Trueno

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TERCERA PARTE » 31 Control de Damisch

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Control de Damisch

Goddard notó la reacción de su cuerpo antes de que su cerebro procesara del todo lo que estaba viendo. Sintió un cosquilleo en las extremidades, las tripas revueltas y una tirantez dolorosa en la parte baja de la espalda. La furia brotó con una intensidad volcánica hasta que empezó a palpitarle la cabeza.

En el estadio, todos sabían ya lo que él acababa de ver: que el prisionero en lo alto de la pira no era el segador Lucifer. A lo largo de los tres últimos años, el mundo había llegado a conocer muy bien el rostro de Rowan Damisch. Pero aquel no era el rostro que se retransmitía por todo el mundo, que llenaba las pantallas que rodeaban a Goddard, como si se burlaran de él.

No sólo le habían robado su gran momento, sino que aquello era una subversión en toda regla. Lo habían retorcido hasta convertirlo en algo obsceno. Los murmullos del público sonaban distintos a los de hacía pocos segundos. ¿Estaba oyendo risas? ¿Se estaban riendo de él? Fuera así o no, le importaba poco. Lo único que importaba era lo que oía, lo que sentía. Y sentía la burla de treinta mil almas. No podía permitirlo. Aquel momento monstruoso no podía seguir existiendo.

Constantine le susurró al oído:

—He ordenado que cierren las puertas y he avisado a toda la Guardia del Dalle. Lo encontraremos.

Pero no importaba. Habían arruinado su espectáculo. Por mucho que devolvieran a Rowan a rastras a la pira, no cambiaría nada. El deslumbrante momento de Goddard sería la mayor víctima del día. A no ser… A no ser…

Ayn supo que las cosas se iban a torcer mucho en cuanto vio a aquel imbécil en lo alto de la pira.

Tendría que controlar a Goddard.

Porque, cuando su ira tomaba el control, podía pasar cualquier cosa. Ya era así de antes, pero, después de adquirir el cuerpo de Tyger, esos impulsos juveniles (los repentinos subidones endocrinos) le daban una nueva y horrible dimensión a Goddard. La adrenalina y la testosterona que habían resultado adorables cuando las gestionaba una adorable pizarra en blanco como Tyger Salazar no eran más que brisas bajo una cometa. Con Goddard, esas brisas se transformaban en tornados. Lo que significaba que tendría que controlarlo. Como un animal salvaje que se hubiera escapado de su jaula.

Dejó que Constantine fuera el que corriese a avisarlo de las malas noticias porque a Goddard le encantaba culpar al mensajero, así que mejor Constantine que ella. Cuando el dalle máximo se volvió para contemplar al desafortunado técnico, Ayn se le acercó.

—Hemos detenido la retransmisión. Ya no está emitiéndose. Hemos pasado a control de daños. Puedes darle la vuelta a la situación, Robert —añadió para engatusarlo lo mejor que podía—. Que crean que es intencionado. Que forma parte del espectáculo.

La expresión de su rostro la aterró. Ni siquiera estaba segura de haberlo oído bien cuando dijo:

—Intencionado. Sí, Ayn, es justo lo que haré.

Levantó el micrófono y Ayn retrocedió. Quizá Constantine estuviera en lo cierto: era capaz de manejarlo en los momentos de consternación. De controlarlo. De arreglar lo roto antes de que fuera irreparable. Respiró hondo y esperó, con todos los demás, a escuchar lo que tenía que decir.

—Se suponía que hoy debía ser un día para hacer justicia —empezó Goddard, que escupía las palabras al micrófono mientras hablaba—. Me dirijo a vosotros. ¡A vosotros! A vosotros cuyos corazones se aceleran al pensar en ver a un hombre quemarse vivo.

»¡A vosotros! ¿Creíais que os lo permitiría? ¿Creíais que los segadores somos tan vulgares como para consentiros vuestra curiosidad morbosa? ¿Como para ofreceros una carnicería como si fuera un espectáculo de circo? —A partir de entonces empezó a gritarles entre dientes—. ¡¿Cómo os atrevéis?! ¡Sólo los segadores pueden disfrutar con el fin de la vida!, ¿o lo habíais olvidado?

Hizo una pausa para que lo asimilaran, para que fueran conscientes de la profundidad de su transgresión. De no haber desaparecido Rowan, les habría concedido de buen grado su espectáculo. Pero eso era algo que no debían saber.

—No, el segador Lucifer no está hoy con nosotros, pero vosotros, que tan ansiosos estabais por ser testigos de su muerte, ahora estáis en mi punto de mira. ¡Este juicio no era para él, sino para vosotros, que os habéis condenado! La única forma de redimirse de la perdición es la penitencia. Penitencia y sacrificio. Por lo tanto, he decidido que, en el día de hoy, vosotros seáis un ejemplo para el mundo.

Después miró a los miles de segadores repartidos entre el público del estadio.

—Cribadlos —ordenó con un desprecio tan grande por la multitud que se mordió el labio inferior—. Cribadlos a todos.

