Stardust

Stardust


Capítulo 8

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El barco amarró junto a una docena de naves celestiales similares en la copa de un enorme árbol, que era lo bastante grande como para que se hubiesen podido construir centenares de habitáculos en su tronco, ocupados por todo tipo de gente y de enanos, por gnomos, silenos y otras razas aún más extrañas. Unos peldaños daban la vuelta al tronco, y Tristran y la estrella los descendieron lentamente. Tristran se sintió aliviado cuando volvió a pisar tierra firme, pero aun así, de una manera que nunca habría podido describir con palabras, también se sintió decepcionado, como si, cuando sus pies volvieron a tocar tierra, hubiese perdido algo realmente extraordinario.

Tuvieron que caminar tres días antes de que el árbol puerto desapareciese de su vista tras el horizonte.

Viajaban hacia el oeste, en dirección al ocaso, por un camino ancho y polvoriento. Dormían junto a los setos. Tristran comía frutas y nueces de los arbustos y los árboles, y bebía de los arroyos claros. Encontraron a poca gente por el camino. Cuando podían, se detenían en pequeñas granjas, donde Tristran trabajaba toda la tarde a cambio de comida y un poco de paja en el granero para dormir. A veces se detenían en los pueblos y ciudades que encontraban por el camino para lavarse y comer —en el caso de la estrella, fingir que comía— y alojarse en alguna posada (cuando se lo podían permitir).

En el pueblo de Simcock Sotomonte, Tristran e Yvaine tuvieron un encuentro con un grupo de duendes de leva que podría haber terminado desgraciadamente, con Tristran pasando el resto de sus días luchando en las interminables guerras en tierra de duendes, de no haber sido por la mente ágil y la lengua afilada de Yvaine. En el bosque de Berinhed, Tristran se enfrentó con éxito a una de las grandes águilas leonadas que se los hubiera llevado a ambos hasta su nido, para alimentar a sus crías, y que nada temía, salvo el fuego. En una taberna de Fulkeston, Tristran ganó gran renombre recitando de memoria «Kubla Khan» de Coleridge, el salmo veintitrés, el fragmento de la «cualidad de la misericordia» de

El mercader de Venecia, y un poema que trataba de un chico que permaneció solo sobre la cubierta en llamas cuando todos habían huido. Todo esto se había visto obligado a memorizar en la escuela, y bendijo a la señorita Cherry por sus esfuerzos para hacerle aprender aquellos versos, hasta que resultó evidente que el pueblo de Fulkeston había decidido que se quedara con ellos para siempre y se convirtiese en el nuevo bardo de la localidad; y Tristran e Yvaine se vieron obligados a huir en plena noche, y sólo lograron escapar porque Yvaine persuadió (a través de qué medios es algo que Tristran nunca acabó de entender) a los perros del pueblo para que no ladraran durante su huida.

El sol quemó la piel de Tristran hasta que adquirió un color casi castaño y deslució sus ropas hasta que adoptaron la tonalidad del óxido y el polvo. Yvaine siguió tan pálida como la luna, y no cesó de cojear durante las muchas leguas que recorrieron.

Una noche, acampados en la linde de un bosque profundo, Tristran escuchó algo que nunca había oído: una preciosa melodía, plañidera y extraña. Llenó su cabeza de visiones, y su corazón de asombro y delicia. La música le hizo pensar en espacios sin límite, en enormes esferas cristalinas que giraban con una lentitud inenarrable a través de los vastos pasadizos del aire. La melodía le transportó, le llevó más allá de sí mismo.

Después de lo que pudieron ser largas horas, o tan sólo unos minutos, la canción terminó, y Tristran suspiró.

—Ha sido maravilloso —dijo.

Los labios de la estrella se movieron, involuntariamente, hasta formar una sonrisa, y sus ojos brillaron.

—Gracias —dijo ella—. Supongo que hasta ahora no he tenido ganas de cantar.

—Nunca había oído nada igual.

—Algunas noches —le dijo ella— mis hermanas y yo cantábamos juntas. Cantábamos canciones como ésta, todas sobre nuestra madre, la dama, y sobre la naturaleza del tiempo, y sobre la alegría de brillar y la soledad.

