Trueno

Trueno


TERCERA PARTE » 31 Ofrenda de fuego

Página 35 de 63

31
Ofrenda de fuego

—Hola, Tyger.

—Hola —respondió el constructo de la memoria de Tyger Salazar—. ¿Te conozco?

—Sí y no —respondió la segadora Rand—. He venido a decirte que han atrapado al segador Lucifer.

—El segador Lucifer… ¿No es el que ha estado matando segadores?

—Sí. Y lo conoces.

—Lo dudo. Conozco a alguna gente retorcida, pero no hasta ese punto.

—Es tu amigo, Rowan Damisch.

El constructo se quedó callado unos segundos y después se rio.

—Buen intento. ¿Ha sido idea de Rowan? ¡Rowan! ¿Dónde te escondes? Venga, sal ya.

—No está aquí.

—No me intentes decir que está matando gente, ¡si ni siquiera llegó a ser segador! Le dieron una patada en el culo y nombraron a la chica.

—Lo van a ejecutar mañana.

El constructo vaciló y frunció el ceño. Aquellos construcros estaban muy bien programados. Recopilaban los recuerdos de todas las expresiones faciales del sujeto que se habían grabado. La representación era tan real a veces que resultaba inquietante.

—No estás de broma, ¿no? —preguntó el constructo de Tyger—. Bueno, ¡no puedes permitirlo! ¡Tienes que impedir que suceda!

—No está en mi mano.

—¡Pues ponlo en ella! Conozco a Rowan mejor que nadie… Si hizo lo que dices que hizo, tendría un buen motivo. ¡No podéis cribarlo! —El constructo empezó a mirar a su alrededor como si fuera consciente de estar en un mundo limitado. Una caja virtual de la que deseaba salir—. ¡Está mal! ¡No podéis hacerlo!

—¿Qué sabrás tú del bien y del mal? —le soltó Rand—. ¡No eres más que un estúpido fiestero sin un dedo de frente!

Él la miró, furioso. Los micropíxeles de su imagen aumentaron el porcentaje de rojo de su cara.

—Te odio —espetó—. Seas quien seas, te odio.

Ayn pulsó a toda prisa el botón que daba por terminada la charla. El constructo de la memoria de Tyger desapareció. Como siempre, no recordaría lo que habían hablado. Como siempre, Ayn sí.

—Si vas a cribarlo, ¿por qué no lo cribas y ya está? —le preguntó la segadora Rand a Goddard mientras procuraba que no se notase lo frustrada que se sentía.

Tenía muchos motivos para ello. El primero, un estadio era un lugar complicado para protegerse de sus enemigos, y los tenían. No sólo los segadores de la vieja guardia, sino todo el mundo, desde los tonistas hasta las guadañas que habían rechazado a Goddard, pasando por los que buscaban venganza por la criba en masa de sus seres queridos.

Iban los dos solos en el avión privado de Goddard. El convoy estaba llegando ya a su destino tras casi una semana recorriendo su prolongada vuelta de honor, así que Rand y él volaban hasta allí para reunirse con el resto, un vuelo tan corto como largo había sido el viaje de Rowan Damisch. Como ocurría con el tejado del chalé, el avión contaba con armamento de la edad mortal. Una serie de misiles que colgaban de cada ala. Solía volar bajo sobre las comunidades que consideraba rebeldes. Nunca usaba los misiles para cribar, pero, como en el caso de los cañones del tejado, eran un recordatorio de que podía hacerlo sí lo deseaba.

—Si quieres una demostración pública —le sugirió Ayn—, que sea con una criba más controlada. Retransmítelo desde una ubicación pequeña y secreta. ¿Por qué tienes que convertirlo todo en un espectáculo?

—Porque me gustan los espectáculos… y no necesito más razón que esa.

Pero, por supuesto, había otra razón más importante. Goddard quería que el mundo supiera que él en persona había capturado y ejecutado al enemigo público número uno de la edad posmortal. No sólo serviría para engrandecer su imagen ante la gente común, sino para ganarse la admiración de los segadores que siguieran indecisos. Todo en Goddard era estratégico o impulsivo. Aquel gran acontecimiento era estratégico. Convertiría la criba de Rowan Damisch en un espectáculo que nadie pudiera pasar por alto.

—Habrá más de mil segadores de todo el mundo entre el público —le recordó Goddard—. Quieren verlo, y yo deseo concederles ese deseo. ¿Quiénes somos nosotros para negarles esa catarsis?

Rand no tenía ni idea de lo que significaba aquello ni tampoco le importaba. Goddard escupía palabrería erudita con tanta frecuencia que había aprendido a desconectar.

