Theo

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Theo al volante

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El intento de darle a Theo una educación libre de gases de escape, lamentablemente, ha fracasado. Theo ama los coches. Peor todavía: Theo venera los coches. Mucho peor todavía: Theo necesita los coches. Mucho mucho peor todavía: sin coches, la vida no tendría sentido para Theo.

Los pedagogos jefes se han enfrentado a la motorización con fuerza y empeño, su lucha contra la obsesión por los caballos de vapor desde la base de la educación ha llegado hasta la abnegación, hasta los límites de la inconsciencia, pero todo ha sido en vano.

Quien no lo ha vivido en sus propias carnes, no se puede imaginar lo que supone, para un padre, tener que seguir por televisión un

Grand Prix de Fórmula 1 en secreto, sin sonido, sin escuchar el ruido de los motores. Quien no se ha visto obligado a hacerlo nunca, no tiene ni idea de lo que significa para un hombre austriaco ver cómo Gerhard Berger[2] adelanta a un Michael Schumacher cada vez más lento y tener que reprimir el grito de júbilo patriótico. (E inmediatamente después el grito patriótico de desesperación, cuando descubre que el adelantamiento ha tenido lugar en la recta de boxes).

Papá lo hizo; por amor a Theo. Para que él lo tuviera mejor. Para que nunca se despertara en mitad de la noche con su propio brrrruum-brrrruum, envuelto en sudor tras realizar diez maniobras de riesgo. Theo debería sentarse algún día ante el televisor y dar forma a su pasión por el deporte viendo el Tour de Francia. O todavía mejor: una regata de vela o la pesca deportiva (si es que alguna vez la retransmiten por televisión). Este tipo de gente es tan respetuosa con el medio ambiente que no necesita ni aceite para la cadena de la bici.

Al principio fue fácil educar a Theo sin vehículos. Simplemente se evitó enseñarle la «co» y la «che»; pedagogía sin dolor, partiendo de la idea de que, lo que no podía verbalizar, no le interesaría.

En estos primeros tiempos incluso se logró mantener alejado de la percepción del niño el propio coche familiar. No fue necesario vendarle los ojos a Theo en los traslados: con hábiles movimientos, conseguían meterlo en el coche por la puerta trasera y acomodarle en su sillita sin que se diera cuenta. El niño, allí sentado, con su impresionante cinturón, tenía la sensación de que aquel asiento era en sí mismo un medio de locomoción. De toda la chapa que lo rodeaba, Theo ni se daba cuenta. Y el viaje era algo tan difuso que, a los pocos segundos, Theo se dormía.

Al final, fueron los numerosos coches aparcados, ribeteando las aceras, y el flujo de tráfico que nunca cesa en la gran ciudad, los indicios que llevaron a Theo a pensar que había algo que le estaban ocultando, algo de lo que, a él, le mantenían herméticamente alejado: un ser igual, si no superior, a los humanos y a sus sucesores los animales; algo, que era lo que marcaba el ritmo y el tempo de la vida; algo valioso, por lo cual el hombre estaba dispuesto a dar todo lo que poseía. Y si con eso no le llegaba, entonces se dirigía con toda confianza a su banco.

Un día, estaban todos ahí delante. El chisme era amarillo y bonito y hacía el mismo ruido que el abuelo cuando hace gárgaras. Theo todavía no sabía hablar mucho. Pero ya decía «¡

Eto!» y sabía preguntar: «¿

Eto?». Y tenía la edad suficiente como para merecer una respuesta. Y si no se la daban al instante, podía doblar una antena, despellejar un limpiaparabrisas y torcer un retrovisor. Y si eso tampoco daba resultado, podría producir un sonido como el que produce la correa trapezoidal cuando está floja, pero escuchado a través de un amplificador. Nadie quiso arriesgarse a eso.

—Díselo tú —le dijo papá a mamá.

Y de sus labios salió un: «Theo, esto es un coche, pero olvídalo».

Lo que Theo debía olvidar o no era decisión suya; así es que, a pesar de la oclusiva «co» inicial, comenzó a hablar con una claridad que, hasta entonces, sólo se le conocía cuando nombraba el Billa: «Coche, coche, coche, coche…». En su interior él supo que era la primera vez en la vida que se proclamaba vencedor en una carrera y se juró a sí mismo mantener siempre el primer puesto en la clasificación.

A Theo le gustan los coches pequeños que están en todas las habitaciones y los grandes que están en la calle. Este trato de igualdad tiene un trasfondo diplomático.

