Sunshine

Sunshine


Segunda parte

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—No los vi venir. —Me salió una voz fuerte y extraña que no reconocí como mía—. Pero uno no… ¿verdad?, no cuando son vampiros.

Se oyó un gemido de Theo, no lo que llamarías un gemido humano.

Fue un sonido aterrador y amenazante, a pesar de saber que lo había hecho por mí. Me entraron ganas de reír como una histérica durante unos instantes. Se me pasó por la cabeza que quizá no hubiera sido la única humana en la habitación, unos minutos antes, cuando me había sentido como un conejo bajo los focos.

Jesse dejó que el silencio se prolongara unos instantes, y a continuación dijo en voz baja:

—¿Cómo escapaste?

… El bulto era alguien sentado; las piernas cruzadas, la cabeza gacha y los antebrazos apoyados en las rodillas. No me percaté hasta que levantó la cabeza con un movimiento líquido, inhumano, que era otro vampiro…

Tomé aire.

—Me inmovilizaron con un grillete a la pared de lo que parecía un salón de baile en… en una enorme casa de veraneo. En el lago. Yo… yo… era una especie de premio, creo. Ellos, ellos vinieron a verme un par de veces. Me dejaron comida y agua. El segundo día yo… transmuté mi navaja en una llave para el grillete.

—¿Transformaste metal trabajado?

Tomé aire de nuevo.

—Sí. No, no debería haber sido capaz de hacerlo. Jamás había hecho algo así, ni parecido. No había hecho nada de nada en quince años, desde la última vez que vi a mi abuela. Prácticamente… casi ni se me ocurrió intentarlo. —Me estremecí y cerré los ojos.

No, no cierres los ojos. Los abrí. Pat me estrechó las manos.

—Eh. Tranquila, todo está bien —dijo—. Estás aquí.

Lo miré. Era casi humano ya.

Me pregunté qué era yo. ¿Casi humana?

—Sí —dijo—. ¿En qué estás pensando?

Intenté poner cara de estar pensando en lo que él creía que yo estaba pensando. Fuera lo que fuera.

—Las FEAO están llenas de Otros y parciales porque nuestro problema son los vampiros. Claro que hay demonios apestosos…

Y cruces nocivos de magia.

—… Pero también hay humanos apestosos. Nos ocupamos de los Otros y los polis de los humanos. Si consiguiéramos dar con los vampiros, los humanos se calmarían y, tarde o temprano, dejarían que el resto de nosotros viviera en paz. Y entonces podríamos organizarnos y librarnos de una vez por todas de los -ubos, de los trasgos, de los espectros y demás hasta poder conseguir un mundo relativamente seguro.

Había una historia (confiaba en que no fuera más que una leyenda) que decía que el motivo por el que no existía un test prenatal fiable para conocer los cruces de magia nocivos eran los prejuicios hacia los parciales.

Jesse dijo con paciencia:

—Transformaste metal trabajado.

Asentí.

—¿Sigues conservando la navaja?

Mi cabeza regresó al presente. Había decidido instantes antes que la luz del despacho era lo suficientemente buena, así que asentí de nuevo con la cabeza en vez de responder.

—¿Podemos verla?

Pat me soltó las manos y yo saqué la navaja del bolsillo forrado y la dejé encima de una montaña de papeles del escritorio de Jesse. Allí estaba, con un aspecto totalmente normal. Jesse la cogió y la miró. Se lo pasó a Theo, que la miró también y se la ofreció a Pat. Pat negó con la cabeza.

—No cuando aún estoy recuperándome. Podría hacer que me convirtiera de nuevo y no podemos tener la puerta cerrada toda la noche.

—¿Qué pasaría si alguien llamara? —pregunté—. Sigues estando un poco azul por los lados.

—Hay un armario —dijo Pat—. Grande. Por eso escogimos el despacho de Jesse.

—Y nos extrañaría tanto que la puerta estuviera cerrada… —dijo Jesse—. Debe de pasarle algo al pestillo. Haremos que lo mire alguien mañana. La señorita Seddon está bien, ¿no?

—La señorita Seddon está bien —mentí. Lo que le pasaba a la señorita Seddon no era culpa de ellos.

—Rae… —dijo Jesse, y vaciló.

Me estaba aferrando al presente, a ese despacho, así que estaba bastante segura de saber qué era lo que Jesse me quería preguntar.

