Sunshine

Sunshine


Segunda parte

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Había al menos dos clases de demonios que no dormían. Mi favorito era el demonio hildy, que duerme todo lo que necesita con solo pestañear. Pensaréis que esto tiene que interrumpir todo pensamiento que tarde más en formarse que el tiempo transcurrido entre un parpadeo y otro, pero no para un hildy. (Los llaman así por Brynhildr, que durmió durante largo tiempo rodeada por el fuego. Los hildy también exhalan fuego cuando están molestos, aunque por lo general son tan tranquilos como los demás demonios). Los hildy, sin embargo, no son azules.

A mí no me vale con un mero parpadeo.

Me quedé en el obrador toda la mañana. Charlie y Mel mantuvieron a raya tras el mostrador a todo aquel que no trabajara en la cafetería, mi madre respondió más llamadas telefónicas de lo habitual y dijo muchas veces «No tiene nada que decir». Con la puerta del obrador abierta a veces puedo oír las conversaciones en el despacho. Mi madre es buena colgando a la gente. Es uno de sus mayores activos como gerente de un pequeño negocio. (Consuela y ella habían estado trabajando últimamente en un numerito de poli buena/poli mala que era una gozada oír). No tenía ni idea de qué le había contado Charlie sobre los acontecimientos de la noche anterior. No quería saberlo. Pero algo tenía que haberle dicho. Sin embargo, milagrosamente, me dejó en paz, aunque un nuevo amuleto particularmente estridente me aguardaba en el gancho del delantal esa mañana. Lo dejé allí, brillando. Me gusta el naranja, pero no en palos sobrecargados con plumas.

No era tan malo como podría haber sido. Sentí cierta admiración (a regañadientes) por los FEAO.

Nadie intentó seguirme cuando salí de la cafetería a las diez, o al menos nadie salvo la llamada «vida salvaje» que merodea por la zona peatonal y que intenta sacarle una limosna a las personas débiles de voluntad. Saben reconocer una bolsa de pastelería cuando la ven, y yo llevaba una docena de rollos de canela. Os aseguro que algunos de nuestros gorriones están demasiado gordos para volar, pero los gatos salvajes también están demasiado gordos para cazarlos. Y las ardillas deberían ir en patinetes pequeños para que la tripa no les llegara al suelo. Uno de los rumores más recientes sobre las actividades en el vecindario de la señora Bialosky era que encabezaba una unidad que nos protegía de la vida salvaje más peligrosa del casco antiguo: las ratas, los zorros y los ciervos mutantes que jamás mudaban sus pequeños pero afilados cuernos. Si la cafetería de Charlie hubiera tenido que mantenerlos demasiado gordos como para no intimidar a nadie, nos habríamos quedado sin negocio.

Ese día solo estaban Pat y Jesse. Me hicieron subir al asiento delantero de un coche sin distintivos, con Pat solo en la parte trasera. Jesse se comió cuatro rollos de canela y Pat cinco. No creía que eso fuera humanamente posible, pero (en efecto) tal vez no lo fuera. Yo me comí uno. Ya había desayunado. Dos veces. Las diez de la mañana ya es mucha mañana para alguien que se levanta a las cuatro.

Condujimos primero a la vieja cabaña. Yo seguía aún aferrándome a esa extraña sensación de que alguien me estaba protegiendo, pero aun así empezaba a sentirme un tanto inquieta. Quizá debería haber llevado conmigo el palo de plumas en vez de esconderlo bajo el delantal. Cuando la gravilla llena de maleza que otrora había sido la entrada crujió bajo mis pies, me metí la mano en el bolsillo y sujeté mi pequeña navaja. Había puesto tanto empeño en no recordar lo que había ocurrido dos meses atrás que las lindes de mi memoria real se habían tornado difíciles de diferenciar. Estar allí, donde había ocurrido, lo trajo todo de regreso. Miré al porche, donde no les había visto acercarse. Miré al lugar donde había estado mi coche y donde ya no estaba dos días después.