Y es que los coches pequeños, que por sí mismos, es cierto, no tienen ningún encanto, le pertenecen sólo a él; eso nadie lo discute. O, al menos, siempre le dejan manejarlos todos. Sin embargo, a los coches grandes no puede acercarse; no de la manera que a él le gustaría: ni le dejan enredar en el cambio de marchas, ni tocar el claxon, ni le volverán a permitir nunca apretar ese botón que hace que aparezcan un montón de ceros; aunque la mayor desfachatez es que no le dejen conducir.

Sí, lo han oído bien: no le dejan conducir; así de claro. Haga lo que haga; de hecho, ya lo ha intentando de todas las maneras que conoce; los vecinos lo saben bien. Pero todavía no se le ha permitido conducir. Estos adultos no están bien.

Cualquier otra persona de este mundo (o, por lo menos, todas las que viven en la calle Josef Ressel) puede conducir. Toda su familia puede; hasta la bisabuela. Todos tienen permiso para divertirse; menos Theo. Y eso es injusto, es tan injusto que clama al cielo. Y Theo se exaspera; pero no sirve de nada. Punto muerto. Así es que… le gustan los coches pequeños; lo mismo que los grandes. Porque los pequeños puede utilizarlos como quiera.

Las cualidades más impresionantes de los coches pequeños son su variedad, su intercambiabilidad (Theo los cambia como los pañales) y la ligereza, gracias a la cual, se pueden aparcar en cualquier parte; ya sea en los bolsillos de los pantalones, en las alforjas o en el congelador (un garaje de varios pisos). A veces incluso se encuentran plazas de

parking con tren de lavado incorporado (aunque eso no sentó bien: «Theo, no queremos volver a ver nunca, nunca más un coche ni en la taza del váter ni en el lavavajillas», le dijeron; y no precisamente en voz baja).

Dentro de los coches pequeños, Theo diferencia entre los suyos y los

como-si-lo-fueran. Los ejemplares del primer grupo suelen ser nuevos y pensados sólo para que los miren; es decir, muy a menudo, prácticamente piezas de exposición que hay que cuidar bien para que no se devalúe su precio de venta.

Los segundos, los que están en otras casas, en las que algún niño en algún momento y de alguna manera se ha vuelto demasiado mayor para jugar con ellos (o al menos lo han convencido de eso) son modelos usados que, en parte, ya ni se fabrican. Excelentes para las pruebas (o tests de impacto) de Theo.

Por ejemplo, en casa de la tía, están los llamados «coches de Thomas», cuyo parque móvil ha vivido mejores tiempos. El taller está bastante hecho polvo y los coches en parte no son más que chatarra. Con ellos a Theo le gusta jugar al «cementerio de coches».

El juego empieza vaciando alegremente la caja, desde lo más alto que se pueda, y que vaya a parar todo al suelo (si es de madera, mejor que de moqueta y, si es de piedra, aún mejor). A continuación, Theo se mete en el papel de un perito ajeno al acontecimiento (evidentemente al margen de cualquier reproche con respecto a su responsabilidad en los daños), examina el campo de batalla, mueve la cabeza conmovido y enseguida emite su informe de experto: «

Ta roto». A veces, para no crear falsas esperanzas, dice también: «Todo roto».

Ahora, Theo necesita urgentemente un compañero a quien ir poniéndole en la mano los ejemplares que estén especialmente mal. Mientras los va separando, va confirmándolo: roto, éste también roto, muy roto, fatal. De esta manera tan impresionante lleva a cabo su trabajo el perito Theo.

Entonces viene Theo el técnico, quien le da un sorprendente giro al juego. Éste observa los cacharros: a cual más miserable, sin puertas, sin ventanillas, sin ruedas, sin capó, y anuncia en tono misionario: «Hay que

arreglalllos». Por supuesto, no lo hará él mismo, porque él es el jefe; un jefe muy feliz, por cierto; no podría tener más encargos.

Para los trabajos de reparación Theo contrata a varios tipos que no tengan nada que hacer en ese momento (al menos, no con coches) y los coloca como mecánicos; les restriega el correspondiente vehículo siniestrado por debajo de las narices y repite (a pesar de que con lo que se ve no es necesaria la explicación): «Hay que

arreglalllo». En tal situación, Theo el técnico no tolera respuestas como: «Ahora no, Theo», «Enseguida, Theo», «Luego, Theo», «Inténtalo tú solo, Theo» y una observación que está completamente fuera de lugar: «Éste ya no tiene arreglo, Theo». Más bien se aconseja que el mecánico se ponga inmediatamente manos a la obra, arrugando la frente en señal de esfuerzo; porque sin esfuerzo no va a conseguirlo, los daños son demasiado grandes.

