Troya

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8. La isla de los mercaderes

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8. LA ISLA DE LOS MERCADERES

Por regla general, Djoser encontraba la vida contradictoria: siempre nueva, agotadora, emocionante, difícil y grave. A veces recordaba devotas prácticas de la infancia, visitas a uno u otro templo de Men-Nofer, intentos de hacer acopio de fuerzas para algo interior, que al mismo tiempo era cosa de fuera, sacrificios, murmullos y gestos de los sacerdotes. Otros pueblos tenían otros dioses; a lo largo del tiempo y de los viajes, todas esas potencias del más allá le habían resultado cada vez más parecidas. Y cada vez más insignificantes. Pero cuando la vida se hacía especialmente difícil e impenetrable, niebla por entre la cual tenía que llevar el barco apenas sometido a control, a menudo deseaba seguir como piloto las instrucciones de un patrón, poder confiar su rumbo a las sublimes e incomprensibles decisiones (o ataques de malévola arbitrariedad) de los dioses. De los dioses que fuera.

No todo era como lo había esperado. Una y otra vez se preguntaba si no hubieran debido actuar de otro modo en Ugarit, zarpar con los barcos a medio cargar la primera noche, en vez de vaciar por completo el almacén y aprovechar el segundo día y dejar a Ninurta ir a ver al rey. La pérdida hubiera sido dolorosa, pero la pérdida del asirio era más dolorosa. Las mercancías y los metales nobles se podían volver a adquirir; ni siquiera se atrevía a esperar que Awil-Ninurta pudiera volver.

El encuentro con los barcos de los troyanos le había hecho sudar, pero Zaqarbal, ese miserable y frívolo cananeo, condujo sin esfuerzo los tres barcos por en medio de algo que hubiera podido convertirse en una desgracia. («¿Cómo que desgracia?», dijo Zaqarbal cuando, navegando muy próximos, discutían de castillo de popa a castillo de popa. «Éstos tienen que comportarse bien aquí, muchacho; ¡pero tú hueles en cada pedo el aliento de un demonio!»). Una enorme acumulación de barcos de todo tipo: barcos de pescadores, sobrecargados con soldados y armamento; pequeños barcos de carga; pesados cargueros; rápidos y ligeros barcos de guerra (algunos con espolón para el abordaje); balsas casi sin borda, sobre las cuales se alzaban grandes catapultas, todo arrastrado por dos o tres barcos de remos; un velero de dos mástiles; varios botes, que parecían construidos a imagen de aquellos que transportaban piedras al Yotru de las canteras a Men-Nofer. Barcos pequeños, grandes, sencillos, pintados de colores (con ojos de dioses pintados en la proa), y algunos cuya construcción le resultaba enteramente desconocida. En total, doscientos o más; un poco al noroeste de Alashia les salieron al paso, con un débil viento del septentrión contra el que remaban el Provecho de Keret, el Kynara y el Yalussu.

Por suerte el Kynara iba delante; Zaqarbal gritó a los extranjeros algo que Djoser no pudo entender. Señalaron hacia atrás, hacia el centro de la flota. Zaqarbal hizo subir los remos y esperó a que el barco del jefe de la escuadra estuviera más cerca. A bordo del Yalussu, casi emparejado con el Provecho de Keret, un largo detrás del Kynara, hubo que subir también los remos, queriendo o sin querer; Djoser hubiera preferido huir como un animal acorralado.

Después, en la disputa de barco a barco, se enteró (como también Tashmetu, cuyo barco había navegado pegado al suyo y participó en la conversación) de que se trataba de barcos de Troya y muchas ciudades aliadas, atestados de guerreros, provisiones y armas, mandados por Hiponos, uno de los hijos del rey Príamo.

—¿Por qué te pones tan nervioso? —dijo Zaqarbal. Sonrío—. Le conozco, hace dos años nos emborrachamos como bestias cuando estuve allá arriba.

Los barcos iban de camino a los puertos libres del suroeste de Alashia, para desembarcar allí combatientes, armas y pertrechos (y sacerdotes rojos). Los hititas podían considerar el invierno época de paz y tranquilidad, conforme a los usos de las frías tierras del interior; los troyanos, arzavos y combatientes de los príncipes expulsados de Alashia no tenían la intención de conceder ese reposo a los hititas.

—Fueron muy amables —dijo el sidonio—. Hiponos casi se echó a llorar porque no teníamos tiempo de averiguar cuál de los dos aguantaba más. Entonces caímos bastante a la vez. Y me dio las gracias por las noticias de Ugarit y Alashia, porque ahora pueden estar seguros de que el rincón al que van y del que venimos no bulle de hititas.

Tashmetu sonrió, y Djoser sintió que no lo tomaron bastante en serio.

Luego Yalussu… Yaliso, como decían los nativos. La ciudad no estaba tan animada como de costumbre. Muchos hombres, era voz común, habían seguido la llamada de Tíepólemo y habían dejado ya su lugar natal para ir en primavera con nueve barcos, o quizá más, a Aulide, a sumarse a la expedición bélica de los aqueos occidentales; habían establecido un campamento cercano a Triadha y Lindos y jugaban un poco a la guerra en vez de ocuparse de las cosas importantes. Eso era lo que pasaba, decía uno de los viejos trabajadores del almacén, cuando se aceptaba someterse a extranjeros que afirmaban descender de Hércules y en todo lo demás eran completamente corrientes.

