¿Suicidio?

¿Suicidio?


Segunda parte. El caso de John Gillum. (Narrado por Christopher Jervis) » Capítulo XI. Un nuevo rompecabezas

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CAPÍTULO XI. Un nuevo rompecabezas

La observación de mi colega acerca de que deberíamos asegurarnos de que aquel visitante había sido, en realidad Abel Webb, me desconcertó bastante, pues según todas las apariencias, el señor Weech era la única persona que había visto al visitante y ya nos había dicho cuanto podía saber. Además, no se me ocurría forma alguna de que nos demostrara la veracidad de nuestras sospechas, ya que era imposible presentarle al visitante. Al día siguiente, Thorndyke volvió a tratar el asunto y resolvió todas mis dudas.

—Creo —dijo— que debemos confirmar o desechar nuestra suposición acerca de la identidad del visitante de Gillum. De momento, nuestra sospecha se funda en la poco explícita descripción que Weech hace del bastón y del monóculo. Eso no es bastante. La cuestión de si Abel Webb fue o no a casa de Gillum es muy importante, y debemos confirmarla lo más exactamente posible. Es más, todo lo referente al incidente de Abel Webb exige aclaración.

—¿Y cómo piensas aclararlo?

—Me propongo ir a la casa donde Abel Webb trabajaba y conseguir que me lo describan lo mejor posible. La descripción que nos hagan de él podemos confrontarla con la que nos ha hecho Weech. Y, tal vez, si tenemos suerte, podamos lograr informes complementarios. Los necesitamos mucho.

—Sí; el asunto Abel Webb está por entero en el aire.

—Sí. Hasta ahora hemos adoptado la teoría de que John Gillum, un caballero muy respetable, asesinó a Webb. Esa teoría exige confirmación de una forma u otra. Por ello, y como el asunto es bastante urgente, propongo que le dediquemos toda la tarde, ya que los dos estamos libres. ¿Que te parece?

Como es natural, asentí con gran entusiasmo y, como no hacían falta preparativos, nos pusimos en camino a los pocos minutos.

Era muy característico de Thorndyke que al dirigirnos hacia donde trabajaba Webb eligiéramos el camino que llevaba al lugar de la tragedia.

—Es un asunto muy extraño —dijo Thorndyke, mientras examinaba el entonces bien iluminado portal—. Quienquiera que cometiese el crimen tuvo que ser un hombre notable, audaz, de nervios de acero, que combinaba la audacia con un cerebro despejado y cauto. Ni un hombre entre diez mil se habría atrevido a correr el riesgo; pero, en realidad, aparte de aquel momentáneo riesgo del crimen, era completamente seguro. Al asesino no debió de llevar más de unos segundos, y en el instante en que el golpe mortal hubo sido descargado, el asesino pudo alejarse hacia Cornhill y, al momento, debió de mezclarse con la multitud de transeúntes. Por tratarse de un crimen premeditado, como forzosamente tuvo que ser, debo admitir que es el más atrevido y bien llevado que recuerdo.

—No sé. Fue una jugada muy peligrosa, y el hombre corrió un riesgo enorme. No me parece que el lugar fuera muy bien elegido.

—Sospecho que no tuvo oportunidad de elegir. El asesino debía de estar esperando y no le quedó otro remedio que aprovechar el sitio en todo su valor. Era la única oportunidad, la aceptó, y el resultado justificó los riesgos corridos.

—¿Cómo crees que se llevó a efecto el crimen?

—Supongo que el asesino sabía que Webb debía pasar, en un momento determinado, por este pasaje. Aprovechándose de la densa oscuridad que reina aquí durante la tarde, se ocultó vigilando las dos entradas del pasadizo, atento a la llegada de otros transeúntes. Luego, cuando Webb apareció, y no habiendo nadie más a la vista, le atacó. Es probable que Webb le viera y ofreciese alguna resistencia, como lo indica el hallazgo del sombrero en el cementerio. Pero, al llegar frente al portal de la iglesia, el asesino hundió su jeringa de inyecciones, empujó a su víctima y se alejó a buen paso. Pero lo que más nos interesa es el detalle de que el asesino demostró conocer las costumbres de Abel Webb. Tal vez consigamos aclarar algo más esto después de nuestra visita a casa Cope.

