Stardust

Stardust


Capítulo 8

Página 16 de 24

C

a

p

í

t

u

l

o

8

Donde se habla de castillos

en el aire y otras cuestiones

Amanecía en las montañas. Las tormentas de los últimos días habían pasado, y el aire era limpio y frío. Septimus, señor de Stormhold, alto y parecido a un cuervo, subía por el puerto de montaña, mirando a su alrededor como si buscara algo que hubiese perdido. Llevaba de la brida un poni montañés marrón, peludo y pequeño. Se detuvo allí donde el camino se ensanchaba, como si hubiese encontrado lo que buscaba junto al sendero. Era un pequeño carro volcado y desmantelado, que bien podría haber sido llevado por un macho cabrío. Cerca del carro había dos cadáveres. El primero era el de un macho cabrío blanco, con la cabeza manchada de sangre. Septimus movió el cuerpo con el pie, interesado; había recibido una herida profunda y mortal en la frente, equidistante entre sus cuernos. Junto al animal se hallaba el cuerpo de un joven muerto con la cara intacta, como debía ser en vida. No había heridas que mostrasen cómo había muerto, tan sólo un hematoma plomizo en la sien.

A varios pasos de aquellos cuerpos, medio oculto tras una roca, Septimus tropezó con el cadáver de un hombre de mediana edad, boca abajo, vestido con ropas oscuras. La carne del hombre era pálida, y su sangre se había acumulado alrededor en el suelo rocoso. Septimus se arrodilló junto al cuerpo y le levantó la cabeza tirando del pelo: su garganta había sido cortada con maestría, de oreja a oreja. Septimus contempló el cadáver desconcertado. Lo sabía, pero aun así…

Y entonces, con un sonido seco y desagradable, empezó a reír:

—Tu barba —le dijo en voz alta al cadáver—. Te afeitaste la barba. Como si no fuera a reconocerte sin barba, Primus.

Primus, gris y fantasmal junto a sus otros hermanos, dijo:

—Me habrías reconocido, Septimus. Pero quizás hubiese ganado unos instantes durante los cuales yo te habría visto antes de que tú supieses que era yo. —Y su voz muerta no era nada más que la brisa de la mañana sacudiendo los espinos.

Septimus se levantó. El sol empezó a asomar y le bañó de luz.

—Así que yo seré el octogésimo segundo señor de Stormhold —le dijo al cuerpo echado en el suelo y para sí mismo—, además de amo de los Altos Precipicios, senescal de las Ciudades Torre, custodio de la Ciudadela, alto señor guardián del Monte Huon y el resto de posesiones.

—No lo serás sin el Poder de Stormhold colgado del cuello, hermano mío —dijo Quintus, secamente.

—Y después está la cuestión de la venganza —dijo Secundus, con la voz del viento aullando sobre el puerto de montaña—. Antes que nada, debes vengarte del asesino de tu hermano. Es ley de sangre.

Como si les oyera, Septimus sacudió la cabeza.

—¿No podías haber esperado unos cuantos días más, hermano Primus? —preguntó al cadáver a sus pies—. Te habría matado yo mismo. Tenía bien planeada tu muerte. Cuando descubrí que ya no estabas a bordo del

Corazón de un Sueño me llevó poco tiempo robar un bote y seguir tu rastro. Y ahora debo vengar tus tristes despojos, por el honor de nuestra sangre y de Stormhold.

—Así que Septimus será el octogésimo segundo señor de Stormhold —dijo Tertius.

—Hay un proverbio referido principalmente a la poca sensatez que representa cuantificar los beneficios antes de llevar los huevos al mercado —señaló Quintus.

Septimus se alejó del cuerpo para mear sobre unos cantos rodados y luego regresó donde se hallaba el cadáver de Primus.

—Si te hubiese matado yo, podría dejar que te pudrieras aquí —dijo Septimus—. Pero ya que el placer ha sido de otro, te llevaré conmigo un trecho y te dejaré en lo alto de un despeñadero, para que te coman las águilas. —Dicho esto, resoplando por el esfuerzo, recogió el cuerpo pegajoso y lo echó sobre la grupa del poni. Desató la bolsa de runas del cinturón del cadáver—. Gracias por esto, hermano —dijo, y dio unas palmadas en la espalda al cadáver.

—Así se te atraganten, si no te vengas de la perra que me cortó el gaznate —dijo Primus, con la voz de los pájaros de montaña que se despiertan y saludan al nuevo día.

