¿Suicidio?

¿Suicidio?


Segunda parte. El caso de John Gillum. (Narrado por Christopher Jervis) » Capítulo X. El señor Weech no está conforme

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CAPÍTULO X. El señor Weech no está conforme

Al salir del edificio nos dimos cuenta de la presencia de nuestro viejo amigo el señor Weech, quien, al vernos, avivó el paso, mirándonos inquisitivamente. Al llegar junto a nosotros nos dijo:

—Temo que hayan encontrado cerrado el piso del pobre señor Gillum, si era eso lo que buscaban.

—Muchas gracias, señor Weech —replicó Thorndyke—. Tenemos las llaves. Nos las prestó el señor Benson.

—¿De veras? —replicó el señor Weech, con acento de sorpresa y desaprobación.

—Queríamos examinar el piso —explicó Thorndyke—. Lo cierto es que el señor Benson nos pidió que hiciéramos ciertas investigaciones referentes a su difunto primo.

—¡Dios Bendito! —exclamó el señor Weech, claramente desaprobador—. ¿Así están las cosas? Tenía la esperanza de que ese desagradable asunto había terminado ya por completo. Confío en que no me dirá que este respetable lugar va a verse envuelto en un nuevo escándalo.

—Se lo contaré todo —respondió Thorndyke—. No hay que andarse con evasivas con un viejo amigo como usted, y sé que puedo confiar por entero en su discreción.

—Desde luego —replicó el señor Weech, suavizado por la manera de hablar de Thorndyke. (No conocía tan bien como yo a mi colega).

—Pues bien, el caso es el siguiente —dijo Thorndyke—. La encuesta reveló la existencia de ciertos chantajistas que habían estado haciendo víctima de sus manejos al pobre señor Gillum. El señor Benson considera a esos personajes culpables de la muerte de su primo y quiere que se les identifique y lleve a los tribunales.

—No veo la utilidad de semejante paso —replicó Weech, escéptico y desaprobador—. El pobre señor Gillum se encuentra ya fuera de su alcance. Su actuación en su favor ha llegado demasiado tarde. Es un caso de post bellum auxilium.

—Estoy de acuerdo con usted, señor Weech —dijo Thorndyke—. Pero no tengo opción a elegir. El señor Benson quiere que esos canallas sean perseguidos y descubiertos y para ello ha buscado mis servicios profesionales. Por lo tanto, mi obligación es prestarlos lo más eficazmente posible.

—Desde luego, señor —asintió Weech—. Y le aseguro que no me disgustaría que esos canallas comparecieran ante los jueces, aunque confieso que no lo creo posible.

—Y yo estoy seguro de que usted se prestará a toda la ayuda que se le solicite —dijo Thorndyke.

—Lo haré por amistad hacia usted, aunque no puedo asegurar que sienta grandes deseos de que todo eso se aclare; ya que el escándalo que aquí estallaría, en tal caso, sería muy lamentable. Aparte de eso, no veo cómo podré ayudarle.

—Puede usted hacerlo proporcionándome ciertos informes que necesito. Por ejemplo: podría usted decirme cuántos visitantes ha recibido el señor Gillum durante su estancia aquí.

—Lo ignoro en absoluto. De día las dos puertas están abiertas y la gente pasa por aquí sin que nadie le pregunte nada. Mi impresión es que tenía muy pocos visitantes, pero se trata sólo de un parecer. Que yo recuerde con exactitud, sólo sé de dos. Uno de ellos era un tal Mortimer, que, según creo, le visitó varias veces…

—Conocemos al señor Mortimer —interrumpió mi compañero—. ¿Quién era el otro?

—Lo ignoro. Lo único que sé de él fue que una vez me preguntó si vivía aquí el señor John Gillum. Eso ocurrió a principios de septiembre último. Yo le contesté que sí y le di el número del piso y el hombre se marchó en seguida. No le acompañe, pues era imposible que se perdiera.

—¿Podría usted describírmelo?

—Sí. Es curioso lo bien que le recuerdo. Tal vez ello se debe a que era un hombre fuera de lo corriente. Era bajo, fornido, de rostro enjuto, bigote pequeño, de guías engomadas, y cejas negras y muy pobladas. Llevaba un monóculo muy curioso. Carecía de montura y de cinta; era simplemente un cristal encajado en el ojo, sin ningún soporte. No comprendo cómo podía conservarlo allí. Luego, al dirigirse hacia el edificio, observé que cojeaba y llevaba un bastón. Por cierto que se trataba de un bastón muy curioso. Era de Malaca, con una banda de plata y grueso puño de marfil.

