Terror

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La primera víctima » Capítulo II

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Capítulo II

Uno no se puede emborrachar con dos whiskys, pero juro que no sé cómo llegué a casa aquella tarde. Hasta que no estuve dentro de la tienda no me di cuenta de que Tracy había regresado. Y debió hablarme durante unos buenos tres minutos antes de que comprendiese una sola palabra de lo que me estaba diciendo.

Entonces comprendí que se refería a las muestras, y sobre si la señora Colton se había decidido.

Tardé unos cuantos segundos más en recordar quien era la señora Colton; Ann, mi chica Ann, la maravillosa rubia de las piernas largas. Naturalmente que se había decidido, iba a salir conmigo aquella noche. Sólo que Tracy no estaba hablando de eso.

—La tela de monje —dije—. Quiere la tela de monje.

—Estupendo. ¿Tuviste problemas?

¿Problemas? ¿Qué eran problemas?

—No —dije—. En palabras del inmortal Spillane, todo fue fácil.

—¿Quién?

—Un filósofo —respondí—. No puedes saber nada de él. Lo cual me recuerda algo; ¿puedo tomar el coche esta noche?

—¿Una cita?

—Ace Connors toca en Corners.

—¿Vas a llevar a Imogene?

—Sí —dije. Esto era sólo una mentira a medias. Había pensado llevar a Imogene Stern, una chica con la que estuve tonteando, pero en realidad no se lo había pedido. Y ahora no lo haría. Hubiera podido decir la verdad a Tracy pero no habría sonado bien. Puede que después de aquella noche se lo pudiera decir.

—Está bien, Jay. Puedes disponer del coche.

—¿También para cenar?

—¿Qué sucede? ¿Es que ya no te parece buena mi cocina? —pero al decir esto rió y se encaminó directamente a la caja registradora—. Bonita manera de hablar, ¿verdad? Como si yo no entendiese las cosas. Toma, cómprale un buen filete. —Y me entregó un billete de veinte.

—Gracias, muchas gracias.

—Jay, hace tiempo que estoy queriendo hablar contigo. Tendrás veintiún años dentro de pocos meses; hay que pensar en tu futuro.

Todo el futuro en el que podía pensar en aquel momento era en esa noche. Deseaba correr escaleras arriba y afeitarme; coger la chaqueta nueva, echarle una mirada, sacar brillo a mis zapatos y seleccionar una corbata.

Pero Tracy dijo:

—Eso de que ganes diez aquí y veinte allí, no puede continuar más. He estado pensando en ti y en el almacén. No pareces tener mucho interés en estudiar, y no eres exactamente del tipo agresivo…

No exactamente, pero había besado a una rubia divorciada en un taburete de un bar cuarenta minutos después de haberla conocido aquella tarde. Y ella iba a salir conmigo…

—… un sueldo fijo, naturalmente, digamos setenta y cinco a la semana para empezar. Te lo mereces, ya sabes; y si deseas establecerte y aprender de verdad el negocio, estoy dispuesta a ayudarte. Quiero que aprendas algo sobre el fin de las compras, y me gustaría que estuvieses conmigo en la próxima exposición. No hay ninguna razón para que no esperes una parte en el negocio en pocos años, y es un buen asunto, Jay. ¿Qué dices a esto?

—Gracias. —Me acerqué a ella para acariciarla—. Sabes lo que siento por ti, Tracy… todo lo que has hecho por mí.

Era verdad. Tracy era estupenda.

—Quítate de mi lado ahora, estamos justo delante de la ventana. ¿Qué va a pensar la gente? —Pero a ella le encantaba, lo sé. Por una razón u otra se sentía terriblemente feliz esta tarde.

—¿Qué sucede? —pregunté—. ¿Has conseguido un buen asunto?

—¿Por qué dices eso, Jay?

—Oh, no lo sé. Actúas un poco… por lo alto.

—No creí que se notase.

—Vamos, ¿de qué se trata?

—Bueno, no puedo decírtelo todavía. Es de lo más absurdo la forma en que surgen las sorpresas en este negocio. Igual que aquella vez que encontré wedgewood en el baúl que compré en Goodwill. Setecientos dólares por una inversión de dos. Y esto es todavía mayor y más absurdo. Ven, déjame enseñarte algo.