Djoser no intentó seriamente sacar nada en limpio de la cháchara y los rumores; le bastó (era más que suficiente) con tener que constatar que el comercio casi se había derrumbado. Donde hay menos gente se necesita menos, se dijo; eso le alegró poco. Cargaron montañas de madera y carbón vegetal y una parte de las mercancías (nuevo motivo para disputar con Zaqarbal, que quería llevar a la isla más de esto y menos de aquello) y despidieron a alguna gente que no parecía segura o no quería seguir viajando. En esto Zaqarbal era tan serio y tan atento como se debía. Entre los que bajaron de los barcos estaban también varios esclavos; como tantos hombres iban a ir a la guerra, se necesitaban brazos, manos y piernas para mil trabajos, y el mercado de esclavos era casi el único ramo del comercio aún floreciente. En lo que se refería a la separación de la gente que daba poca confianza, Tashmetu también fue muy cuidadosa… hasta donde Djoser podía valorar. El rome dejó en Yalussu a su compatriota, el viejo administrador Menena; como en Ugarit, Menena administraría, controlaría y echaría un ojo a los astilleros, a los que Djoser había encargado un barco nuevo: sustituto del viejo cascarón, que había vendido a buen precio. En Gubla subió a bordo del barco de Ninurta, y desde Ugarit… pero el asirio podía regresar y volver a tomar posesión del Yalussu, en cuyo caso Djoser necesitaría un nuevo barco. Por qué no ahora. Yen caso necesario, siempre se podía vender. Lamentó una vez más que su isla, en la que vivían dos buenos armadores, apenas tuviera madera y sólo una gruta con cabida para los barcos. Pero la gruta era demasiado estrecha y rocosa para todo lo que los armadores (fuera de las mejoras o la construcción de pequeñas naves) necesitaban en lo tocante a pabellones, borriquetes y caballetes.

Luego estaba Tsanghar. Djoser se sorprendió pensando que el gasqueo le parecía joven; ¿era él, apenas cinco años mayor, realmente tan viejo? El liberto demostró ser útil a bordo del Yalussu, todo lo útil que se puede ser en un primer viaje por mar; y se pasaba el día construyendo cosas curiosas. En un momento dado, había pesado en las manos una mina de oro y una mina de plata, fundidas por el mismo fundidor en moldes del mismo tamaño, y había dicho que el oro era más pesado que la misma cantidad de plata; se pasó tres días construyendo básculas, sin pensar que el barco se mecía y hacía oscilar incluso la más tosca de las básculas antes de poder leer nada. Luego volvió a sus ruedecillas de madera y trozos de cordel, y a afirmar que tenía que haber una posibilidad de elevar cargas de manera mejor y más sencilla. Cuando remaban en contra del viento, que de pronto cambiaba de norte a este y los empujaba hacia el oeste, Tsanghar se pasaba largo tiempo asomado a la borda, pero no vomitando, sino mirando al agua y murmurando algo en su lengua nativa… ¿Conjuros, enigmas, versos, cálculos? Probablemente Zaqarbal le habría maniatado, y Ninurta habría conversado con él. El asirio, que siempre quería saberlo todo,… A veces Djoser tenía la impresión de que había perdido el brazo derecho cuando Ninurta desapareció.

Luego la isla… A dos días de viaje al oeste de Rodas, avistaron el diminuto y pelado arrecife que les servía de punto de referencia. Djoser envió a uno de sus dos timoneles a bordo del Provecho de Keret y empuñó él mismo el timón derecho cuando el sol se hundió en el horizonte. El Kynara iba delante, en la oscuridad de la noche, sin velas (el viento no era desfavorable, pero la luna y las estrellas podían hacer brillar el claro paño, y aunque al ponerse el sol no había ningún otro barco a la vista nunca se era lo bastante cauteloso),luego el Yalussu, y por fin el Provecho de Keret. Fue entonces cuando el cielo nocturno se cubrió de nubes, de manera que Djoser ya no pudo leer la posición de las estrellas. Supuso que era pasada medianoche cuando alcanzaron la masa borrosa de la isla. El Kynara tanteó la estrecha entrada, abundantemente dotada de arrecifes, rocas puntiagudas y afiladas cordilleras submarinas. Dos golpes de remo, luego todo a babor; tres golpes, siete respiraciones en línea recta, luego todo a estribor… Se hizo tan largo como siempre. Un viraje, deslizarse, dos abruptos virajes sucesivos, uno en dirección contraria, para deslizarse por entre una cortina de plantas, y estuvieron en la gran gruta.

Djoser oyó las exclamaciones asombradas de aquellos que venían por vez primera; se encogió de hombros. De día entraba la luz en la gigantesca cueva, formada por terremotos o excavada a lo largo de eones por los pequeños arroyos… Una luz perpendicular, que hacía relucir y fundirse los mil colores de las piedras, el musgo y el agua; eso eran las dos antorchas que el vigilante tuvo que encender cuando los barcos alcanzaron la estrecha bocana y Zaqarbal pronunció la contraseña, inaudible a los de los otros barcos, en el silencio de la noche. (Conociendo al sidonio, como Djoser lo conocía, éste habría charlado como por casualidad con alguien del Kynara sobre la carga, en el momento adecuado, como por puro azar; y habría mencionado la semilla aromática y aceitosa).

