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Domingo » Capítulo 2

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Detuvo la Vespino en la acera frontal a la entrada de Pompas Fúnebres. Había tenido tiempo de lavarse y poco más. Encontrar ropa decente para un entierro sí resultó complicado. No tenía nada. Unos vaqueros y una camisa de lo más impersonal, eso era todo.

Aunque seguro que a Hardy le hubiera encantado que fuera con alguna de sus camisetas históricas, la de Led Zeppelin, o la de Peter Gabriel, o la del Boss...

Se quitó el casco y dudó entre si llevárselo o atarlo con el candado a la moto. Optó por lo segundo, para tener las manos libres. El último entierro al que había asistido se remontaba a dos..., no, tres años antes. El tío Ramón. Y entre apretones de mano, abrazos y lo habitual en esos casos, desde luego lo mejor era no llevar nada que lo hiciera todo más difícil.

Se encontró en un hall amplio y luminoso. No tuvo que preguntar cuál era la sala que buscaba. En una pared leyó los nombres de los obituarios del día. Tomás Castro Rozas estaba en el nueve.

Su número.

Subió las escaleras y nada más llegar al primer piso vio a los colegas. A los amigos, a los conocidos y a los desconocidos. Formaban un núcleo aparte, el aceite que no se mezcla con el agua representada por la familia. Todos tenían las caras muy largas y vestían de una manera irreconocible. Espectros de sí mismos. Dos o tres incluso llevaban traje. Frente a la puerta de la sala número nueve se agolpaban más personas, algunas llorando y otras abrazadas entre sí. El tío Ramón se había ido con ochenta y siete años. Tomás, Hardy, tenía veintiuno.

El primero que le vio, se dirigió a él y le abrazó fue el propio Sony, Nico para el mundo en general. No fue un abrazo de bienvenida, sino de autoprotección, de alivio por compartir el dolor interior. Miguel Ángel, Esteban, Ramiro..., los demás; se les acercó y acabaron formando una piña.

—Menos mal que estás aquí —le susurró Sony al oído.

No supo qué decirle. Los primeros segundos fueron los de la estupefacción. Yendo hacia el servicio de Pompas Fúnebres incluso pensó en una broma. Una de las típicas pasadas de Sony, que era el más salvaje de todos, como cuando les dijo que había embarazado a Carmen y necesitaba pasta.

Ni siquiera se la devolvió.

—¿Qué ha pasado? —logró serenarse lo justo.

—Ya ves —Sony apretó las mandíbulas—. Un palo, tío.

—¿Pero cómo...?

—Se la pegó y se rompió el cuello.

El estremecimiento fue una sacudida.

—¿Cuándo fue? —se esforzó en asimilar la información.

—El viernes, un poco después de la media noche.

—¿Con la moto? —no pudo creerlo.

—Sí —asintió Sony.

—¡Pero si era mejor que Pedrosa y Rossi juntos!

—Pues ya ves.

—¿Iba colocado?

—¿El Hardy? Vamos, hombre. Estaba loco, pero no como para subirse a la burra colgado, borracho o colocado. De todas formas... —su amigo señaló en dirección a la puerta detrás de la cual yacía el féretro y la familia más directa de su amigo—. En fin, que no sabemos mucho más —quiso dejarlo claro—. Los padres no querían avisar a nadie de la peña. Si no hubiera sido por Laura...

—¿Está aquí? —no ocultó su conmoción ni la sorpresa que le producía la noticia.

—Hombre, claro.

—Lleva casi un mes —intervino Miguel Ángel en la conversación.

Casi un mes.

Otra pequeña gran conmoción.

—Hardy no me había dicho nada —suspiró él.

—Ah, pero ¿le veías últimamente? —preguntó Ramiro.

—No, la verdad es que no —fue sincero.

—Se pasaba el día encerrado —dijo Esteban—. Yo creo que ya estaba un poco majara, ¿no?

—No, hombre, no —fue taxativo Sony.

—Todo el día jugando...

—Bueno, era su trabajo.

—Ya —Esteban se encogió de hombros sin quedar muy convencido.

—Loco o no, era legal —dijo Miguel Ángel.

—El más legal —apostilló Ramiro.

—Fijo —asintió Esteban.

—Esto es una putada —continuó con la rueda de expresiones Sony.

—Una verdadera mierda.

—Sí.

—Joder...

Se les acabaron los comentarios y se quedaron mudos, formando un círculo, sin saber qué hacer. Todos mezclaban dolor y estupefacción con incomodidad y negación. Los medios informativos hablaban siempre de accidentes de tráfico, de muertos de fin de semana o salidas de vacaciones. Pero eran cosas que les pasaban a los demás. Nunca se habían enfrentado a la muerte pura y dura.