Me hubiera gustado poner más atención. Habría deseado no pensar tanto en la forma en que ella andaba y la forma en que se reclinaba y cómo reía, con esa gran risa de ciudad que únicamente se oye en Chicago o en Nueva York.

Apenas noté nada cuando Tracy me condujo a la trastienda y apartó unos bultos sacando un paquete envuelto en papeles viejos de periódico.

—Ven —dijo ella—. Ayúdame a quitarle el cordel. Puedes romper el nudo, ¿verdad?

Lo rompí y ella encendió la luz después de quitar los papeles.

—Mira —dijo—. ¿Qué te parece?

Era una estatua de bronce pintado de unas dieciséis pulgadas; una estatua negra de una mujer con cuatro brazos.

Eso fue todo lo que vi al echarle la primera ojeada. Volví a mirarla otra vez. Habla algo en ella que me obligaba a hacerlo. La estatua era negra, pero tenía algunas manchas de rojo en la frente, las mejillas y los pechos. Las manchas eran salpicones de sangre. Y entonces vi que la mujer llevaba un collar de cráneos; que sus zarcillos eran pequeños cuerpos y que un cinturón de manos y serpientes rodeaban su cintura. Una de sus manos señalaba hacia arriba, otra hacia abajo; una sujetaba una espada manchada de sangre y la cuarta asía una cabeza. Entonces le miré la cara y vi que no era una mujer, era una diosa.

Solíamos tener cosas por el estilo en la tienda, la diosa Rosa, Kuan Yin y Ho-Ti en madera de teca, ébano e incluso marfil. Algunas de estas piezas eran bastante feas, y otras bastante impresionantes. Pero nunca había visto nada semejante a este bronce negro. No era la obra en sí, ni los detalles, ni el trabajo de esmalte rojo. No eran los cráneos ni las serpientes. Había algo en el rostro y la pose que impresionaba. Era, es la impresión que se tiene de «esto ha sucedido antes» o «ya he visto esto otra vez». De repente se encuentra uno en un lugar extraño y algo suena y se está seguro de que se sabe lo que va a suceder.

Bien; tuve esa misma sensación, únicamente que no reconocí lo que iba a ocurrir. Sólo reconocí algo de la estatua. Nunca la había visto antes, no sabía qué diosa representaba, pero lo conocía todo acerca de ella. Esta sensación era mala. Sucia es la mejor definición. Mirándola, sólo mirándola, me hacía sentir el deseo de darme un baño.

—¿Qué ocurre? —estaba preguntando Tracy—. ¿No te gusta?

—Es la cosa más fea que he visto.

—Fea o no, puede que valga unos maravillosos mil dólares, Jay —y al decir esto la tomó y la besó.

—¿Mil dólares?

—Ese es el secreto. Jay, no quiero que digas nada hasta que yo te lo diga. Mañana o pasado mañana, cuando obtenga el dinero, entonces estará bien divulgarlo. Hasta entonces, ni una palabra.

—¿Pero de qué se trata? ¿LO has robado en algún sitio o algo parecido?

—Yo no, muchacho. —Me lanzó una mirada—. ¿Qué te hace pensar eso?

—Estaba bromeando.

—Bien; yo no bromeaba cuando te dije lo de los mil dólares, ni tampoco de que mantengas la boca cerrada. Mira, Jay, yo no he robado esto, pero en parte tienes razón. Ha sido robado. Y hay una recompensa. No puedo decirte de dónde la he sacado, pero voy a devolverla a su verdadero dueño dentro de un día o dos. Sabes que no haría nada que no fuera honrado, pero es un asunto bastante delicado, por las circunstancias. Así que prométeme que no hablarás de esto con nadie.

—Por supuesto. Claro que no lo haré.

—Entonces está bien. Mira, son más de las cinco. Corre a la puerta y cierra, ¿quieres? Mientras tanto, volveré a guardar a Kali.

—Kali, ¿es así como la llamas?

—Es una diosa hindú, la esposa de Siva el destructor. Y esto es otra cosa de la que quiero hablarte, Jay. Encontrarás en este trabajo un gran campo educativo, particularmente sobre las bellas artes, la mitología y la historia. Voy a empezar un curso de estudios contigo… quizás el profesor Cheyney nos ayudará, y el doctor Morehouse.