Caminé pegada a la zona pantanosa cercana a la orilla, donde un riachuelo había fluido quince años atrás. No parecía que nadie hubiera estado allí jugueteando con el barro. Regresé a la cabaña.

—Sí —estaba diciendo Pat.

—Pero ha pasado mucho tiempo, y no han vuelto —dijo Jesse.

Estaban allí quietos, sin ningún aparato a la vista, ni auriculares, ni cables ni portátiles con luces parpadeantes y ruidosos pitidos. Supuse que no era la tecnología lo que les estaba ayudando a sacar conclusiones.

Menos mal que Pat no había ido a mi porche esa mañana, ni había subido por las escaleras ni había llamado a mi puerta y, quizá, pasado a la habitación donde estaba el mismo sofá (si bien ya sin manchas) y la pequeña alfombra debajo, y también el tirador de la puerta del frigorífico, el mismo que había estado allí listo para revelar un cartón de leche tras la puerta que alguien sacó dos meses atrás.

Menos mal que los buenos modales dictaban que no se va por ahí cruzando un probable círculo de protección exterior y llamando a la puerta a menos que hayas sido invitado.

Demonios.

Nos metimos en el coche y condujimos por el camino por el que habíamos ido, rumbo al norte.

Nos topamos con un foco del mal casi al momento. Yo lo vi primero, o al menos fui quien dijo:

—No sé vosotros, pero yo no quiero seguir avanzando por aquí.

—Subid las ventanillas —dijo Jesse. Pulsó un par de botones de un peculiar salpicadero del que acababa de tomar conciencia y de repente noté algo como una enorme armadura corporal apresándome, opresiva como una cota de malla, una coraza y un casco de rostro entero (penacho y pañuelo de seda opcional para las damas). Casi podía oler el metal.

—Ugh —dije.

—No lo golpees, funciona —dijo Jesse. Nuestras voces resonaron de una manera muy extraña. Condujimos despacio durante un minuto y a continuación una luz roja parpadeó en el salpicadero y se produjo un gorjeo maniaco como el de un periquito a toda velocidad.

—Vale. Lo hemos pasado. —Pulsó los mismos botones. La armadura invisible desapareció.

—Increíble, ¿no? —dijo Pat.

—No —dije yo.

Condujimos por entre dos focos del mal más, y cada vez me gustaba menos aquel programa de armadura corporal. Me hacía sentir atrapada. Me hacía sentir que si me volviera a despertar, me hallaría en el extremo de una hoguera con un montón de vampiros al otro lado.

Era un viaje largo. Unos cincuenta kilómetros aproximadamente. Lo recordaba.

Entonces llegamos a un foco del mal muy chungo. Jesse pulsó los botones de nuevo, pero en esa ocasión sí que fue como estar atrapada, inmovilizada mientras cosas se deslizaban por entre los huecos intangibles de uniones incorpóreas, dedos con largas garras me rozaban…

Enorme. Gran espacio. Interior; el techo tiene que estar en alguna parte. Antigua fábrica. Andamios donde los trabajadores otrora habían colocado la maquinaria. Sin ventanas. Enormes y rectangulares conductos de ventilación, vastas jorobas parasitarias de maquinaria silenciosa, contorsiones de tuberías como uróboros en su eterno sufrimiento…

Y ojos. Ojos. Mirando fijamente. Ojos que quemaban como el ácido. Incoloros. ¿Qué color tiene el mal?…

Grité. Me detuve. Hasta Pat y Jesse parecían perturbados. Las marcas del frenazo eran patentes en la carretera que teníamos ante nosotros, donde Jesse nos había llevado marcha atrás. Menos mal que al conductor no le había pasado nada. Me cubrí la boca con las manos.

—Lo siento —dije.

—Naaa —dijo Pat—. Si no hubieras gritado tú, habría tenido que hacerlo yo.

—¿Y ahora qué? —dijo Jesse. Los dos me miraron.