Thorndyke anotó estos detalles y luego preguntó:

—¿Sabe usted cuánto tiempo permaneció con el señor Gillum?

—Lo ignoro. Nunca más volví a verle, pero pudo salir por la puerta de Fetter Lane. No pudo ser una entrevista muy larga, ya que media hora después vi salir al señor Gillum completamente solo y me pareció notarle un poco nervioso y molesto.

—¿Vive alguien más en la casa donde están las habitaciones ésas? Creo haber notado que existe un segundo piso.

—Sí, pero no sirve para habitaciones. Lo utilizamos para guardar trastos viejos y maderas. Siempre está cerrado.

Mientras hablábamos, nos habíamos ido apartando de la casa y en aquel momento paseábamos por el patio. Sin embargo, cada vez que pasábamos frente a la oficina de la planta baja, observaba yo que había alguien mirándonos desde una de las ventanas. Sin duda, éramos objeto de curiosidad u observación.

—No comprendo cómo el señor Gillum, un hombre que acababa de llegar de Australia, pudo encontrar un lugar tan retirado como éste. ¿Se lo explicó alguna vez?

—No lo hizo porque, en realidad, no fue él quien lo descubrió. Siendo forastero, tuvo la inteligencia de utilizar un agente para buscar alojamiento.

—¿Quiere usted decir un agente de fincas?

—No sé si lo era, pero supongo que se trataba de un amigo personal del señor Gillum. De todas formas, él hizo los trámites y además amuebló el alojamiento, dejándolo a punto para cuando el inquilino lo necesitara.

—¿Podría usted ampliar sus informes a ese respecto?

—Pues… si no recuerdo mal, la cosa empezó una mañana de finales de agosto de mil novecientos veintiocho. Se presentó un hombre, preguntando por algunas habitaciones que, por entonces, teníamos desalquiladas. El piso número sesenta y cuatro le gustó, por lo cual le entregué las llaves y subió a examinarlo. Al bajar, me dijo que le satisfacía y que deseaba alquilarlo, pero advirtió que no era para él, y que actuaba, simplemente, en representación del verdadero inquilino, por quien estaba autorizado para obrar en su nombre y dar los informes que creyeran necesarios, pagando los depósitos y garantías que se exigieran. Yo hubiera preferido tratar directamente con el inquilino, pero el hombre me enseñó una autorización firmada por el señor Gillum, de quien me dijo que era un hombre de buena posición, citándome como lugar de referencia su Banco y su abogado, aunque me aconsejó que no hiciera nada hasta que él se instalara en el piso.

—¿Dio alguna razón que justificara esa sugerencia?

—Sí. Me dijo que el señor Gillum había vivido en el extranjero durante muchos años y que sólo había tenido tratos por carta con su abogado y su Banco, y en ninguno de ambos lugares se le conocía personalmente. Como estaba dispuesto a pagar por anticipado el alquiler de medio año y a firmar un convenio provisional per procurationem, cerré el trato con él. Pagó el importe, veinticinco libras, firmó el convenio y yo le entregué las llaves. Las necesitaba porque el señor Gillum le había pedido que le amueblara el piso, dejándolo dispuesto para su inmediata ocupación. Y eso fue, en realidad, lo que hizo. El hombre se instaló en el piso, hizo traer los muebles, ordenó algunos trabajos extraños y lo dispuso todo en forma que el señor Gillum pudiera instalarse allí en seguida.

—Me extraña mucho que usted consintiera en ese trato —dije.

—No veo por qué —replicó el señor Weech—. El trato era un poco inusitado, pero completamente legal. El hombre no podía escapar con el piso. ¿Qué peligro existía? Ad quod damnum, como dirían los abogados. Como los resultados de la transacción fueron excelentes, ellos justificaron mi comportamiento.

—Sí; eso debe reconocerse —admití—. Finis coronat opus.

—Exacto —se apresuró a asentir, y creo que tomó nota mental de la cita, con vistas a futura utilización—. La prueba del budín se hace al comerlo, como se dice vulgarmente.

—¿A su llegada le fue presentado el señor Gillum por el agente? —preguntó Thorndyke.

