un salario, ni siquiera la Garantía de Renta Básica. La gente trabajaba porque no sabía qué otra cosa hacer con su tiempo y, como los barcos llegaban periódicamente, siempre había algo que hacer. Los antiguos agentes del Cúmulo se unían a cuadrillas de obreros u organizaban acontecimientos sociales. Uno llegó a abrir un bar que se convirtió de inmediato en el punto de encuentro tras un día largo y caluroso.

Y nadie necesitaba dinero en el atolón porque los barcos de provisiones les llevaban todo lo que pudieran querer o necesitar.

Sykora, por supuesto, se había puesto al mando de la distribución, como si decidir quién recibía maíz y quién, alubias fuera una demostración de poder significativa.

Desde el principio, debían deducir cuál era la voluntad del Nimbo a partir de sus acciones. Empezó con aquel avión solitario que los sobrevoló, a una altura tal que casi ni se percataron. Después lo siguieron los primeros barcos.

Cuando aquellos barcos aparecieron en el horizonte, los antiguos agentes del Cúmulo estaban encantados. Por fin, después de casi un mes apañándoselas con los recursos del atolón, el Nimbo había escuchado sus súplicas y ¡los iba a rescatar!

O eso pensaban.

Los barcos se pilotaban solos, así que no había nadie a quien pedir permiso para subir a bordo… y, después de descargar los suministros, nadie pudo entrar en los barcos. Por supuesto, se permitía subir a cualquiera (el Nimbo rara vez prohibía nada expresamente), pero, en cuanto lo hacían, su tarjeta de identificación activaba una alarma y aparecía una enorme advertencia en azul, aún más grande que la marca roja de «indeseable». A cualquiera que se quedaba a bordo se le etiquetaba como sujeto para suplantación inmediata… y, por si alguien creía que se trataba de un farol, había una consola de suplantación allí mismo, nada más entrar en la pasarela, lista para borrarles la mente y sobrescribir sus cerebros con nuevos recuerdos artificiales. Recuerdos de alguien que no sabía dónde acababa de estar.

Eso hizo que la mayoría de la gente desembarcara todavía más deprisa de lo que había embarcado. Sólo después de huir del muelle desapareció la marca de sus tarjetas de identificación. Aun así, varios colegas de Loriana decidieron marcharse en los barcos de todos modos; eligieron convertirse en otra persona en cualquier parte del mundo con tal de no seguir en Kwajalein.

Loriana tenía un amigo de la infancia que había sido suplantado. No lo supo hasta que se lo encontró en una cafetería, lo abrazó y se puso a preguntarle sobre su vida después de graduarse en el instituto.

—Lo siento —respondió él, muy educado—. La verdad es que no te conozco. No sé a quién has reconocido, pero ya no soy esa persona.

Loriana estaba pasmada y avergonzada. Tanto que el hombre insistió en invitarla a un café y sentarse a charlar con ella de todos modos. Al parecer, se había convertido en un criador de perros con un conjunto completo de recuerdos nuevos y una vida en la región de la Zona Norte, educando huskies y malamutes para los iditarod.

—Pero ¿no te incomoda que nada de eso sea cierto? —le había preguntado Loriana.

—Ningún recuerdo es «cierto» —la corrigió él—. Diez personas recuerdan lo mismo de diez formas completamente distintas. Además, quien fuera objetivamente no importa ni cambia la persona que soy ahora. Me encanta ser quien soy, y es probable que antes no fuera así, dado que decidí suplantarme.

No era del todo razonamiento circular. Más bien espiral. Una mentira aceptada que se retorcía sobre sí misma hasta que la verdad y la ficción desaparecían en una singularidad de ¿a quién narices le importa mientras yo sea feliz?

Había transcurrido un año desde la llegada de aquellos primeros barcos, y todo seguía ya una rutina. Se construyeron casas, se pavimentaron calles…, pero lo más raro eran los enormes terrenos de varias islas en los que estaban instalando capas de hormigón de un metro de espesor. Nadie sabía para qué eran. Las cuadrillas seguían una orden de trabajo, sin más. Y como todas las órdenes de trabajo del Nimbo acababan produciendo algo sensato, confiaban en que el misterio se revelaría cuando terminaran la obra. Fuera la que fuera.