—Lo siento.

—No lo sientas. Al menos sigo viva. Tuve suerte de caer en el País de las Hadas. Y creo que seguramente tuve suerte de conocerte.

—Gracias.

—De nada —contestó la estrella. Entonces, a su vez, ella suspiró y contempló el cielo por entre las ramas de los árboles.

Tristran buscaba algo para desayunar. Había encontrado algunas setas, como la que llaman pedo de lobo, y un ciruelo cubierto de ciruelas púrpura que habían madurado y se habían secado casi hasta convertirse en pasas, cuando vio el pájaro entre los matojos. No intentó atraparlo (se había llevado una gran sorpresa unas semanas antes, cuando después de estar a punto de atrapar una gran liebre gris para la cena, el animal se detuvo al borde del bosque, lo miró con desdén y dijo: «Bueno, espero que estés orgulloso de ti mismo, nada más», y enseguida se escurrió por entre la hierba alta), pero quedó fascinado por el ave. Era un pájaro notable, tan grande como un faisán, pero con plumas de todos los colores: rojos, amarillos chillones y azules vivos. Parecía salido de los trópicos, totalmente fuera de lugar en aquel bosque verde poblado de helechos. El pájaro se asustó cuando Tristran se acercó a él; dio unos saltos extraños a medida que se fue acercando y soltó unos gritos agudos de desesperación.

Tristran se arrodilló junto a él, murmurando palabras de consuelo. Alargó la mano hacia el pájaro. La dificultad era obvia: una cadena de plata atada a la pata del pájaro se había enredado con una raíz que sobresalía, y el ave había quedado allí atrapada, incapaz de moverse.

Con sumo cuidado, Tristran deshizo el nudo de la cadena de plata y la soltó de la raíz, mientras acariciaba el plumaje encrespado del pájaro con la mano izquierda.

—Ya está —dijo al ave—. Vete a casa. —Pero el pájaro no hizo movimiento alguno para alejarse. Al contrario, le miró a la cara, con la cabeza inclinada hacia un lado—. Mira —dijo Tristran, que se sentía bastante incómodo e inquieto—, seguramente alguien estará preocupado por ti.

Alargó la mano para recoger al animal. Entonces algo le golpeó y le dejó aturdido: aunque había estado inmóvil, sintió como si se hubiese golpeado en plena carrera contra una pared invisible. Se tambaleó, y a punto estuvo de caer.

—¡Ladrón! —gritó una voz vieja y bronca—. ¡Convertiré tus huesos en hielo y te asaré ante un buen fuego! ¡Te arrancaré los ojos y ataré uno a un arenque y otro a una gaviota, para que la visión simultánea del cielo y el mar te conduzca a la locura! ¡Convertiré tu lengua en un gusano retorcido y tus dedos se transformarán en navajas, y unas hormigas ardientes te escocerán bajo la piel, y siempre que intentes rascarte…!

—No hace falta que elabore más la cuestión —le soltó Tristran a la anciana—. Yo no le he robado su pájaro. Tenía la cadena enredada en una raíz, y acabo de liberarlo.

La mujer lo contempló desconfiadamente bajo su cabellera de color gris hierro. Entonces se adelantó con ligereza y recogió al pájaro. Lo levantó, y le susurró algo, y el ave replicó con un extraño y musical grito. Los ojos de la anciana se encogieron.

—Bueno, quizá lo que dices no sea del todo una sarta de mentiras —reconoció, de muy mala gana.

—No es ninguna sarta de mentiras —dijo Tristran, pero la anciana y su pájaro ya habían recorrido la mitad del claro, así que él recogió sus setas y sus ciruelas, y regresó donde había dejado a Yvaine.

Estaba sentada junto al camino, dándose un masaje en los pies. La cadera le hacía daño, y también la pierna, y sus pies cada vez estaban más sensibles. Algunas noches, Tristran oía cómo sollozaba calladamente. Esperaba que la luna les enviase otro unicornio, pero sabía que no lo haría.