—No lo sé —dije—. No he vuelto a ir al lago desde entonces. Hay un foco del mal enorme detrás de la casa, tal vez en parte por eso la escogieron, y cuando… cuando salí de allí, me limité a seguir la orilla del lago hacia el sur.

—Si te llevamos allí, pongamos mañana, ¿intentarías encontrarlo?

Lo que no les había contado no tenía nada que ver con que el silencio se prolongara antes de responder. Lo que les había contado era suficiente motivo para no ir allí de nuevo.

—Sí —dije finalmente, no sin dificultad—. Lo intentaré. No habrá… nada.

—Lo sé —dijo Jesse—. Pero aun así tenemos que ir a verlo. Lo siento.

Asentí. Cogí mi navaja y me la guardé de nuevo en el bolsillo. Miré a Jesse. A continuación miré el cuchillo de mesa manchado de sangre encima de su escritorio y él me observó mientras lo miraba.

—Esto es lo siguiente, ¿no? —dijo—. Vale. Puedes transformar metal trabajado. Un trabajo bastante impresionante, debo decir. Pero eso no explica…

El teléfono sonó. Lo cogió.

—Ah. Bien. Será mejor que lo hagas pasar entonces. —Todos miramos fijamente a Pat. Ya no estaba azul. Theo quitó el cierre a la puerta.

Mel irrumpió unos diez segundos después, con gesto de estar listo para asesinar a un batallón de FEAO con poco más que un cuchillo de mesa.

—¿Qué demonios creen que están haciendo, panda de ojos rojos, reteniendo a una ciudadana respetuosa con las leyes humanas y teniéndola incomunicada durante una hora?

Conseguí mantener un gesto calmo.

«Ojos rojos» es una acusación de tener sangre de los Otros. El tipo de comentario que un civil cabreado le diría a uno de las FEAO. Todos pusieron cara de póquer.

—Lo siento —dijo Jesse—. No pretendíamos tenerla incomunicada. Quisimos sacarla de una situación problemática tan pronto como fuera posible. La metimos por la puerta de atrás, claro. Los de la tele no podrán llegar a ella estando aquí. Pero nos olvidamos de dejar dicho en recepción que no estábamos, eh, reteniéndola.

Claro, pensé. Mel, que seguía temblando de la ira, e igualmente consciente de que Jesse estaba mintiendo, se volvió hacia mí.

—Estoy bien —le dije—. Estaba un poco… histérica. Me dejaron que me diera una ducha —añadí, sin venir a cuento de nada. Había tenido una noche complicada y cada vez me costaba más recordar qué había contado a quién y por qué.

—¿Una ducha? —dijo Mel mientras miraba mi ropa (probablemente fuera la primera vez que me viera con algo que no fuera rojo o rosa o naranja o amarillo o al menos azul pavo real o púrpura fluorescente) y supe entonces que Mel no sabía lo que había ocurrido. No podía saberlo, ¿no? No se acaba con los vampiros corriendo hacia ellos y clavándoles cuchillos de mesa. Lo único seguro sobre los acontecimientos de esa noche era que había ocurrido algo y que yo había desaparecido con algunos FEAO. Probablemente ya hubiera media docena de versiones incompatibles con lo que había ocurrido allí.

No era de extrañar que Mel estuviera un poco fuera de sí.

—Es una historia larga —dije—. ¿Puedo irme ya, por favor? —

Antes de que me empecéis a preguntar por esta noche, pensé.

—Para eso estoy aquí —dijo Mel, tras lanzar otra mirada a su alrededor.

—Mañana nos vemos, pues —dijo Jesse.

—¿Qué? —dijo Mel.

—Te lo cuento fuera —le dije.

—Duerme bien —dijo Pat.

—Tú también —le dije.

Me dieron mi ropa calada en una bolsa de plástico del Mega Food y conseguí meter mis pies en las húmedas y pegajosas zapatillas para poder caminar. Jesse se ofreció a llamar a un taxi, pero yo quería que me diera el aire. Incluso el aire del exterior de un edificio municipal.

Tuvimos que volver a la cafetería: mi Tartana estaba allí. Mel había venido andando. Bueno, no sé si andando. El caso es que había venido sin ayuda vehicular. Seguía mosqueado, incluso tras el exitoso rescate de su damisela de la torre custodiada por el dragón. El dragón había sido en este caso azul y esencialmente amigable. El problema lo tenía la damisela… Nunca antes había tenido tantas ganas de hablar con alguien y nunca me había sentido tan incapaz de decir de qué quería hablar.