Estaban sentados el uno al lado del otro sobre un cúmulo espeso y blanco del tamaño de un pueblecito. La nube era muy blanda y algo fría. Se hacía más fría cuanto más profundamente se hundía uno, y Tristran metió su mano quemada tan hondo como pudo: la textura de la nube se le resistió ligeramente, pero aceptó la intrusión. El interior era esponjoso y helado al tacto, real e insustancial a la vez. La nube calmó un poco el dolor de su mano y eso le permitió pensar más claramente.

—Bueno —dijo, después de un tiempo—, me temo que he vuelto a meter la pata.

La estrella estaba sentada junto a la nube, junto a él, vestida con la bata que le había prestado la mujer de la posada, con la pierna rota apoyada sobre la espesa niebla que tenía enfrente.

—Me salvaste la vida —dijo al fin—. ¿No es verdad?

—Sí, supongo que sí.

—Te odio —dijo—. Ya te odiaba por todo, pero ahora te odio más que nunca.

Tristran flexionó su mano quemada en el bendito frío interior de la nube. Se sentía cansado y un poco mareado.

—¿Por alguna razón en particular?

—Porque —dijo ella, con la voz tensa— ahora que me has salvado la vida, según la ley de mi pueblo, tú eres responsable de mí y yo de ti. A donde tú vayas, yo también debo ir.

—Oh —dijo él—. Eso no es tan malo, ¿verdad?

—Preferiría pasar mis días encadenada a un vil lobo o a un apestoso cerdo o a un duende de los pantanos —le contestó ella, secamente.

—De verdad, no soy tan malo —le dijo él—, no cuando se llega a conocerme un poco. Mira, lamento haberte encadenado. Quizá podríamos empezar de nuevo, fingir que eso no ha ocurrido nunca. Verás, me llamo Tristran Thorn, encantado de conocerte. —Extendió su mano ilesa hacia ella.

—¡Que la Madre Luna me defienda! —exclamó la estrella—. Antes le daría la mano a un…

—Estoy seguro de ello —dijo Tristran, sin esperar a descubrir con qué iba a compararle desfavorablemente esta vez—. Ya he dicho que lo siento —exclamó—. Empecemos de nuevo. Soy Tristran Thorn. Encantado de conocerte.

Ella suspiró.

El aire era tenue y frío tan por encima del suelo, pero el sol era cálido y las formas de las nubes le recordaban a Tristran una ciudad fantástica o un pueblo no terrenal. Muy, muy abajo, podía ver el mundo real: el sol destacaba cada pequeño árbol, convertía cada río serpenteante en el fino rastro plateado dejado por un caracol, que brillaba ondulante por el paisaje del País de las Hadas.

—¿Y bien? —dijo Tristran.

—Sí —dijo la estrella—. Vaya broma, ¿verdad? A donde tú vayas, yo debo ir, aunque muera en el intento. —Movió con la mano la superficie de la nube, y la niebla formó espirales. Entonces, por un momento, tocó con su mano la de Tristran—. Mis hermanas me llamaban Yvaine —le dijo—. Porque era una estrella vespertina.

—Hay que ver —dijo él—, vaya pareja. Tú con la pierna rota y yo con la mano.

—Enséñame la mano.

Tristran la sacó del fresco interior de la nube: tenía la mano roja, y le estaban saliendo ampollas en la palma y el dorso, donde las llamas le habían lamido.

—¿Te duele? —preguntó ella.

—Sí —dijo él—. Mucho, la verdad.

—Mejor —dijo Yvaine.

—Si no me hubiese quemado la mano, ahora seguramente estarías muerta —señaló él. Ella tuvo la consideración de bajar la vista, avergonzada—. ¿Sabes qué? —añadió, cambiando de tema—, me dejé la bolsa en la posada de esa loca. Ahora no tenemos nada, excepto la ropa con la que andamos.

—Con la que nos sentamos —dijo la estrella.

—No tenemos agua, ni comida, estamos más o menos a media milla por encima del mundo, sin manera posible de bajar, y sin ningún control sobre la dirección que lleva la nube. Y los dos estamos heridos. ¿Me he dejado algo?

—Has olvidado que las nubes se disuelven y desaparecen en la nada —dijo Yvaine—. Lo hacen. Yo lo he visto. No podría sobrevivir a otra caída.

Tristran se encogió de hombros.