—Tal vez ese fuera el enorme foco del mal tras la casa —dije—. Os dije que había uno. Estamos bastante al norte del lago ahora, ¿no? Todo apunta a que nos hemos alejado lo suficiente, pero ya no veo el lago por entre los árboles.

—Sí —dijo Jesse—. La carretera llega hasta aquí, porque aquí es donde están las casas más grandes. Estaban.

—De acuerdo —le dije yo—. Caminemos, pues. —Abrí la puerta del coche y salí como pude, pues estaba totalmente anquilosada. Me estaba costando más de lo normal debido a aquella tecnología de las FEAO que me había aprisionado cuatro veces, especialmente la última vez, aquella en la que no había funcionado. Me toqué el estómago como para comprobar que aún estuviera allí. Eso me pareció. El corte del pecho me picaba una barbaridad: el típico picor de intensidad variable que refuerza su acción con punzadas de dolor que te quiebran los nervios.

Mi navaja parecía estar quemando el bolsillo de algodón de mis pantalones hasta la pierna. La cubrí con la mano. El calor probablemente fuera una ilusión, lo que tal vez explicara por qué la sensación de estar friéndome resultaba tan confortante. Me había adentrado en el bosque sin mirar atrás. Ellos me seguirían, y yo tenía que ponerme en marcha antes de pensarlo mucho o no lo haría.

No me molesté en intentar averiguar dónde acababa el foco del mal. Descendimos hasta la orilla del lago y giramos a la derecha. Caminar pegados a la orilla, a pesar de las extrañas y diminutas piedrecitas y la tierra depositada por el agua, no era tan malo como por entre los árboles. Allí me daba la luz del sol, y la última vez lo había hecho bajo la arboleda. No había caminado por la orilla esa vez.

Era ese foco del mal. Llegué a la casa demasiado pronto. Hasta podía haberme convencido a mí misma de que estaba disfrutando de ese paseo junto al lago. Me gustaba caminar junto al agua bajo la luz del sol. Había disfrutado a menudo de mis paseos por el lago. Antes. Me detuve al sentirme indispuesta de repente, y aguardé a que me alcanzaran.

—No estoy segura de poder hacerlo —dije, y mi voz empezó a tornarse extraña de nuevo, como la noche anterior, cuando les dije que a los vampiros no se les oye venir.

—Es de día, y estamos contigo —dijo Jesse de manera comprensiva.

Yo le dije con brusquedad:

—¿Y si volvemos al coche y no arranca? No lograremos salir del bosque antes de que anochezca.

—Arrancará —dijo Pat—. Estás a salvo. Tranquila. Vamos a subir la colina hacia la casa muy despacio. Tú sigue respirando. Yo caminaré a tu izquierda y Jesse a tu derecha. Iremos todo lo despacio que quieras. Oye, Jesse, ¿ha conseguido tu sobrino que sus padres le compraran el cachorro?

Fue una buena idea. Las historias sobre cachorros me ayudaron a distraerme. Para aquel entonces Pat me llevaba cogida del codo porque yo estaba resollando como un demonio fumador, solo que ellos siempre respiran así, pero tener aquella mano en mi codo se parecía mucho a cuando me habían llevado en volandas por las escaleras la última vez que había estado allí.

—No —dije—. Gracias, pero suéltame. La otra vez tuve ayuda, ya sabes.

Los escalones del porche crujieron bajo mi peso. Como la última vez. Solo que, a diferencia de la última vez, los peldaños también crujieron bajo el peso de mis acompañantes.

Atravesé la aún entreabierta puerta delantera casi como en una nebulosa y dejé atrás el enorme vestíbulo en dirección al salón de baile. Era de día, así que alcé la vista y pude ver en qué punto la espiral de la escalera concluía en el pasillo de la planta superior, flanqueado por lo que otrora había sido una igualmente grandiosa balaustrada, pero le faltaban algunas de las maderas, o estaban rotas. Aún había destellos de pintura dorada en las oquedades de las tallas. A oscuras solo había sabido que la barandilla era suave y lisa al tacto. Tampoco es que me hubiera importado demasiado en aquel momento.