—Es una gran idea —dije. Y después—: Eh, será mejor que me apresure si no quiero retrasarme para mi gran noche en la ciudad.

Y eché a correr, cerré con llave la puerta de la tienda, tomé un baño, me afeité, me vestí y limpié mis zapatos. En todo el tiempo no tuve un solo pensamiento para Tracy, ni Kali ni nada que no fuese para Ann, Ann, Ann.

Eran más de las seis cuando pellizqué a Tracy en la mejilla, salí a toda prisa por la puerta lateral haciendo tintinear las llaves del coche y conduje el Caddy por la calle principal hasta salir a la carretera, llevando el mundo en mis bolsillos.

Era oscurecido cuando llegué a la finca, pero cuando toqué el timbre ella abrió la puerta y se hizo la luz; allí estaba Ann con un vestido verde y la dorada gloria de su pelo.

Oh, me había dado fuerte, y era agradable.

Era bueno conducir y sentirla a mi lado en el asiento delantero, y bueno encender su cigarrillo y oír su risa cuando el aire le pegaba en el rostro. Fue incluso mejor entrar en The Stag y tomar una mesa para dos y beber un combinado mientras esperábamos los filetes.

Y el baile fue perfecto. Me había imaginado que sería una buena bailarina, pero no tanto. No era sólo sujetarla y tenerla en mis brazos. En verdad sabía bailar. Ella formaba parte de la música.

Naturalmente hablamos, pero no fue como por la tarde en absoluto. Había empezado a bromear sobre la cita desde el mismo momento en que entró en el coche, y continuó así durante toda la comida y después en Corners.

Al principio me sentí un poco molesto, preguntándome por qué lo haría, pero después lo comprendí. Eso quiso decir cuando comentó que yo la hacía sentirse joven, y así es como deseaba sentirse esta noche. Joven y con una cita. Yo aparentaba ser rico y ella que volvía a ser una muchacha.

Así que le seguí la corriente, y todos hicieron lo mismo. Quiero decir que nadie pareció notar que era mayor que yo, nadie hizo comentarios ni siquiera cuando se la presenté a Herb Phelps y Bill Hunter y algunos más de la reunión. A propósito de esto, Herb la sacó a bailar y también Tony Walsh. Parecieron sorprenderse cuando entré con ella, y supongo que estaban realmente sorprendidos. No es que por lo general yo salga con semejantes mujeres, pero ella era algo especial y tenían que ser ciegos para no verlo. O como Herb Phelps me dijo con intención: «Chico, ¡vaya gatita!».

La gatita y yo nos marchamos después del baile. No nos detuvimos en el rancho, porque supuse que la mayoría irían allí. En vez de eso, me dirigí a Newton, un lugar pequeño justo al este de los límites de la ciudad. Un lugar agradable y tranquilo sin TV ni máquinas tragaperras. Sólo un bar, medias luces y varias casetas.

Claro que a estas horas supongo que tenía predisposición de imitar a Casanova con una mano sujeta detrás de mi espalda. La vieja rutina de las luces suaves y el licor fuerte. Pero antes de que terminásemos la primera bebida, hicieron su entrada Herb Phelps y una corneja que había encontrado, y todo lo que pude hacer fue sacarla de allí sin permitir que Phelps nos invitase a beber e, incidentalmente, marcharnos.

—¿Os marcháis ya? —dijo él—. No son más que las once y un poco…

—Lo siento, pero debernos marcharnos —contestó Ann. Y eso hicimos.

—Llévame a casa —dijo cuando estuvimos en el coche.

—Pero yo pensaba que podíamos ir a cualquier parte, charlar un poco…

—Por favor. Llévame a casa.

Así que la llevé a su casa. Ella no dijo nada durante el camino. Cuando llegamos a la finca saltó del coche y yo pensé: «Oh, oh, ¿qué he hecho?».

—¿Quieres que hablemos un rato? —dijo ella entonces—. Entra, pues.

Y entré, y ella me llevó a la habitación donde se encontraba el bar. Nos sentamos y charlamos.

Quiero que comprendan esto. Charlamos. Supongo que habíamos tomado cinco o seis copas al menos. Ella incluso me dijo que me quitase el abrigo. En cien ocasiones pude haber iniciado algo. Pero sólo hablamos. O mejor dicho, ella habló. Me contó todo lo de Henry, y lo que sucedió antes de su matrimonio con él. Me dijo cuál era su nombre verdadero, y lo que había hecho para vivir después de marcharse de su casa cuando tenía quince años. Me contó algunas cosas que nunca creí que una mujer fuera capaz de decir a un hombre, excepto a un médico, quizás.

