Troya

Troya


8. La isla de los mercaderes » Narración de Ulises (IV)

Página 20 de 50

NARRACIÓN DE ULISES (IV)

¿Queréis prolongar este exquisito temblor, aumentar, retrasándolos, los placeres mediante este largo decir disparates sobre brutos de largos cabellos? Extraño, pero sobre gustos no hay disputa; además, os debo vuestras pociones y bebedizos: su sabor —pura náusea— oculta milagros de eficacia. Porque en el tumulto (esto lo sabe todo hombre, y toda mujer) la lanza no penetra en su objetivo, sino que cuelga, en dos de cada cinco casos. Vuestra pócima, esa cosa repugnante, humedece e inflama cinco de cada cinco veces, diez de cada diez y cien de cada cien. Ahora que sé que el espanto es el precio que pagamos antes de que el destino y los dioses nos concedan el exquisito solaz, temo que el goce —éxtasis, encanto, arrobo—, ese ardor provechoso, se compre al precio del horror. Por eso no pregunto qué hay en el bebedizo; no quiero saberlo con exactitud.

Bueno, si insistís, volvamos a Palamedes. Partida, despedida, viaje a Cnossos, donde el feliz Idomeneo disfruta de la ventaja de holgar en opulentos palacios, porque sus predecesores no creyeron al tomarlos tener que destruir todo lo bello. Los otros príncipes fueron llegando poco a poco, y la mayoría estaba al tanto. Menelao, naturalmente, no; sin duda no habría partido de Esparta, y cuando llegó la esperada noticia de que Helena se había marchado con Paris, el hijo de Príamo, y que había encontrado lo que no buscaba, todos tuvimos que disimular mucho. A pesar de todas las enemistades, nos unía el placer del golpe logrado, y como el necio no debía saberlo teníamos que contener la risa. ¡Oh, qué dolor de vientre! Atormentaban las lágrimas que fluían, alimentadas por la marea contenida de una risa que era un secreto a voces; y qué gustosamente Menelao —antes de perder temporalmente lo que él gustaba de llamar entendimiento (de todos modos, lo había perdido todo él entre los muslos de Helena)—, qué gustosamente Menelao creyó nuestra rabia e indignación, y qué conmovido se sintió de que sus queridos amigos, todos esos buitres congregados allí, rompieran a llorar por él.

Pero la falta de cerebro nunca ha impedido a nadie convertirse en un excelente homicida…, excelente si escucha a los que son más listos. Ya pesar de toda su necedad Menelao era… Menelao es, porque aún vive, un terrible enemigo y un gran guerrero. No es el único, naturalmente; para todos estaba claro que una guerra sólo ofrecía expectativas si realmente participaban en ella los mejores de los mejores: Palamedes, ese cerdo astuto…, un hombre inteligente, espléndido conductor de hombres; los guerreros le amaban. Filoctetes, el único, aparte de mí, que sabía manejar un pesado arco, además de un astuto e ingenioso caudillo y urdidor de asedios. Idomeneo, también inteligente y fuerte…, pero también necesitábamos a los que no eran muy listos, o a aquellos en los que la inteligencia se veía ensombrecida una y otra vez por la fuerza y la furia. Diomedes, un oso de hombre; el gran Áyax, hijo de Telamón, un gigante cuyo entendimiento ni siquiera hubiera llenado una cáscara de nuez, ¡pero qué combatiente! Y no lo olvidemos, Aquiles, el más grande de todos los guerreros, fuerte, osado, astuto, pero también dividido entre hombre y niño… Quizás en la infancia le mordiera un zorro enfermo, porque la parte infantil en él estaba llena de rabia, y cuando estallaba no quedaba del hombre más que la fuerza osada, pero le faltaba la cabeza. En esa época, cuando los príncipes se reunieron, aún tenía cabeza. El niño en él creía en una profecía que anunciaba que Aquiles, si iba a la guerra, ganaría eterna fama y moriría joven. El hombre, posiblemente, veía toda la empresa más o menos como yo. En cualquier caso, no quería… No vino a Cnossos, y no hubo forma de encontrarlo cuando lo invitamos al consejo de guerra en Argos.

¿Qué? Si, claro que pude entenderlo, aún puedo hacerlo. Lo que no cambia nada es el hecho de que… Digámoslo claramente: si yo tengo que ir, también tienen que ir los otros. O digamos: si sí, es que sí. O dicho de otro modo: sin los máximos héroes no hubiéramos tenido ni que zarpar siquiera; pero ya que la campaña estaba en marcha, teníamos que cuidar de que se reunieran los mejores guerreros.

