Theo

Theo


Theo al volante

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2. Sabía decir con fluidez y sin cometer ningún error, cincuenta veces seguidas, «Audi-Turbo-Diesel». Al hacerlo, podía ir subiendo el volumen hasta llegar a ser más alto que el Audi-Turbo-Diesel. E, incluso, con estas palabras era capaz de practicar magia y hacer aparecer un pedazo de pastel de frutas: «Vale, Theo, te doy un pedazo de pastel de frutas, pero deja de una vez ese griterío del Audi-Turbo-Diesel».

3. Repitiendo cincuenta veces el eslogan de Mazda que se hizo famoso en Austria podría haber conseguido un segundo pedazo de pastel de frutas; pero le gusta demasiado y no está dispuesto a dejar de decirlo a ningún precio: «Un Mazda tendríamos que ser»[3].

4. De falta de práctica no se puede quejar nadie (aparte de Theo). En un año escaso lleva a sus espaldas unos buenos 5000 kilómetros. Y además con las manos. Más concretamente, con las manos al volante, un poco por encima del volante o, en caso de que no hubiera volante, a su libre albedrío.

5. El comportamiento de Theo al volante se puede considerar ejemplar. Él estudió a sus pedagogos durante meses mientras éstos conducían y conoce términos como «hora punta», «obras» o «atasco»; podría sacar el codo por la ventanilla y a la vez hurgarse en la oreja haciendo círculos con el dedo índice mientras conduce. Y podría rascarse el omoplato izquierdo con la mano derecha y en el mismo momento meterse dos dedos de la mano izquierda en los agujeros de la nariz; aunque en esa posición no podría aguantar mucho tiempo porque, claro, en algún momento tendría que respirar.

Sabía tan bien como sus superiores de qué manera dirigirse a otros participantes del tráfico rodado cuando éstos aparecían inesperadamente («ahíva-el-taxi», «ahíva-la-bici», «ahíva-la-poli»). Y sabía cómo se saludan los conductores entre sí: con un buen golpe con la mano derecha sobre el propio hombro izquierdo, o levantando bruscamente el puño izquierdo mientras se apunta para arriba con el dedo corazón. En esta posición esperan a ver si el otro reacciona y cómo responde al saludo.

Theo sabía también poner palabras a esos gestos de confabulación y pertenencia al mismo grupo. Después de que mamá tuviera que realizar una frenada de emergencia y la ilustrara con un «¡Sigue conduciendo, imbécil!» al estilo vienés, Theo se hizo adicto a la frasecita y no pudo dejarla durante semanas. Cada vez que iban en coche, él tenía que entrenar (y además en voz alta, porque si lo decía bajito nadie le entendía), aunque por desgracia sólo lo hizo una vez con la ventanilla abierta. «Es que la gente se lo puede tomar por otro lado», dijeron los pedagogos. Siempre se expresan de forma tan rara cuando lo que realmente pretenden es imponerse arbitrariamente y carecen de argumentos.

Con el motor puesto a punto, dominando el lenguaje automovilístico y dispuesto a subir por primera vez de manera oficial y real a un Ferrari, Theo accedió, esta vez de la mano de su papá, al gran pabellón en el que lo esperaban los deportivos más brillantes y de colores más bellos; alguno de ellos incluso incitándolo con las puertas abiertas.

La única pregunta torturadora que se le ocurrió a Theo plantearse en aquel momento era en qué Ferrari debería montarse en primer lugar para empezar a conducir. De esos problemas no iba a poder librarse nunca.

Se decidió por el modelo rojo brillante, en torno al cual ya se agrupaba un montón de gente. Interesante verlos, porque todos ellos permanecían de pie formando un círculo alrededor del automóvil y manteniendo con él una gran distancia. Y ante sus vientres se tensaba una cinta.

—Eso es el acordonamiento —dijo papá—, por ahí ya no se puede pasar.

Uno de sus chistes malos; Theo no tenía ni que agacharse para colarse por debajo de la banda y acceder al asiento del conductor.

—Pero ¿a quién tenemos aquí? —preguntó a volumen muy alto una voz que retumbó por todo el pabellón. Pertenecía a un hombre que era el único que estaba de pie al lado del Ferrariy que se acercaba una cosa a la boca pero sin morderla ni chuparla—. Aquí está el piloto de pruebas más joven que tenemos —dijo.

Y todos se partieron de risa, ja, ja, ja, ja. El típico chiste de adultos que Theo odiaba. A todos les hacía gracia y nadie sabía por qué. Lo que debería haber hecho ese hombre es ayudar a Theo a subir al coche.

Pero de repente apareció papá y le llevó de nuevo apresuradamente detrás del acordonamiento. ¡Que no se le ocurriera hacerlo otra vez! Theo se soltó y esta vez se dirigió a mayor velocidad hacia el Ferrari.

—Parece ser que no hay manera de frenar a nuestro jovencito —anunció el hombre. Y desvió a Theo de su trayectoria. Ja, ja, ja, ja, pocas veces se había reído tan a gusto. Theo pensó en sacarle la lengua delante de todo el mundo; pero era un niño demasiado bien educado para caer en eso.

Ya estaba ahí otra vez su padre y ahora se había enfadado en serio.

—¡Mm-quiero

montame! —gritó Theo.

—¡No se puede! —le respondió su padre. E impidió, usando la fuerza física, que Theo escalara hasta el volante.

Sacó al niño de allí a rastras, sollozante y rodeado por las risas del público; uno de los capítulos más tenebrosos de su vida. En ese momento odió a todo el mundo.

Poco después, entre las lágrimas, Theo pudo reconocer, borrosa, la figura de un Ferrari amarillo que estaba siendo vigilado por un solo hombre. En él volvió a nacer la esperanza.

—Le tienes que preguntar al hombre a ver si te deja montarte —le dijo papá.

—Pregúntale tú —dijo Theo.

—Si se lo dices tú, tienes más posibilidades —opinaba el gallina de papá.

Theo se dirigió al hombre, le agarró la pernera del pantalón y le dijo: «¿

Mpuedocondusir el Ferrari?». El hombre, al principio, simplemente lo miró con cara de bobo. Así es que Theo volvió a preguntar: «¿Puedo

condusir el Ferrari? ¿Puedo

condusir el Ferrari? ¿Puedo

condusir el Ferrari?».

—No, lo siento, no se puede —le respondió el hombre; en tono amable, ciertamente, pero Theo habría preferido mil veces un «sí, sí puedes» en tono desagradable.

Theo volvió corriendo adonde se encontraba su padre, le pidió asesoría, y se dirigió de nuevo al hombre: «¿Puedo sentarme en el Ferrari?». El hombre se rió, efectivamente, pero contestó: «No, lo siento». Una mala combinación. Theo no se rindió: «¿Puedo dirigir el Ferrari?». Otro no. Último intento (se lo susurró papá al oído): «¿Puedo tomar asiento?». «No, lo siento, jovencito», fue la respuesta. «En todos estos coches no puede entrar nadie. Son modelos para la exposición».

Y ésta fue, definitivamente, la última exposición a la que irá Theo.

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