A los pocos instantes, nos deteníamos frente a un edificio en cuya puerta se leía «Cope Refrigerating Company».

Al entrar por la puerta principal nos encontramos en una enorme sala llena de un gran surtido de distintos tipos de neveras. Al mismo tiempo se dirigió a nosotros uno de los empleados.

—Tengo entendido que el señor Abel Webb trabajó aquí, ¿verdad? —dijo Thorndyke.

—Sí —replicó el hombre—. Pero no en esta sección. Nosotros nos cuidamos de los refrigeradores. El señor Webb estaba en la sección del ácido carbónico sólido. Entren por la puerta de al lado.

Siguiendo estas instrucciones, entramos por una puertecita inmediata y nos encontramos en un estrecho y largo almacén, en uno de cuyos lados se veía un mostrador que iba de un extremo a otro. Detrás de ese mostrador se encontraban dos hombres. Uno de ellos estaba entregando un gran paquete a un carretero. El otro, más cerca de la puerta de entrada, parecía estar desocupado. Thorndyke repitió a este último su demanda y, enseguida, logró retener su atención.

—Sí —contestó el empleado—. El señor Webb trabajó aquí. Era ayudante del director. Trabajaba casi todo el día en la sección de fábrica, que se encuentra junto al almacén. Allí fue donde le conocí. Pasé a esta sección poco antes de su muerte.

—Puesto que le conocía bien, seguramente podrá decirnos qué clase de hombre era. Me refiero a su aspecto físico. ¿Tiene algún inconveniente?

—No, desde luego —fue la cordial respuesta—. Pero, y les suplico que no lo tomen como una impertinencia, ¿tienen ustedes algo que ver con la policía?

—No. Mi amigo y yo somos abogados; sin embargo, puedo asegurarle que nuestro interés por el señor Webb es profesional. Tratamos de sacar a luz algunos detalles acerca de su muerte.

—Me alegra oírles decir eso —replicó el empleado—. Ya era hora que alguien lo hiciese. La policía se presentó aquí un par de veces después de la encuesta, pero no pudimos decirles gran cosa y, por su parte, ellos no parecieron muy interesados. Sin embargo, creo que ese asunto no debiera haber sido abandonado en la forma que lo fue. Ahora bien; respecto al señor Webb, se trataba de un hombre verdaderamente notable, a pesar de su reducida estatura. Era muy elegante, siempre iba bien vestido, se engomaba las guías del bigote y llevaba monóculo.

—¿Era rubio o moreno, grueso o delgado?

—Era moreno, de cara enjuta, bigote negro, y las cejas muy pobladas, como los bigotes. No se puede decir que fuese gordo, pero sí fornido. El ser bajo le hacía parecer grueso.

—Al salir, ¿usaba bastón o paraguas?

—Siempre usaba bastón. Cojeaba un poco. Creo que una de sus piernas era más corta que la otra. Por eso dejó de navegar. La cojera resultaba muy incómoda en un buque. Por ello usaba un bastón, para caminar mejor. Por cierto, que se trataba de un bastón verdaderamente curioso. Una caña de Malaca con un aro de plata y en la empuñadura una bola de marfil como una pequeña bola de billar. Y creo que esto es cuanto puedo decirle acerca del señor Webb.

—Muchas gracias —replicó Thorndyke—. Me ha hecho usted una admirable pintura de él.

Thorndyke hizo una breve pausa y luego abordó otro tema.

—Observo que rechaza usted la idea de que el señor Webb se suicidara.