Los jugadores experimentados saben que la reparación sólo tiene lugar en la imaginación de Theo. No hace falta cambiar el aspecto del coche para mostrar su restablecimiento. Pero sí es necesario guardar las apariencias. El mecánico tiene que entregarle a Theo el vehículo machacado intacto, radiante de alegría y secándose el sudor de la frente con las palabras: «Bueno, ya está arreglado». Es la manera de hacer feliz a Theo.

Una vez sucedió que los daños del coche realmente pudieron ser reparados. El mecánico contratado había enquiciado la puerta del maletero y, orgulloso, le devolvió a su jefe el coche reparado mientras decía: «Bueno, pues ya está arreglado». Theo agarró el coche y lo miró decepcionado. Entonces le lanzó al mecánico una mirada de desprecio que le salió del alma: «¡Así

noo!». Los trabajos hechos con esmero y el perfeccionismo exagerado se contradicen con la filosofía de empresa de Theo. Él agarró el coche, lo libró inmediatamente de la puerta del maletero lanzándolo contra la calefacción, y se puso a cantar una versión alegre en tono mayor de la melodía de la quinta de Beethoven: «Ya está

rotoel coche otra vez». A continuación, se concedió una pausa para respirar e inmediatamente después añadió: «Bueno, ahora hay que

arreglalllo». A aquel mecánico celoso de su trabajo no se le olvidará tan fácilmente la lección.

Pero volvamos de nuevo a los coches grandes. Si por Theo fuera, cada dos líneas volveríamos al tema de los coches grandes. No; si por Theo fuera, nunca dejaríamos el tema de los coches grandes. Porque si hay algo que signifique más para Theo (que ya tiene casi tres años) que un coche grande, eso sólo puede ser un coche más grande. O también podría ser uno que, aunque fuera un poco más pequeño, pudiera conducir él mismo. Como aquel día en el parque de atracciones Prater de Viena.

Para no alargarlo demasiado: el parque de atracciones en sí, a Theo le pasó prácticamente desapercibido. El personal acompañante, compuesto por familiares (es decir, las caras habituales con sus habituales frases inteligentes), pensó después que Theo era demasiado pequeño para el Prater. Theo era más bien de la opinión de que el Prater era demasiado grande para él.

No es que no le diera ninguna oportunidad; estuvo echando un vistazo por aquí y por allá. Pero, en primer lugar, todo era demasiado ruidoso; en segundo, todo iba demasiado rápido; en tercero, había demasiada gente divirtiéndose en un espacio demasiado pequeño; en cuarto, con los acompañantes llegó el temperamento: mira esto, Theo, mira lo otro, Theo, tienes que ver eso, Theo… Todo el tiempo así. A Theo no le gusta que los adultos den patadas en el suelo de la emoción ni que le obliguen hasta la saciedad a participar en cosas.

Cuando se calmó la primera oleada de entusiasmo de los pedagogos, Theo dejó que le sentaran en su sillita y esperó a ver qué pasaba. Con la elección del lugar en el cual volvieron a ponerle sobre el suelo, habían tomado una decisión afortunada: ante él desfilaban coches, bicicletas, tractores, tranvías y caballos blancos que parecían ser paralíticos. Había incluso unos aviones que, sin embargo, nunca llegaban a alzar el vuelo por completo. Si una de aquellas cosas empezaba a moverse, todas las demás iban automáticamente detrás. Resultaba interesante el hecho de que todos se movieran con el mismo tempo; y ninguno parecía tener la intención de adelantar.

La fascinación de Theo se centró en los Ferrari rojos con el número 1. No podía decir cuántos eran pero, en cualquier caso, iban pasando ante él a intervalos regulares y todos eran idénticos. Cuando todos los vehículos de motor, y los caballos, se pararon de golpe, como obedeciendo una orden, extrañamente, sólo quedaba un deportivo rojo. Y, por ese motivo, Theo todavía lo guardó con más fuerza en su corazón.

Entonces sucedió un milagro. Porque, de la nada, surgió de repente la voz de uno de sus acompañantes diciendo: «Theo, ¿quieres conducir? Ven, Theo, si quieres puedes conducir, ya verás qué divertido».