—Hay formas mejores de manejar esto —insistió Rand.

El rostro del dalle empezó a agriarse. Dieron con unas pequeñas turbulencias, que seguramente Goddard creería producto de su humor.

—¿Me intentas decir cómo ser segador o, peor, como ser dalle máximo?

—¿Cómo iba a decirte cómo ser algo que no existía hasta que tú lo inventaste?

—Cuidado, Ayn, no desates mi ira justo cuando no debería sentir más que alegría. —Dejó que calara su advertencia antes de acomodarse en el asiento—. Cabría pensar que precisamente tú estarías encantada de ver a Rowan sufrir después de lo que te hizo. Te rompió la espalda y te dejó morturienta, ¿y ahora me dices que quieres que su criba sea algo pequeñito y tranquilo?

—Lo quiero cribado tanto como tú. Pero la criba no debería ser un entretenimiento.

A lo que Goddard esbozó una sonrisa exasperante y respondió:

—A mí me entretiene.

Como segador Lucifer, Rowan había sido muy cuidadoso para asegurarse de que los segadores con los que acababa no sufrieran. Los cribaba deprisa y sólo los quemaba después de muertos, para que no pudieran revivirlos. No le sorprendió enterarse de que Goddard no era tan compasivo. La agonía de Rowan se prolongaría para surtir el máximo efecto.

La cantidad, de bravuconería que era capaz de reunir tenía sus límites. Cuando el convoy de la ejecución por fin llegó a su aciago destino, tuvo que reconocer que sí le importaba vivir o morir. Y, aunque le daba igual cómo lo recordara la historia, se deprimía al pensar en cómo lo haría su familia. Su madre y sus muchos hermanos y hermanas debían de saber ya que él era el segador Lucifer, porque, una vez que le endosaron la culpa del hundimiento de Perdura, Rowan se hizo tristemente célebre. Las multitudes que se acercaban para echarle un vistazo al convoy eran prueba de ello.

¿Estaría su familia entre el público? Si no, ¿lo verían desde casa? ¿Qué les ocurría a las familias de los criminales famosos en los días mortales? Porque en los días posmortales no había ningún equivalente al segador Lucifer. ¿Los condenarían por asociación y los cribarían? Al padre de Rowan lo habían cribado antes del hundimiento de Perdura, así que no había llegado a saber lo que ocurrió con su hijo y cómo lo odiaba el mundo. Hasta cierto punto, era un consuelo. Pero, si su madre y sus hermanos seguían vivos, debían de despreciarlo, porque ¿cómo no iban a hacerlo? Darse cuenta de eso lo desmoralizaba más que ninguna otra cosa.

Había tenido mucho tiempo a solas con sus pensamientos durante el serpenteante viaje del convoy. Sus pensamientos no eran amigos suyos o, al menos, ya no lo eran, puesto que sólo servían para recordarle las decisiones que había tomado y cómo lo habían llevado hasta allí. Lo que antes le pareciera justificado ahora le resultaba insensato. Lo que antes le pareciera valiente ahora le resultaba triste sin más.

Podría haber sido distinto. Podría haber desaparecido, como el segador Faraday, cuando se le presentó la oportunidad. Se preguntó dónde estaría Faraday. ¿Vería la retransmisión y lloraría por él? Sería agradable saber que alguien lloraba por él. Citra lo haría, dondequiera que estuviese. Con eso tendría que bastarle.

La criba estaba programada para las siete de la tarde, pero la gente llegó temprano. La multitud consistía en segadores y ciudadanos corrientes, y a pesar de que los segadores contaban con una entrada especial, Goddard los había animado a sentarse entre la plebe.

«Es una oportunidad de oro para las relaciones públicas —les había dicho—. Sonreíd y sed amables. Escuchad con atención sus estupideces y fingid que os importan… Incluso podéis conceder alguna que otra inmunidad».

Muchos siguieron las indicaciones; otros no se vieron capaces de hacerlo y se sentaron junto a otros segadores,

A Rowan, sometido a una estricta vigilancia, lo llevaron directamente a un enorme escenario con acceso directo al campo. La pila de madera que le habían preparado era una pirámide de tres plantas que parecía consistir en ramas recogidas del campo, como un montón aleatorio de maderos sueltos; sin embargo, al examinarla mejor, se veía que todo formaba parte de un intrincado diseño de ingeniería. Las ramas no estaban apiladas sin más, sino clavadas, y todo el montaje se había dispuesto sobre una enorme plataforma rodante, como la carroza de un desfile. El centro estaba hueco y en el hueco había una columna de piedra a la que ataron a Rowan con bridas ignífugas. La columna estaba en un ascensor que elevaría a Rowan hasta lo alto de la pirámide, para enseñárselo a la multitud en el momento oportuno. Después, Goddard en persona le prendería fuego.