El salón de baile era más pequeño de lo que recordaba. Seguía siendo una estancia grande, más grande que cualquier otra que no fuera un salón de baile, pero en mis recuerdos tenía el tamaño de un país pequeño, y lo cierto es que tan solo era una habitación. Y en comparación con otros salones de baile, seguro que no era ni de los más grandes. La lámpara de araña, que se veía muy descuidada con la luz del día, todavía tenía velas, y había mucha cera derramada en el suelo, justo debajo. Allí estaba mi rincón, y las ventanas en ambas paredes que habían unido mi mundo durante dos largas noches y un día entre medias…

Me estremecí.

—Tranquila, Sunshine —dijo Pat.

Estaba preocupada por los grilletes de las paredes. Iba a tener que volver a lo de que no recordaba nada cuando Pat y Jesse me preguntaran por el segundo grillete, el que tenía protecciones inscritas.

Pero no había grilletes, tan solo agujeros en la pared. Casi rompo a reír.

Gracias, Bo, dije en silencio.

Me has hecho un favor.

Pat y Jesse estaban examinando los agujeros, si bien Pat seguía también pendiente de mí. Era como si los grilletes hubieran sido arrancados de la pared en un ataque de ira. Por algún vampiro: ningún humano podría haber hecho eso. Pero me imaginé que en lo de la ira sí que estaba en lo cierto. Ira por la frustración, y posiblemente también por el miedo, ¿por qué no? ¿O simplemente alguien había obedecido órdenes?

Órdenes, pensé. Dudaba mucho que la banda de Bo hiciera nada que este no les hubiera ordenado primero. Pero independientemente de cómo hubiera ocurrido, la cuestión era que ya no tenía que dar explicaciones por el grillete con los signos de protección.

Cómo no, Pat y Jesse quisieron saber de ese segundo grupo de agujeros.

—Aquí fue donde estuve yo —dije, señalando a los agujeros cercanos al rincón.

—¿Y esto? —dijo Jesse mientras se arrodillaba delante de los otros.

—No lo recuerdo —respondí de manera automática.

Se hizo el silencio.

—Tal vez podamos llegar a un acuerdo —dijo Pat—. Que tú dejes de decir «No lo recuerdo» y tengas la amabilidad de decirnos la verdad, que es que no nos vas a decir lo que recuerdas.

El silencio fue más prolongado en esa ocasión. Pat estaba mirándome. Lo miré a los ojos. Había contenido la respiración hasta volverse azul la noche anterior. Había decidido confiar en mí, a pesar de saber que yo estaba mintiendo sobre lo que había ocurrido. Eso me hizo sentir muy mal, hasta que pensé que quizá existiera otra perspectiva respecto a lo de anoche: que Pat, Jesse y Theo no solo estaban dispuestos a confiar en mí, sino que comprendían que en ocasiones no te quedaba otra que mentir.

—De acuerdo —dije.

—¿Y bien? —dijo Jesse—. Este segundo grupo de agujeros.

Tomé aire.

—No voy a contároslo.

—De acuerdo —dijo Jesse—. Creo que estos agujeros son de otro grillete. Si hubiera estado vacío mientras estuviste aquí, Rae, no te habría importado decírnoslo. Así que debía de haber otro prisionero, y es de ese otro prisionero del que no nos vas a hablar.

No dije nada.

—Interesante —dijo Jesse.

Pat se puso a mirar por una de las ventanas mientras fruncía el ceño.

—Unos grilletes no son una equipación estándar en un salón de baile, así que los chupasangres los habrán puesto allí por algo en especial. La cuestión es que la zona que rodea la casa ha sido despejada recientemente. Hemos de dar por hecho que también lo hicieron ellos, ¿por qué?