Y si conseguía decírselo, ¿qué me iba a decir él? ¿«Yo iré de puerta en puerta por las casas residenciales en busca de esos letales fanáticos»?

—Ni se te ocurra intentar contarme nada hasta que hayas dormido un poco —dijo Mel—. Qué cara más dura… Y yo que pensaba que Pat y Jesse eran de los buenos.

—Creo que lo son —dije con pesar. En algunos aspectos sería más sencillo si no lo fueran—. Jesse y Theo me sacaron de allí y bueno, no pudieron evitar sentir cierto interés profesional.

Mel resopló.

—Si tú lo dices. Escucha, todo el vecindario está hablando de ello. De lo que sea que haya pasado. El informe oficial de las FEAO, que ya han filtrado a los imbéciles de los medios, es que eres una inocente transeúnte que pasaba por allí. Ninguno de nosotros va a decir nada, pero ya había mucha gente en el callejón cuando Theo y Jesse te sacaron, y es unánime la afirmación de que…

Se produjo una pausa. No dije nada.

Mel añadió:

—Charlie parecía creer que Jesse te estaba haciendo un favor. Que los FEAO podrían protegerte mejor que nosotros.

Sí. Que siguiera la destrucción de mi mundo.

Mel suspiró.

—Así que hemos estado pegados al teléfono de la cafetería, esperando. Charlie y yo. Hemos mandado a todos los demás a casa, incluido a Kenny, que ha jurado so pena de acabar con su riñón en el menú de mañana que no le iba a decir nada a tu madre. El teléfono no sonaba. Así que llamamos a las FEAO y me pasaron con la lumbrera que estaba en la centralita y ahí fue cuando vine…

—Lo siento —dije.

La cafetería estaba a oscuras y la plaza vacía y en silencio, aunque se oía algo de barullo en la distancia, supongo que a unas dos calles de allí, en el callejón recientemente profanado. Fuimos a la puerta del lateral de la cafetería y vimos luz en el despacho. Era Charlie, caminando de un lado a otro y tomando café sin parar. Me dio tal abrazo al verme que casi me deja sin respiración antes de entrar. Charlie es un tío muy tierno, la mayor parte del tiempo.

—Estoy bien —le dije. Charlie suspiró profundamente y se estremeció, y recordé entonces cómo me había respaldado con el señor Medios Responsables. También recordé todo el tiempo que había pasado durante años alentando mi mundano interés por aprender a hacer mayonesa que no se cortara, cuánto ajo llevaba el famoso guiso de la cafetería, mis primeros experimentos de lo que resultaron ser los ancestros de la «Muerte por chocolate amargo» y demás. No había magia en Charlie. Ni en la mayoría de los restaurantes, ya puestos. Los clientes humanos son un poco reacios a algo más mágico que una camarera que mantiene caliente el café. Me pregunté por el motivo por el que mi madre quiso trabajar allí como camarera tantos años atrás: yo ya hacía galletas con trozos de chocolate y mantequilla de cacahuete cuando aún vivíamos con mi padre (si había en ese momento un adulto que me encendiera el horno) y si estaba buscando un lugar más seguro…—. Lo de hoy. Está… está relacionado con lo que… con lo que me ocurrió cuando desaparecí esos dos días.

—Me lo temía —dijo Charlie.

—Jesse quiere que intente encontrar el lugar donde ocurrió todo. En el lago. Van a llevarme allí mañana.

—Oh, mierda —dijo Mel—. Han pasado dos meses. No tenéis por qué ir mañana.

Me encogí de hombros.

—Qué más da. Además, tengo la tarde libre.

—El lago —dijo Charlie pensativo.

Le había contado a todo el mundo que había conducido hasta el lago. No había dicho nada de lo que había ocurrido posteriormente allí. Hasta esa noche mis recuerdos oficiales concluían en el porche de la vieja cabaña.

—Sí. Me… esto… retuvieron en una casa en el lago. Quieren que intente dar con ella.

Tanto Mel como Charlie podrían haber dicho: ¿Cuándo has recordado eso? ¿Qué más recuerdas? ¿Por qué se lo has contado a las FEAO si a nosotros no nos has dicho nada? Ninguno de ellos lo hizo. Mel me rodeó con su brazo.

—Oh, dioses y condenados ángeles —dijo.

—Ten cuidado —dijo Charlie.