—¡Esta maravilla no es una pira corriente! —le explicó el técnico al mando mientras apagaba los nanobots de Rowan—. Formo parte del equipo que diseñó esta preciosidad. En realidad, tiene cuatro tipos de madera. Fresno para que arda de modo uniforme; naranjo de los osages para dar calor; serbal, o rowan, por… Bueno, por lo obvio. ¡Y unos cuantos manojos de madera de pino nudosa para que crepite con alegría!

El técnico comprobó la lectura del modificador y confirmó que los nanobots de Rowan estaban apagados; luego siguió explicando las bondades de la carroza de la muerte, como un crío en una feria de ciencias.

—¡Ah, y esto te va a encantar! Las ramas del borde exterior están tratadas con cloruro de potasio, de modo que arderán de color violeta; más arriba son de cloruro de calcio, para que sean azules; ¡y así hasta conseguir todos los colores del espectro! —Después señaló la túnica negra que los guardias le habían puesto a Rowan a la fuerza—. Y esa túnica está bañada en cloruro de estroncio, para que arda en un tono rojo intenso. ¡Serás mejor que los fuegos artificiales de Año Nuevo!

—Vaya, mil gracias —respondió Rowan sin emoción—. Qué pena que no vaya a verlo.

—Pero sí que lo verás —repuso alegremente el técnico—. Hemos montado un extractor en la base para que absorba el humo, así que todos tendrán una visibilidad estupenda, ¡incluso tú! —Luego cogió un trozo de tela marrón—. Es una mordaza de algodón pólvora. Arde deprisa, y se incinerará en cuanto se exponga al calor.

Entonces se dio cuenta al fin de que Rowan ni necesitaba ni quería escuchar esos detalles, así que se calló. Una mordaza que ardía deprisa para que la gente pudiera oírlo gritar no era un accesorio que pudiera entusiasmarle. Rowan se alegraba de que no le hubieran ofrecido una última comida, porque, con el estómago tan revuelto, la habría vomitado.

Detrás del técnico, la segadora Rand entró en el enredo de ramas. Incluso verla a ella era mejor que la descripción paso a paso de su deslumbrante incineración.

—No estás aquí para hablar con él —le espetó la segadora al hombre.

De inmediato, el técnico se achantó como un cachorrito al que acababan de regañar.

—Sí, su señoría. Lo siento, su señoría.

—Dame la mordaza y piérdete.

—Sí, segadora Rand. Lo siento de nuevo. En cualquier caso, ya está listo.

El técnico le hizo el gesto de alzar el pulgar, ella le quitó la mordaza y el hombre se retiró con los hombros hundidos.

—¿Cuánto queda? —le preguntó Rowan.

—Está a punto de empezar. Unos cuantos discursos y después te toca a ti.

A Rowan ya no le quedaba energía para intercambiar pullas con ella. Era incapaz de seguir fingiendo desenfado.

—¿Mirarás o apartarás la vista?

No sabía por qué le importaba, pero le importaba.

Rand no respondió, sino que le dijo:

—No siento verte morir, Rowan, pero me irrita cómo va a ser. La verdad es que quiero que termine cuanto antes.

—Yo también. Estoy intentando decidir si es peor saber lo que va a pasar o no haberlo sabido. —Se tomó un momento y añadió—: ¿Lo supo Tyger?

Ella dio un paso atrás.

—No voy a permitirte seguir con tus jueguecitos mentales, Rowan.

—No es ningún juego —respondió él, sincero—. Sólo quiero saberlo. ¿Le dijiste lo que iba a pasar antes de que le robaras su cuerpo? ¿Tuvo al menos unos segundos para aceptarlo?

—No. Nunca lo supo. Creía que estaban a punto de ordenarlo segador. Después lo dormimos y se acabó.

Rowan asintió con la cabeza.

—Más o menos como morir mientras duermes.

—¿Qué?

—Es como la mayoría de los mortales querían morir. Dormidos, en paz, sin saberlo siquiera. Supongo que tiene sentido.

Rowan supuso que había dicho demasiado porque Rand le colocó la mordaza y se la apretó.

—Cuando te lleguen las llamas, intenta respirarlas —le dijo la segadora—. Será más rápido.

Y se fue sin mirar atrás.