—Vaya —dijo Tristran a Yvaine—, qué cosa más rara.

Le contó los acontecimientos de la mañana, y pensó que allí terminaría el asunto.

Se equivocaba, claro está. Varias horas después, Tristran y la estrella caminaban por el sendero del bosque cuando les adelantó una caravana pintada alegremente, tirada por un par de mulas grises y conducida por la anciana que le había amenazado con convertir sus huesos en hielo. Frenó las mulas y señaló a Tristran con un dedo torcido y seco.

—Ven aquí, chico —dijo.

Él se acercó con cautela.

—¿Sí, señora?

—Parece que te debo disculpas —dijo—. Parece que dijiste la verdad. Me precipité en mis conclusiones.

—Sí —afirmó Tristran.

—Deja que te mire —dijo la anciana, que bajó al camino. Su frío dedo tocó el hoyuelo de la barbilla de Tristran y le obligó a levantar la cabeza. Los ojos de color avellana del joven contemplaron los ojos verdes y viejos de la anciana—. Pareces bastante honesto —continuó—. Puedes llamarme madame Semele. Me dirijo hacia Muro, para el mercado. Se me ha ocurrido que me convendría un muchacho para trabajar en mi pequeño tenderete de flores… vendo flores de cristal, ¿sabes?, las cosas más bonitas que habrás visto en tu vida. Serías un buen vendedor, y podríamos ponerte un guante en esa mano, para que no asustaras a los clientes. ¿Qué me dices?

Tristran meditó, y dijo:

—Disculpe. —Y fue a discutir con Yvaine.

Juntos, volvieron ante la anciana.

—Buenas tardes —dijo la estrella—. Hemos discutido su oferta, y hemos pensado que…

—¿Y bien? —preguntó madame Semele, con los ojos fijos sobre Tristran—. ¡No te quedes ahí plantado como un pasmarote! ¡Habla! ¡Habla! ¡Habla!

—No tengo ningún deseo de trabajar para usted en el mercado —dijo Tristran—, porque tendré que ocuparme de mis propios asuntos, una vez allí. Sin embargo, si pudiéramos viajar con usted, mi compañera y yo estamos dispuestos a pagar por nuestro pasaje.

Madame Semele sacudió la cabeza.

—Eso no me sirve de nada. Puedo recoger yo misma la leña, y sólo representarías más peso del que tirar para

Descreída y

Desesperanzada. No llevo pasajeros.

Volvió a subir al asiento del conductor.

—Pero… —dijo Tristran—. Pienso pagarle.

La vieja rio, burlona.

—No hay nada que tú puedas poseer que yo aceptase como pago. Si no quieres trabajar para mí en el mercado de Muro, ya puedes desaparecer.

Tristran se llevó la mano al ojal de su jubón y allí la notó, tan fría y perfecta como había sido durante todos sus viajes. Se la arrancó y la mostró a la anciana, sujeta entre índice y pulgar.

—Usted vende flores de cristal, según dice. ¿Acaso le interesaría ésta?

Era una campanilla de cristal verde y blanco, inteligentemente moldeada; parecía haber sido arrancada de entre la hierba del prado aquella misma mañana, con el rocío adornándola aún. La mujer la examinó durante un latido de su corazón, observó las hojas verdes y los apretados pétalos blancos, y entonces soltó un chillido: hubiese podido ser el grito angustiado de un ave de presa desolada.

—¿De dónde has sacado eso? —gritó—. ¡Dámelo! ¡Dámelo inmediatamente!

Tristran cerró los dedos sobre la campanilla ocultándola a la vista y retrocedió un par de pasos.

—Mmm —dijo en voz alta—. Ahora que lo pienso, siento un gran afecto por esta flor, que fue un regalo de mi padre cuando empecé mis viajes, y sospecho que encierra una tremenda importancia personal y familiar. Sin duda me ha traído suerte, de uno u otro modo. Quizá lo mejor sería que me quedara con la flor. Mi compañera y yo podemos continuar a pie hasta Muro.