Con esa pregunta no me costó tanto permanecer en silencio. Resultaba demasiado extraño si desconocías el motivo. Y la respuesta a eso no la podían adivinar. Confié en ello, al menos.

Se fueron a registrar el resto de la casa. Yo me quedé en el salón de baile. Me senté en el alféizar más cercano a mi grillete, el de la pared más alargada, con la ventana por la que me había asomado. La ventana delante de la cual me había arrodillado y había transformado mi navaja en una llave. El lago estaba casi igual que el día en que había estado allí: otro día despejado y azul. Hacía más calor hoy, sin embargo, pues estábamos más cerca del verano que de la primavera. Me recosté contra el lateral de la ventana y pensé en rollos de canela,

muffins, brownies y las tartaletas de cereza con las que había empezado a experimentar desde que Charlie había comprado por catálogo una máquina para machacar cerezas y me la había dado lleno de esperanzas. Para Charlie, esa era su idea de terapia para curar mi estrés postraumático: un nuevo artilugio para la cocina. Pensé en lo placentero que era estar sentada bajo el sol. Con dos humanos cerca, protegiéndome. Me habría abierto la camisa para que me diera el sol en el pecho, pero tenía vendada la herida y no iba a arriesgarme a que Jesse o Pat la vieran.

Pensé en el hecho de que Mel, el Mel despreocupado, relajado, el que iba a su bola y se preocupaba solo de sus asuntos, no dejara de insistirme en que fuera a ver a un médico que pudiera hacer algo al respecto, y que mi negativa le pareciera inexplicable y estúpida.

Jesse y Pat volvieron al salón de baile y se pusieron en cuclillas en el suelo delante de mí y de la ventana. Se hizo el silencio. No me gustaba aquello. Quería irme. Quería marcharme del lago, dejar atrás lo que había ocurrido allí, no tener que recordar lo que había ocurrido. Había hecho lo que me habían pedido, había encontrado la casa para ellos. No quería hablar más de ese tema. Quería volver al coche y asegurarme de que arrancaba y salir de allí antes de que atardeciera. Quería sentarme bajo el sol en otro lugar que no fuera junto al lago.

—Entonces, anoche —dijo Jesse—, ¿qué ocurrió?

—No lo… —empecé a decir. Pat me miró y sonrió levemente—. No iba a decir que no lo recuerdo. Iba a decir que no lo sé. Fue como, como algo instintivo, ¿pero quién tiene un instinto así? Si fue mi instinto, fue un instinto realmente estúpido.

—Salvo por el hecho de que funcionó —dijo Pat con cierta sequedad—. ¿Entonces no pensaste, ajá, hay un chupasangres un par de calles más allá, creo que voy a ir a clavarle algo a ese cabrón? ¿Da igual que no sepa cómo tengo la certeza de que está allí o que lo que le voy a clavar sea un maldito cuchillo de mesa?

—No —respondí—. Ni lo pensé siquiera. Dejé de actuar de una manera racional desde que… desde que me levanté de la banqueta del mostrador hasta que… hasta que Jesse me sujetó y empezó a gritarme que todo había acabado.

—Entonces, ¿por qué te levantaste, cogiste un cuchillo de mesa y echaste a correr como un velocista olímpico?

—Ehhh —dije—. Bueno, lo oí. Mmm. Y no me gustaba tenerlo… en mi terreno. Estaba enfadada, supongo.

—Lo oíste. ¿Lo oíste qué? Nadie oyó nada.

—Lo oí reír.

Silencio.

—¿Es el mismo chupasangres de hace dos meses por alguna casualidad? —dijo Pat con delicadeza—. ¿El de lo que ocurrió aquí?

—Sí.

—¿Puedes contarnos algo más?

Es el que me hizo esta marca, pensé.

Este corte en mi piel que no se cierra. Podría decirse que tenía una deuda que saldar. Eso no explica por qué conseguí saldarla, sin embargo.