Ayn no lograba quitarse de la cabeza la imagen de Rowan Damisch. Lo había visto incapacitado en otras ocasiones: atado de pies, atado de manos, engrilletado e inmovilizado de varias maneras. Pero esta vez era distinto. Su actitud no era valerosa ni desafiante; estaba resignado. No parecía la astuta máquina de matar en la que lo había convertido Goddard, sino justo lo que era: un chico asustado que se había metido en algo que le venía grande.

Bueno, le está bien empleado —pensó Ayn para intentar librarse de aquella sensación—. Se cosecha lo que se siembra, ¿no es lo que «decían los mortales»?

Mientras salía del campo, una ráfaga de viento recorrió el espacio cóncavo del estadio y le agitó la túnica. Las gradas ya estaban casi llenas. Más de mil segadores y treinta mil ciudadanos corrientes. El aforo completo.

Rand se sentó junto a Goddard y sus segadores subordinados. Constantine no quería perderse la criba de Rowan Damisch, pero parecía igual de descontento que Ayn.

—¿Te diviertes, Constantine? —le preguntó Goddard con la clara intención de provocarlo.

—Reconozco la importancia de un acontecimiento organizado para unir al pueblo y presentar una Nortemérica fuerte. Es una estrategia sólida y que seguramente marque un punto de inflexión en los asuntos de la Guadaña.

Era un comentario elogioso, aunque no respondía a la pregunta. Una respuesta muy diplomática. Goddard la interpretó a la perfección, como Ayn sabía que haría, y no se le escapó el desagrado de su segador.

—Hay que reconocer que eres coherente —le dijo el dalle máximo—. Constantine el Coherente. Creo que así se te llegará a conocer en los libros de Historia.

—Hay atributos peores.

—Espero que al menos hayas extendido invitaciones personales a nuestros «amigos» de Texas.

—Lo hice. No han respondido.

—No, ya me lo imaginaba. Una pena… Me habría encantado que vieran a la familia de la que han decidido alejarse.

El programa de la tarde incluía los discursos de los otros cuatro sumos dalles nortemericanos, todos ellos escritos con esmero para dejar claros cada uno de los puntos que el dalle máximo quería recalcar.

El sumo dalle Hammerstein de Estemérica lamentaría las vidas perdidas en Perdura y las brutales muertes de los desdichados segadores con los que había acabado Lucifer.

La suma dalle Pickford de Occimérica hablaría de la unidad nortemericana y de que la alianza de cinco de las seis guadañas de la zona mejoraría la vida de todos.

El sumo dalle Tizoc de Mexiteca invocaría la edad mortal para señalar lo lejos que había llegado el mundo y concluiría con una velada advertencia a las demás guadañas: no unirse a Goddard significaba la posibilidad de regresar a los viejos tiempos.

La suma dalle MacPhail de Zona Norte daría las gracias a todos los que habían hecho posible aquel acontecimiento. También mencionaría a los miembros del público, tanto segadores como gente corriente, con los que necesitaban congraciarse.

Y, finalmente, Goddard daría el discurso que resumiría todo lo anterior y lo envolvería con un lazo para regalo antes de prender la pira.

«Esto no será solamente la criba de un enemigo público —le había dicho a Ayn y a sus segadores subordinados—. Es una botella de champán lanzada contra un barco. Será el bautizo de una nueva era para la raza humana».

Era como si Goddard lo viera con un aura religiosa: una ofrenda de fuego para purificar el camino y aplacar a los dioses.

Por lo que concernía a Goddard, aquel día era tan importante como el día en que se había presentado ante el cónclave y aceptado su nominación como sumo dalle… Incluso más importante, por el alcance. El acontecimiento se retransmitiría a miles de millones de personas, no sólo a un grupo de segadores en un cónclave. Las repercusiones de aquella noche se sentirían durante mucho tiempo. Y las guadañas que todavía no se habían unido a él no tendrían más remedio que hacerlo.

Cada vez recibía más apoyos, sobre todo después de centrar la mayoría de las cribas en los márgenes de la sociedad. Los ciudadanos normales no sentían demasiado aprecio por los marginados, así que, siempre que no se formara parte de ese margen, no había que preocuparse demasiado por acabar cribado a manos de Goddard. Evidentemente, como la población no dejaba de crecer, había gente de sobra para empujarla a los márgenes.

Se había dado cuenta de que era cuestión de evolución. No de selección natural, porque la naturaleza se había vuelto débil e inoperante. Más bien de selección inteligente, con Goddard y sus acólitos como el timón de la intelectualidad.

A medida que se acercaban las siete y el cielo se oscurecía, Goddard se crujía los nudillos mientras subía y bajaba las rodillas; su cuerpo demostraba una impaciencia juvenil que no se reflejaba en su rostro.