Una de las (pocas) ventajas de tener que ir al trabajo a las cuatro de la mañana es que siempre encuentras sitio para aparcar. Cuando llego más tarde no tengo tanta suerte. Había tenido que aparcar a Tartana en un aparcamiento aquella noche, y cerraba a las once. Mel me llevó a casa. Cuando llegamos allí y apagó la moto, sentí que el silencio me oprimía. La repentina quietud se vuelve casi molesta cuando has ido en moto a algún lugar y a continuación te detienes y apagas el motor, pero esa vez fue diferente. Mel no dijo nada más sobre los acontecimientos de la noche. No dijo nada acerca de que los agentes de las FEAO fueran a llevarme al lago al día siguiente. Yo podía ver que quería hablar… pero, como ya he dicho antes, uno de los motivos por los que aún seguíamos juntos tras cuatro años era porque en ocasiones no hablábamos sobre las cosas. Eso incluía saber cuándo callarse.

Era una bendición poder pasar tiempo con alguien que sabía cuándo dejarte en paz. Lo quería por eso. Y estaba feliz de poder corresponderle.

Jamás se me había pasado por la cabeza que dejar a alguien en paz podría acabar convirtiéndose en un hábito y posteriormente en una barrera. No se me había ocurrido hasta ese momento.

Tuve que reprimir las ganas de pedirle que por esa vez no se callara. Tuve que reprimir la necesidad de preguntarle si podía hablar con él.

Pero ¿qué podría haberle dicho?

Seguimos allí, en la oscuridad, durante un minuto o dos. Estaba frotándose otro de sus tatuajes, el del reloj de arena, en el dorso de su mano izquierda. A continuación vino conmigo para comprobar que aún tenía la bici de Kenny y que las ruedas no estaban pinchadas. Entonces me besó y se marchó.

—Hasta mañana. —Eso fue todo lo que dijo.

Extendí los brazos para tocar las protecciones que pendían del extremo del tejado del porche al entrar en casa. Esas eran todas de Yolande. Sus protecciones eran especialmente buenas y a menudo se me había pasado por la cabeza preguntarle de dónde las había sacado, pero a Yolande no se le hacen preguntas. Me había percatado de que su sobrina, cuando iba a visitarla, no le hacía preguntas tampoco, más allá de «Voy a llevar a las niñas al centro, ¿necesitas algo?», a lo que la respuesta habitualmente era: «No, gracias, querida».

Toqueteé con los dedos los bordes de las macetas de mis pensamientos, en los escalones del porche, para comprobar que las protecciones que había enterrado aún seguían allí, y el

ping que sentí en mis dedos me dijo que seguían funcionando. Coloqué bien el medallón en mi puerta de la planta baja y levanté la alfombra que rezaba «Piérdete» en la puerta de la planta superior, escaleras arriba, para comprobar que la protección entre las tablas del suelo no había sido saboteada por alguna criatura o criaturas desconocidas. Agité el amuleto de papel que había enrollado en la barandilla de mi balcón para asegurarme de que seguía vivo y soplé a los marcos de mis ventanas en busca de la más leve onda de respuesta. No me gustaban los amuletos y demás protecciones, pero no era tan ingenua como para no tener protecciones básicas, y en los últimos dos meses me había vuelto bastante meticulosa en su cuidado y mantenimiento.

A continuación me preparé una manzanilla para bajar el

whisky y el queso. Me quité el pijama y me puse uno de mis camisones. El papel higiénico había aguantado. No había sangre en la ropa que me habían dejado los FEAO. Puse mi ropa aún mojada en el fregadero con más jabón y agua. Al día siguiente la metería en la lavadora. Tal vez la tirara, o quemara. (Aún no había quemado el vestido rojo arándano. Vivía atrás del todo del armario. Creo que supe que no lo iba a quemar tras la noche en que soñé que estaba hecho de sangre, no de tela, y lo saqué del armario en la oscuridad y toqueteé una y otra vez la reluciente y sedosa tela, que en nada se parecía a la sangre. En nada). Mis zapatillas vivirían. Tenía docenas de camisetas y vaqueros por si decidía quemar algo, pero no iba a sacrificar unas buenas zapatillas si podía evitarlo.

Abrí las puertas que daban al balcón y me senté allí. Era una noche despejada y tranquila, con la luna en cuarto creciente.