Loriana se encontraba a cargo del equipo de comunicaciones y enviaba mensajes unidireccionales con una lentitud penosa mediante primitivos pulsos de estática. Era un trabajo extraño porque no podía pedir directamente nada al Nimbo, ya que el ente tenía prohibido aceptar las solicitudes de los indeseables. Así que hacía afirmaciones aseverativas.

«El barco de provisiones ha llegado».

«Estamos racionando la carne».

«Las obras del muelle se han retrasado por un vertido incorrecto de hormigón».

Y cuando, cinco días después, llegaba un barco con un cargamento adicional de carne y hormigón fresco, todos sabían que el Nimbo había recibido el mensaje sin que nadie tuviera que pedirle nada.

Mientras que Stirling, el técnico de comunicaciones, estaba a cargo de enviar los mensajes en sí, él no decidía qué mensajes se enviaban. Ese era el trabajo de Loriana. Era la guardiana de la información que salía de la isla. Y, con tanta información, tenía que decidir qué pasaba el corte y qué no. Aunque el Nimbo había instalado cámaras por todo el atolón, aquellas cámaras no podían transmitir por culpa de la interferencia. Todo debía grabarse y enviarse físicamente al exterior del punto ciego para que se transmitiera al Nimbo. Se hablaba de construir un cable de fibra óptica a la antigua usanza que recorriera el borde del punto ciego, pero, al parecer, no era la prioridad del Nimbo, puesto que todavía no había enviado los suministros necesarios para hacerlo. Así que, tal como estaban las cosas, el ente veía lo que sucedía un día después de que ocurriera. Por eso era tan esencial el centro de comunicaciones: era la única forma de mantener informado al Nimbo.

El día que recibió y abrió el paquete de seguridad, introdujo un mensaje en la pila pendiente de Stirling para enviarlo mediante su código. Lo único que decía era: «¿Por qué yo?».

—¿Por qué tú qué? —preguntó Stirling.

—Tú pregúntalo —respondió ella—. El Nimbo sabrá a qué me refiero.

Había decidido que ni siquiera le contaría lo del paquete a Stirling porque sabía que no la dejaría en paz hasta que le contara qué era.

El técnico suspiró y envió el mensaje.

—Te das cuenta de que no va a responderte, ¿no? Seguro que te envía un racimo de uvas o algo, y tendrás que averiguar lo que significa.

—Si me envía uvas, haré vino y me emborracharé, y esa será mi respuesta.

Al salir del búnker se encontró con Munira, que estaba cuidando del pequeño huerto junto a la entrada. Aunque los barcos les llevaban todo lo que necesitan, Munira seguía cultivando lo que podía.

«Así me siento útil —le explicó una vez—. Además, la comida cultivada en casa sabe mejor que lo que cultiva el Nimbo».

—Pues… he recibido algo del Nimbo —le dijo a Munira, quizá la única persona a la que le podía confiar el secreto—. No sé bien qué hacer.

La otra joven no levantó la mirada de sus cultivos.

—No puedo hablar contigo de nada que tenga que ver con el Nimbo. Trabajo para un segador, ¿recuerdas?

—Lo sé. Es que… es importante, y no sé qué hacer al respecto.

—¿Qué quiere el Nimbo que hagas al respecto?

—Quiere que lo mantenga en secreto.

—Pues mantenlo en secreto. Problema resuelto.

Pero eso también era razonamiento espiral. Porque el Nimbo nunca proporcionaba información sin tener un objetivo. Sólo cabía esperar que ese objetivo acabara por resultar evidente. Y, cuando lo hiciera, que ella no lo fastidiara.

—¿Cómo está el segador Faraday? —le preguntó Loriana. Llevaba varios meses sin verlo.

—Igual —respondió Munira.

Loriana suponía que un segador al que le arrebataban su razón de ser era peor que ser un agente del Cúmulo sin trabajo.

—¿Piensa cribar de nuevo? Ahora hay cientos de trabajadores por todo el atolón; sin duda es población suficiente para cribar a alguien de vez en cuando. Que tampoco es que lo esté deseando ni mucho menos, pero un segador que no criba poco segador puede considerarse.

—No piensa hacer nada.

—Entonces, ¿estás preocupada por él?

—¿No lo estarías tú?