Dos antorcheros de bronce fijos en la pared sujetaban grandes antorchas de luz quebrada, tragada y vuelta a escupir, transformada por las negras aguas de la gruta. La bóveda se perdía en la oscuridad. Durante el día aún salía un poco de luz de la parte interior de la gruta, allá donde los arroyos de la isla habían creado una playa de cien pasos de ancho en torno a sus desembocaduras, donde se podían reparar los barcos y los habitantes de la isla podían bañarse. Pero era de noche; no entraba luz por la abertura trasera, y hasta donde Djoser podía ver o intuir no había barcos en la playa.

A este lado del estrecho interior; en el muelle, medio amurallado, medio tallado como una cornisa en las rocas, vio dos barcos ligeros y otro para grandes cargas y largos viajes. El rome gimió ligeramente. Era el Tiempo de Dagan; lo que significaba que Tarhunza, despechada de la piratería, estaba en la isla; y lo que por otra parte quería decir que esa mujer hitita de cuerpo y alma desmedidos trataría de enredarlos a él y a otros en sus desmesuras; lo que significaba que habría orgía, charla y gritos en vez de trabajo descansado con el sueño necesario para los humanos; lo que significaba… Gimió otra vez.

Tras ellos, en la velada abertura, crujieron y chirriaron maderas, raíles de metal, rollos metálicos y sogas; la puerta, hecha de placas de bronce y discos de piedra, se cerró. Llegaba casi hasta la línea de flotación; quien encontrara casualmente la entrada e incluso metiera la proa en la cortina de plantas chocaría con algo que tomaría por una piedra.

Luego Djoser gimió por tercera vez, cuando en el pasadizo que a través de las rocas llevaba del muelle al interior de la isla aparecieron los primeros rostros somnolientos. Vio a Kir’girim, la maestra de las hierbas, al rome e intrépido arústa del cálculo Sokaris, al herrero Shakkan de Larsa, a la señora de los animales, Igadyaé de Carchemish, y comprendió que (como Zaqarbal, pero primero éste tendría cosas mejores que hacer) tendría que contarles a todos lo que habían hecho y dejado de hacer, qué emocionantes clases de aburrimiento reinaban en otros puertos y qué había ocurrido con el asirio.

Zaqarbal saltó al muelle, abrió los brazos y gritó:

—Oh, feos y encantadores compañeros, qué placer veros. ¿Dónde está la princesa de mis noches? —y antes de que el rugido en el que la gruta transformó sus palabras se hubiera extinguido del todo, salió del pasadizo la esbelta mujer; Kynara de Samaly, un puesto de la costa suroriental de Alashia. Iba apenas vestida, solamente llevaba sobre el faldellín una túnica fina que flotaba abierta, roja como sus largos cabellos. Se detuvo ante Zaqarbal, le puso las manos en los hombros y dijo:

—Oh tú que golpeas mi hígado y haces fundirse mi corazón… bienvenido, Zaqarbal. ¿Me has sido fiel?

—A menudo, amada mía. —Cuando la carcajada de los circundantes se hubo apagado, el sidonio prosiguió—: Te he sido fiel, Kynara… a mi manera.

—Ya sé cuál es, canalla.

Todo esto, pensó Djoser, y más aún, sobre todo… una cosa difícil de poner por escrito. Se sentó en la mesa forrada de cuero, en el sillón de médula cubierto de pieles, mordió el cálamo y miró alternativamente por la ventana al verde huerto plantado en torno a uno de los manantiales, y luego a la hoja de papiro a medio escribir. Hacía años que había empezado a escribir las cosas importantes menos satisfactorias, para prevenir la alegría del olvido. Pero… lo peor de todo desde que habían dejado Ugarit estaba por llegar.

Brasas y goma, y lúpulo quemado. Cogió la bola de tinta en la mano. Un fino rallador. Mezclar con poca agua, diluir con vinagre después de rallado y convertido en fino polvo. Había preparado tinta, el cuenco estaba casi lleno aún; había mordido un cálamo, lo necesario para escribir con él en hojas de papiro. Ahora mordía el extremo superior. Volvió a dejar la bola de tinta en el cuenco con plumas, punzones, cuchillitas e hilos; luego contempló las piedras con las que sujetaba los lados del rollo de papiro. En una piedra estaba encerrado una especie de caracol. Suspirando, miró a su alrededor. Las casas del fondo del valle eran todas iguales, apoyadas en las abruptas peñas, construidas con las piedras de la isla y un poco de madera que hubo de ser traída por mar. Ninguna tenía más de cuarenta años. Luminosas colmenas levantadas por un apicultor contra las rocas. La ancha y lisa cama no tenía que ser corregida, ya había alisado por tres veces las pieles y mantas, el cierre de la ventana —un marco de madera tensado con una fina piel— había sido repintado hacía pocas lunas, las esteras de rafia y la pesada alfombra (un regalo de Ninurta, fabricado por algún pueblo montañoso más allá del reino hitita) estaban exactamente donde debían y no tenían que ser remendadas. Los rollos y tablas del estante de la pared izquierda estaban limpiamente ordenados y dispuestos, no hacía falta tinta fresca, y la jarra de zumo de frutas, agua y vino aún estaba casi llena.