—Por completo. Webb era un hombre incapaz de semejante locura. Además, se trató de un caso palpable de asesinato. El señor Webb siempre pasaba por el sitio donde murió. Me lo dijo un día en que salí con él. Le gustaba pasar junto al cementerio. Además, era exageradamente puntual. Fuera lo que fuera lo que estuviese haciendo, a las siete y media en punto cogía su bastón y sombrero y se dirigía hacia allí. Y cualquiera que le hubiese esperado en el pasaje podía tener la seguridad de que llegaría al tiempo justo. El asesinarle hubiera sido muy fácil en el caso de que no hubiera habido nadie por allí.

—Sí, ese detalle es muy importante —dijo Thorndyke—. Pero la posibilidad de que aguardasen al señor Webb en el callejón sugiere la sospecha de que se trataba de alguien que conocía bien los hábitos de Webb. ¿Sabe usted de alguien que estuviera enterado de eso?

—Creo que yo era el único que estaba enterado de sus costumbres. Y, aunque lo hubiera sabido alguno de nuestros empleados, no puedo sospechar de ninguno de ellos.

Thorndyke acogió cordialmente esta última afirmación y, después de reflexionar un breve instante, preguntó:

—Retrocediendo a la época anterior a la muerte del señor Webb, ¿recuerda usted algún incidente que pudiera parecer sospechoso?

El empleado reflexionó largamente, pero, al fin, admitió que no podía recordar nada. Sin embargo, creí observar cierta vacilación. Thorndyke debió de notarla también, pues insistió:

—Le ruego me perdone por insistir, señor…

—Me llamo Small.

—Señor Small. Pero, teniendo en cuenta lo que luego ocurrió, ¿no recuerda ningún detalle? No es necesario que se trate de un detalle sospechoso. Puede ser trivial, pero mirado retrospectivamente, puede tener alguna relación con la tragedia. ¿No recuerda de ningún desconocido que buscara al señor Webb o a quien él encontrara por casualidad?

El señor Small seguía vacilando.

—Cuando ocurre una tragedia así, existe siempre el peligro de alterar el juicio y el sentido de la proposición. Al mirar hacia atrás se corre el riesgo de aumentar las proporciones de las cosas más sencillas y creer que tuvieron alguna relación con la tragedia.

—Exacto —dijo Thorndyke—. Y puede ser cierto. No olvide que muchas veces, mediante el meticuloso escrutinio de detalles sin trascendencia, se averiguan cosas muy importantes. Ahora bien, señor Small; observo que en su pensamiento hay algo sobre lo cual usted ha reflexionado bastante, pero que no se atreve a mencionar a causa de su aparente trivialidad. Le rogamos que nos lo explique. Tal vez a mí no me parezca tan trivial. Y si no fuese así, no habríamos perdido nada.

—Bien, en realidad se trata de un incidente sin ninguna importancia —dijo Small—. No obstante, he reflexionado muchas veces sobre ello, pues me ha parecido bastante extraño. Se trata de lo siguiente: Una tarde, no hace mucho, poco antes de cerrar se presentó un hombre… mejor dicho, un caballero. Venía a comprar unos cuantos bloques de cuatro libras de nieve (ácido carbónico sólido). Para llevarlos había traído una maleta. Acababa yo de colocar los bloques en un envoltorio aislante y los iba a entregar al cliente cuando, de pronto, el señor Webb salió por esa puerta y se puso a examinar los estantes desde el lugar donde ahora se encuentra el otro empleado. Lo que me llamó la atención fue lo siguiente: al salir el señor Webb por la puerta, el cliente le miró fijamente, con expresión de sorpresa o inquietud. En aquel momento el señor Webb también se fijó en él y le miró muy fijamente. Pero no podía verle muy bien, pues el cliente le volvió la espalda y se puso a guardar los bloques en la maleta. Una vez los tuvo guardados y hubo pagado su importe, dijo: «Buenas tardes» y salió. Cuando se hubo marchado, el señor Webb me preguntó si le conocía, y al contestarle yo que no, me encargó que si volvía otra vez averiguase su nombre.