Pensando después en ello, supongo que fui su médico, al menos por aquella noche. Una especie de psicoanalista, quizás, escuchando mientras ella soltaba la historia, todo lo que había mantenido encerrado dentro de sí durante años.

No tengo derecho a contarlo todo, claro. Pero aprendí mucho aquella noche. Supe lo que significa ser una chica maravillosa, mientras las demás muchachas no hacen más que odiarla desde el mismo momento en que entra en una habitación y todos los hombres la desean. Aprendí lo que a veces es necesario hacer para obtener un empleo en algún espectáculo, y también supe lo que hay que hacer para dejarlo, lo cual es peor. Supe lo que piensan los hombres de dinero —que es en más dinero— y lo que piensan las mujeres que se casan por dinero —que por qué lo hicieron—. Supe lo que es sentir que la vida ha terminado a los veintiséis años, sin tener donde ir, ni nadie que espere en ninguna parte.

Sí, aprendí mucho de ella, Y también adquirí conocimiento de un poco más de mí mismo, antes de que terminase la noche.

Porque no hubo tiempo después que terminó de contármelo todo; ella rodeó mi cuello con sus brazos y dijo.

—¿Te importaría quitarte las gafas?

—No —contesté.

Además, no me importaba.

—Tienes razón, Ann —dije—. No somos de la clase de gente que sólo va a pasar la tarde o la noche. Únicamente conseguiríamos herirnos si empezamos algo que sabemos no puede terminar.

—Otra vez eres el Chico Filósofo, ¿verdad?, —rió y apartó sus brazos. Estuve a punto de cogerla entonces, pero no lo hice—. Veo que debo agradecértelo otra vez. Así que bebe algo para el camino, muchacho. Se está haciendo tarde.

Miré mi reloj. Las dos y media. No tenía idea que fuese esa hora y me pregunté qué diría Tracy al verme llegar. Siempre me esperaba levantada, como si todavía fuese un colegial.

Pero bebimos de nuevo y dije cuando estábamos en la puerta:

—¿Cuándo te volveré a ver?

Ella me miró.

—La semana que viene, quizá —respondió.

—¿La semana que viene? Pero…

—Voy a estar ocupada los próximos días. ¿Recuerdas lo que te dije, Jay? De ahora en adelante, yo soy la primera. Es la única forma de saber jugar bien.

—Está bien —asentí—. Está bien.

—Todo está bien, muchacho. Y gracias por todo. Por todo. Y al diablo con las gafas.

Entonces me besó y casi lo estropeó todo, pero era demasiado tarde y además sabía que no serviría.

En el camino de regreso, recordé algo de la clase de inglés. Nunca había prestado mucho interés a esas cosas, particularmente a las obras de Shakespeare, pero ahora me vino a la memoria una frase, aquella que dice: «La conciencia hace de todos nosotros unos cobardes».

Lo cual es otra manera de expresar que podía haberme golpeado. Pero entonces, otra vez…

Eran las tres cuando llegué a casa. Las luces estaban encendidas en el piso alto y, cosa extraña, en la tienda también. Un coche estaba aparcado en la esquina más próxima.

Metí el coche en el garaje y tomé de un bolsillo la llave de la puerta lateral. Pero no llegué a emplearla.

La puerta se abrió y un hombre me sujetó por un brazo.

—¿Es usted Jay Thomas? —preguntó.

—El mismo. ¿Quién es usted?

No respondió. Otro hombre vino hasta la puerta, un tipo alto y calvo.

—Es el sobrino —dijo—. Sujételo.

—Eh, ¿qué pasa aquí? —pregunté—. ¿Dónde está Tracy… la señorita Edwards?

El hombre calvo se adelantó. Me sujetó el brazo y me empujó a la trastienda. No tuve que hacer ninguna otra pregunta, porque me mostró la respuesta. Tracy ya no existía.

Lo que quedaba de ella yacía en el suelo. Tenía los ojos abultados, el rostro amoratado y la boca torcida de la que sobresalía la lengua hinchada y negra.

Estaba muerta.

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