Con un leve gruñido se resignó, sumergió el cálamo en el cuenco que hacía de tintero y empezó a escribir. Se habían puesto de acuerdo, hacía mucho —antes de que Djoser topara con ellos— para utilizar la escritura cananea, que también él encontraba más fácil y rápida de escribir que los ideogramas de su país. Describió el consejo de los mercaderes, los informes, el cálculo provisional de pérdidas y ganancias; provisional, porque aún faltaban tres barcos. El cretense Minyas, al que a menudo llamaban Minos (cosa que Djoser entendía, pero la encontraba poco graciosa), estaba en algún lugar del norte, regateando con los tracios; la troyana Leucipe, se decía, estaba en algún lugar entre las mil islas de la costa de la tierra firme oriental; y nadie sabía nada del micénico Tolmides, que había querido visitar las costas al oeste de la patria de Djoser para comerciar con los libu (a los que Djoser llamaba tjehenu).

Los propietarios: Tolmides, Leucipe, Minyas, Tarhunza, Zaqarbal, Djoser, Ninurta… siete cabales. Ninurta podía vivir o estar muerto, lo que, como observó Tarhunza con voz atronadora, venía a ser lo mismo mientras estuviera entre los hititas, sus repugnantes antepasados con sus mil dioses, entre ellos ningún príncipe celestial responsable de la inteligencia. Faltaban Minyas, Leucipe y Tolmides, pero sí estaban los siete miembros del consejo suplementario. Djoser se encargó de presentar a Tashmetu todo y a todos. La mujer, que no dejaba traslucir si lloraba por Ninurta, había oído ya muchos nombres de labios del asirio; era casi como saludar nuevamente a conocidos que llevara largo tiempo sin ver, en vez de a extraños que veía por vez primera.

Siete propietarios habían aportado barcos, patrimonio, conocimientos y contactos; unas tres docenas más de hombres y mujeres se les habían sumado: gentes con especiales habilidades y preferencias. Entre ellos había artesanos, fabricantes de cosas vendibles, arquitectos, incluso el horticultor Tukhtaban, un escita que le arrancaba al suelo del valle tres veces más verduras y plantas alimenticias de lo que cualquier otro considerase posible. Siete personas (tres mujeres y cuatro hombres) los representaban en el consejo suplementario, elegidas por los demás.

¿Qué iba a pasar con Tashmetu? Incluso sin las casas, fincas y las propiedades que no pudieron ser embarcadas lo bastante aprisa para sacarlas de Ugarit, disponía de un considerable patrimonio, que se encontraba a bordo del Provecho de Keret. Pero la confrontación con disputas, preguntas, contrapreguntas y explicaciones definitivas acerca de Ninurta y los porcentajes que ella temía no se produjo; Tashmetu pidió en bien compuestas palabras que se le dejara pasar allí el invierno como huésped. Hasta la primavera, podían conocerse mutuamente; quizás entretanto comprobara que la soledad no le merecía la pena o los otros decidieran no querer tener nada en común con la desconocida mercader de Ugarit.

Tashmetu ocupó la vivienda del asirio; tampoco hubo discusión al respecto. Zaqarbal estuvo, como solía tras una larga separación, muy ocupado con el cuerpo de Kynara y con el suyo propio, que lo que quería era que lo bañaran y ungieran y después comer y sobre todo beber. Tashmetu estuvo incómodamente próxima a Djoser; mientras éste la familiarizaba con la isla y le ayudaba a pasar el tiempo, si era necesario.

Mordió el extremo del cálamo; ¿cómo empezar esta parte de la historia?

Pero encontró un nuevo motivo de aplazamiento. Había muchas cosas que contar. El asombro de Tashmetu al ver el valle: casi una hora de marcha, con varios manantiales que se convertían en arroyos, con suaves laderas y praderas para las ovejas, cabras y vacas que Igadyaé cuidaba; el estanque amurallado al pie de un elevado manantial, junto a las casas… dos niveles de estanques donde los habitantes de la isla se bañaban cuando hacia suficiente calor; las pequeñas arboledas entre los campos cultivados por Tukhtaban. Kir’girim, señora de las hierbas, que llevaba a su león domesticado, Kashtiliash (el nombre de un antiguo soberano, según ella decía), con una correa trenzada con su propio pelo, y su amiga Kal-Upshashu, la bella silenciosa, que compartía con Kir’girim hombres, hierbas y secretos de su preparación. Ubariya, príncipe de todos los cocineros, que quiso saber el plato favorito de Tashmetu y la sorprendió cuando, al empezar ella a enumerar sus ingredientes, alzó la mano y completó la enumeración, no sin citar dos especias que Tashmetu no conocía; luego se rió con una carcajada tan estentórea que las grandes calderas de bronce del figón temblaron, dos esclavos de la cocina se estremecieron y el hollín se desprendió con estrépito de una de las chimeneas. Kynara, la artística bordadora, que sobrevivía sin estragos al retorno de Zaqarbal; Gerana, la del cuello de grulla, curandera y esposa del quebrantahuesos y rajatripas Aridattas. La cueva de los herreros, los talleres de los ebanistas, peleteros y pañeros, que junto a un altar consagrado a algún dios o a todos los dioses habían colocado su gran cuba, en la que se vertían putrefactos fluidos, aumentados cada mañana con el contenido de los orinales de todos los habitantes… Y el retorno de Leucipe, poco antes de la primera tormenta del invierno, y al día siguiente también el de Minyas. Ambos pudieron hablar de sus negocios y lamentarse por el destino de Ninurta; pero ambos sabían también cosas amenazadoras acerca de la guerra que se avecinaba. Se decía que los occidentales, decididos a emprender la campaña contra Troya, habían enviado legados que amenazaban con aniquilar a todos los que no quisieran ponerse de su parte en la lucha; pequeños y rápidos barcos con observadores habían explorado las costas tracias y se habían dejado ver entre las islas de Lidia, Caria y Licia. En general, había acuerdo en que la historia de la reina huida era sólo un pretexto, adecuado tan sólo para estimular a los combatientes de a pie, que creían en el honor y cosas por el estilo.