Y naturalmente que la campaña estaba en marcha, antes incluso de que la asamblea nos enviara a Palamedes, a Menelao y a mí como legados. ¿Para qué la legación? Para salvar las apariencias… y, quizá, para esperar un milagro. Si los troyanos hubieran entregado a Helena, hubiéramos venido con la exigencia siguiente: el doble en oro y plata de lo que se ha llevado de Esparta. Y el pago de un tributo. Renuncia a los derechos de aduana en los estrechos. Etcétera. Finalmente, siempre nos quedaba la posibilidad de ahondar y aprovechar la división entre los troyanos. Porque estaban divididos.

Ah, es una larga historia… Intentaré abreviarla. Los verdaderos habitantes de Ilios son luvios. Naturalmente, a lo largo de los siglos se han asentado allí toda clase de gentes: mercaderes, marinos enrolados, refugiados de países vecinos, mercenarios a los que no les apetecía irse. Se han asentado y tenido hijos, han enriquecido Ilios y han dado el resultado de una población mixta. Añádanse a esto los matrimonios, los habituales matrimonios por razones de Estado. Si tú me das a tu hija para mi hijo, yo respetaré tus fronteras; y la hija trae un séquito consigo, y el séquito se casa también y engendra hijos mestizos. Entre los extranjeros que lucharon por Ilios y sembraron y engendraron había, naturalmente, también aqueos… La misma historia que entre nosotros, en Micenas y Argos y otros lugares. Cuando nuestro brillante héroe de las matanzas Hércules asaltó y saqueó Troya, él y su gente mataron a la mayor parte de la antigua estirpe reinante. Salvo dos hijas: Hécapa, a la que nosotros llamamos Hécuba, y Hesione, que no sé cómo se llama en su propio idioma. Hércules y su gente se llevaron a Hesione como parte del botín; y el aqueo Príamo, jefe de los mercenarios, metió a Hécuba en su cama y tomó el poder en sus manos.

Sí, desde luego, éste es el meollo de las historias y de los rumores que habéis oído sobre las disputas en el consejo de la ciudad. Los troyanos —luvios e hititas, misios y medio aqueos y un tercio de frigios y un quinto de tracios y un séptimo de escitas y lo que queráis—, los troyanos no tenían al principio el menor deseo de meterse en una guerra sólo porque uno de los hijos de Príamo, su no amado y precisamente no venerable soberano, quisiera dejar preñada a una espartana. Si Príamo hubiera accedido a todas nuestras condiciones, se habría producido un levantamiento.

¿Que cómo estoy tan seguro? Oh, queridas: porque nosotros nos habríamos encargado de eso. O hubiéramos instigado una sublevación contra Príamo, para ir después en ayuda de los sublevados, con lo que por desgracia la ciudad habría sido saqueada y quemada, o habríamos ayudado a Príamo a reprimir la sublevación instigada por nosotros, con lo que por desgracia la ciudad…

Pero volvamos a Aquiles. Él no quería, y como era muy hermoso —y en verdad, yo no soy ningún pederasta, pero con él habría hecho una excepción si hubiera sido más joven—, como era muy hermoso, digo, se le ocurrió la astuta idea de esconderse entre hermosas muchachas, vestido de mujer. Ah, ¿conocéis la historia? ¿Cuál? ¿Que esparcí en el suelo joyas y armas y le reconocí porque no cogía las joyas, sino la espada? Bueno, ni siquiera Menelao habría sido así de tonto. No, lo hicimos de otra forma. De camino a Troya no íbamos sólo nosotros, sino, naturalmente, también remeros y guerreros. Aquiles se escondió entre once pajarillos cantores; Menelao era demasiado estúpido como para entender lo que yo quería, así que lo dejamos en los barcos y nos llevamos diez guerreros. Palamedes, diez guerreros y yo. Llevábamos pelotas, pequeñas bolas de cuero. Nos pusimos delante de las muchachas y, sin previo aviso, les tiramos las pelotas. Todas las atraparon parándolas en las faldas. Todas menos Aquiles, que no tuvo tiempo para pensar y, como cualquier hombre, cogió la pelota con las manos. Yal hacerlo lanzó una maldición espantosa, de la que no quiero privaros: «Ulises, que en el Hades hormigas de ardientes mandíbulas te coman los huevos y, si Perséfone no se opone, que vuelvan a crecerte cada día». No muy ingenioso, pero no está mal para un aqueo.