La siguiente parada de Loriana fue en el centro de distribución, un almacén de diseño rápido y sencillo, cerca del muelle, donde Sykora se dedicaba a pasearse y señalar cosas la mayor parte del día.

Loriana estaba allí porque necesitaba observarlo, ver si se comportaba de forma distinta. Averiguar si había recibido la misma información que ella, si estaba o no en la lista de distribución oficial. Pero Sykora era el mismo de siempre: burocrático y dando órdenes. El maestro indiscutible de los proyectos insignificantes.

Al cabo de un rato se fijó en que Loriana estaba allí parada.

—¿Puedo hacer algo por ti, agente Barchok? —preguntó. Aunque llevaban más de un año sin ser agentes de verdad, todavía actuaba como si lo fueran.

—Me preguntaba si te has planteado en serio por qué estamos en Kwajalein.

Él levantó la mirada de su tablet con el inventario y se tomó un momento para observarla.

—Está claro que el Nimbo quiere establecer una comunidad aquí, y nosotros somos los elegidos para poblarla. ¿Todavía no te habías dado cuenta?

—Sí, lo sé, pero ¿por qué?

—¿Por qué? —repitió Sykora, como si la pregunta fuera ridícula—. ¿Por qué vive nadie en ninguna parte? No hay un porqué.

No tenía sentido seguir insistiendo. Loriana comprendió que eso era justo lo que el Nimbo quería que Sykora pensara; y, probablemente, en parte por eso no había recibido el paquete. De haberlo hecho, habría insistido en meter el dedo en la tarta y arruinarla. Lo mejor era que ni siquiera supiera de la existencia de la tarta.

—Da igual —le dijo Loriana—. Es que tengo un mal día.

—Todo es como debe ser, agente Barchok —respondió en un endeble intento de resultar paternal—. Tú haz tu trabajo y déjame a mí la visión de conjunto.

Así que eso hizo. Día tras día enviaba los mensajes que había que enviar y contemplaba las enormes construcciones, donde todos trabajaban con la ciega y feliz diligencia de las abejas obreras, sin saber nada más que su tarea concreta; vivían en unos mundos tan pequeños que no eran capaces de ver más allá del siguiente remache a soldar.

Todos menos Loriana, que, a diferencia de Sykora, tenía acceso a la visión de conjunto.

Porque en aquel paquete protegido por un análisis de ADN había algo más que simples documentos. Había planos y diagramas. Los planes de todo lo que el Nimbo quería construir allí.

Y como el mismo paquete, necesitaba de sus iniciales, su huella dactilar y una gota de sangre para dar el visto bueno a los planes. Como si ella fuera la administradora de todo el programa. Le costó un día y una noche de dar vueltas y más vueltas, pero, a la mañana siguiente, dio su aprobación biológica.

Ya sabía perfectamente qué estaba construyendo el Nimbo en aquel lugar. Dudaba que nadie más lo sospechara. Pero lo harían. Al cabo de un par de años sería difícil ocultarlo.

Y, por más que intentaba decidirse, Loriana no sabía si estar encantada o muerta de miedo.

Como vuestra suma dalle, estoy aquí para calmar vuestros temores y recelos sobre nuestra relación con Midmérica. Lo cierto es que el mundo no es el mismo lugar que era cuando perdimos Perdura. Los sibilantes tonistas desafían abiertamente nuestra autoridad y el silencio del Nimbo ha dejado a millones de personas sin guía. Lo que el mundo necesita de nosotros es fuerza y convicción.

La firma de artículos oficiales de adhesión a la guadaña midmericana es un paso en esa dirección. El sumo dalle Goddard y yo coincidimos en que todos los segadores deberían ser libres para cribar, sin las trabas que nos imponen unas tradiciones que se han quedado anticuadas.

Goddard y yo seguiremos adelante como iguales, junto con los sumos dalles de Zona Norte, Estemérica y Mexiteca, que en breve firmaran también sus propios acuerdos.

Os aseguro que no estamos entregando nuestra soberanía; simplemente afirmamos nuestros objetivos paralelos: la salud mutua y el progreso continuo de nuestras respectivas guadañas.

—Su excelencia la suma dalle Mary Pickford de Occimérica, discurso del Cónclave Vernal, 28 de mayo del Año del Quokka

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