—Muchas cosas van a quedar patas arriba —dijo Leucipe la primera noche que pasó después de su retorno. La troyana, una delgada cuarentona de pelo casi blanco y rasgos suaves (que hacían que se subestimara su astucia al negociar), parecía cansada… cansada del viaje, pero también un poco angustiada cuando hablaba de su ciudad natal—. Los príncipes occidentales poseen sus países y ciudades desde hace pocas generaciones. Puros advenedizos, toscos y romos, con pocas excepciones. Fanfarronean, disputan con tanto placer como disgusto hallan en lavarse, tienen una horda de extraños dioses de mala conducta. Muchos hombres están incircuncisos, y como no gustan de lavarse… —Arrugó la nariz—. Pero codiciosos lo son en gran medida, y saben muy bien que sus míseras chozas no son nada en comparación con lo que poseían los soberanos a los que sustituyeron. Y con lo que mi patria posee aún. Pueden hablar todo lo que quieran de honor ofendido y princesas robadas… Se trata de la riqueza de Troya, de las vías comerciales hacia el nordeste, de las cosas valiosas que vienen de las zonas interiores por los estrechos.

—¿No ha dicho esa Helena que no ha sido raptada en absoluto, sino que se fue voluntariamente? —dijo Tarhunza.

Tashmetu alzó la mano.

—Tuvimos el placer de darle hospedaje en Ugarit hace cuatro años. A ella y a ese hijo del rey, Alejandro. Son una sola llama en dos cuerpos.

—Así parecen. En lo que se refiere al consentimiento para el rapto, lo repitió en la asamblea, ante el consejo del rey. Que sencillamente quería dejar a su sosísimo esposo. Y que sin ella, hija del viejo rey, Menelao no sería rey de los espartanos. —Leucipe bebió, con los ojos entornados, y añadió sin dejar de mirar la copa—: También de eso se trata.

—¿De qué? —dijo Zaqarbal. Había pasado el brazo por el hombro de Kynara, y bajo la tela, la mano derecha jugueteaba con su pecho.

—Del alejamiento de las mujeres de todo lo que es importante. Ya no encontraréis en sus países una mujer que dirija un taller o practique el comercio. Recientemente, incluso construyen templos para su diosa del amor; Afrodita, a los que las mujeres no pueden entrar. He oído decir que en algunos lugares las mujeres ni siquiera pueden ver desde fuera esos templos. Y supongo que Príamo dejó hablar a Helena en el consejo, preguntó su opinión y, como el resto de los troyanos, se plegó a sus deseos… Sólo esto ya es para Agamenón, Menelao y los demás un motivo de guerra. En cualquier caso, yo ya no viajaré a sus costas. Lástima, en verdad, porque allí hay muchas cosas hermosas, a pesar de todo, y buen comercio; pero no quieren regatear con una mujer. En el último viaje tuve que dejar esto en manos del capataz y ver desde lejos cómo se les bajaban los humos.

Esta deliberación. Y aquella deliberación. Una y otra vez, la cuestión de qué podía haber sido de Ninurta y dónde pasaría Tolmides el invierno. Elogios para Djoser; que había vendido en Biblos su viejo barco por mucho oro a un compatriota que, sin barco, pero con una cara cantidad de madera de cedro, empezaba a desesperar de la vida y del comercio y estaba dispuesto a pagar mucho con tal de llegar a tiempo a Tameri con el cargamento.

Djoser lo había vendido y subió a bordo del barco de Ninurta, el Yalussu

Otra deliberación, cuando Minyas propuso visitar lo antes posible a los tracios, antes de que los occidentales lo destruyeran todo. Y paseos por el valle con Tashmetu. Yadapa, que enseñaba a contables y escribas nuevos y más sencillos números y formas de calcular. Y Tsanghar, que cavilaba, construía y componía sin cesar.

Tubos de arcilla que llevaban hasta el valle un susurro del primer guardia de la entrada; y los curiosos cilindros y sogas que, como por arte de magia, multiplicaban la fuerza de un hombre… Djoser reflexionó si debía explicarlas, pero renunció, porque no estaba seguro de entender su efecto. Tsanghar había hecho con el herrero y los armadores una especie de marco de bronce y vigas, con unos cilindros de madera dentro; lo metían en el agua, hacían que uno de los pesados barcos remara hasta el primero de los cilindros, ataban a la proa sogas que llevaban hasta los extraños aparatos de ruedecillas y cuerdas y luego cinco hombres subían a la playa un barco que otros veinte difícilmente habrían podido empujar. Allí los barcos quedaban en seco, y podían ser reparados y limpiados. Últimamente había visto al gasqueo, con los armadores Setoy y Achikar, trabajando en un pequeño barco de cuyo casco patas arriba salía una enigmática hoja de madera.

