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Domingo » Capítulo 1

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Abrió un ojo cuando sonó el teléfono.

Sólo uno.

Las nueve y media de la mañana.

¿Quién podía llamar a las nueve y media de la mañana en domingo?

Por entre las brumas de su somnolencia intentó hacer una lista mental de posibles candidatos a pelma. Los amigos no, porque estaban tan o más sobados que él. A su madre ni se le ocurriría. Así que... ¿un error?

—Que te den —farfulló sin hacer siquiera un intento por levantarse.

Porque, encima, el maldito aparato no lo había dejado al lado de la cama, sino con la ropa. Y eso implicaba levantarse en caso de que quisiera cogerlo. Levantarse, o arrastrarse, lo justo para desvelarse.

A la quinta señal sónica dejó de zumbar y se acabó.

Ya oiría el mensaje después.

Después.

Volvió a cerrar los ojos y se abandonó, boca abajo, atravesado en diagonal, desnudo y absolutamente privado de consciencia a los cinco segundos.

Lo malo de los buenos sueños es que nunca volvían. Lo peor de los horribles es que eran cíclicos. Su mente atravesó las brumas finales y se sumergió en una nada oscura pero plácida. Un vacío que, de pronto, se llenó de luces y sonidos.

Tan inesperadamente que...

El teléfono. Otra vez.

Abrió el mismo ojo y lo depositó en el reloj que, algunas veces, le servía para despertarse en caso de necesidad.

Las nueve y cuarenta y dos.

—Mierda...

¿Por qué no había desconectado el maldito móvil?

Con la quinta señal enmudecería, pero le echó la almohada rabioso, deseando asesinarlo, moviendo tan sólo un brazo de arriba abajo lateralmente. La almohada cayó encima del aparato y amortiguó el tono. Nada más.

De nuevo el silencio.

Otra vez la lista mental de candidatos.

La última vez que a su madre se le ocurrió telefonearle en domingo, y eran las doce y pico, se las tuvieron. Encima ella estuvo de morros una semana, con toda su retahíla de reproches y reconvenciones elevadas al grado sumo. No podía ser ella. No era tonta. Los colegas... No, no, seguro. De entre todas las bromas pesadas que pudieran gastarse, aquélla era sin duda la peor.

Fuera quien fuera volvería a telefonear, eso fijo.

Insistente.

El sueño roto por segunda vez amenazó con desvelarle. Más por la irritación que por falta de ganas de volver a cerrar los ojos y escapar de la realidad. Era como cuando ladra un perro de noche. Aunque se calle de golpe, estás esperando que vuelva a ladrar. Te dices que si lo hace te levantarás, te asomarás a la ventana y le pegarás cuatro gritos, pero te resistes, le das una oportunidad, y el maldito animal insiste, ladra, ladra, ladra...

Sintió los irrefrenables deseos de orinar propios de cada mañana.

—Lo que faltaba...

Tenía que ir al baño. Eso sí resultaba inevitable. Una presión en la vejiga como aquélla no se vencía únicamente cerrando los ojos para volver a dormir. Si no vaciaba el depósito sería peor. Conocía su cuerpo.

Se levantó intentando no enfadarse, ni hacer gestos bruscos, ni nada. Iría al baño, orinaría, regresaría a la cama y a sobar otra vez.

Calma.

Pasó junto a su ropa y el móvil oculto por la almohada. Le bastaron tres pasos para alcanzar su minúsculo baño. Se alivió, manteniendo los ojos cerrados, igual que si deseara dormirse de pie, y cuando se dispuso a volver a la cama se dio un golpe con la silla. «La» silla. Porque era la única.

Abrió los ojos y contempló su miniapartamento.

Veintisiete coma nueve metros cuadrados.

Siendo tan pequeño, la sensación de caos aún se hacía más evidente. Parecía un trastero. Por lo menos tardaba poco en arreglarlo. Todo lo malo tiene cosas buenas y viceversa. De haber vivido en un piso mayor, un verdadero piso, el caos sería el mismo, y poner orden, un infierno.

Recogió el móvil antes de derrumbarse sobre la cama.

Nada de SMS. Dos llamadas perdidas.

Mejor lo desconectaba.

Se resistió a hacerlo. Por lo menos saber de quién eran.

Vaciló.

—Te arrepentirás... —masculló a media voz.

Su sentido común no le hizo caso.

Marcó el uno, dos, tres y esperó.

—Tiene dos llamadas —la voz de la chica de la telefónica era tan impersonal como siempre. A veces se preguntaba cómo sería, qué aspecto tendría. Un misterio—. Primera llamada. Recibida hoy a las nueve horas y treinta minutos...

La voz de Sony reemplazó a la de la chica.

Sony, el muy...

—Lennon, tío..., despierta... —la pausa fue dolorosa, flotó en medio de un extraño rumor de fondo antes de que reapareciera él—. Oye, que ha sucedido algo gordo... Mira, paso de decírtelo así, ¿vale? Llámame en cuanto oigas esto, ¡pero ya! Coño, que es... Venga, tío...

La voz de Sony dejó de martillearle la mente y en su lugar volvió a escuchar la de la chica de la telefónica.

—Fin del primer mensaje. Segunda llamada, recibida hoy a las nueve horas y cuarenta y dos minutos.

Otra vez Sony.

—Lennon..., joder, ¡joder!, que ya veo que no llamarás y... Mira, si escuchas esto antes de las once..., tienes que venir, tío. Estamos en Pompas Fúnebres. Es... —pareció tragar saliva antes de soltarlo, de golpe—: Es el Hardy, colega. El Hardy, que se la pegó con la moto y... Coño, Lennon, que está muerto, que la palmó y le entierran. ¿Puedes creerlo? Le entierran a las once, mierda. Toda la peña está jodida desde que nos hemos enterado y sólo faltas tú... Y..., bueno, vale, da igual. Llama o ven, tío. Lo siento...

—Fin del segundo mensaje. Usted no tiene más llamadas. Si desea revisar sus mensajes, pulse...

No apagó el móvil. Sólo bajó la mano.

No reaccionó.

Debieron de pasar un montón de segundos sin que lo hiciera.

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