—Era… era el otro que me trajo a rastras hasta aquí. No sé cuántos había en total, una docena tal vez. —Pensé en la segunda noche, cuando los doce se desplegaron a nuestro alrededor y empezaron a acercarse. Lentamente. Me había pegado tanto a la pared que me había lastimado la columna vertebral—. La mayor parte de ellos no dijo nada. El que yo creía que era el exhalador era quien daba las órdenes. Para mí era como el teniente del grupo de asalto. Él sí habló. Y fue uno de los que me agarró del brazo para traerme hasta aquí. Este… el de anoche, fue quien me sostuvo el otro brazo. También habló. Era el del… sentido del humor. —

Eh, los pies ya le sangran. Si es que te van los pies.

—El teniente del grupo de asalto —dijo Jesse pensativo—. Eso suena a que había un coronel en el cuartel general.

—Sería de esperar en un ardid tan elaborado como este —añadió Pat—. Se trata de una banda liderada por un amo vampiro.

Los dos me miraron.

—¿Sabes algo del amo?

Podría haberles dicho que no se lo iba a decir. Simplemente dije:

—No.

Se hizo de nuevo el silencio. Intenté no estremecerme. Ese debería ser el momento en que los agentes de las FEAO cambiaran de táctica y empezaran a gritarme por ocultar información importante y demás.

—Verás, tenemos un problema, Sunshine —dijo Pat finalmente—. Vale, sabemos que no nos vas a contar todo. Pero… bueno, probablemente no debiera decirte esto, pero que la gente no le cuente a las FEAO todo lo que sabe pasa más a menudo de lo que crees. Ni siquiera entre nosotros nos lo contamos todo, qué demonios. Y no me refiero a la sangre nómada de tipos como Jesse y yo. Probablemente podríamos vivir con ello, si eso fuera todo. No nos gustaría, probablemente, pero tenemos bastante práctica en eso de que no se nos cuente todo y si te muestras demasiado cabreado con la gente, no conseguirás que hablen contigo.

»Pero tú has hecho algo sin precedentes. En dos ocasiones. Escapaste de un grupo de vampiros, sola, en mitad de la nada. A veces sucede que un grupo de vampiros se deja llevar e intenta engañar a algún crío de una panda humana que está en el lugar equivocado con la esperanza de ver vampiros. El chaval acaba un poco lacerado, pero lo llevamos al hospital y le ponen puntos e inyecciones y vuelve a casa como nuevo, si bien con una mayor propensión a las pesadillas de lo que acostumbraba. Lo que sí que no ocurre es que una chica joven, sola, en un bosque, huya de una banda de chupasangres tan resueltos a retenerla que hasta la encadenan a una pared. Hasta donde sé, no ha ocurrido nunca antes.

Cómo me gustaría que dejara de decir «sola». No se había olvidado del segundo grupo de agujeros en la pared, no más que yo. Gracias a los dioses que el grillete con las protecciones había desaparecido.

—Y eso es solo la primera cosa. La segunda es que fuiste a por un vampiro que en primer lugar no tenías manera alguna de saber que estaba allí, y en segundo lugar se quedó allí quieto mientras tú lo empalabas sin previo aviso ni refuerzos, y en tercer lugar lo hiciste con un cuchillo de mesa de acero inoxidable. Hay gente que ha clavado estacas a chupasangres sin ayuda, pero jamás lo ha hecho abalanzándose sobre uno y, con la misma certeza que te digo que a los vampiros no les gusta la luz del sol, tampoco nadie lo ha hecho con un maldito cuchillo de mesa. Anoche saqué los expedientes relativos a las investigaciones que demuestran que no puede hacerse. El acero inoxidable no funciona ni aunque tengas a los mejores forjadores y talladores de protecciones y amuletos para que plasmen su magia en él.

»Ya te dije que no necesito dormir mucho. Me pasé el resto de anoche revisando expedientes en busca de algo relativo a gente que hubiera escapado de chupasangres y a estacamientos inusuales. No hay mucho. Y nada que se parezca a ti, Sunshine.