—Bueno —dijo—. Seguramente estamos condenados. Pero no cuesta nada echar un vistazo, ya que estamos aquí arriba.

Ayudó a Yvaine a levantarse con dificultad, y ambos dieron unos cuantos pasos vacilantes por la nube. Entonces Yvaine volvió a sentarse.

—Esto es inútil —le dijo—. Ve tú a echar un vistazo. Te esperaré aquí.

—¿Me lo prometes? —preguntó él—. ¿No huirás, esta vez?

—Lo juro. Por mi madre la luna, lo juro —respondió Yvaine con tristeza—. Me has salvado la vida.

Y con eso tuvo que contentarse Tristran.

Su pelo era prácticamente gris y su piel ya no era tersa, tenía arrugas en la garganta, en los ojos y en las comisuras de la boca. Su cara no tenía color, aunque su vestido era una vívida y sangrienta mancha escarlata, estaba desgarrado de un hombro, y bajo el desgarro podía verse, arrugada y obscena, una profunda cicatriz. El viento azotaba sus cabellos contra su cara mientras conducía un carruaje negro a través de los Yermos. Los caballos tropezaban a menudo: el sudor manaba de los flancos de los animales y una espuma sanguinolenta goteaba de sus labios. Aun así, sus cascos martilleaban el camino embarrado que atravesaba los Yermos, donde nada crece.

La bruja reina, la más vieja de las Lilim, detuvo los caballos junto a un pináculo de roca de color verde gris, que sobresalía del terreno pantanoso de los Yermos como una aguja. Entonces, tan lentamente como podía esperarse de una dama que ya había pasado su primera, e incluso su segunda juventud, bajó del asiento del cochero y pisó la tierra húmeda. Dio la vuelta al carruaje y abrió la puerta. La cabeza del unicornio muerto, con su daga aún clavada en la órbita fría, se movió como un péndulo. La bruja subió al vehículo y abrió la boca del unicornio. El rígor mortis empezaba a imponerse y la mandíbula se abrió con dificultad. La bruja se mordió fuertemente la lengua, lo bastante fuerte como para que el dolor supiera a metal en su boca, mordió hasta que pudo saborear la sangre. Dejó que se mezclara con su saliva (se dio cuenta de que varios de sus dientes empezaban a notarse flojos) y después escupió sobre la lengua descolorida del unicornio muerto. La sangre manchó sus labios y su barbilla. Gruñó diversas sílabas que no reproduciremos aquí y volvió a cerrar la boca del animal.

—Sal del carruaje —le dijo a la bestia muerta.

Rápidamente, con torpeza, el unicornio levantó la testuz.

Entonces movió las patas, como un potro o un cervatillo acabado de nacer que aprendiese a caminar, se irguió sobre las cuatro patas, tembloroso, y salió del carruaje, medio bajando y medio cayendo sobre el fango, donde se puso otra vez en pie. Su costado izquierdo, sobre el cual había estado echado en el carruaje, estaba hinchado y oscuro por la sangre y los fluidos. Casi ciego, el unicornio muerto se tambaleó hasta la base de la aguja verde de roca, hasta que llegó a una depresión entre las piedras, donde dobló las patas delanteras y se arrodilló en una horrible parodia de plegaria.

La bruja reina alargó la mano y sacó el cuchillo del ojo de la bestia. Le cortó la garganta. La sangre empezó, demasiado lentamente, a brotar del tajo que había practicado. Volvió al carruaje y regresó con el cuchillo más ancho. Empezó a seccionar el cuello del unicornio, hasta separarlo del cuerpo, y la cabeza cortada cayó en el hoyo de roca, donde ahora se había formado una charca carmesí de sangre espesa. La bruja levantó la cabeza del unicornio cogiéndola por el cuerno y la colocó junto al cuerpo, sobre la roca. Entonces contempló con sus ojos grises y duros el charco rojo que había formado.

Dos caras la observaban desde el interior de la charca: dos mujeres, mucho más viejas en apariencia que ella.

—¿Dónde está? —preguntó la primera cara, malhumorada—. ¿Qué has hecho con ella?

—¡Mírate! —exclamó la segunda de las Lilim—. Tomaste la última juventud que habíamos guardado… yo misma la arranqué del pecho de la estrella, hace mucho, mucho tiempo, aunque gritaba y se retorcía y no callaba nunca. Por tu aspecto, ya debes de haber malgastado la mayor parte de esa juventud.