¿No me creéis? ¿Lo de la maldición? Ah, lo de las otras pelotas. ¿Entonces qué? ¿Preferís lo de las joyas y la espada? ¡Oh tiernas compañeras de juegos de los vientos de invierno!, ¿qué puedo contaros si no me creéis? ¿Debo deciros que Palamedes ya había visto muchas veces a Aquiles y pudo distinguirlo sin esfuerzo entre las muchachas? ¿Debo decir que las observamos mientras se bañaban y nos llevamos a aquella que no quería desnudarse? ¿Debo afirmar que Aquiles era la única muchacha con las pantorrillas peludas y dijo: «Para eso no me voy a depilar las piernas»?

Escoged; en realidad, tanto da lo uno como lo otro, bueno o malo. Lo único que cuenta en una historia es el colorido, sus colores… la variedad, la riqueza en sus matices. ¿Quién quiere saber cómo fue en realidad? ¿Y quién lo sabe en cuanto pasan un par de días y la memoria empieza a ser más ingeniosa que lo que realmente ocurrió?

Pero si insistís… Bien, seguiremos de otra manera. ¿Así quizás? Una vez que hubimos encontrado a Aquiles nos fuimos a Troya, donde las palabras y el deleite de Helena consiguieron recordar a los ancianos consejeros su virilidad, así que no quisieron entregar a una mujer que había buscado refugio en los muros de Ilios. Menelao perdió el control, se comportó mal, tuvimos que dejar el consejo y zarpar. Palamedes y Menelao volvieron a casa; Ulises (ése soy yo, pero si queréis un relato imparcial nadie debe decir «yo», porque «yo» nunca es imparcial, sino siempre borracho de la propia importancia… ¿Tampoco un «nosotros»? Está bien… nada de «nosotros»). Hubo que zarpar; Ulises no volvió directamente a casa, porque muy bien podía dejar a Palamedes la tarea de informar a los príncipes; el príncipe de Ítaca fue a Éfeso, que los nativos llaman Abasa, donde habló con Mopsos o Mukussu para conocer la postura del Anciano Oscuro. Mukussu dijo que Madduwattas había recibido hacía poco un sabroso regalo de los asirios, sabroso, noble y joven, y por eso estaba más inclinado a escuchar las propuestas de Asur que las de los hititas o las de los troyanos; sin duda no tenía ningún deseo de implicarse en perjuicio propio en los tratos entre Acaya y Wilusa, o sea, Ilios.

¿Es lo bastante imparcial? ¿O lo queréis aún más, oh embriagadoras? Así: retorno a Ítaca, armamento durante años, despedida de Penélope, partida con doce barcos y doscientos cuarenta guerreros…

¿Qué? Sí, no más. Ya sabéis lo estrechos que son los barcos, y teníamos un largo trayecto ante nosotros. De Ítaca hacia el sur, luego al oeste, pasando por Citerea y las otras islas, luego vuelta al norte hasta las costas cercanas a Argos, donde se reunieron el ejército y la flota. Yo, Ulises, quiero decir, Ulises, hombre inteligente, renunció a llevar cerdos o vacas. Jamón sí, envuelto en rafia, y carne de cerdo en salazón, ¡pero nada de animales! Para no perder carne necesitan, además de pasto y agua, cereales… más cereales que un hombre, y había que alimentar a los hombres, que eran los que combatían. Ulises no pudo impedir que los otros príncipes llevaran animales vivos a bordo de sus barcos, y forraje para los animales, y comida, y esto y aquello y lo de más allá.

¿Ifigenia? ¿Qué pasa con ella? Ah, ¿se cuenta que yo…? Bueno, que se cuente. Lo que decía antes, que lo único que cuenta es el colorido de las historias, también vale para las historias que han echado sobre mis espaldas. Con tal de que tengan colorido…

Dejadme decirlo así, oh princesas de la isla: en esa época yo no sabía nada de vuestro animalito doméstico, pero empezaba a pensar en leones. Leones y la parte que se llevan de la presa abatida antes de dejar paso a las hienas y los chacales. Estábamos conjurados para abatir una gran caza; ¿qué daño podía hacerme que un león fuera considerado especialmente listo y algunos otros empezaran a reñir entre ellos?

Ir a la siguiente página

Report Page