Pero entonces se quedó allí sentado y dejó de escribir, porque no se le ocurría otra escapatoria, salvo las hierbas de Kir’girim y su león domesticado o los aconteceres del huerto y la cocina. Ningún aplazamiento más que pudiera impedirle escribir del milagro y la locura, de lo sublime y lo ridículo; del desconocido placer y de cosas que le revelaban la infinita simpleza e ignorancia de sus hasta ahora necesidades y satisfacciones; del ardiente calor en las nocturnas tempestades de invierno y del triste fracaso, que era aceptado como «habitual» con una sonrisa; de platos demasiado refinados y un discurso demasiado inteligente; del descubrimiento del propio cuerpo, del ansia de exigirse más y del anhelo de volver (pero no sabía si quería) a la antigua vida tranquila, envuelto en la aprobación del amigo que volvía a casa.

Porque, pasada la primera luna en la isla, Tashmetu había ido a visitarlo a altas horas de la noche, y le había llenado y agotado y abrasado y transformado. Esto, y el deseo de que el amigo regresara, y el otro deseo, más sigiloso, de que Ninurta continuara lejos. Más difícil de escribir que todo lo demás. Más difícil de hacer y de superar que todo lo demás. Más sabroso y, oh dioses de los romet, más difícil y agotador que guiar un barco por entre una tempestad de otoño con olas altas como torres.

Djoser mojó el cálamo en la tinta y empezó a escribir.

Era un día fresco, poco antes de que el sol marcara el final del invierno. Zaqarbal pudo al fin recobrar una costumbre querida: dar largos paseos por la isla con Kynara. Durante los primeros días después de su retorno, se habían amontonado los trabajos y las tareas; luego, durante días y días, las tormentas azotaron la isla, el tiempo estuvo frío y lluvioso, en una ocasión incluso cayó algo de nieve.

Ambos llevaban ropas de lana hasta los tobillos, de largas mangas, encima una túnica como abrigo, y los pies envueltos en pieles. Tanto en la ladera como en el valle, el viento se había detenido; cuando alcanzaron la cumbre, los dedos de un licencioso ídolo del viento (como dijo Kynara) cogieron su largo cabello y lo hicieron flotar ante el rostro de Zaqarbal.

Hallaron un lugar seco y protegido entre dos salientes rocosos; desde allí podían ver el mar, pero también el valle. El mar presentaba un azul grisáceo, bajo un cielo semicubierto; pequeñas crestas de espuma parecían jugar unas con otras, se revolcaban, se disolvían y volvían a formarse. Las dos águilas que tenían su nido cerca de la punta sur giraban en círculo mucho más lejos, pero mientras Kynara y Zaqarbal miraban no se precipitaron a pescar. A la derecha del entrante, disputaban las gaviotas; en un momento dado, Kynara empezó a traducir la discusión.

—La primera dice que habría que juntar y secar el estiércol y emplearlo para levantar un altar.

—¡Ajá! ¿Qué clase de altar?

—Ellas adoran a un dios de alas cojas —Kynara arrugó la nariz y se echó a reír—. No le gusta volar a ese dios de las gaviotas, por eso quiere estar tumbado en un altar blando y cálido, donde ellas le alaben o le insulten según les apetezca.

—Pero si secan el estiércol ya no será blando y cálido.

Kynara le cogió la mano.

—Eso dijo la segunda, pero la primera no quiso escucharle. Las gaviotas son tontas.

Zaqarbal enlazó los dedos con los de Kynara.

—¿Qué dicen ahora? —Sonreía.

—Es la tercera gaviota. Dice que un sidonio que vive en la isla pasa demasiado tiempo sobre, al lado y debajo de la mujer de las tetas gordas; debería trabajar más, y sobre todo dar de comer a las gaviotas más a menudo.

—¿Más a menudo? Jamás he dado de comer a las gaviotas. ¿Y qué saben de tetas esos animales ponehuevos?

Kynara calló un rato; sus dedos estaban fláccidos.

—No dijo tetas —dijo la mujer; fue poco más que un murmullo—. No son tetas, sólo vasijas de placer.

Zaqarbal se llevó a la boca las manos enlazadas y besó las puntas de los dedos de Kynara.

—Lo hemos intentado tantas veces… ¿Acaso no merece la pena el esfuerzo?

El esfuerzo, no; el placer. —Volvió la cabeza y miró al valle—. Las ovejas no lo tienen tan difícil. Lo consiguen casi todos los años.

—Baaah. Quizá deberías negociar con uno de los carneros.

Kynara rió.

—Mira.

Kashtiliash, el león amansado de Kir’girim, perseguía rugiendo a un rebaño de ovejas que pastaban a lo largo de la orilla de un arroyo. Un carnero caminó lentamente hacia él, en la misma posición que un hombre que llevara los pulgares negligentemente apoyados en el cinturón; bajó la astada cabeza y empujó levemente al león. Apenas si le dio un empellón, pero Kashtiliash cayó al suelo, aulló, se puso en pie y se marchó de allí.

—Ahora irá a llorarle a Kir’girim —dijo Zaqarbal—. Ya podría hacerle un bebedizo para que le diera la bravura de un héroe.

El león se acercó al edificio de la asamblea, una casa baja y alargada de piedra clara levantada junto al estanque, delante de una cueva. Al borde del estanque alto, una corneja levantó el vuelo; se vio con claridad cómo se estremeció Kashtiliash cuando el pájaro graznó. Una figura con gorro de lana y túnica gris salió de uno de los encalados panales: Djoser abandonaba la vivienda de Ninurta, en la que ahora vivía Tashmetu.

—Ah, el sedentario rome —dijo Zaqarbal—. ¿Te has dado cuenta de que siempre tiene ojeras? Me gustaría saber si ella también araña, como tú. —Se movió, como si tuviera que liberar la espalda dolorida del contacto con la ropa.