Madame Semele parecía desgarrada por el deseo vacilante de amenazar y engatusar, y ambas emociones se perseguían la una a la otra tan claramente sobre su rostro que la anciana casi parecía vibrar por el esfuerzo que representaba frenarlas. Entonces logró recuperarse y dijo con una voz que el autocontrol hizo terriblemente ronca:

—Vamos, vamos. No hace falta precipitarse. Estoy segura de que podremos acordar un trato.

—Oh —dijo Tristran—. Lo dudo. Tendría que ser un trato excelente para poder interesarme, y necesitaría ciertas garantías de seguridad y de salvaguarda para tener la certeza de que vuestro comportamiento y vuestras acciones respecto a mi compañera y a mí serán en todo momento beneficiosas y estarán libres de malas intenciones.

—Enséñame de nuevo la campanilla.

El pájaro de colores brillantes, con una cadena de plata atada a una pata, salió revoloteando por la puerta abierta de la caravana y contempló las negociaciones que tenían lugar bajo él.

—Pobre animal —dijo Yvaine—, encadenado de esa manera. ¿Por qué no lo deja libre?

La anciana no respondió, y Tristran pensó que prefería ignorar a Yvaine. La vieja dijo:

—Te llevaré hasta Muro, y juro por mi honor y por mi verdadero nombre que no haré movimiento alguno para dañarte durante el viaje.

—Y no permitirá, por inacción o por acción indirecta, que suframos daño alguno ni mi compañera ni yo.

—Será como dices.

Tristran meditó durante un momento. No se fiaba en absoluto de la anciana.

—También deseo que jure que llegaremos a Muro de la misma manera y en la misma condición y estado en el que nos encontramos ahora, y que nos alojará y alimentará durante el viaje.

La vieja rio, y después asintió. Bajó de la caravana una vez más, carraspeó y escupió sobre el polvo. Señaló el salivazo.

—Ahora tú —dijo. Tristran escupió al lado. Con el pie, la vieja mezcló ambas manchas húmedas—. Ya está. Un trato es un trato. Dame la flor.

La codicia y el ansia eran tan evidentes en su rostro que Tristran quedó convencido de que hubiese podido fijar unas condiciones mucho mejores, pero entregó a la anciana la flor de su padre. Cuando finalmente la tuvo entre los dedos, su cara arrugada se iluminó con una sonrisa desdentada.

—Vaya, diría yo que ésta es superior a la que aquella maldita niña regaló hace casi veinte años. Y, ahora, jovencito —dijo contemplando a Tristran con sus ojos viejos y astutos—, ¿sabes qué has estado llevando en el ojal todo este tiempo?

—Es una flor. Una flor de cristal.

La anciana rio tan fuerte y tan súbitamente que Tristran pensó que se estaba ahogando.

—Es un amuleto helado —dijo—. Un objeto de poder. Algo como esto puede realizar maravillas y milagros en las manos adecuadas. Mira.

Levantó la campanilla sobre su cabeza y después la hizo descender lentamente hasta rozar la frente de Tristran. Durante un latido de su corazón se sintió de lo más peculiar, como si melaza negra y espesa le corriese por las venas en vez de sangre; entonces la forma del mundo cambió. Todo se hizo enorme y descomunal. La mismísima anciana parecía ahora una giganta y la visión de Tristran era desdibujada y confusa. Dos enormes manos descendieron y le recogieron delicadamente.

—No es una caravana demasiado grande —dijo madame Semele, con una voz grave, lenta, líquida y atronadora—. Seguiré al pie de la letra mi juramento, y no sufrirás daño alguno, y tendrás comida y alojamiento durante tu viaje hasta Muro.

Metió el lirón en el bolsillo de su delantal y subió a la caravana.

—¿Y qué pretende hacer conmigo? —preguntó Yvaine, pero no se sintió demasiado sorprendida cuando la mujer no le respondió.