—He estado muy cerca —dijo la bruja a sus hermanas en la charca—. Pero tenía un unicornio que la protegía. Ahora he cortado la cabeza del unicornio, y la llevaré conmigo, porque hace mucho que no usamos cuerno fresco molido de unicornio en nuestras artes.

—Maldito sea el cuerno del unicornio —dijo su hermana menor—. ¿Y la estrella?

—No la encuentro. Es como si ya no estuviera en el País de las Hadas.

Hubo una pausa.

—No —dijo una de las hermanas—. Sigue en el País de las Hadas. Pero va al mercado de Muro, y eso está demasiado cerca del mundo al otro lado. En cuanto pise ese mundo, la habremos perdido.

Ellas sabían que, si la estrella cruzaba el muro y entraba en el mundo de las cosas como son, se convertiría instantáneamente en nada más que un pedazo irregular de roca metálica que cayó, una vez, de los cielos: frío, muerto y sin utilidad alguna.

—Entonces iré a la zanja de Diggory y esperaré allí, porque todos los que se dirigen al Muro deben pasar por la zanja de Diggory.

El reflejo de las dos ancianas le lanzó una mirada desaprobadora desde la charca. La bruja reina repasó sus dientes con la lengua («este de arriba se me caerá antes del anochecer —pensó—, en vista de cómo se mueve») y entonces escupió en la charca sangrienta.

Las ondas se extendieron por ella y borraron todo rastro de las Lilim; ahora la charca sólo reflejaba el cielo sobre los Yermos y las delgadas nubes blancas que corrían sobre ellos.

Dio una patada al cadáver sin cabeza del unicornio para que cayese de costado; recogió la cabeza y la subió al asiento del cochero. La colocó a su lado, tomó las riendas e hizo que los caballos empezaran a trotar cansinamente.

Tristran se sentó en la cumbre de la nube, que parecía una torre, y se preguntó por qué ninguno de los héroes de los folletines que antes leía tan ávidamente nunca tenía hambre. Su estómago retumbaba y la mano le dolía mucho. «Las aventuras están muy bien en el lugar que les corresponde —pensó—, pero mucho puede decirse a favor de comer regularmente y no sufrir dolor». Pero estaba vivo, y el viento le mesaba los cabellos, y la nube cruzaba los cielos como un galeón a toda vela, y al contemplar el mundo desde ahí arriba supo que no podía recordar haberse sentido nunca tan vivo como se sentía en esos momentos. El cielo tenía una cualidad tan celestial y el mundo parecía tan de ahora mismo, que jamás había visto, o no se había fijado, en nada igual. Comprendió que estaba, en realidad, por encima de sus problemas, igual que estaba por encima del mundo. El dolor de su mano se hallaba muy lejos. Pensó en sus acciones y sus aventuras, y en el viaje que le aguardaba, y de pronto le pareció que todas aquellas cosas eran de hecho muy pequeñas y muy sencillas. Se levantó sobre la nube y gritó «¡Holaaaa!» varias veces, tan fuerte como pudo. Incluso sacudió su túnica por encima de la cabeza, sintiéndose un poco insensato al hacerlo. Después bajó de la torre de nube y a unos doce palmos de la base dio un paso en falso y cayó sobre la neblinosa suavidad de la superficie de algodón.

—¿Por qué gritabas? —preguntó Yvaine.

—Para que la gente sepa que estamos aquí —le dijo Tristran.

—¡¿Qué gente?!

—Nunca se sabe —le respondió—. Más vale gritar a gente que no esté ahí, que permitir que si hay alguien se nos pase por alto por no haber gritado.

Ella no replicó a este argumento.

—He estado pensando —dijo él—. Y he pensado esto: después de hacer lo que yo necesito, volver contigo a Muro y entregarte a Victoria Forester…, quizá podríamos hacer lo que tú necesitas.

—¿Lo que yo necesito?

—Bueno, debes de querer volver, ¿verdad? Al cielo. A brillar otra vez de noche. Seguro que podemos solucionarlo.

Ella levantó la vista para mirarle y sacudió la cabeza.

—Eso no puede ser —explicó—. Las estrellas caen. No vuelven a subir.

—Podrías ser la primera —le dijo él—. Debes creer en ello. Si no, no ocurrirá nunca.

—Es que no ocurrirá nunca —dijo ella—. Y tus gritos tampoco atraerán la atención de nadie aquí arriba, porque no hay nadie. No importa si yo creo en ello o no. Las cosas son así. ¿Cómo tienes la mano?