Recopilamos: él, Theo, a quien hasta ahora se le había restringido la participación en el tráfico rodado, de quien incluso se reían por tener el «valor» de pedirlo, ese Theo, de repente, tenía permiso… no sólo eso, lo estaban animando formalmente a tomar el volante. Y para ello no tenía que montarse en un coche cualquiera, no, se trataba precisamente de un Ferrari, uno de los coches más veloces del mundo (eso decía papá). Allí había gato encerrado, así es que Theo, por prevención, decidió decir: «¡No!».

—Venga, Theo —insistían los adultos—, que es muy fácil. No te va a pasar nada, estamos todos aquí, seguro que te lo pasas muy bien.

¿Alguien lo entiende? Muy bien, de acuerdo, se arriesgaría. Quién sabe si se le volvería a presentar alguna vez una oportunidad así.

Mientras le sentaban en el coche, Theo ya no las tenía todas consigo. Pero cuando los acompañantes, extrañamente despreocupados, se despidieron de él y le dieron la espalda al bólido, Theo tomó la determinación de volver a intentar zafarse de aquello: estiró los brazos, separándolos del cuerpo, lanzó un par de sonidos quejumbrosos, y esperó que vinieran a buscarlo.

Justo en ese momento, el Ferrarise puso en marcha. Y también los otros vehículos, y los caballos, todos comenzaron a moverse. A la desgraciada víctima sólo le quedaba una alternativa: conducir. Theo abrazó la rueda que le ayudaría a sobrevivir, encajó el gesto «lloroso» y se agarró con fuerza para mantener la concentración, la punta de la lengua asomando entre los dientes, la cabeza ligeramente inclinada hacia la izquierda (indicándole así al coche en que dirección debía avanzar), así tomó la primera curva (después descubriría que era la única), a poca distancia del tranvía y con los caballos blancos pegados a los talones.

Los adultos (en el fondo era un pequeño alivio) parecían viajar con él, porque a intervalos regulares le llegaban sus voces desde fuera del coche: «¡Theeeooooo, yuuuuujuuuuuu, heyheyhey!», le gritaban. Pero él no se atrevía a mirar. Un pequeño error en la conducción y todo el esfuerzo habría sido en vano; el Ferrari acabaría incrustándose contra el tranvía y Theo entre los cascos de los caballos que galopaban, salvajes, tras él.

Cuanto más duraba el viaje, más le entusiasmaba a Theo la sensación que le daba la curva que, por otro lado, no lo desviaba ni un solo centímetro de la línea ideal. Incluso cuando, intrépido, giraba el volante hacia la derecha, el coche seguía avanzando en la dirección correcta, en curva hacia la izquierda. Theo también debía de tener un excelente manejo del pedal del freno, porque fue reduciendo la velocidad poco a poco y en la medida adecuada.

En realidad, miedo sólo tuvo un poco más al final del viaje; ante la idea de que, de repente, pudieran pararse todos los vehículos y sólo siguiera avanzando su Ferrari. Eso sí que habría sido una buena colisión múltiple. Sin embargo, también en ese momento, Theo supo mantener el tempo correcto y se deslizó de manera ejemplar ante los ojos de sus pedagogos (que debían de haber llegado hasta allí en avión). Le sacaron de la cabina de pilotaje entre frenéticos aplausos y, a hombros, a través del público, le depositaron de nuevo en su sillita. Hasta que no estuvo allí no empezó a ser consciente de lo trascendente de su experiencia. Sin embargo, todavía no lo era del todo: el resto de la visita al parque de atracciones constó de quinientas intervenciones idénticas («¡Otra

ves!») y cinco viajes más en el Ferrari rojo. No está mal.

Pero quien crea que, tras esta muestra de talento en el Prater, Theo iba a tener vía libre para conducir en trayectos tan poco peligrosos, e incluso monótonos, como la tangente sureste de Viena, el

Grüner Berg o la calle Hütteldorfer (largas vías en las que siempre acaba venciéndole el sueño) se equivoca. La persona más equivocada de todas: el propio Theo. Seguían sin permitirle que se hiciera con el volante.