—No —contestó Weech—. Según me dijo el portero nocturno, los dos caballeros llegaron juntos aquí de noche, entre nueve y diez. Me lo comunicó a la mañana siguiente, porque el agente le pidió que lo hiciese. Cuando llamaron a la puerta, el portero les abrió, y, como conocía de vista al agente, le dejó entrar. Se alejaron por el pasaje y, de pronto, el agente volvió hacia atrás y dijo: «A propósito, este caballero es el señor Gillum, el nuevo inquilino del número sesenta y cuatro. Avise al señor Weech de que ya ha venido a instalarse».

—¿Le dijo el portero cuánto tiempo permaneció el agente en la casa aquella noche?

—No, pero eso no era asunto mio.

—¿Cuándo vio usted por primera vez al señor Gillum?

—A la mañana siguiente. Acudí a su piso a eso de las once y la puerta me fue abierta por el señor Gillum en persona. Le expliqué quién era yo y le pregunté si estaba de acuerdo con el contrato firmado por su agente. Me dijo que sí, pero que prefería que se extendiese uno nuevo, firmado por él, a fin de que todo estuviese en orden. Consideré que tenía razón y, como llevaba encima unos cuantos contratos en blanco, llenamos uno de ellos y luego rompimos el viejo. Luego me indicó los lugares donde podía yo pedir informes acerca de él, y con eso terminó el asunto.

—No ha dicho usted el nombre del agente.

—No lo recuerdo bien. ¿Qué importancia tiene?

—Puede tenerla si, como creo, me fuese preciso ponerme en contacto con él.

—Creo recordar que se llamaba Barber o Baker, o tal vez Barker… En realidad, se trataba de un nombre de ese estilo. Además, su nombre no se citó hasta el momento de firmar el contrato, y su firma era ilegible.

—Pero —protestó Thorndyke— había un cheque y el recibo que usted le dio.

—No existió cheque alguno —replicó Weech—. Me pagó con cinco billetes de cinco libras. Y el recibo, según deseo suyo, extendióse a nombre de John Gillum. Como usted habrá observado, su nombre no se escribió en ninguno de los documentos, y sólo lo vi una vez, en forma de rúbrica.

—Tal vez pueda usted darnos alguna indicación acerca del aspecto físico de ese hombre. Me interesa mucho, ya que puede darnos informes muy valiosos acerca del señor Gillum.

—Pues… no lo recuerdo bien. Era un hombre alto, de mi estatura, poco más o menos, rubio, de barba castaña, bigote, y ojos azules. Parecía un caballero, de modales agradables. Y eso es, en realidad, cuanto puedo recordar de él. Sólo hablé una vez con él, y luego le vi un par de veces a distancia. Tal vez vino a ver alguna vez al señor Gillum, pero no recuerdo haberlo visto.

Thorndyke reflexionó unos segundos acerca de estos detalles. Luego preguntó, como sin propósito determinado:

—He notado que en el piso sesenta y cuatro se han llevado a cabo algunos trabajos de carpintería; algunas alteraciones en la carbonera y en la despensa. ¿Sabe usted si las hizo el señor Gillum o su agente?

—Las hizo el agente. Llamémosle señor Barker. Me enteré más tarde por el señor Wing, el carpintero de Fetter Lane, que hace la mayoría de los trabajos para la Inn. En realidad, hubiera tenido que pedir permiso para esas alteraciones, aunque la cosa no tiene, en verdad, demasiada importancia. El doble fondo de la carbonera fue una mejora, pero, en cambio, los agujeros de la puerta de la despensa me parecen un poco ultra vires.

Hubo una breve pausa y, al cruzar ante la ventana de la oficina de la planta baja, observé a una señora que se estaba poniendo los guantes. En aquel momento, Thorndyke reanudó la charla con esta pregunta:

—¿Le resultó el señor Gillum un buen inquilino?

—Mucho —contestó Weech—. Un inquilino modelo. Pagaba el alquiler puntualmente, conservaba limpias sus habitaciones y no causaba ninguna molestia. Lamento infinito su muerte, y creo que lo mismo le ocurre a la señorita Darby, que ocupa la planta baja.

—¿Por qué? —pregunté, sospechando unos amoríos.

