Teo

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TEO » DÍA DIEZ » 25

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«Es fácil», pensaba mientras mojaba las galletas de chocolate en la leche con cacao. Por las mañanas uno nunca tiene suficiente chocolate. «En cuanto sea invisible cogeré un tren que me lleve de la estación al aeropuerto, y allí me montaré en el primer avión que vaya a Santa Elena, la isla donde murió Napoleón, como me dijo el señor Rimbaud».

Esta isla está en medio del océano Atlántico, cerca de África. Por lo que se veía en uno de los cuadros de Napoleón que me había enseñado el pintor en la Biblioteca Nacional, era un lugar precioso. Seguro que había ido allí de vacaciones para descansar de todas las batallas en las que había combatido. Así que antes de buscarlo en el paraíso o en el infierno, que estarían más lejos, era mejor probar ahí. Si no estaba, siempre podría pedir información a los invisibles de aquella zona, que seguro que lo conocían. Así iría sobre seguro.

A lo mejor Napoleón y yo podríamos darnos un baño en el mar.

Tendría que prepararlo todo: el cepillo de dientes; una hoja y un boli para jugar a las tres en raya durante el viaje; mis gafas de sol para Santa Elena y para el paraíso, en caso de que fuera, porque ahí la luz es más fuerte que en Porto Ercole en verano, y un par de pantalones cortos por si Napoleón tampoco se encontrase en el paraíso y me tocara caerme por el precipicio para llegar al infierno. Con tantas cosas en las que pensar, necesitaría el fin de semana para organizarme.

Podría volverme invisible el lunes después del colegio.

«Sí», me dije después de beber la última gota de leche y de limpiarme la boca con la manga del jersey, «me parece un gran plan».

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