Las prohibiciones no eran nada desconocido para Theo. En la vida cotidiana sucedía muy a menudo que él quería tener algo y algún graciosillo decía: ¡No! Pero solían ser más bien acciones temporales, actos de resistencia transitorios. Se trataba de un juego de adultos para aumentar el encanto de un objeto, para mostrar que en la vida hay que luchar, también por las cosas más obvias del mundo (aquellas que Theo, obviamente, desea tener). Aparte de que les gusta mucho hacerse de rogar a los señores y señoras maestros y maestras de la vida. Un «¡No!» simplemente le daba a entender a Theo que probablemente no se había expresado con suficiente claridad. La mayoría de las veces bastaba con intensificar un poco el tono. A veces, primero tenía que quejarse, refunfuñar, llorar, sollozar, vociferar. Otras veces prefería introducir primero un cambio óptico: ponerse rojo, ponerse verde, ponerse morado. Y si ellos se tomaban la prohibición tan en serio que eran capaces de dejarlo morir asfixiado de rabia, cambiaba de pedagogos. Ya encontraría a alguien que le concediera esos permisos. Y si estaba rodeado de opositores y no había salida, siempre podía apelar al contrato verbal con una persona respetada que en ese momento no estuviera presente. Por ejemplo: «El abuelo ha dicho que sí puedo…».

Ni que decir tiene lo poco que cuenta hoy en día la palabra de una persona ausente. Así es que si, por este camino, tampoco se lograba el éxito deseado (y de esta manera entramos en las excepciones nada gloriosas dentro de las prohibiciones cotidianas); a Theo no le quedaba más remedio que utilizar artimañas para hacerse con el objeto de su deseo o ejecutar la acción premeditada.

Pero conducir era una de las pocas cosas en cuya prohibición se mantenían todos firmes y unidos. Incluso «Es-

Ben, no-hace-nada» ladraba en su contra, si coincidía que estaba por allí cerca. Con lo cual, Theo un día se vio obligado a actuar por iniciativa propia. Papá estaba ocupado montando la silla infantil y él aprovechó para deslizarse hasta el otro lado del coche, introducirse a hurtadillas por la ranura de la puerta entornada del copiloto, pasar a rastras al asiento del conductor, tomar el volante entre las manos y esperar a que empezara el viaje, como en el Prater. (En un principio no se apercibió del problema con el pedal del freno, que se encontraba demasiado lejos. Pero tampoco había caballos ni tranvías que le obligaran a desviarse).

—Theo, ¿qué haces ahí? —preguntó aquella voz molesta con la cual, de todas maneras, ya había contado.

Condusir —respondió Theo un poco decepcionado por tener que explicarlo.

—¿Y quién te ha dado permiso?

Papá empezaba a ponerse un poco fastidioso y el coche no hacía amago de arrancar.

—Papá —contestó Theo enervado.

—Pues papá no sabe nada de eso —respondió papá.

La crítica mirada de reojo de Theo parecía querer decir: pues que salga del coche y se ponga a pensar a ver si se acuerda, porque si no, no vamos a ninguna parte.

Pero lo que sucedió fue otra cosa: apareció la abuela; se apoyó en el capó y saludó a Theo, divertida, desde el otro lado del parabrisas. Él seguía en postura de espera, dispuesto a comenzar el viaje al instante.

—¿Qué

hase ahí la abuela? —le preguntó Theo malhumorado a su padre.

Ella se reservó la respuesta y superó las más terribles expectativas de Theo; abrió la puerta del lado del conductor, sacó de allí a Theo, le embutió en la sillita infantil y dijo: «Para conducir aún somos pequeños, señorito». No fue sólo ese provocativo plural mayestático lo que lo hizo sentirse profundamente humillado; Theo tardó varios minutos en recuperarse.

En primavera se produjo un gran cambio. Le regalaron su primer coche. Por suerte no se lo anunciaron con antelación. Porque, de haber sido así, habría sufrido un ataque de autocompasión nada más verlo. Y es que por «coche propio» él entiende, y ustedes quizá no se lo crean, pero él entiende precisamente eso: un auténtico coche, no un pretencioso orinal de plástico amarillo con ruedas.

Pero Theo sabía vivir modestamente si no le quedaba más remedio. Antes de que se la quedara la abuela, prefería ser él el poseedor de aquella palangana. Y tampoco estaba tan mal. Al fin y al cabo, disponía de un único asiento. Y eso significaba una cosa: nunca más tendría que llevar a bordo pedagogos innecesarios. Además, tenía una bocina muy estridente con la que podría mantener a los pedagogos alejados incluso de la calzada.