Él se encogió de hombros.

—Me duele —dijo—. ¿Cómo tienes la pierna?

—Me duele —dijo ella—. Pero no tanto como antes.

—¡Eeeeh! —gritó una voz bastante por encima de ellos—. ¡Eeeh, los de abajo! ¿Alguien necesita ayuda?

Bajo un resplandor dorado a la luz del sol había un pequeño barco, con las velas hinchadas, y un rostro bermellón adornado con un mostacho les contemplaba asomado a la borda.

—¿Eras tú, joven amigo mío, el que saltaba y brincaba hace un momento?

—Lo soy —admitió Tristran—. Y creo que necesitamos ayuda, sí.

—Muy bien —dijo el hombre—. Prepárate para agarrar la escala, entonces.

—Me temo que mi amiga tiene una pierna rota —gritó—, y yo tengo una mano herida. Creo que ninguno de los dos podrá subir por una escala.

—Ningún problema. Os podemos subir.

El hombre lanzó por la borda del barco una larga escala de cuerda. Tristran la agarró con la mano buena, y la sostuvo mientras Yvaine se aferraba a ella; el hombre hizo lo mismo. Su cara desapareció tras la borda del barco mientras Tristran e Yvaine colgaban incómodamente del extremo de la escala de cuerda. El viento hinchó las velas del barco celestial, la escala se separó de la nube y Tristran e Yvaine empezaron a dar vueltas, lentamente, en el aire.

—¡Ahora, tirad! —gritaron diversas voces al unísono, y Tristran notó cómo subían varios metros—. ¡Tirad! ¡Tirad! ¡Tirad! —A cada grito subían un poco más alto.

Ya no tenían debajo de ellos la nube sobre la que habían estado sentados; ahora tenían una caída de lo que Tristran suponía que debía ser casi media legua. Se sujetó fuertemente a la cuerda, enganchándose a la escala con el brazo de su mano quemada. Otro tirón hacia arriba e Yvaine quedó al nivel de las amuras del barco. Alguien la levantó con cuidado y la dejó sobre cubierta. Tristran superó la parte de la amura por sí solo, y cayó sobre la cubierta de roble.

El hombre del rostro bermellón alargó una mano.

—Bienvenidos a bordo —dijo—. Éste es el navío franco

Perdita, en misión de caza de relámpagos. Capitán Johannes Alberic, a vuestro servicio. —Tosió atronadoramente. Y entonces, antes de que Tristran pudiese replicar, el capitán vio su mano izquierda y gritó—: ¡Meggot! ¡Meggot! Maldición, ¿dónde estás? Pasajeros necesitados de atención. Venga, chico, Meggot cuidará de esa mano. Comemos a las seis campanadas. Te sentarás a mi mesa.

Enseguida una mujer de apariencia nerviosa con una explosiva cabellera color zanahoria —Meggot— le escoltó bajo cubierta y le aplicó un ungüento espeso y verde en la mano, que se la refrescó y le calmó el dolor. Y entonces lo llevó hacia el comedor, una pequeña sala junto a la cocina (Tristran estuvo encantado de descubrir que la tripulación la llamaba «el fogón», igual que en las historias marítimas que había leído). Tristran comió, ciertamente, en la mesa del capitán, aunque de hecho, no había ninguna otra mesa en el comedor. Además del capitán y de Meggot, la tripulación constaba de otros cinco miembros, un grupo dispar que parecía conformarse con dejar que el capitán Alberic hablase por todos, cosa que hizo, con su jarra de cerveza en una mano y la otra ocupada alternativamente en sostener su pipa y en llevar comida a su boca. La comida era un espeso guiso de vegetales, alubias y cebada, que llenó a Tristran y le dejó satisfecho. Para beber, tenían el agua más clara y fría que Tristran había bebido nunca.

El capitán no les hizo preguntas sobre cómo habían acabado colgados de una nube, y ellos no dieron ninguna explicación. Tristran compartió camarote con Rareza, el primer oficial, un caballero callado de largas patillas que tartamudeaba terriblemente, mientras que Yvaine ocupó el camastro del camarote de Meggot, que durmió en una hamaca.