El pánico no cundió de golpe. La gente, estupefacta, se miraba entre sí. ¿De verdad había dicho eso el dalle máximo? No podía haberlo dicho. Ni siquiera los segadores estaban seguros en un principio… Pero incumplir una orden significaba que se pusiera en duda su lealtad. Poco a poco fueron apareciendo las armas, y los segadores empezaron a mirar a la gente que los rodeaba con una expresión muy distinta a la de antes: calculaban cómo lograr su objetivo.

—¡Yo soy vuestra culminación! —proclamó Goddard, como hacía en todas sus cribas en masa, y su voz rebotó por todo el estadio—. Soy la última palabra de vuestras insatisfechas vidas indeseables.

Las primeras personas empezaron a correr. Se les unieron otras. Y, de repente, fue como si se abriera una presa. Los espectadores, aterrados, trepaban sobre los asientos y por encima de los demás para llegar a las salidas, pero los segadores se habían apresurado a situarse en el cuello de botella. La única forma de pasar era a través de ellos, y los cribados ya bloqueaban los estrechos pasos a la libertad.

—¡Soy vuestra liberación! ¡Soy vuestro portal a los misterios del olvido!

La gente se abalanzaba sobre las barandillas con la esperanza de despachurrarse antes de que los cribaran para revivir después, pero se trataba de una acción de los segadores: en cuanto Goddard dio la orden, el Nimbo perdió la posibilidad de intervenir. Sólo podía mirarlo todo a través de sus innumerables ojos abiertos.

—¡Soy vuestro omega! El que os traerá la paz infinita. ¡Abrazadme!

La segadora Rand le suplicó que parase, pero él la apartó de un empujón y ella cayó al suelo dando traspiés y soltando la antorcha, que rodó por el borde de la pira. No hizo falta más: la pira prendió y las llamas moradas recorrieron la base.

—Vuestra muerte es mi veredicto y mi regalo —decía Goddard a los moribundos—. Aceptadlo con elegancia. Y así me despido.

La mejor vista del Armagedón de Goddard se disfrutaba desde lo alto de la pira… Y, como los extractores de abajo apartaban el humo, el técnico lo veía todo, incluido el borde exterior de llamas moradas, que empezaba a subir por la pira y volverse azul.

En las gradas, los segadores, todos resplandecientes con sus gemas cosidas a las túnicas de la nueva orden, despachaban a sus víctimas a una velocidad alarmante.

«Hoy no estaré solo», pensó el técnico mientras las llamas se acercaban y pasaban del verde al amarillo chillón.

Notaba que se le derretían las suelas de los zapatos. Olía a goma quemada. Ahora el fuego era naranja y estaba más cerca. Los gritos que lo rodeaban sonaban lejanos, muy lejanos. Las llamas no tardarían en pasar al rojo, la mordaza de algodón pólvora ardería y ya sólo importaban sus gritos.

Entonces vio a un segador solitario que iba hacia él, procedente del campo. El de la túnica roja. Uno de los pocos segadores que no iba detrás del público. Se miraron a los ojos durante un momento. Justo cuando el fuego prendió las perneras de los pantalones del hombre condenado, el segador Constantine alzó una pistola y llevo a cabo su única criba del día. Un único disparo al corazón que libró al técnico de un final más doloroso.

Lo último que sintió el hombre antes de perder la vida fue una enorme gratitud por la compasión del segador carmesí.

—Te perdonaré por intentar detenerme —le dijo Goddard a la segadora Rand cuando su limusina salía del estadio—. Pero me sorprende que precisamente tú, Ayn, te resistas a una criba.

Ayn podría haberle dicho un millón de cosas, pero se mordió la lengua. Rowan ya estaba olvidado, aplastado por un asunto mucho más importante. Se rumoreaba que lo habían visto abandonar el estadio con Travis y otros segadores texanos. Podría culparlos a ellos, pero ¿a quién pretendía engañar? Ella era la que le había sugerido a Goddard que encontrara el modo de conseguir que la súbita ausencia del chico pareciera formar parte de un plan. Sin embargo, jamás se habría imaginado lo que haría Goddard con su sugerencia.

—No era el acontecimiento que esperaba, aunque rara vez salen las cosas como uno quiere —dijo el dalle máximo con suma calma, como quien comenta una obra teatral—. Aun así, al final todo ha salido a pedir de boca.

—¿Qué? —preguntó Rand, y lo miró, incrédula—. ¿Cómo puedes decir eso?

—¿No es evidente? —Como la segadora no respondía, se lo aclaró con la fluida elocuencia por la que era famoso—: El miedo, Ayn. El miedo es el amado padre del respeto. Los ciudadanos corrientes deben saber cuál es su lugar. Deben conocer las líneas que no pueden cruzar. Sin el Nimbo en sus vidas, necesitan una mano firme que les proporcione estabilidad, que establezca límites. Me reverenciarán a mí y a todos mis segadores, y no volverán a enfrentarse a nosotros. —Reflexionó sobre sus interesadas racionalizaciones y asintió, satisfecho de sí mismo—. Todo va bien, Ayn. Todo va bien.

Pero la segadora Rand sabía que, a partir de ahora, nada volvería a ir bien.

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