—¿Lo hizo usted? —preguntó Thorndyke.

—No —replicó Small—. Aquel hombre no ha vuelto más por aquí.

—¿Recuerda, aproximadamente, la fecha en que eso ocurrió?

—Creo que fue diez o quince días antes de la muerte del señor Webb. Por eso el incidente ha quedado grabado en mi memoria. Muchas veces me he preguntado si el suceso podía tener algo que ver con aquel lamentable asunto.

—Es natural —asintió Thorndyke—. Y no me parece improbable que así sea. Me interesaría mucho conseguir una descripción de ese cliente, si recuerda usted su aspecto.

—No recuerdo gran cosa acerca de él —dijo Small—. Sin embargo, estoy seguro de que si le viese lo reconocería. Sé que era un hombre alto, de un metro setenta y cinco aproximadamente. Moreno, cabello negro y una perilla negra, con un bigote recortado. Eso es cuanto recuerdo.

—¿No se fijó, por casualidad, en el aspecto de sus dientes?

El señor Small pareció sobresaltarse, y miró asombrado a Thorndyke.

—¡Es curioso! Ahora que usted lo dice, recuerdo que en un momento en que sonrió observé sus dientes. Tenía los dientes superiores de oro. Me extraña que no se hiciera arreglar la dentadura de otra forma. Pero, a juzgar por su presencia, parece usted conocer al hombre.

—Es que he recordado a un hombre que se hubiera sorprendido de encontrar aquí al señor Webb. Pero ese hombre ha muerto, y por lo tanto no podemos aprovecharnos de este descubrimiento.

Como Thorndyke parecía haber agotado todos los informes que había ido a buscar, me aventuré a hacer unas preguntas por mi cuenta.

—¿Qué clase de gente viene a buscar esos bloques de que usted nos ha hablado? —pregunté—. ¿Y para qué los utilizan?

—El ácido carbónico sólido lo utiliza un sinfín de gente —replicó Small—. Los bloques de veinticinco libras los utilizan los cerveceros y los fabricantes de agua mineral. Los bloques de cuatro libras fueron elaborados en un principio, para los vendedores ambulantes de helados. Pero en la actualidad esos bloques son utilizados para un sinfín de cosas.

Mientras hablábamos habían llegado varios clientes y el señor Small se excusó diciendo que tenía que ir a atenderlos. Dando las gracias por la atención que nos había prestado, nos despedimos de él y nos retiramos.

—¿Que te ha hecho creer que fue John Gillum el misterioso cliente aquél? —pregunté, una vez fuera.

—Sólo la descripción que el empleado nos hizo de él.

—Este nuevo descubrimiento echa por tierra nuestros cálculos. ¿Para qué podía necesitar Gillum los bloques de ácido carbónico? Más bien parece un pretexto para entrar en el sitio donde trabajaba Webb y ponerse en contacto con él. Pero eso no está de acuerdo con nuestra teoría; y tampoco lo está la visita de Webb a Clifford’s Inn.

—Tienes razón, Jervis. Esos nuevos descubrimientos no concuerdan con nuestra teoría en su forma original. Tendremos que modificarla. Pero observa que los nuevos descubrimientos, lejos de demostrar la inocencia de Gillum, aumentan las sospechas de su culpabilidad en la muerte de Webb. Lo que tenemos que estudiar ahora es el motivo del asesinato. Suponíamos que Webb era un chantajista. Pero la visita de Gillum aquí y la de Webb al Inn no concuerdan con nuestras suposiciones. Debemos hacer otra prueba y necesitamos más detalles. Quedan aún por explorar varios territorios donde es posible que descubramos algo bueno.

—Sí, tenemos, por ejemplo, al doctor Peck —repliqué—. Tal vez pueda darnos algún dato valioso. Pero ¿dónde está? Tal vez se encuentra en medio del Pacífico.

—Sí, es posible. Pero también es posible que esté en Londres. Tu pregunta debe ser contestada, y cuanto antes lo sea, mejor.

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