Durante el resto de su viaje por el País de las Hadas, Tristran recordaría a menudo el tiempo que había pasado a bordo del

Perdita como uno de los períodos más felices de su vida. Lo dejaron ayudar con las velas, e incluso le dejaron tomar el timón, de vez en cuando. A veces el barco navegaba sobre oscuras nubes de tormenta, grandes como montañas, y entonces pescaban rayos con un pequeño cofre de cobre. La lluvia y el viento azotaban la cubierta del barco, y Tristran reía encantado, mientras la lluvia le mojaba la cara, y se agarraba con la mano buena a la cuerda que hacía las veces de barandilla, para que la tormenta no le echara por la borda.

Meggot, que era un poco más alta y un poco más delgada que Yvaine, le dejó varios vestidos que la estrella vistió con alivio, encantada de poder llevar uno distinto cada día. A menudo se encaramaba al mascarón de proa, a pesar de su pierna rota, y allí sentada contemplaba la tierra bajo sus pies.

—¿Cómo va esa mano? —preguntó el capitán.

—Mucho mejor, gracias —dijo Tristran.

Tenía la piel brillante y muy tensa, y sentía poco el tacto en los dedos, pero la salvia de Meggot le había aliviado casi todo el dolor y había acelerado inmensamente el proceso de curación. Estaba sentado en cubierta, con las piernas colgando por la borda, mirando afuera.

—Echaremos el ancla dentro de una semana, para reponer provisiones y recoger un pequeño cargamento —dijo el capitán—. Lo mejor sería que os dejáramos allí.

—Oh. Gracias —dijo Tristran.

—Estaréis más cerca de Muro. Pero aún os quedarán diez semanas de viaje. Quizá más. Meggot dice que la pierna de tu amiga está casi curada, así que pronto podrá soportar su peso.

Se sentaron el uno junto al otro. El capitán fumaba su pipa: su ropa estaba cubierta de una fina capa de cenizas, y cuando no fumaba mascaba el tallo, excavaba la cazoleta con un afilado instrumento de metal o la llenaba de tabaco nuevo.

—¿Sabes? —dio el capitán, contemplando el horizonte—, no fue del todo casualidad que os encontrásemos. Bueno, fue casualidad, pero también es cierto que teníamos medio ojo avizor, por si os divisábamos. Yo, y unos cuantos más por estos lugares.

—¿Por qué? —preguntó Tristran—. ¿Cómo sabía usted de mí?

Como respuesta, el capitán trazó una silueta en la condensación de vaho acumulada sobre la madera pulida.

—Parece un castillo —dijo Tristran.

El capitán le guiñó un ojo.

—No es algo que deba decirse demasiado alto —aclaró—, incluso aquí arriba. Piensa en él como en una cofradía.

Tristran observó al capitán.

—¿Conoce a un hombrecillo peludo, con un sombrero y un enorme paquete lleno de mercancías?

El capitán golpeó la pipa contra el costado del barco. Un movimiento de su mano ya había borrado el dibujo del castillo.

—Sí. No es el único miembro de la cofradía interesado en que regrese a Muro. Lo que me recuerda que deberías decir a la jovencita que si quiere pasar por lo que no es, debería dar la impresión de que come alguna cosa, lo que sea, de vez en cuando.

—Yo nunca mencioné Muro en su presencia —aseguró Tristran—. Cuando preguntó de dónde venía, dije «de detrás», y cuando preguntó adónde íbamos, dije «hacia delante».

—Eso es, chico —dijo el capitán—. Exactamente.

Pasó otra semana. Al quinto día Meggot anunció que Yvaine ya podía quitarse el entablillado. Deshizo los vendajes improvisados y las tablas, e Yvaine practicó recorriendo la cubierta de proa a popa, agarrándose a la balaustrada. Pronto se movía por todo el barco sin dificultad, aunque con una ligerísima cojera. El sexto día se presentó una fuerte tormenta, y atraparon seis magníficos relámpagos en su caja de cobre. El séptimo día llegaron a puerto. Tristran e Yvaine se despidieron del capitán y la tripulación del barco flotante

Perdita. Meggot entregó a Tristran un pequeño tarro de salvia verde, para su mano y para la pierna de Yvaine.

El capitán dio a Tristran una bandolera de cuero llena de carne curada y fruta seca, unas porciones de tabaco, un cuchillo y un yesquero («Oh, no te preocupes, chico. Tenemos que repostar provisiones igualmente»), y Meggot regaló a Yvaine un vestido azul de seda, con pequeñas estrellas y lunas bordadas («Porque te queda mucho mejor a ti que a mí, querida»).

Ir a la siguiente página

Report Page