»Deberíamos ponerlo todo en nuestro informe y seguir la cadena de mando, y entonces tendrías a una horda de expertos de las FEAO tras de ti como nunca te hubieras imaginado y, hablando de grilletes, probablemente te pasarías el resto de tu vida encadenada al escritorio de la Diosa del Dolor. Le encantarías.

»Pero no queremos que eso pase. Porque te necesitamos. Te necesitamos para el trabajo de campo. Por todos los dioses y ángeles, te necesitamos aquí. Necesitamos todo lo que podamos obtener porque, francamente, estamos perdiendo. No lo sabías, ¿verdad? Por el momento conseguimos tener a los medios callados. Pero no será así por mucho tiempo. Cien años más y serán los vampiros quienes dirijan el cotarro. Las guerras fueron solo una distracción. Nos creemos que fuimos nosotros quienes ganamos. Bueno, tal vez lo hiciéramos, pero comprometimos nuestro futuro al hacerlo. Es terrible, pero es lo que hay. Así que los tipos gruñones como Jesse y yo te necesitamos aquí mucho más de lo que necesitamos que desaparezcas en algún programa de investigación mientras intentan averiguar cómo has hecho lo que has hecho y cómo podrían conseguir que otra gente lo hiciera también. Cosa que no podrán hacer porque descubrirán que no funciona así. Y suponemos que tampoco quieres desaparecer, ¿no?

Negué con la cabeza y me dio un tirón en el cuello.

—Sí, bueno. La cuestión es que si eres capaz de acabar con los vampiros con utensilios domésticos normales y corrientes, te queremos aquí fuera haciéndolo. Hasta mentiremos a la Diosa del Dolor para tenerte solo para nosotros, y bonita, hay que tener pelotas para eso.

¿Seguirían queriéndome allí haciendo lo que podía hacer si supieran de qué más era capaz? ¿Si supieran la verdad sobre el segundo grillete? ¿De verdad que los vampiros vencerían en los próximos cien años?

Cuando regresamos al coche, este arrancó a la primera. No hubo demasiada conversación. Llevábamos gran parte del camino a la ciudad recorrido cuando Pat dijo:

—Sunshine, háblanos. ¿En qué estás pensando?

—Estoy intentando no pensar. Estoy… —Callé. No sabía si sería capaz de decirlo en voz alta, incluso aunque fuera algo importante—. Estoy intentando no pensar en las manchas en los muros del callejón de anoche.

Hubo otra pausa.

—Lo siento —dijo Jesse—. Podemos hacernos una idea de lo que te estamos pidiendo. No dejes que la autocomplacencia de Pat para con su propia retórica te afecte.

—¡Eh! —dijo Pat.

—Hace mucho tiempo que tuve tu edad —prosiguió Jesse— y crecí queriéndome unir a las FEAO. Sabía que iba a ser difícil, lo que tendría que hacer si me convertía en un agente de campo, que era lo que quería ser. Y es malo y difícil, mucho, y la mayor parte del tiempo. Lo de anoche fue duro hasta para un viejo curtido como yo.

»Rae, no te estamos pidiendo que tomes una decisión para salvar el mundo mañana. Pero, por favor, piensa en lo que te ha dicho Pat. Piensa en que te necesitamos, te necesitamos de veras. Y piensa, si te sirve de algo, que te respaldaremos hasta el final, si tú nos quieres allí. Y si es necesario.

—Y por cierto, jovencita —dijo Pat con su voz más dulce—. No te estoy acusando de nada, ¿de acuerdo? Pero debe de haber más de ochenta kilómetros desde aquí hasta donde vives con esa extraña

siddharta. No estoy diciendo que no sea posible, Sunshine, pero es mucho para cualquiera, y más para alguien que ha pasado dos días encadenado a una pared aguardando su muerte. Me parece que tu bloqueo en esa parte de la historia resulta de lo más oportuno.

Miré por la ventana, pensando en el segundo grillete.

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