—Tiene las uñas cortas. —Kynara le arañó la mejilla con la mano libre—. Además, lo domina sin utilizar las garras. —Luego movió la cabeza—. Es propio de Ninurta…

—¿Qué?

—Conquistar a la mujer más hermosa de la costa oriental y luego dejarse llevar por los hititas.

—¿Qué se dice acerca de Tashmetu?

Kynara le miró a los ojos.

—Ya lo sabes.

—No. Yo oigo murmuraciones de los propietarios y veo miradas. No sé más.

—Es más que bienvenida. Amable, servicial, contenida, da buenos consejos, pero sólo cuando le preguntan. —Su voz era cálida—. Todos los hombres del valle envidian a Djoser, y por lo menos la mitad de las mujeres también.

—Eso está bien. Si Ninurta vuelve alguna vez, se alegrará de oír que tienes una hermana nueva que calienta al rome en invierno.

—No seas tan odioso.

—No lo soy. Se lo concedo a ambos, y Ninurta está en el otro extremo del mundo. Si es que aún está.

—Le echas de menos, ¿verdad?

Zaqarbal asintió en silencio.

—Todos lo echamos de menos. Es curioso que alguien tenga que faltar para que se note cuánto se le necesita. ¿Y Tolmides?

Kynara metió el labio superior entre los dientes y gruñó levemente, luego dijo:

—Quizás esté pasando en alguna parte un invierno agradable, con mujeres libu. Quizá se haya hundido con su barco, por molestar a Poseidón. Quién sabe… Pero sea lo que sea lo que le haya pasado, forma parte del riesgo de la vida y del negocio, ¿verdad? Un poco de preocupación por él y su gente, pero mucha preocupación por Ninurta, porque lo que le ha pasado no está entre los riesgos habituales.

Zaqarbal movió la cabeza.

—Es curioso que haya diferencias entre dos clases de peligros mortales. Y es extraño que eches más de menos a Ninurta que a Tolmides, con cuya suave piel tanto has soñado.

—Entretanto me he acostumbrado a la callosa corteza del necio sidonio…

—… que entonces ya conocías demasiado bien.

—¿Demasiado bien? Nunca, oh Zaqarbal. Quizá lo que ocurre es que me conozco de memoria a Tolmides, mientras sé perfectamente que jamás podré medir a Ninurta por dentro.

—¿Podrías explicarte un poquito?

Kynara no replicó, se limitó a seguir mirando el valle y acarició su mano con las yemas de los dedos enlazados.

En realidad, Zaqarbal no necesitaba ninguna explicación. Todos sabían, todos se habían dado cuenta de lo que significaba la falta de Ninurta. Él no era príncipe ni cabeza elegida, pero de algún modo siempre se había cuidado de que todo funcionara de la mejor manera para todos. Sin órdenes… bastaba una suave indicación, un consejo, una pregunta… No era el mayor de ellos, pero sí el que más tiempo llevaba entre los propietarios. Un mercader micénico llamado Argesipo había descubierto la isla, se decía, hacía más de cuarenta años, cuando embarrancó en ella en el curso de una tempestad; trepó por las resbaladizas peñas y encontró el valle. Logró construir una canoa con los restos de su barco, y con ella llegó a Yaliso, donde concluyó un contrato con Górgidas, el padre del actual príncipe Celeo; luego llevó a la isla artesanos y a otros mercaderes, todos cuidadosamente elegidos. Djoser y Zaqarbal conocían la isla desde hacía seis años y estaban desde hacia tres entre los propietarios; en este tiempo se habían marchado dos… ¿desaparecidos, hundidos, muertos? Nadie lo sabía. Ninurta llevaba allí dieciséis años, más que todos los demás. Tarhunza y Leucipe eran mayores que el asirio, pero él había llevado a ambas a la isla. Minyas y Tolmides habían sido elegidos por otros propietarios «separados», cuando Ninurta ya estaba allí. Algunos artesanos aún recordaban historias de aquella época, y Zaqarbal le había oído contar al herrero Shakkan cómo Ninurta amansó a la salvaje giganta Tarhunza y la llevó a la isla… Una historia que Ninurta y Tarhunza ni confirmaban ni desmentían: según Shakkan, hacía años, siendo pirata, la mujer hitita asaltó, en la áspera costa de Cilicia, el primer barco propio de Ninurta.

—Cuatro barcos contra uno —decía Shakkan—. Ninurta y su gente se defendieron, pero sin esperanzas. Cuando Tarhunza, señora de los cuatro barcos piratas, subió a bordo, imagínate a esa giganta y al joven Ninurta hace diez años, él le sonrió, le tocó la mejilla y le dijo: «Oye, mujer inteligente, ¿no quieres seguir en el negocio pero con mejores beneficios, como mercader?». Sí, y des de entonces…

Tarhunza era una giganta impetuosa. Zaqarbal había soñado en una ocasión con un bosque en la montaña que rechinaba los dientes, eructaba y pataleaba, e incluso en sueños había sabido quién era. Leucipe, la delgada troyana que gustaba de envolverse en ropas oscuras y pronunciar lúgubres discursos sobre el futuro de su patria. Como troyana aquea de pura cepa no había obtenido del rey Príamo, que tenía que tener en cuenta a la mayoría luvia, el permiso para comerciar, pero podía regatear a sus anchas en Wilusa-Ilios como mercader del príncipe Celeo. Minyas, el cretense, con aros de oro en las orejas, raya en medio, corta y recortada barba y puntiagudas uñas en los dedos, siempre estaba envuelto en vaporosos ropajes blancos. Djoser estaba entregado como cada invierno a la redacción de sus recuerdos e incurablemente perdido en la ciénaga de sus sensaciones desde que Tashmetu inundara la seca llanura de su interior. Todos accesibles, todos ingeniosos en la ejecución: la ejecución de propuestas que se les hacían; todos acostumbrados desde hacía años a ser invisiblemente puestos en marcha por Ninurta. Como el propio Zaqarbal… pero éste había sido el primero en comprender que alguien tenía que empujar a los otros, y había asumido esa tarea.