Cuando Yolande había tenido ratones en la cocina, yo había puesto trampas para atraparlos con vida, había conducido treinta kilómetros y los había liberado en una granja desierta. (Las protecciones frente a la vida salvaje son pésimas: de ahí la valla electrificada para evitar que los ciervos se coman las rosas de Yolande. Y una protección buena contra ratones y ardillas era una pérdida de dinero, tanto como un amuleto para que los vampiros puedan caminar bajo la luz del día). Soy incapaz de matar algo más grande que una mosca. Había dejado de sacar a las arañas fuera de casa tras leer en alguna parte que las arañas domésticas no sobrevivían a la intemperie. Cuando limpiaba, dejaba las telarañas ocupadas en paz. No me había hecho ni había hecho sangre a nadie desde las peleas en el patio del colegio en séptimo.

No comía carne. Soy demasiado escrupulosa. Me hace pensar en animales muertos. Los días en que me tocaba trabajar en la cocina principal, la única comida caliente que salía de ella era vegetariana.

Tal vez mi madre sí que hubiera conseguido coaccionarme y lavarme el cerebro hasta convertirme en una buena pelele humana.

Pero yo lo había echado todo a perder. Lo había hecho cuando había convertido mi navaja en una llave, porque era la única manera de seguir con vida. Porque quizá no sabía qué más hacer, y quería vivir. Me miré los brazos y las manos, que sostenían la taza de té, como si fueran a empezar a salirme escamas, piel o verrugas (o a volverse azules) al momento. La mayor parte de la sangre de los demonios no te hace más grande o fuerte o azul, ya venga con capacidades mágicas o no. Mucha de esa sangre te vuelve más débil o estúpido. O más loco.

Había estado haciéndolo bien como hija de mi madre. Mi vida no era perfecta, ¿pero cuál lo era?

Sí. Siempre me había despreciado por ser una cobarde. Una gallina. ¿Y qué? Hay cosas peores.

Y entonces tuve que conducir hasta el lago una noche.

Ellos lo habían desencadenado. Puede que yo fuera una gallina, pero nunca me habían gustado las malas personas. Quizá, si todo acababa terriblemente mal, al menos habría tenido una salida a lo grande.

Qué dulce, buena, encantadora y filosóficamente altruista era yo, que no me gustaban las malas personas, que quería tener una salida a lo grande. Seguía siendo una cobarde, tenía a un amo vampiro y a su banda pisándome los talones y estaba completamente sola, y totalmente fuera de mi liga.

—Oh, Constantine —susurré en la oscuridad—. ¿Qué hago ahora?

Me quedé dormida en cuanto mi cabeza tocó la almohada, a pesar de todo lo que había ocurrido. Sin embargo, era muy tarde para mí, y me había tomado dos tragos generosos de

whisky. La alarma sonó unas tres horas después. Me desperté extrañamente tranquila y descansada. Puedo pasar con seis horas y media de sueño, siempre y cuando esté animada, algo que no me ha pasado últimamente. Tres horas de sueño no es algo que soporte en ninguna circunstancia. Pero me incorporé, me estiré y no me sentí demasiado mal. Y tenía una sensación de lo más extraña… como si alguien hubiera estado conmigo en mi habitación. Dados los acontecimientos de la noche anterior, tendría que haber caído presa del pánico. Pero no fue así. Fue una sensación tranquilizadora, como si alguien hubiera estado velando mi sueño.

Espabila, Sunshine.

Tenía que darme prisa a pesar de cómo me sentía, porque me llevaba mucho más tiempo ir en bicicleta que en coche al centro. Pero resultó que no fue así. Cuando rodeé la casa hasta el cobertizo para llevarme la bici de Kenny, había un coche aparcado al final de la calle, con el motor apagado, pero con el foco de las FEAO encendido, iluminando la insignia de la puerta y el rostro de un hombre apoyado en el capó. Pat.

—Buenos días —dijo.

—No vamos a ir al lago a estas horas —dije, a medio camino entre la incredulidad y la indignación—. Voy a hacer rollos de canela, pan de centeno,

brownies y «Bombas de mantequilla» y podrás llamar a la caballería a eso de las diez.

—Calma. Sé que vas a hacer los rollos de canela. Tal vez quieras guardar algunos para luego. Los únicos lunes buenos son los lunes festivos en los que la cafetería está abierta. Pero supusimos que fue Mel quien te trajo anoche, lo que te dejaría con únicamente dos ruedas no motorizadas para esta mañana. Y no te queremos cansada esta tarde.