Por otro lado, aparte del equipamiento habitual, más bien pobre, contaba con un teléfono azul fenomenal que, probablemente, era el mayor del mundo. El aparato ocupaba toda la anchura del coche y suplía la falta de otros accesorios como frenos, parabrisas o techo.

Theo llamó a su coche Volvo; quería resultar competitivo. Y, tras una exhaustiva asesoría, consintió que un miembro de su familia le fabricara una matrícula personalizada en la que se podía leer: «Theo-Volvo». Le habría gustado añadir además un par de explicaciones como, por ejemplo, «Soy el número 1 de Bierhäuslberg», «Si quieres adelantarme, allá tú» u «¡Oled mi tubo de escape!»; pero la placa era demasiado pequeña para eso. Y si hubiera sido mayor, el coche de Theo habría dejado de ser identificable como tal.

El «Theo-Volvo» tenía permiso para realizar un único recorrido, el que se extendía a lo largo de la empinada calle Josef Ressel. Más concretamente: por su acera. En cualquier caso, este trayecto por la zona de peatones resultaba más interesante que ir por la calzada, porque se dividía en cinco partes. Es que el reglamento (papá) decía que Theo tenía que parar el vehículo cada vez que llegara a una calle transversal.

No hablemos de los inicios: en aquella época Theo permanecía sentado durante minutos, tenso, en su «Volvo» en posición de salida; tocaba el volante, lo abrazaba, lo giraba (sin resultado porque estaba bloqueado), lo frotaba, tiraba de él, lo sacudía y lo agitaba… pero no sucedía nada.

Hasta que un día cayó en la cuenta: a aquel cacharro había que moverlo. Al empujarlo, giraba; si las ruedas giraban, se movía; y si se movía, podía ir más rápido; si avanzaba más rápido, podía correr más; cuando corría mucho, iba, evidentemente, demasiado rápido. Y si no hubiera habido alguien debajo para frenar aquel viaje infernal e interceptar a Theo, entonces el niño no lo habría encontrado divertido, entonces para Theo se habrían acabado los coches; a partir de entonces ya sólo habría jugado con los ejemplares más pequeños del «cementerio de coches»; y lo habría hecho de una manera más brutal que nunca.

Pero, entretanto, Theo, por así decirlo, ha ido creciendo con su «Volvo» y maneja a la perfección las

zapatas de freno: sus

Doctor Martens verdes han demostrado ser un remedio milagroso contra la velocidad, aunque, por supuesto, siempre hay consecuencias. Sin embargo, Theo adora esos pequeños accidentes, los giros peligrosos, los frenos recalentados, las marcas en los bordillos, los toques contra la valla del jardín, las pequeñas pero bien montadas escenas con síndrome del latigazo incluido, con toda su dramaturgia, y los tutores preocupados gritando con desesperación: «¡Theo! ¿Te has hecho daño?». No, no se ha hecho daño; pero tampoco hace falta que ellos se enteren enseguida. Que teman un poco por él. Porque la verdad es que podría haber sido peor.

Y entonces, cuando ya nadie piensa que ese bólido conocido con el nombre de «Theo-Volvo» pueda volver a moverse como consecuencia de los duros golpes recibidos, surge una mano de entre las profundidades, se acerca al teléfono azul gigante, lo descuelga haciendo acopio de sus últimas fuerzas y acerca el auricular a un rostro oculto; se oye una voz que no parece de este mundo, podría proceder del más allá, y haciendo uso de los tonos más altos de la invulnerabilidad dice: «Sí, hola, hola, hola. Yo soy Theo. ¿Es el taller?».

A principios de verano su padre llevó a Theo, por fin, a una exposición de Ferrari. La palabra «Ferrari» sonaba tan emocionante, que Theo no se dejó desorientar por la otra palabra que la acompañaba y que apenas tenía importancia: exposición. Él tenía claro que había llegado el momento, que iba a poder poner punto final a su humillante situación en la sillita infantil (quedaba relegado prácticamente al mismo nivel que el equipaje situado en el maletero) y que, por fin, iba a poder montarse en un vehículo en condiciones. Entrar por la parte delantera, acomodarse allí, en el lugar que siempre le había pertenecido: detrás del volante.

La capacidad de Theo para conducir ya no daba lugar a discusiones. Era algo que demostraba a diario. Pero bueno, si lo desean, yo encantado de hacer un resumen:

1. Theo era capaz de decir el nombre de todas las marcas de automóviles del mundo. De hecho, lo que no podía era parar de nombrar constantemente todas las marcas de automóviles del mundo.

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