Era la primera vez.

Se trataba de uno de ellos.

—¿Por qué regresó Laura? —preguntó él de pronto.

Nadie le respondió en primera instancia.

Luego lo hizo el mismo que le acababa de dar la noticia, Miguel Ángel.

—Se cansaría de Londres.

—O sea que vino para quedarse.

Otro silencio.

No quiso dar la impresión de que aquél era de pronto el tema más importante del momento.

Miró a su alrededor y preguntó:

—¿Y Elsa?

—Anda que tú... —suspiró Sony.

—¿Qué pasa?

—Rompieron.

—¡Joder! —no pudo creerlo—. ¿Me he perdido algo más estos últimos días? ¿Cuándo fue?

—No hace mucho. Un par de semanas, o menos. A mí me lo dijo Coque, que se encontró con ella.

—Si es que a ti tampoco se te ve el pelo —protestó Ramiro.

Eso era cierto. Los días de la adolescencia cada vez quedaban más atrás, perdidos en el tiempo. Vivir solo, intentar salir adelante, ganar algo de pasta, mantener el tipo, buscarse la vida... El precio que pagaba era más alto de lo esperado. Los primeros perjudicados eran los amigos.

Como si sus vidas empezaran a tomar sendas divergentes.

—He estado trabajando como un burro —les confesó.

—Pues eso —Sony hizo un gesto de fastidio—. Hardy con sus videojuegos, tú con tus dibujos...

Los demás todavía vivían con los padres.

Estudiaran o trabajaran, disfrutaban de las ventajas de carecer de problemas económicos graves y disponer de un techo, comida, ropa...

Continuó mirando a su alrededor.

—Laura está dentro —le dijo Sony.

Se sintió incómodo por el comentario. Por suerte apareció alguien inesperado en las proximidades de su círculo. Eso desvió su atención, aunque los únicos que le conocieran fueran Sony y él.

Celso Andrade, el director de marketing de K-Pat.

—Hola, Jorge, hola Nico, ¿cómo estáis?

El hombre les tendió la mano. Se la estrecharon. Vestía de acuerdo a los buenos tiempos de la compañía, un traje caro, camisa abierta, zapatos brillantes... En el mundillo eran pocos los que no les llamaban por sus apodos o nicknames. Celso era uno de ellos. Decía que no le gustaban los sobrenombres. El director de marketing de K-Pat ya rozaba los cincuenta. Un veterano en un mundo de jóvenes. Un rara avis.

—¿Y Bernabé? —Lennon preguntó por el director de la compañía.

—De viaje por Japón. Se fue ayer y llega el lunes o el martes. Cuando se lo diga...

—Tendréis que buscar a otro probador —dijo Sony.

—Será difícil que sea tan bueno como Tomás —miró a Lennon, alzó las cejas y le dijo—: ¿Por qué no lo intentas tú, Jorge?

—¿Yo? —se quedó asombrado—. No le llegaba a la suela del zapato.

—Bien que jugabais juntos.

—Ya, y me ganaba siempre.

—Porque lo hacías sólo para divertirte, como cualquiera —dijo Celso Andrade—. Si lo vieras como un trabajo, además de como un placer...

—Hardy no tenía rival.

—Era un superdotado para eso —asintió Sony.

Celso Andrade continuó mirando a Lennon.

—Piénsatelo. Tomás decía que eres muy intuitivo. Si te lo propusieras... Las veces que viniste a K-Pat o aquel día en casa de Tomás te luciste —insistió mientras plegaba los labios en una mueca de incertidumbre—. Ten en cuenta que era nuestro probador estrella, prácticamente el único. Tenía criterio y buen ojo —otra mueca, rápida, seguida de una mirada en derredor y un cambio de rumbo—. Voy a ver a la familia, hasta luego.

Se alejó con paso vacilante, inseguro. No era un hombre especialmente animado, más bien todo lo contrario, de aspecto serio, circunspecto, incluso triste. Que trabajase en un puesto de tanta relevancia en una de las grandes compañías de videojuegos de España era casi un contrasentido.

Sony le golpeó la espalda a su amigo.

Sonreía por primera vez.

—Yo que tú me lo pensaría —le dijo—. Seguro que ganas más que con tus dibujos.

Ya no le respondió.

Dibujar era su vida, de la misma forma que jugar era la de Hardy.

Por un momento vio a Laura, llorando, perdida en el interior de la sala número nueve, junto al féretro de su hermano.

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