Mientras estuviera cansada, pero siguiera viva, valdría. No amanecería hasta dentro de dos horas y media, y soy la primera persona que ha estacado a un chupasangres con un cuchillo de mesa y podría ser la primera persona a la que atraparan montando en bicicleta… Lo había estado pensando mientras bajaba las escaleras en la oscuridad. Vivir sola tiene sus ventajas en lo que respecta a la protección: tus protecciones no se confunden, ni se desgastan con tanta rapidez como si hubiera varios familiares contigo. Una familia grande con muchos amigos gastaría amuletos como los Seddon gastan palomitas las noches de los lunes. Y a menos que fueras tan rico que pudieras gastarte millones para pedir más, siempre iba a haber agujeros en la barrera. Alguien que vive solo y que no recibe muchas visitas puede, probablemente, construirse un sistema de protección en su casa bastante bueno y sólido. Probablemente.

Pero los amuletos y demás protecciones son inestables en el mejor de los casos, y tienden a echarse a perder o a ir por su cuenta o a cruzar sus atributos y transformarse en otra cosa, casi con total certeza en algo que no quieres, con mucha facilidad, y por lo general, cuanto más poderosos son, más altas son las probabilidades de que se vuelvan locos de atar. Y las protecciones son el extremo más sensato de la familia. El resto, en su mayoría, son mucho peores. Una de las maneras más fiables de saber si una protección se adhiere o no a ti es viajar. Todos los amuletos (incluidas las protecciones) que llevas pegados a la piel son distintos (de ahí la perenne, si bien problemática, popularidad de los tatuajes), pero las protecciones que llevas a cierta distancia tienen que estar quietas.

De ahí, por tanto, la eternamente controvertida cuestión de proteger tus medios de transporte. Y si bien es cierto que las limusinas conducidas por chóferes del consejo global son más una protección en sí que una limusina, también es cierto que ningún miembro del consejo va a ninguna parte sin un guardaespaldas humano hasta arriba de tecnología, incluso para ir a por el periódico a la tienda de la esquina. Si es que hay miembros del consejo global que vivan en vecindarios con tiendas en la esquina, que probablemente no sea el caso.

La ironía es que la mejor protección de transporte para nosotros los mortales es la confusa noción del movimiento en sí. (Hay una velocidad de mantenimiento crucial, inferior a los quince kilómetros por hora. Eso equivale a un pedaleo enérgico o correr a buen ritmo, si es que eso no supone una contradicción en términos. En la época de los caballos se mataba de un tiro a los que no pudieran mantener una velocidad de unos quince kilómetros por hora. Eso hacía que los caballos fueran caros y vivieran poco tiempo y que la gente se quedara en casa cuando oscurecía; pero al menos viajar era posible). La protección del movimiento no es ni mucho menos perfecta, razón por la que siguen intentando crear protecciones para los transportes, pero existe (y gracias a los dioses y a los ángeles por ello, ya que no creo que sin ella existieran ya muchos humanos cuerdos a estas alturas). Solo se puede vivir con cierto grado de temor incesante y constrictivo. De cualquier modo, sabía que tenía que estar agradecida por ello, pero para mí nunca había tenido mucho sentido, al menos no hasta que un vampiro me dijo que no es la distancia lo crucial, sino la uniformidad.

Pero ¿qué tipo de homogeneidad es esa de los sentidos de los chupasangres? ¿Acaso la última visión del de la risa de trasgo de la humana que acabó con él había sido transmitida a algún lugar?

Me sentía relativamente a salvo en mi apartamento. Tenía buenas protecciones y en cierto modo se podía notar la presencia de su pantalla, se sentía que estaban allí, sin corrientes atravesándolas. Y también las sentías cuando estabas al otro lado de ellas.

Pero jamás había sido capaz de llevar un amuleto pegado a la piel. Me hacían sentir como si fuera fumada. Había aceptado ponerme el bucle del llavero para que mi madre se sintiera bien, y me había costado mucho. Pobre. Probablemente habría agradecido morir ahogado la noche anterior en la ducha, en el caso de que hubiera sobrevivido al pequeño incidente que había acontecido poco antes.

Le dije a Pat con poca amabilidad:

—Podías haberlo pensado anoche.

Sonrió y abrió la puerta del copiloto. Me metí.

—¿Por qué has sacado la pajita más corta?

—Porque funciono mejor que los demás sin dormir. Mi sangre de demonio tiene sus ventajas.

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