Siguió a la anciana al oscuro interior de la caravana. Sólo constaba de una habitación: a lo largo de una pared había una gran vitrina de cuero y pino, con más de cien compartimentos, y dentro de uno de éstos, en un lecho de leves vilanos, la anciana depositó la campanilla; en la pared opuesta había una pequeña cama, con una ventana encima y un gran armario. Madame Semele se inclinó y sacó una jaula de madera del estrecho espacio que había bajo su cama, tomó al somnoliento lirón de su bolsillo y lo metió dentro de la caja. Entonces tomó un puñado de nueces, bayas y semillas de un cuenco de madera y lo echó dentro de la jaula, que colgó de una cadena justo en medio de la caravana.

—Eso es —dijo—. Alojamiento y comida.

Yvaine contempló todo esto con curiosidad desde la cama de la anciana, donde se había sentado.

—¿Sería correcto afirmar —preguntó con educación—, basándome en la evidencia a mi alcance (es decir, que no me ha mirado en ningún momento, o que si lo ha hecho sus ojos me han pasado por alto, que no me ha dirigido ni una sola palabra, y que ha convertido a mi compañero en un pequeño animal sin hacer lo mismo conmigo) que usted no puede verme ni oírme?

La bruja no replicó. Se encaramó en el asiento del conductor y tomó las riendas. El pájaro exótico saltó a su lado y pio una vez, con curiosidad.

—Claro que he cumplido mi palabra… al pie de la letra —dijo la anciana, como si respondiese al pájaro—. Será transformado de nuevo en el prado del mercado, así que recuperará su propia forma antes de llegar a Muro. Y en cuanto lo haya transformado a él, volveré a hacerte humana a ti, porque todavía no he podido encontrar mejor sirviente que tú, tonta descocada. No podía permitir de ninguna manera tenerlo todo el día aquí metido, hurgando, espiando y haciendo preguntas, y encima hubiese tenido que alimentarlo con algo más que nueces y semillas. —Se abrazó fuertemente y se columpió sobre el asiento—. Oh, tendrá que madrugar mucho quien quiera dármela con queso. Y sinceramente creo que la flor de ese lerdo es mejor incluso que la que me perdiste hace tantos años.

Chasqueó la lengua, sacudió las riendas y las dos mulas empezaron a traquetear por el sendero del bosque. Mientras la bruja conducía la caravana, Yvaine descansó sobre la cama mohosa. El vehículo avanzaba a trompicones a través del bosque. Cuando se detenía, Yvaine se levantaba. Mientras la bruja dormía, Yvaine se sentaba en el techo de la caravana y contemplaba las estrellas. A veces el pájaro de la bruja se sentaba junto a ella, y entonces lo acariciaba y le murmuraba cosas, porque agradecía que alguien al menos reconociese su existencia. Pero cuando la bruja andaba por allí, el pájaro la ignoraba completamente.

Yvaine también cuidaba del lirón, que pasaba la mayor parte del tiempo profundamente dormido, acurrucado con la cabeza entre las patas. Cuando la bruja salía a recoger leña o a buscar agua, Yvaine abría la jaula, lo acariciaba y hablaba con él, y en diversas ocasiones le cantó, aunque no hubiese podido decir si quedaba algo de Tristran en el lirón, que la contemplaba con unos ojos plácidos y dormidos, como gotitas de tinta negra, y tenía el pelo más suave que el plumón de ganso.

La cadera no le dolía ahora que ya no tenía que caminar todo el día, y los pies no le hacían tanto daño. Cojearía siempre, eso lo sabía, porque Tristran no era ningún especialista, por lo menos en lo que a arreglar huesos rotos se refiere, aunque lo había hecho lo mejor que había sabido y la misma Meggot lo había reconocido.

Cuando tropezaban con otras personas —hecho que sucedió pocas veces— la estrella se esforzaba por ocultarse. De todas maneras, pronto descubrió que, aunque alguien le hablase delante de la bruja —o, como hizo una vez un leñador, aunque alguien la señalase y preguntase a madame Semele por ella—, la anciana no parecía capaz de percibir la presencia de Yvaine, ni siquiera de oír nada que hiciese referencia a su existencia.

Y las semanas pasaron, a un ritmo traqueteante y destartalado, en la caravana de la bruja, para la bruja, y el pájaro, y el lirón, y la estrella caída.

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