—Verán ustedes. El caballero que vivió en ese piso antes que el señor Gillum era un descuidado, sobre todo, en lo que respecta a la comida. Tenía la costumbre de dejar la comida descubierta en la mesa y hasta en la despensa y además, ensuciaba todo el suelo con migas y desperdicios. El resultado lógico era que la casa rebosaba de ratones. Y, como es natural, esos ratones bajaban también a la planta baja, poniendo a punto de estallar los nervios de las señoritas. Pero en cuanto llegó el señor Gillum la molestia cesó. Los ratones desaparecieron como por arte de magia. Claro que el sistema fue muy sencillo. El señor Gillum recogía todas las migas después de las comidas y guardaba los alimentos en la despensa, protegidos por tapaderas, o dentro de potes. No había nada para alimentar a los ratones. Además, tapó todas las ratoneras con cemento. Ahí sale la señorita Darby, que, estoy seguro, confirmará mis palabras.

En aquel momento salió del edificio la mujer a quien había visto yo a través de la ventana. El señor Weech se quitó el sombrero y acercóse a ella.

—Estábamos hablando de la forma en que el pobre señor Gillum acabó con los ratones. Estoy seguro de que lo recordara usted.

—¡Ya lo creo! —exclamó la mujer—. Antes de que él llegase, la casa rebosaba ratones, que invadían mi despacho. El inquilino del primer piso debía de vivir como un cerdo… pues mantenía un verdadero restaurante para los ratones. Fue horrible. Me costó mucho lograr que mis empleadas no se marcharan. Pero, al llegar el señor Gillum, los animalitos desaparecieron por completo. No volvimos a ver un solo ratón. No puedo expresarle nuestro agradecimiento hacia él.

—Es lógico —asintió Thorndyke—. Los ratones son unos animalitos muy simpáticos, pero tienen unas costumbres detestables. Espero, sin embargo, que seguirán libres de ellos.

—Pues… —la señorita Darby frunció ligeramente el entrecejo—. Lo curioso del caso es que no es así. Desde hace poco han reaparecido uno o dos. No lo comprendo. Claro que tomamos el té en la oficina y a veces, también, la comida, pero tenemos gran cuidado en recoger las migas y no dejar ningún resto de comida. Es verdaderamente extraño.

—Lo es —asintió Thorndyke—, pero tal vez consiguieran verse libres de ellos si adoptaran el sistema del señor Gillum, o sea, tapar las ratoneras con cemento portland, mezclado con cristal en polvo. Les aconsejo que prueben ese remedio.

La señorita Darby le dio las gracias por el consejo y luego, con una ligera sonrisa y una inclinación de cabeza, se alejó de nosotros. No tardamos en seguirla, pues, al parecer, mi compañero había agotado todos los informes que Weech podía darle, con muy poco provecho, en mi opinión, aunque tratándose de Thorndyke, uno nunca podía asegurar lo que pasaba por su mente y qué detalle, que para mí podía ser trivial, para él resultaría importantísimo.

El señor Weech nos acompañó hasta Fleet Street y, por fin, se despidió de nosotros con otro expresivo sombrerazo al que correspondimos puntillosamente, y luego nos dirigimos hacia la puerta del Inner Temple.

Mientras reflexionaba sobre lo que nos había dicho Weech, comenté:

—La descripción que nos ha hecho del desconocido visitante del Inn parece corresponder casi por entero a Abel Webb.

—Eso creo —replicó Thorndyke—. Y, por ahora, supondré que se trata, en efecto, de Abel Webb, aunque debemos procurar confirmarlo, si es posible.

—No veo cómo —dije—. Pero suponiendo que fuera Abel Webb, ¿cómo compaginamos eso con las relaciones que suponíamos existieron entre él y Gillum? Si el hombre aquel fue Webb, aquélla tuvo que ser, forzosamente, su primera visita a Gillum, que tuvo que informarse por Weech, y no estaba seguro de la dirección ni de que Gillum viviera allí. Sin embargo, aquella visita la hizo pocos días antes de su muerte. No obstante, todos suponemos —por lo menos, yo he sacado eso en limpio— que Webb había hecho víctima de un chantaje a Gillum durante casi un año entero. En eso hay algo que compaginar. No se puede chantajear a un hombre cuyo domicilio se ignora.

—No es imposible, pero reconozco que es muy difícil —asintió mi amigo—. De todas formas, no tenemos la seguridad de que aquel hombre fuera Abel Webb, y antes de sacar conclusiones precipitadas, debemos informarnos mejor. Todo lo referente a las relaciones entre aquellos dos hombres debe ser aclarado, pues si nos equivocamos en nuestras primeras teorías, tendremos que rehacer todo nuestro plan de campaña y, sobre todo, lo que se refiere a la muerte de Abel Webb. Es indudable que lo primero que debemos comprobar es si el hombre que acudió al Inn era, realmente, Abel Webb.

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