Ayn le puso una mano sobre la rodilla para detenerlo. A Goddard no le gustó, pero obedeció. Después bajó la intensidad de la luz en las gradas y la aumentó en el campo cuando la pira empezó a salir del interior del estadio.

La expectación de la multitud era palpable. No se oían demasiados vítores y gritos, sino más bien jadeos ahogados y un murmullo creciente. A pesar de no estar iluminada, la pira era todo un espectáculo: el modo en que las ramas reflejaban la luz era espectacular; un bosque muerto entretejido digno de un artista. Una antorcha encendida esperaba a una distancia segura, lista para que Goddard la acercara a la esquina de la pira cuando fuera oportuno.

Mientras empezaban los demás discursos, Goddard repasaba mentalmente el suyo. Había estudiado la oratoria de los mejores: Roosevelt, Kirig, Demóstenes, Churchill. Su mensaje sería corto y dulce, pero repleto de citas memorables. De esas que se grabarían en piedra. De esas que se convertirían en emblemáticas y eternas, como las que él había estudiado. Después recogería la antorcha, encendería el fuego y, mientras crecían las llamas, recitaría el poema del segador Sócrates, «Oda a los inmortales», todo un himno para el mundo.

En ese instante dio comienzo el discurso de Hammerstein. Se expresó con el luto y la melancolía perfectas. Pickford fue majestuosa y elocuente; Tizoc, directo e incisivo; y la gratitud de MacPhail, dirigida a los que habían hecho posible aquel momento, resultó sincera y real.

Goddard se levantó y se acercó a la pira. Se preguntó si Rowan sería consciente del honor que le concedía. Estaba cementando su lugar en la historia. Desde aquel instante hasta el fin de los tiempos, el mundo conocería su nombre. Los niños de todo el mundo estudiarían su vida. Aquel día moriría, pero, en un sentido muy real, también se convertiría en un personaje eterno, unido al transcurso de los siglos como pocos lo conseguían.

Goddard tocó el botón, y el ascensor elevó a Rowan desde el interior de la pira hasta la cima. Los murmullos del público crecieron. La gente se levantó. Las manos lo señalaron. Goddard empezó:

—Honorables segadores y respetados ciudadanos, hoy entregamos al fuego purificador de la historia al último criminal de la humanidad. Rowan Damisch, el que se hacía llamar segador Lucifer, robó la luz de muchos, pero hoy recuperamos esa luz y la transformamos en un faro inmortal que alumbrará nuestro futuro…

Alguien le dio una palmada en el hombro. Casi ni la sintió.

—Una nueva era en la que los segadores, con discreta alegría, darán forma a nuestra gran sociedad y cribarán a los que no pertenecen a nuestro glorioso mañana…

De nuevo, el toque en el hombro, más insistente. ¿Era posible que alguien interrumpiera su discurso? ¿Quién se atrevería a algo semejante? Se volvió y vio a Constantine detrás de él, eclipsándolo con su horrenda túnica rojo carmesí, que parecía más chillona que nunca ahora que llevaba rubíes.

—Su excelencia —le susurró—, al parecer hay un problema…

—¿Un problema? ¿En medio de mi discurso, Constantine?

—Véalo usted mismo.

Constantine le señaló la pira.

Rowan se retorcía para librarse de sus ataduras. Intentaba gritar a través de la mordaza, pero los gritos no se oirían del todo hasta que se quemara la tela. Entonces, Goddard lo vio…

La figura que coronaba la pira no era Rowan.

El rostro le resultaba familiar, pero, hasta que no miró hacia las pantallas gigantes repartidas por el estadio, en las que se veía de cerca la angustia del hombre, no reconoció a la víctima.

Era el técnico. El que estaba a cargo de preparar a Rowan para la ejecución.

Diez minutos antes, cuando todavía no habían sacado la pira, Rowan procuraba disfrutar de sus últimos momentos de vida. Entonces, un trío de segadores se le acercó tras abrirse paso a través del bosque de ramas. Ninguno llevaba túnicas que le resultaran familiares. Ni tampoco reconocía sus rostros.

La visita no formaba parte del programa… Y, en realidad, Rowan se alegró de verlos. Porque, si estaban allí para vengarse en persona, incapaces de esperarse a que ardiera, su final sería más fácil. En efecto, uno de ellos sacó un cuchillo y lo movió en su dirección. Rowan se preparó para sentir un dolor agudo y la rápida pérdida de la consciencia, pero no sucedió nada de eso.

No se fijó en que se trataba de un cuchillo Bowie hasta que la hoja cortó las ataduras de sus manos.

Ir a la siguiente página

Report Page