Los viajes y beneficios del año pasado aún no habían sido definitivamente discutidos, y ya discutían por los objetivos de la primavera próxima…

Debía de haber estado murmurando; Kynara soltó la mano y se frotó los dedos. Los de él estaban casi insensibles.

—¿No vas a incluir a Tashmetu? —dijo ella—. Al fin y al cabo, va a ser nueva propietaria.

—Ella no quiere aún. Sólo en primavera. Pero sería bueno. Minyas calla, Djoser cavila, Tarhunza vocifera como siempre, y Leucipe…

—Lo sé. Pero ¿no tiene razón, en cierto sentido?

En las reuniones, Leucipe no hablaba de otra cosa que de su patria: dorada Wilusa, rica Ilios, magnífica Troya, noble Prijamadu, audaz rey Príamo, oh los tesoros del pasado y ¡ay de las tenebrosas intenciones de los siniestros de Acaya…! Los artesanos del consejo suplementario intentaban una y mil veces poner en marcha conversaciones concretas, pero salvo Zaqarbal ningún propietario los seguía. Todos estaban sumidos en sus propios pensamientos. Sosa sopa de conversación, en la que faltaba la sal que Ninurta se había llevado con los hititas.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

Kynara aguzó los labios, como si eso pudiera ayudarle a pensar o a hablar:

—Ilios ha sido durante mucho tiempo el cruce más importante de todas las rutas comerciales. Como si… como si el mundo fuera un plato liso, ligeramente inclinado hacia dentro, y en el centro, en el punto más hondo del plato, está Ilios. Y todo escurre o fluye lentamente hacia allí. O gira en torno a ese centro. ¿Qué pasa si ahora Agamenón y los otros hacen un agujero en el plato, si destruyen a Ilios? ¿No se escurrirá entonces el mundo entero, o todo lo que es importante en él, por ese agujero, y desaparecerá?

Zaqarbal juntó las manos en gesto implorante.

—¡Oh, bondad implacable de los dioses!, ¿es que no hay agujeros más bellos a los que pueda dedicarme? —Se levantó y alzó a Kynara—. La plaga de la seriedad es peor que el sudor en los pies o el mal aliento, porque se contagia.

—Oh, qué terrible verdad. —Kynara sonrió; le sujetó por las caderas—. Si la plaga produjera erupciones, tu cara estaría llena de pústulas.

—Bajemos a la llanura. Hay una bifurcación boscosa en la que quiero ocultar mi rostro avergonzado.

—¿Avergonzado? Más bien descarado. ¿Por qué avergonzado?

—Me he dejado ir, y ahora viene la contrición. —Intentó parecer triste—. He luchado con gran éxito por alcanzar fama de ligereza, y ahora la echo a perder contigo haciendo como si fuera capaz de pensar en cosas serias.

—Consuélate. Sé que bajo la máscara de la ligereza el disfraz de la seriedad no oculta otra cosa que algo tonto y sin rasgos esenciales.

—Bien, bien. Retuerces mi espíritu mojado. Te lo agradezco.

Aunque hay que admitir —dijo por encima del hombro cuando bajaba delante de él por la senda que llevaba al valle— que haces muy bien tu trabajo aquí.

—¿Cuál? ¿El fomento de la necedad?

—El reparto de tareas y su supervisión, oh Zaqarbal. Se podría pensar que lo tomas en serio.

—Espantosa idea.

Cuando llegaron a las casas se enteraron de que esa noche habría asado de cordero. Ubariya tomó de las manos de Igadyaé uno de los varios animales sacrificados.

—Bueno, digamos que lechales; no tienen ni un año. —El cocinero movió la cabeza—. Tres piezas. ¿Quién las quiere?

—Cada uno un trocito —dijo Zaqarbal—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Te has separado de algunos de tus favoritos, señora de los animales?

Igadyaé le miró con ojos centelleantes.

—¡Tonto charlatán! Ese necio animal, ese repugnante león…

Kynara dio una palmada.

—¡No puedo creerlo! ¿Kashtiliash ha matado a esas ovejas? ¡Oh, qué día!

¿Matado? —Igadyaé se puso en jarras—. Las ovejitas, mis dulces ovejitas, azuzaban a ese león por divertirse, y cuando salió corriendo lo persiguieron. Y se cayeron por una grieta… El salta más.

—No se lo digas a Leucipe —dijo Zaqarbal con gesto serio.

—¿Por qué no?

—Hoy tiene humor lúgubre. ¿Qué digo hoy? Simplemente es agresiva. Seguro que hace una profecía con esto. Cuando los gorriones espanten a las águilas y las ovejas azucen a los leones, Ilios sucumbirá. O algo por el estilo.

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